A BYAHME MLADI (1961) de Binka Zhelyazkova
La filmografía de Bynka Zhelyazkova -según parece, primera mujer búlgara en realizar un largometraje- continúa siendo en la actualidad muy poco conocida y, para los curiosos que hayan oído hablar de ella, casi inaccesible. En mi caso, solo he podido ver su segundo film, A byahme mladi -traducido al castellano, Éramos jóvenes-, una maravilla en la que se puede rastrear la influencia del neorrealismo y, sobre todo, de las luces y sombras del cine negro.
A partir de un guion de Hristo Ganev -marido de la directora- basado en parte en las experiencias de ambos en la lucha contra el fascismo, la película nos lleva a la ciudad de Sofía para contarnos la lucha, teñida de tanta ilusión como ingenuidad, de un grupo de jóvenes resistentes contra la ocupación nazi y la historia de amor que surge entre dos de ellos, Dimo (Dimitar Buynozov) y Veska (Rumyana Karabelova). Esta relación será la que domine el desenlace de la historia y la que nos ofrezca varios de sus momentos más brillantes; uno de ellos, especialmente inolvidable.
Me refiero a la escena en que Dimo pasea de noche por la ciudad y al encender su linterna la cámara enfoca el pavimento y solo vemos aquello que alumbra el círculo de luz, que va avanzando hasta que, de pronto, se encuentra con otro procedente de una segunda linterna y ambos se unen en uno solo. Al separarse, la cámara -la linterna de Dimo- se eleva hasta mostrarnos el rostro en lágrimas de Veska. Creo que pocas veces el cine -pienso en el último plano de Catorce de julio (14 Juillet, 1933), una de mis películas preferidas de René Clair- ha mostrado de manera tan poética e imaginativa el amor entre dos personas. Quizá consciente de ello, Zhelyazkova reproducirá en parte la magia de ese instante en la última secuencia del film para insinuar el inicio de una relación entre otros dos jóvenes partisanos.
Este fragmento de enorme cine, por supuesto, no está huérfano. Junto a él, el plano en que la cámara se aleja de Veska para ir dejándola cada vez más pequeña y sola en la noche; algunas de las escenas protagonizadas por la joven vecina de Dimo, causante involuntaria de que la policía encuentre al grupo, o la secuencia en el calabozo, tan terrorífica como finalmente triste, acaban por hacer de A byahme mladi una obra maestra cuyo olvido supone una de las grandes injusticias de la historia del séptimo arte.
EL ALMA DEL INGENIO. SOBRE WILLIAM SHAKESPEARE de Gilbert K. Chesterton
Shakespeare es tan grande que oculta Inglaterra.
Parece ser que uno de los propósitos literarios de Gilber Keith Chesterton a lo largo de su vida fue escribir un libro sobre Shakespeare; por desgracia, nunca llegó a realizarlo. En su lugar, y no es poca cosa, nos han llegado muchos de los artículos que escribió sobre el más influyente de los dramaturgos, recopilados por Dale Ahlquist, presidente de la American Chesterton Society. En España, dicha recopilación se publicó hace un par de meses, bajo el título El alma del ingenio. Sobre William Shakespeare (The Soul of Wit: G. K. Chesterton on William Shakespeare, 2012), y entre mis lecturas de 2022 ocupa con diferencia el primer puesto.
Quienes hayan leído a Chesterton conocen ya la elegancia de su estilo, su lucidez crítica y su sentido del humor. Cuando todo ello se vuelca con pasión para escribir sobre Shakespeare, para analizarlo desde un punto de vista nada académico a menudo a la contra de opiniones establecidas como indiscutibles y siempre atento a la intemporalidad de sus argumentos y sus personajes, solo podemos estar, por supuesto, ante una obra imprescindible, ante un festín de inteligencia literaria en el que uno de los grandes se pone al servicio del más grande.
Y sin embargo, creo que la obra más grande de todas es aquella en que el trono del destino se ve sacudido por un instante. Creo que la obra más grande del mundo es Macbeth. Creo que Macbeth es la obra suprema porque es la única obra cristiana; y acepto que se me acuse de prejuicio. Pero por cristiano, en este asunto, me refiero a su fuerte sentido de libertad espiritual y de pecado; a la idea de que el mejor de los hombres puede ser tan malo como él quiera. Podemos llamar a Otelo víctima de la suerte. Podemos llamar a Hamlet víctima del temperamento. No podemos llamar a Macbeth víctima de nada más que de Macbeth. Los espíritus malignos lo tientan, pero nunca lo obligan; ni siquiera lo asustan, pues es un hombre muy valiente. A menudo me he extrañado de que nadie haya descubierto el paralelismo tan evidente que existe entre los asesinatos de Macbeth y los matrimonios de Enrique VIII. Los dos eran originalmente hombres valientes y afables; acaso mejores que sus semejantes. Los dos dudaron ante su primer crimen, el primer apuñalamiento y el primer divorcio. Los dos descubrieron el destino que hay en el mal: Macbeth siguió asesinando, y el pobre Enrique siguió casándose. Sólo hay un fallo en el paralelismo: por desgracia para la historia, Enrique VIII no fue depuesto.
Traducción de Aurora Rice para Editorial Renacimiento.
EL TERCER SECRETO (1964) de Charles Crichton
Como tantos otros aficionados al cine, supe por primera vez de Charles Crichton a raíz de la tardía y muy divertida Un pez llamado Wanda (A Fish Called Wanda, 1988). De ahí pasé a la que suele considerarse su mejor película, Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951), y a la menor aunque simpática Los apuros de un pequeño tren (The Titfield Thunderbolt, 1953). Tres películas, tres comedias. Las etiquetas, tan holgazanas ellas, se han conformado habitualmente con limitar a Crichton a ese género, cuando en realidad tocó muchos otros a lo largo de su filmografía y no con peor suerte, como demuestra El tercer secreto (The Third Secret), una magnífica cinta de intriga.
La película arranca, sin preámbulos, con la muerte del prestigioso psicólogo Leo Whiset, a quien su sirvienta encuentra agonizando y diciendo unas extrañas frases que parecen no tener sentido. La policía no duda de que se trata de un suicidio y cierra el caso, pero la joven hija del fallecido, Katie (Pamela Franklin), cree que ha sido asesinado por uno de sus pacientes. Para demostrarlo, busca la ayuda del famoso periodista televisivo Alex Stedman (Stephen Boyd), que también asistió como paciente a la consulta de Whiset y sabe que sus ideas eran incompatibles con el suicidio. Stedman comienza a investigar a los cuatro sospechosos del crimen; uno de ellos, él mismo.
El espectador que se anime a ver El tercer secreto quizá lo haga inicialmente con la sencilla intención de pasar algo más de hora y media en compañía de un misterio por resolver; quien busque solo eso no creo que quede defraudado. Pero también y sobre todo se encontrará con un film digno de ser contemplado y escuchado. La fotografía del gran Douglas Slocombe y los diálogos de Robert L. Joseph, excelsos ambos, no son en absoluto un mero sustento para el desarrollo de una intriga, sino la base sobre la que se erigen los dos elementos, íntimamente relacionados, que convierten al film de Crichton en una joya del género: su turbia atmósfera y la complejidad de sus personajes, repletos de aristas y de sombras.
En este sentido, quizá los sospechosos interpretados por Richard Attenborough y Jack Hawkins resulten lo menos conseguido de la película y queden un poco descolgados de la ecuación, pero Diane Cilento se lleva unos cuantos minutos de gloria dando vida a la solitaria paciente de Whiset investigada por Stedman: la escena que ambos protagonizan en el apartamento de ella y el diálogo que mantienen son realmente soberbios. Junto a ellos tres y en el centro de la historia, un sorprendente Stephen Boyd en la que puede ser la mejor interpretación de su carrera y la siempre enigmática presencia de Pamela Franklin, la gran actriz que desde sus inicios era capaz de eclipsar a cualquier pareja de baile que le pusieran. La relación, rayana con lo malsano, entre sus personajes, Stedman y Katie, les llevará a desentrañar la muerte de Whiset, pero también a descubrir la verdad en torno a ellos mismos.
SÍNTOMAS (1974) de José Ramón Larraz
Quien eche un vistazo a la filmografía de José Ramón Larraz se encontrará con atentados al cine como Polvos mágicos (1979), Juana la loca… de vez en cuando (1983) o Sevilla Connection (1992), entre otros presumibles espantos que suelen moverse entre el terror y el erotismo y que invitan a que salgamos corriendo, aunque sea acompañados de un montón de prejuicios. Pero al igual que no pocos directores de este tipo de productos, Larraz también demostró que, si se daban las circunstancias necesarias, podía hacer buenas películas. En su caso, lo logró al menos con Síntomas (Symptoms), que firmó con el seudónimo Joseph Larraz y que compitió bajo bandera inglesa por la Palma de Oro de Cannes.
Síntomas nos cuenta la historia de Helen (Angela Pleasence, a quien no le hace falta el apellido para ver de quién es hija), una joven que vive sola en una gran mansión en el campo con la ayuda de una asistenta que va a hacer la limpieza y de un hombre, Brady (Peter Vaughan, al que algunos recordarán en su papel de padre del personaje interpretado por Anthony Hopkins en Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), de James Ivory), que se ocupa del mantenimiento. Cuando comienza el film, nuestra protagonista ha invitado a una amiga suya, Anne (Lorna Eilbron), para que pase unos días con ella en la mansión; pero en medio de la aparente tranquilidad de que disfrutan, Anne comienza a sentir una extraña presencia, quizá relacionada con Cora, otra amiga de Helen que también estuvo en la casa y que mantuvo una relación sexual con Brady.
La película de Larraz es de las que se cuecen a fuego lento, de las que se toman su tiempo preparando el terreno para los cadáveres y la hemoglobina, de la cual, por cierto, no abusa. Ocupa aproximadamente la primera mitad de su hora y media en ponernos en situación: lugar apartado de la civilización, atmósfera desasosegante, presencia ominosa de Brady, apariciones fantasmales… Calma tensa. En todo momento con buen gusto y cierto clasicismo en la puesta en escena. Sin apartarse de ellos, la segunda parte nos muestra las cartas de sus probables influencias –Psicosis (Psycho, 1960), de Hitchcock; Repulsión (Repulsion, 1965), de Polanski, y quién sabe si incluso Un reflejo del miedo (A Reflection of Fear, 1972), de Fraker, o Suspense (The Innocents, 1961), de Clayton- y nos termina de descubrir, a golpe de cuchillo, un mundo ya sugerido de paranoica soledad, celos enfermizos y represión sexual, ofreciéndonos de paso un puñado de planos magistralmente compuestos. Síntomas no es, desde luego, ninguna obra maestra, pero posiblemente sí sea una de las mejores películas del género entre las que permanecen olvidadas.
ROSAURA A LAS DIEZ (1958) de Mario Soffici
Mientras discurren los títulos de crédito, un reloj da las diez de la noche y una joven llama al timbre de la pensión La Madrileña. Al abrirse la puerta, la dueña de la casa, doña Milagros (la estupenda actriz española María Luisa Robledo), se apresura al encuentro de la chica, a la que llama Rosaura, la besa y le da un abrazo. Así comienza Rosaura a las diez, basada en la novela homónima de Marco Denevi y habitual en las listas de las mejores películas argentinas. Y así también terminará, con ese mismo plano que cierra el círculo, tras habernos enterado de (casi) todo lo relativo a la extraña relación sentimental entre la bella Rosaura (Susana Campos) y el maduro, apocado y demasiado soñador Camilo Canegato (Juan Verdaguer), inquilino habitual de la pensión, pintor y restaurador de cuadros.
Tras el citado inicio, asistimos a la declaración de doña Milagros, en la que recuerda la llegada a su casa, doce años atrás, del señor Canegato, que fue con el tiempo convirtiéndose en uno más de la familia, y los días en que la pensión se alborotó porque el retraído huésped comenzó a recibir unas cartas con perfume de violetas que no podían anunciar otra cosa que un romance. A dicha declaración se unirán más adelante las de otros dos inquilinos y la del propio Canegato y la lectura de una carta escrita por Rosaura. Las palabras de cada uno de ellos, introductoras de flashbacks supeditados a la parcial información de que disponen y a su subjetividad, irán completando y, a la vez, enredando el ya de por sí intrincado puzle argumental escrito por el director Mario Soficci en colaboración con Denevi, que al parecer no quedó demasiado contento con el resultado.
Las declaraciones de los testigos le ofrecen a Soffici la posibilidad de repetir algunas escenas desde diferentes puntos de vista, lo cual nos invita hábilmente a ir cambiando nuestra percepción de la trama y de sus personajes y a esperar intrigados su resolución, atrapados en una estructura que puede recordarnos a la de Rashomon (1950) -aunque en la obra maestra de Kurosawa los protagonistas eran dueños, no como en este caso, de toda la información y aun así sus testimonios eran distintos y contradictorios-; a la de la estupenda película polaca Sangre sobre los rieles (Czlowiek na torze, 1957), de Andrzej Munk, o a la que encontramos en la novela La piedra lunar (The Moonstone, 1868), de Wilkie Collins. Y, por otro lado, las distintas intervenciones, en función del contenido de su relato, facilitan que el film viaje, de manera tan sorprendente como lógica y fluida, de la comedia de costumbres que muestra el día a día en la pensión al drama y al cine policiaco y de misterio; que pase de un tono ligero y amable a otro mucho más negro y violento.
El resultado de todo ello, Rosaura a las diez, es, sí, desde luego, una magnífica película que paulatina e inteligentemente va ganándose toda nuestra atención y que incluso merece y hasta necesita volver a ella más de una vez; pero, puestos a anotar algo en su debe, creo que alguna pieza tiene dificultades para encajar en el puzle o, dicho de otro modo, que el guion se toma alguna licencia para conseguir que lo haga, lo cual, en un film que depende tanto de su precisión, me parece remarcable. Lástima no poder leer la descatalogada novela de Denevi, que ojalá alguna editorial vuelva a publicar, porque probablemente arrojaría algo de luz sobre esa pequeña sombra.
AS BESTAS (2022) de Rodrigo Sorogoyen
As bestas arranca con dos escenas magistrales. La primera, que podría formar parte de un documental si no fuera por cómo está rodada, nos muestra a dos hombres luchando por someter a un caballo tan solo con su fuerza física mientras un tercero agarra la cola del animal, en un enfrentamiento que forma parte de la fiesta llamada A rapa das bestas. Argumentalmente, la escena es ajena a lo que se nos va a contar, pero simbólicamente le sirve a Sorogoyen, por un lado, para introducir la historia, la relación entre los protagonistas y el tono repleto de tensión y fisicidad que va a dominar la película y, por otro, para anunciar una escena posterior y crucial, ligada a esta en forma y fondo, que pone la carne de gallina.
La segunda -primera propiamente del film- nos sitúa en el bar de la aldea gallea en que se desarrolla la acción. Cuatro hombres juegan al dominó. Dos de ellos son los hermanos Anta, Xan (Luis Zahera) y Loren (Diego Anido). El resto de la parroquia mira la partida o participa de la tensa discusión entre Xan y otro de los jugadores. Xan es el objetivo principal de la cámara, el que domina el cotarro, el eje sobre el que gravita absolutamente una escena que busca ya de entrada definir al personaje y el entorno. Lección de montaje, de atmósfera, de diálogo, de cómo filmar la violencia contenida y el miedo. Un fragmento de gran cine que culmina con Xan interrumpiendo su acalorado discurso para dirigirse de manera despectiva a Antoine (Denis Ménochet), al que hasta entonces no habíamos visto, y echarle en cara que se vaya sin despedirse, en lo que supone una forma tan brillante como sutil de introducir al adversario, de situarnos in medias res, de decirnos que el conflicto al que vamos a asistir comenzó ya hace tiempo.
Si con este inicio Sorogoyen quería clavar al espectador en la butaca y engancharlo a un film que nos llevará a territorio wéstern y que en su primera parte puede recordarnos, con mucha menos violencia explícita, a Perros de paja (Straw Dogs, 1971), de Peckinpah, o a la también hispana Bosque de sombras (2006), de Koldo Serra, prueba conseguida. El problema de la película -o, más bien, el mío- es que eso se le vuelve en contra, ya que también y por encima de todo nos engancha a un personaje, Xan, y a un actor, Luis Zahera, que desde que aparecen en pantalla provocan que los momentos en que no están presentes parezcan, acaso injustamente, menores. Defecto, creo, de un guion irregular que no encuentra el equilibrio, que no consigue dotar de la misma fuerza a todo el conjunto. Es el riesgo que conlleva empezar con el listón arriba del todo. Zahera es, en todos los sentidos, la gran bestia. Su sombra es demasiado alargada.
Esa posible cojera en el guion no implica en absoluto que, más allá del personaje de Xan Anta, el film no tenga sus aciertos. Los demás intérpretes principales (Ménochet, Anido, Marie Colomb y una maravillosa Marina Foïs) están todos sobresalientes; la fotografía de Álex de Pablo y la música de Olivier Arson, que en algunos momentos me recuerda a la de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, son estupendas, y Sorogoyen vuelve a demostrar que filma como pocos. Que no me parezca la obra redonda que esperaba no significa que en As bestas no encontremos mucho más que en la mayor parte del cine actual.
EL HOMBRE HUECO de Thomas Burke
Era la suya una figura alta y enjuta, embutida en un impermeable negro. Por debajo se veían los pantalones de un traje de faena color marrón. Un gorro acabado en pico ocultaba casi por completo su rostro; lo poco que quedaba a la vista era lívido y anguloso. En la bruma otoñal que llenaba tanto las calles iluminadas como las que no lo estaban parecía un espectro, y algunos de los transeúntes que se cruzaban con él volvían la cabeza para cerciorarse de que realmente habían visto un ser vivo. Incluso uno o dos se encogieron de hombros y se echaron a un lado como espantados de algo.
En la edición de 2004 de Cuentos únicos, Javier Marías reunió veintidós relatos de corte fantástico escritos, en su mayoría, por autores poco o nada conocidos, todos ellos de origen británico a excepción del estadounidense Frank Norris -que ya pasó por aquí con su novela Avaricia (McTeague, 1899)- y, por supuesto, del propio Marías, quien incluye bajo heterónimo creado para la ocasión un cuento suyo, entre mis favoritos de una colección que, en general, me parece estupenda.
Otro de los que prefiero, por atmósfera, estilo y originalidad, es El hombre hueco (The Hollow Man, 1935), de Thomas Burke, autor también, según se nos informa en el libro, del cuento en que se basó David Wark Griffith para realizar Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919), una de sus mejores y menos monumentales películas. El misterioso relato de Burke, de los que agarran al lector desde las primeras líneas, nos lleva a un Londres nocturno y brumoso, escenario ideal para una historia de aparecidos, por cuyas calles un extraño hombre camina con paso lento pero seguro en dirección a una casa de comidas. No tardaremos en saber que ese hombre ha venido de África y que es un resucitado en busca de quien fue su amigo y también su asesino.
Tenía largas las piernas, pero caminaba con ese paso corto y medroso de los ciegos, aunque no era ciego. Sus ojos, bien abiertos, miraban fijamente al frente, pero no parecía ver ni oír cosa alguna. Ni el lúgubre ulular de las sirenas en la margen opuesta del río, ni los atrayentes escaparates de los comercios en las anchas calles que llevaban al centro le hacían volver la cabeza a derecha o a izquierda. Caminaba como si no fuera a ningún sitio en concreto, y, sin embargo, al llegar a esta o aquella esquina torcía sin dudarlo. Era como si una mano invisible lo guiara hacia un punto determinado, cuya situación exacta el mismo ignorara.
Traducción de Alejandro García Reyes.
UN PUEBLO LLAMADO YUMIURA de Yasunari Kawabata
Aunque en general prefiero sus novelas a sus relatos, entre estos encuentro también de vez en cuando al Kawabata que más me gusta. Este es el caso de «Un pueblo llamado Yumiura», que pertenece al libro Primera nieve en el monte Fuji (Fuji no hatsuyuki, 1958) y que el propio autor escogió para formar parte de una antología, una pieza muy breve en la que, como ocurre a menudo en la literatura del Nobel japonés, el suceso narrado está relacionado de manera crucial con el pasado de sus personajes.
Aquí el protagonista, el escritor Kozumi Shozuke, recibe la sorprendente visita de una mujer que afirma haberlo conocido treinta años atrás en un pueblo llamado Yumiura y que incluso él le propuso matrimonio, pero ella tuvo que rechazarlo al estar ya comprometida. La desconocida le cuenta cómo ha transcurrido su vida desde entonces a un desconcertado e intrigado Kozumi, que no recuerda ni haber estado en ese lugar ni haber visto nunca a la mujer.
Ambiguo y misterioso, este precioso cuento nos propone -a Kozumi y a los lectores-, más allá de que la historia de la visitante sea o no cierta, una reflexión sobre la memoria, sobre cómo recordamos nuestro pasado y cómo lo recuerdan quienes con nosotros lo han compartido.
Estaba claro que Kozumi se encontraba entre los personajes que aparecían en algún escenario de los recuerdos de la visitante. También Kozumi, seducido por sus palabras, sintió como si las imágenes de esa camelia y del atardecer en el puerto de Yumiura le llegaran flotando. Sin embargo, lo irritaba no poder entrar con la mujer en la misma región del mundo de sus reminiscencias. Estaban tan separados como están los vivos y los muertos en aquel país.
Traducción de Jaime Barrera Parra para verticales de bolsillo.
EL EMPLEO (1961) de Ermanno Olmi
Domenico (Sandro Panzeri) es un joven de una localidad cercana a Milán que se desplaza a la capital para hacer los exámenes que ha convocado una gran empresa con el fin de cubrir varios puestos de trabajo. En las oficinas, se fija en Antonietta (Loredana Detto). Se conocen durante la pausa para comer y pasan juntos el rato que les queda hasta la siguiente prueba. Al terminar, Domenico la espera y la acompaña a la parada del autobús, antes de coger su tren. Días después, una vez conseguido el empleo, ambos vuelven a coincidir durante un instante; pero son enviados a distintos edificios y con horarios que no coinciden, por lo que a Domenico le resulta difícil volver a verla.
En cuanto a duración, medios y, acaso, objetivos, podríamos considerar que El empleo (Il posto), segundo largometraje de Ermanno Olmi, es una película modesta; en cuanto a resultados, puede dejar tranquilamente a un lado la humildad porque es una obra perfecta o, más bien, tres en una: una crónica social de la época, que entronca con el neorrealismo; una crítica feroz y contundente hacia cierto tipo de trabajos seguros para toda la vida, que acaban por alienar a unas personas convertidas en algo reemplazable para ocupar un escritorio, y la historia de un primer amor, aquel que más se recuerda aunque no se consume o quizá precisamente por ello.
Tres obras perfectas, digo, porque se unen con asombrosa ligereza, dándonos la sensación de asistir espontáneamente a algo visto pero no filmado, gracias a las interpretaciones de todo el reparto, con los sorprendentes Sandro Panzeri y Loredana Detto al frente -si no me equivoco, la única aparición de ambos en el cine-, y sobre todo a una cámara-testigo que aparenta solo observar sin entrometerse, que nunca se permite un subrayado, que no necesita alzar la voz para mostrar la grisura, el desencanto, la aceptación, la tristeza. Le basta con ver, de la forma más engañosamente sencilla, para que todo ello se desprenda sin esfuerzo de sus imágenes, para regalarnos un cine maravilloso que parece no esforzarse en demostrar que lo es, como si quisiera que la timidez de Domenico se viera reflejada en él.
La bronca, al comienzo del film, que Domenico le echa a su hermano pequeño por una tontería, con la que Olmi nos habla sin decirlo de sus adolescentes nervios ante el examen; la repentina decisión, tan contraria a su carácter, con que el muchacho regresa, sorteando el tráfico, junto a Antonietta y le da la mano para ayudarla a cruzar la calle, cual caballero andante; sus esperas mojándose bajo la lluvia y deseando que coincidan con la salida de ella del trabajo; la recogida de los objetos del empleado fallecido, alternada con los planos que muestran su piso ya vacío, sin rastro ya de lo que fue su presencia, tan sustituible en él como en la oficina; la fiesta de Fin de Año que organiza la empresa, a la que Antonietta, durante un encuentro casual, anima a ir a Domenico y en la que la alegría generalizada enmascara durante un rato la tristeza de nuestro protagonista y, seguramente, no solo la suya… Ideas, detalles, fragmentos de sutil belleza cinematográfica, solo unos pocos entre los muchísimos que se suceden en esta obra maestra ineludible, tan tierna por fuera como dura por dentro, tan repleta de cariño hacia sus personajes como de rechazo ante la vida a la que están destinados, y que queda resumida en la expresión del rostro de Domenico al ocupar la última mesa de la fila, asumiendo así su condena, con que Olmi cierra su película.