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PELHAM 1, 2, 3 (1974) de Joseph Sargent
El nombre de Joseph Sargent no está escrito precisamente con letras de oro en la historia del cine, pero justo es reconocerle que con Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham 1 2 3) consiguió uno de los mejores thrillers de los 70, una película redonda que grandes cineastas que cultivaron el género como Siegel o Fleischer difícilmente habrían mejorado, cosa que tampoco logró Tony Scott en su remake de 2009.
Al estilo de la mejor serie B clásica, el film de Sargent muestra sus cartas desde los primeros planos, sin preámbulos que alarguen innecesariamente el metraje: cuatro tipos con poco aspecto de filántropos que responden a los apodos de Azul, Verde, Marrón y Gris -probablemente Tarantino lo tuvo en cuenta a la hora de filmar su Reservoir Dogs (1992)- secuestran un vagón del metro de New York y reclaman a las autoridades, a cambio de las vidas de los pasajeros, la entrega de un millón de dólares en el plazo de una hora. A partir de ese momento, y prácticamente en tiempo real, asistimos a una carrera contra el reloj de ritmo frenético que no da tregua al espectador, que nos mantiene sin pestañear gracias a sus estupendos diálogos y a su claustrofóbica planificación, y que cuenta con un montaje de los que deberían enseñar en las escuelas.
Guión de hierro, a partir de la novela de John Godey, del mismo Peter Stone que años antes había escrito para Stanley Donen la obra maestra Charada (Charade, 1963) y reparto de lujo, encabezado por Walter Matthau, Robert Shaw y Matin Balsam, para una de esas películas que conviene tener siempre a mano, un puro entretenimiento a fuerza de maestría narrativa.
Editada en DVD por Metro Goldwyn Mayer.
UN LUGAR EN EL MUNDO (1992) de Adolfo Aristarain
Casi todas mis películas preferidas pertenecen a una época en la que yo aún no había nacido. Las he visto en pases por televisión (a menudo de madrugada, el mejor momento para el cine), gracias al vídeo y al dvd, en larguísimas sesiones de Filmoteca o en algún cine de reestreno por desgracia ya desaparecido. Así, desde que comencé a darme el gustazo de ir al cine, a finales de la década de los 80, he visto un buen puñado de obras maestras en el momento de su estreno, pero pocas están entre mis absolutamente imprescindibles. Una de esas pocas es, sin duda, Un lugar en el mundo. La vi un par de veces en el cine, unas cuantas más en formato doméstico a pesar de la horrorosa edición disponible, y sigue teniendo, cada vez que vuelvo a ella, la magia de la primera vez, la que sólo conservan las más grandes.
En Un lugar en el mundo confluyen historias de aprendizaje, de amor, de amistad, de orgullo por mantener los ideales y hacer, contra viento y marea, aquello que debe hacerse. Historias que pertenecen por derecho propio al mejor cine norteamericano clásico y, en especial, al western. El mejor film de Aristarain es, desde luego, un western pampero, como lo son muchos otros sin pertenecer de manera explícita al género. Aquí no son necesarios los duelos entre pistoleros porque los hay entre un caballo y un tren, entre una forma de entender la vida que desaparece y otra que lo arrasa todo a su paso.
Las referencias son muchas e inmejorables: la camaredería y el humor del cine de Howard Hawks; el paralelismo con los personajes de Raíces profundas (Shane, 1953) de George Stevens, en la que un extranjero conoce a una familia con problemas, mantiene una relación especial con el hijo, se hace amigo de un hombre que representa todo lo que él ya no será y se enamora de su esposa; y por encima de todo, las películas de John Ford. Después de muchos infructuosos intentos de continuar su escuela por parte de varios cineastas norteamericanos, tuvo que llegar un director argentino para recuperar el cine del gran tuerto. La borrachera que agarran Mario y Hans, que comienza siendo divertidísima y culmina en uno de los momentos más hermosos de la película, es digna heredera de las muchas que aparecían en los films de Ford. La escena en que Mario quema la lana de la cooperativa, el trabajo y la ilusión de tanto tiempo, me recuerda aquella en que Tom Doniphon (John Wayne) hace arder la casa que había construído para Hallie (Vera Miles) en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962): ambos personajes son derrotados y renuncian a su sueño. Y ambas películas nos cuentan una pequeña historia, importante sólo para unos pocos, que es necesario recordar, y vaya si lo haremos. En esta historia Mario, Hans, Ana, la monja Nelda y el joven Ernesto comparten diálogos maravillosamente escritos mientras, como aquellos personajes a los que Ford dotó de la mayor humanidad, ven, sienten y comprenden, y nosotros con ellos, todo aquello que de verdad importa sin decir una sola palabra.
Con la ayuda de unos prodigiosos Federico Luppi, José Sacristán, Cecilia Roth, Leonor Benedetto y Gastón Batyi, que más que interpretar parece que son sus personajes, Aristarain consigue una obra maestra para la historia, y firma con ella una declaración de amor a un cine que ya apenas existe.
Editada en DVD por Tesela.
LA BUENA GENTE DEL CAMPO de Flannery O´Connor
A pesar de fallecer a los 39 años, tras padecer una larga enfermedad en la sangre, a Flannery O´Connor le dio tiempo a escribir uno de los capítulos más extraordinarios y singulares de la literatura del siglo XX. Comparada a menudo, por la temática sureña de sus obras, con William Faulkner, Carson McCullers o Erskine Caldwell -tres grandes autores a los que, para mi gusto, supera con creces-, escribió sus relatos y novelas con un estilo inconfundible que difícilmente podría haber creado escuela, y que la convierte en la escritora más inclasificable y perturbadora que conozco.
Ambientados generalmente en lugares en los que predomina la pobreza y una exacerbada religiosidad, los relatos de Flannery O´Connor suelen estar dominados por la representación de la maldad, personificada a menudo en asesinos desequilibrados o demasiado lúcidos, según se mire, y en falsos profetas y santurrones, pero también en niños, mujeres y ancianos en los que esa maldad se mezcla con la inocencia y hasta con la estupidez, transformándolos en personajes de una complejidad inabarcable que sólo se nos hacen soportables gracias al humor escéptico y distanciador de su creadora. Quienes hayan visto la película Sangre sabia (Wise Blood, 1979), adaptación de la novela homónima de O´Connor publicada en 1952 y uno de los films, como no podía ser menos, más extraños e incomprendidos de la filmografía de John huston, sabrán por dónde van los tiros.
De título irónico donde los haya, La buena gente del campo es, entre tanta obra maestra, una de las incontestables joyas de la corona, imprescindible en cualquier antología del relato norteamericano que se precie. Una casa en el campo, un granero y cuatro personajes: la chismosa señora Freeman, la confiada señora Hopewell, su hija Joy, una treintañera universitaria con una pierna artificial y que ha renunciado definitivamente a la felicidad, y el joven vendedor de biblias que se hace llamar Manley Pointer, en apariencia un alma cándida que lleva su desgraciada historia a quien quiera escucharla. Desde su superioridad intelectual, Joy intenta seducir al muchacho, en el que cree descubrir la inocencia más absoluta, descubriendo demasiado tarde que el tal Manley no es en realidad «buena gente del campo». Un cuento demoledor y malsano, cuya lectura nos deja perplejos y desarmados, y que muestra cómo la mejor literatura puede, o quizá debe, ser también la más terrible.
«Pensó que por primera vez en su vida tenía frente a sí la verdadera inocencia. El muchacho, con un instinto que nacía más allá de la experiencia, había descubierto la verdad sobre ella. Cuando, después de un momento, ella dijo en voz alta y ronca: «Muy bien», fue como rendirse a él por completo. Fue como perder su propia vida y encontrarla de nuevo, de manera milagrosa, en la de él.
Poco a poco él empezó a subirle la pernera del pantalón. La pierna artificial, con un calcetín blanco y un zapato plano marrón, estaba envuelta en una tela gruesa como lona y terminaba en una juntura desagradable que estaba atada al muñón. La voz y el rostro del muchacho eran totalmente reverentes cuando la dejó al descubierto y dijo:
-Ahora enséñame cómo se quita y se pone.
Ella se la quitó y se la puso nuevamente y luego él mismo la quitó, manipulándola con tanta ternura como si fuera una pierna de verdad.
-¡Mira! -dijo con la expresión de deleite de un niño-. ¡Ahora lo puedo hacer yo mismo!
-Colócala de nuevo -le pidió ella. Estaba pensando que se escaparía con él y que todas las noches él le sacaría la pierna y todas las mañanas se la volvería a poner-. Colócala de nuevo -repitió.
-Todavía no -murmuró él, y la puso de pie lejos de su alcance-. Estate sin ella un rato. Me tienes a mí.
Ella dejó escapar un grito de alarma, pero él la empujó y comenzó a besarla una vez más. Sin la pierna, se sentía completamente dependiente de él. Parecía que su mente había dejado de pensar y que se ocupaba de otras funciones que no se le daban muy bien. Expresiones diferentes recorrieron su rostro. De tanto en tanto, el muchacho, cuyos ojos parecían dos pernos de acero, volvía la cabeza para mirar la pierna. Finalmente ella lo apartó de un empujón y dijo:
-Ahora colócala de nuevo.
-Espera -dijo él.»
Traducción de Marcelo Covián.
Publicado por Mondadori DeBols!llo.
ESCÁNDALO EN PARÍS (1946) de Douglas Sirk
Antes de filmar los grandes melodramas por los que consiguió un tardío e insuficiente reconocimiento, el cine de Douglas Sirk recorrió toda clase de géneros, pasando del western a las aventuras, del policiaco a la comedia. Entre estos dos últimos se sitúa la única película de Sirk que creo que aguanta la comparación con las obras maestras del final de su carrera: Escándalo en París (A Scandal in Paris), basada en las memorias de François Eugène Vidocq, un ladrón francés del siglo XVIII que abandonó su carrera al margen de la ley para convertirse en jefe de la policía, personaje que retomó muchos años después el director Pitof en Vidocq (2001), un film estéticamente abrumador pero vacío de todo lo demás, protagonizado por Gérard Depardieu.
Aquí es George Sanders, con su elegancia a prueba de bomba y su eterno gesto imperturbable (Javier Marías lo calificó en cierta ocasión como «el hombre que parecía no querer nada»), quien interpreta al granuja Vidocq, secundado por el gran Akim Tamiroff en el papel de su ayudante Èmile, una suerte de Sancho Panza más rebelde y ambicioso que el que recreó para su amigo Orson Welles, cuya familia, un variopinto grupo de ladrones que anticipan en cierto modo los que poblaron más adelante muchas comedias españolas e italianas, se les unirá para llevar a cabo el atraco a un banco. Pero entonces el amor se cruzará en el camino de Vidocq…
Elegantísima y desbordante de ingenio en todas y cada una de sus escenas, repleta de situaciones y diálogos en los que el doble sentido y la ironía campan a sus anchas buscando continuamente la complicidad del espectador, Escándalo en París es una de esas películas en las que la palabra y la puesta en escena van absolutamente de la mano, logrando una perfecta comunión que hasta el mismísimo Lubitsch habría firmado. Sin renunciar a muchos de los temas que desarrollaría definitivamente en sus melodramas (la tradición, las apariencias, la suplantación de identidad, los giros del destino…), Sirk nos demostró, con esta pequeña maravilla, que también sabía hacernos sonreír.
Editada en DVD por Regia Films.
EL ORIGEN DEL MUNDO de Jorge Edwards
Tras el suicidio de su amigo Felipe Díaz, un intelectual vividor que presumía de sus numerosas conquistas femeninas, el anciano doctor Patricio Illanes comienza a sospechar que su mujer, Silvia, mucho más joven que él, estaba enamorada de Felipe y era una de sus amantes. Sus sospechas se verán fortalecidas tras ver el cuadro de Gustave Courbet El origen del mundo, y descubrir una fotografía realizada por Díaz muy similar al cuadro y en la que cree identificar a su esposa.
Escrita por el chileno Jorge Edwards, Premio Nacional de Literatura 1994 y Premio Cervantes 1999, El origen del mundo (1996) es una breve y estupenda novela sobre el desconocimiento de los demás y de uno mismo, sobre la inseguridad y los celos transformados en obsesión, y sobre cómo esa obsesión enfermiza nos alimenta y nos hace sentirnos vivos de nuevo, de una manera que creíamos ya perdida. De tintes policiacos, favorecida definitivamente por una construcción en la que varían la voz narrativa y el punto de vista, su lectura es una de las mejores formas de descubrir a uno de los grandes narradores de la literatura chilena.
«Porque él no ignoraba, desde luego, no ignoraba del todo, y desde hacía mucho tiempo, la debilidad de Silvia, y más de alguna vez había tenido sospechas, sentimientos insidiosos, incómodos, que se renovaban cada vez que observaba en el terreno, en acción, la capacidad de seducción y la perfecta falta de escrúpulos de Felipe Díaz, pero nunca, jamás en su vida, se habría imaginado que Silvia, la serena, sonriente, burlona Silvia, pudiera perder los estribos de aquella manera tan evidente. No era, sin duda, que estuviera impresionada, al borde de un ataque de nervios, por el espectáculo de un cadáver, del cadáver de un suicida. No tenía, Silvia, ese tipo de fragilidad. Su llanto, ajeno a la cercanía de Alfredo Arias, y ajeno a él mismo, a toda noción de cautela, y hasta de qué dirán, de pudor, era un lamento inédito, diferente, profundo: salía de las entrañas de una mujer que él creía conocer al revés y al derecho, y que en realidad no conocía, o que había comenzado a conocer sólo ahora, tarde, y sin remedio. ¿Quedaba confirmado, entonces, oleado y sacramentado, que Silvia y Felipe habían sido amantes? ¿Y por cuánto tiempo, y en qué circunstancias, y cómo se las habían ingeniado para engañarlo, para traicionarlo bajo sus propias barbas, porque si la palabra traición no se aplicaba en ese caso preciso, traición con alevosía, jugando con la amistad, con la comedia de la sinceridad, con la mentirosa verdad, cuándo diablos se aplicaba?»