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EL COLECCIONISTA de John Fowles
Frederick es un tipo introvertido, solitario y sin cultura cuyas aficiones son cazar mariposas y hacer fotografías. Una quiniela millonaria le permite comprar una gran casa alejada de la ciudad y llevar a cabo el plan que tiene en mente desde hace tiempo: secuestrar a Miranda, una joven estudiante de arte a la que ama y admira, encerrarla en el sótano de la casa sin ningún contacto con el exterior y colmarla de favores hasta que, con el tiempo, consiga que se enamore de él.
A partir del parcial punto de vista de ambos, de la voz narrativa de Frederick y del diario que escribe Miranda durante su cautiverio -pleno de referencias pictóricas, musicales y literarias que enriquecen la caracterización de los dos personajes, sobre todo a partir de La tempestad de Shakespeare- iremos conociendo el pasado de ambos, los intentos de fuga de Miranda y su creciente desesperación, sus diferencias de clase y cómo evolucionan los sentimientos de ambos, hasta llegar a un terrible y abierto final que justifica por sí solo la lectura de la novela, y su título, y que desnuda ante nuestros ojos al personaje de Frederick a través de sus propias palabras.
John Fowles interrumpió la redacción de su proyecto más ambicioso, la desigual pero apasionante El mago (The Magus, 1965) -llevada al cine, y se lo podía haber ahorrado, por Guy Green en 1968- para escribir El coleccionista (The Collector, 1963), su debut como novelista. William Wyler realizó una magistral adaptación, estrenada en 1965, con Terence Stamp y Samantha Eggar como protagonistas, y su influencia se ha dejado notar en multitud de películas hasta la fecha, incluidas la particular lectura que hizo de la historia Pedro Almodóvar en Átame (1990), que me parece tan mala como la mayoría de sus películas (qué le voy a hacer, no sé apreciar la genialidad del cineasta manchego), y esa fabulosa vuelta de tuerca que es, o a mí me lo parece, Hard Candy (2005) de David Slade.
«Solía verla cuando regresaba a casa desde el colegio en que estaba internada, a veces hasta varios días seguidos, porque sus padres vivían frente al Anexo del Ayuntamiento. Ella y su hermana menor iban y venían muy a menudo, acompañadas con frecuencia por muchachos, lo cual, evidentemente, no me gustaba. Cada vez que los archivos y las carpetas me dejaban un momento libre, me acercaba a la ventana para mirar hacia la calle cubierta de escarcha y, aunque no siempre, algunas veces conseguía verla. Todas las noches consignaba el hecho en mi diario de observaciones. Al principio, en aquellas anotaciones, ella era X; pero después, es decir, desde que supe cómo se llamaba, se convirtió en M. También la vi varias veces en la calle. Un día estuve un buen rato detrás de ella, en una cola de la biblioteca pública de la calle Crossfield. No me miró ni una sola vez, pero yo no aparté ni un instante la mirada de su nuca y de su pelo, que peinaba en una larga trenza. Sus cabellos eran de un rubio muy pálido, sedosos, como capullos de seda. Los llevaba recogidos en una larga y gruesa trenza que le llegaba a la cintura, algunas veces le caía por la espalda, y otras, a un costado del pecho. Pero de vez en cuando la trenza desaparecía, reemplazada por un moño alto. Sólo una vez, antes de que viniera a esta casa como mi huésped, tuve la suerte de verla con el pelo suelto, lo que me dejó casi sin aliento. ¡Estaba tan hermosa como una sirena!»
Traducción de Federico López.
Publicada por El Aleph Editores.
DE ENTRE LOS MUERTOS de Pierre Boileau y Thomas Narcejac
De entre los muertos (Vertigo, 1958) no sólo me parece la mejor y más personal de las películas de Hitchcock, sino también una de las más misteriosas, enfermizas, adictivas y hermosas que nos ha dejado el cine, compendio de las obsesiones de un cineasta al que inevitablemente acabamos viendo reflejado en Scottie, el personaje que interpreta James Stewart.
Aun reconociendo que Hitchcock hizo suya la historia como nadie más podría haberlo hecho, a la hora de repartir méritos alguno habrá que darle a la novela de 1954 D´entre les morts, escrita por Pierre Boileau y Thomas Narcejac y titulada en su última edición en español, por influencia de la película, Vértigo. Según cuenta Truffaut en su célebre conversación con Hitchcock, Boileau y Narcejac escribieron la novela pensando directamente en la posibilidad de que el cineasta inglés la llevara al cine, ya que al parecer éste ya se había interesado en otra de sus novelas, La que no existía (Celle qui n´était plus, 1952), adaptada finalmente por Clouzot en Las diabólicas (Les diaboliques, 1955).
Lógicamente, Hitchcock introdujo numerosos cambios a la hora de adaptar el texto, algunos sin demasiada importancia y otros absolutamente cruciales y que para mí puntúan siempre a favor de la película. De todos modos, buena parte de lo que vemos en la pantalla estaba ya en una novela que ha sido casi siempre menospreciada y que creo que es lo suficientemente buena como para dedicarle una mayor atención. Sin ella, y no es poco, a la historia del cine le faltaría uno de sus episodios más imprescindibles.
«-Pruébatelo…por favor.
Ella dudó, ruborizándose a causa de la joven que les observaba, pero luego entró con ella en el probador. Flavières se puso de pie, empezó a pasear de un lado a otro; de nuevo encontraba sus esperas de otro tiempo, la misma ansiedad sobresaltada, el mismo sofoco; volvía a encontrar la vida. En el fondo de su bolsillo apretaba el encendedor con fuerza. Después, como el tiempo no pasaba lo suficientemente deprisa, y como sus manos se volvían nerviosas, húmedas, buscó entre una hilera de trajes colgados uno de estilo sastre. Lo quería gris. Pero ninguno de los grises que veía era el adecuado. Ningún gris, sin duda, reproduciría el tono exacto del que retenía en la memoria. Sin embargo, ¿no habría idealizado su memoria los detalles más nimios? ¿Estaba seguro de acordarse bien?… La puerta del probador chirrió; se giró rápidamente y recibió la misma impresión que en el Waldorf, el mismo impacto en todo el cuerpo. Era Madeleine resucitada, Madeleine, que se quedaba inmóvil, como si le hubiera reconocido; Madeleine, que ahora avanzaba, algo pálida, con la misma especie de triste interrogación en los ojos. Él alargó su mano escuálida hacia ella, y seguidamente la retiró. No. La imagen de Madeleine aún no era perfecta.»
Traducción de Jandro Murillo.
Publicada por Editorial Nebular.
EN UNA ESTACIÓN DEL METRO de Óscar Hahn
De Óscar Hahn, uno de los grandes poetas chilenos, os dejo uno de mis poemas preferidos, perteneciente a la colección Versos robados (1995).
EN UNA ESTACIÓN DEL METRO
Desventurados los que divisaron
a una muchacha en el Metro
y se enamoraron de golpe
y la siguieron enloquecidos
y la perdieron para siempre entre la multitud
Porque ellos serán condenados
a vagar sin rumbo por las estaciones
y a llorar con las canciones de amor
que los músicos ambulantes entonan en los túneles
Y quizás el amor no es más que eso:
una mujer o un hombre que desciende de un carro
en cualquier estación del Metro
y resplandece unos segundos
y se pierde en la noche sin nombre
EL CONFIDENTE (1962) de Jean-Pierre Melville
Muchas de las grandes películas del género negro nos cuentan las desventuras de unos personajes, generalmente al margen de la ley, que llevan su destino escrito en la frente, perdedores con tintes trágicos amarrados a la ley de Murphy, a la mala pata. En mi opinión, la gran obra maestra de la fatalidad en el cine negro norteamericano es La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950) de John Huston, film aderezado por el romanticismo y la comprensión o simpatía por sus personajes tan presentes en el cine de su autor. Mucho más fría y distante, sin buscar nunca nuestra complicidad con los protagonistas, su equivalente en el cine francés sería El confidente (Le Doulos), uno de los monumentos que filmó Jean-Pierre Melville.
Con Serge Reggiani y Jean-Paul Belmondo llenando la pantalla y una fotografía en blanco y negro, a cargo de Nicholas Hayer, de las que quitan el hipo, El confidente es un tratado insuperable sobre la traición y la mentira habitado por unos personajes que no se fían ni de su sombra y por otros que en realidad no son lo que parecen, y cuya naturaleza, unida a la dichosa fatalidad, les llevará a un inevitable final en el que no se libra ni el apuntador y que tiene todos los elementos de la tragedia clásica.
La película es además una sucesión de momentos para el recuerdo, desde la larga secuencia inicial, con Maurice, el personaje interpretado por Reggiani, mirándose en el espejo roto -que lo unirá en el tiempo a Silien (Belmondo) en un plano similar- y el sorprendente asesinato, pasando por la primera aparición de Silien, sin que veamos su rostro, en el umbral de una puerta, hasta el fragmento final en el que Maurice camina bajo la lluvia hacia su destino, hacia una de las grandes escenas del género, que probablemente tuvo en cuenta Tarantino a la hora de rodar el final de Reservoir Dogs (1992), lo cual creo que demuestra que la huella de Melville está mucho más presente en la obra de cineastas posteriores que en la memoria de los espectadores.
ECOS de Ángel Bonomini
Crítico de arte, poeta y cuentista, Ángel Bonomini (1929-1994) no es un escritor demasiado conocido en nuestro país, a pesar de que la literatura argentina siempre ha contado entre nosotros con numerosos seguidores. Admirado, al parecer, por Borges y Bioy, sus relatos suelen participar por igual de lo fantástico y lo real, introduciendo a menudo un componente onírico que los hace perfectamente reconocibles.
Ecos es uno de los mejores relatos del libro Los lentos elefantes de Milán (1978). El autor-narrador nos recuerda en sus páginas algunos episodios de su infancia, para terminar preguntándose si la memoria recupera realmente lo ocurrido o no es más que otra herramienta para crear una ficción.
El primer fragmento del relato es suficiente para mostrarnos el gran talento de un autor por descubrir. Creo que merece la pena, así que aquí os lo dejo.
«A la hora de la siesta iba a lo de las Berro, que vivían al lado. La madre, Georgina, era francesa y tocaba el violín por las tardes. Las chicas, Nélida y Amalia, tendrían unos veinte años, yo diez. Me querían mucho en esa casa, me ayudaban a hacer los deberes del colegio y entraba y salía de allí cuando quería.
En lo de las Berro, en un patio central, había una escalera de caracol que conducía al cuarto de costura. Subí. Golpeé la ventana.
Nélida contestó. Me dijo que estaban durmiendo y que volviera más tarde. Oí que Amalia le decía a la hermana que me dejara entrar. A mí la idea de tener que esperar me disgustaba tanto como la de irme. Pero, en seguida oí los pasos de unos pies descalzos y un cerrojo que se descorría.
Entrá, me dijo Amalia, desnuda, con un triángulo de vello oscuro debajo del vientre y sus pechos culminados en dos puntas violetas. Y agregó: desnudate y metete en la cama.
Todo fue muy rápido, como cuando a uno le muestran y le esconden una fotografía en un mismo ademán. Mareado de peligro no atiné más que a obedecer. Me desnudé y me metí en la cama.
Nélida simulaba dormir y dejaba ver su espalda, la cintura, los muslos, el pelo revuelto. Amalia se acomodó y empezó el suplicio del silencio. Al pie de la cama estaba amontonada, como una cordillera de flores, la colcha de cretona.
En un rincón del cuarto había otra forma de mujer, también desnuda, que siempre me causaba zozobra. Era un maniquí sin cabeza sostenido por una barra que terminaba en un trípode.
A medida que pasaban los segundos mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra. Había una luz tenue que a todos nos envolvía. A mi derecha, Nélida tenía la espalda quebrada en la cintura y las nalgas sombreadas, y todas esas formas de piel nacarada se ondulaban levemente con la respiración. A mi izquierda, Amalia había volcado sus pechos hacia mí y una de las puntas violáceas me rozaba el brazo.
Yo sabía que nadie dormía en ese cuarto. Hasta el maniquí era como un vigía atento. La máquina de coser tenía una cabeza negra y cromada parecida a la de un dragón alerta.
Yo estaba inmóvil. Las dos mujeres irradiaban un calor que casi quemaba. Y de pronto, como un ruido de súbita tormenta, oí que Nélida y Amalia estallaban en una risa que borraba la vida.
Tuve la sensación de que las escaleras de caracol nunca terminan.»
Publicado por Reverso Ediciones.