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FUNNY GAMES (1997) de Michael Haneke

El día 21 de este mismo mes falleció, a los 51 años, Susanne Lothar, una de las grandes actrices europeas de los últimos años, reconocida sobre todo por sus trabajos para el gran cineasta austriaco Michael Haneke. Junto a su marido Ulrich Mühe, un actorazo fallecido en 2007, realizó una interpretación fuera de categoría, en los límites entre el trabajo actoral y la realidad, en Funny Games. Ambos encarnaban a un matrimonio que, junto con su hijo, recibían la inesperada visita de dos jóvenes desconocidos, amables y educados, que les harían vivir la mayor de las pesadillas.

        Sé de gente que no fue capaz de ver entera Funny Games. Alguno no pudo pasar de la primera media hora. Y es perfectamente comprensible. Posiblemente sea la propuesta más radical, desagradable e insoportablemente tensa que he visto en una pantalla. Nos coloca en una situación límite que nos parece, gracias al talento de Haneke y de los actores, que no es en absoluto una ficción, consiguiendo que nos identifiquemos con los personajes, que sintamos la misma violencia, las mismas vejaciones y humillaciones que ellos padecen, que nos enfrentemos con ellos a nuestros propios miedos y a nuestros interrogantes sobre hasta dónde es capaz de llegar la naturaleza humana.

        Que conste que no es la película más explícitamente violenta y asquerosa de la historia. No estamos ante un film gore. Incluso Haneke se apiada de nosotros y pone en escena un par de recursos cinematográficos para distanciarnos de la acción y recordarnos que estamos ante una película. Lo que nos pone un nudo en el estómago durante todo el visionado, creo, es que esa violencia física y moral -sobre todo moral- es absolutamente gratuita, sin sentido, sin razón alguna, como la mayor parte de la violencia a la que estamos expuestos en el mundo real. Posiblemente, al terminar de ver Funny Games, más de uno se acuerde, y no precisamente con simpatía, de la madre de Haneke, pero, en parte por eso mismo, me parece que estamos ante una película impresionante que deja en pantaloncitos cortos a un claro precedente como La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) de Stanley Kubrick.

        El propio Haneke realizó un remake norteamericano, protagonizado por Naomi Watts y Tim Roth y estrenado en 2007, que no aportaba nada al original austriaco.

                   Editada en DVD por Cameo.

AURA de Carlos Fuentes

Tras el fallecimiento de Carlos Fuentes, el 15 de mayo de este año, la prensa especializada procedió a repasar, como es habitual en estos casos, sus obras más representativas. Junto a las novelas de mayor prestigio, generalmente prolijas, asomaba la cabeza entre las preferencias de todos los críticos una novela corta, de apenas sesenta páginas -una nouvelle, que dirían los franceses-, titulada Aura (1962), la historia del joven Felipe Montero, quien, tras responder a un anuncio del diario, comienza a trabajar como secretario en una misteriosa casa, en la que apenas entra la luz del sol, habitada por la anciana Consuelo y su sobrina Aura. La anciana le encarga ordenar y corregir las memorias de su esposo, fallecido muchos años antes, con la idea de que sean publicadas. En ellas encontrará Felipe la terrible clave de un misterio del que él mismo será protagonista.

        Aura es un relato de corte fantástico, casi de terror onírico, de un romanticismo enfermizo y malsano, incluso necrófilo, a lo que contribuyen la representación erótica y sacrílega de ciertas visiones religiosas y la influencia de la literatura gótica, en especial, creo yo, de los cuentos de Edgar Allan Poe. Pero Aura es además, y sobre todo, un ejercicio de estilo, una obra de orfebrería literaria, en la que el poco habitual narrador en segunda persona lleva de la mano al protagonista, lo manipula y a nosotros con él («Sólo falta tu nombre. Sólo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma.»), nos va dejando pistas sobre el misterio al que nos enfrentamos, juega con el tiempo y con los tiempos verbales, con la posibilidad de que lo cuenta esté ocurriendo o sea irreal, elige cada adjetivo y sus connotaciones, coloca cada palabra como una piedra preciosa en una joya…

        Sí, posiblemente Aura sea literatura de género y un homenaje a tantas lecturas de juventud, pero en ella Fuentes pretende decididamente, y vaya si lo logra, dejar su intransferible sello de autor. 

        «La cabeza te da vueltas inundada por el ritmo de ese vals lejano que suple la vista, el tacto, el olor de plantas húmedas y perfumadas: caes agotado sobre la cama, te tocas los pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano invisible te hubiese arrancado la máscara que has llevado durante veintisiete años: esas faciones de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han cubierto tu verdadera faz, tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías olvidado. Escondes la cara en la almohada, tratando de impedir que el aire te arranque las facciones que son tuyas, que quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. No volverás a mirar tu reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para engañar el verdadero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas mentirosas, ya no te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo.

        Cuando te separes de la almohada, encontrarás una oscuridad mayor alrededor de ti. Habrá caído la noche.»

                     Publicada por Alianza Editorial.

STONER de John Williams

Stoner (1970) no fue precisamente un exitazo en el momento de su publicación, quizá porque la literatura norteamericana de aquella convulsa época circulaba por otros derroteros a los que es completamente ajena, o quizá, más sencillamente, porque siempre hay extraordinarias novelas, de argumentos en principio poco atractivos, escritas en voz baja, que se van quedando injustamente por el camino. Afortunadamente, ahora podemos descubrirla en su traducción al español.

         La novela de John Williams cuenta la historia de William Stoner, un profesor universitario no demasiado popular que entrega toda su vida a la enseñanza, mientras ésta transcurre entre el tedio, la derrota, la mediocridad y, en el fondo, el deseo de sentirse querido, de saberse vivo, con apenas un par de soplos de aire que alteran su monotonía. Williams le acompaña desde su juventud como estudiante hasta sus últimos días, postrado en su cama y rodeado de libros, y lo hace como narrador distante, con un estilo que se corresponde extraordinariamente con el carácter del personaje y con los hechos que nos cuenta. No es Stoner una novela de grandes personajes ni de sucesos para el recuerdo. Williams acepta el reto de servirse tan sólo de su maestría como escritor para que una vida como la de millones de personas consiga engancharnos, conmovernos y, al terminar el libro, parecernos única. Y lo consigue. 

        El siguiente fragmento pertenece a la parte final del libro. En él, un anciano Stoner recuerda a Katherine Driscoll, una antigua alumna con la que vivió un intenso romance al que renunció para conservar su matrimonio y su puesto en la universidad. A esa relación le dedica Williams varios de los momentos más hermosos de la novela.      

«Sólo en una ocasión recibió noticias de Katherine Driscoll. A comienzos de primavera en 1949 le llegó una circular de prensa de una gran universidad del Este, anunciando la publicación del libro de Katherine y recogiendo algunas palabras sobre la autora. Daba clase en una buena facultad de humanidades en Massachusetts, no estaba casada. Consiguió una copia del libro tan pronto como pudo. Cuando lo tuvo entre las manos pareció que sus dedos cobraban vida, temblaban tanto que apenas podía abrirlo. Pasó las primeras páginas y vio la dedicatoria: «Para W.S.»

        Se le nublaron los ojos y durante largo rato se quedó sentado inmóvil. Después movió la cabeza, regresó al libro y no lo dejó hasta haberlo leído entero.

        Era tan bueno como había pensado que sería. La prosa era ágil y su pasión estaba enmascarada por la serenidad y la claridad de su inteligencia. Era ella misma lo que se traslucía en lo que leía, se percató, y se maravillaba de la certeza con la que podía contemplarla incluso ahora. De repente fue como si ella estuviese en la habitación de al lado y la acabase de ver hacía sólo un instante. Sentía un hormigueo en las manos como si la hubiera tocado. Y el sentimiento de haberla perdido, que llevaba tanto tiempo guardado dentro, afluyó, le absorbió y se dejó llevar por la corriente, más allá del control de su voluntad, no queriendo salvarse. Luego sonrió con ternura, como recordando algo, le vino a la mente que tenía casi sesenta años y que debía estar por encima de la fuerza de aquella pasión, de aquel amor.

        Pero no lo había superado, lo sabía, y nunca podría hacerlo. Bajo la confusión, la indiferencia, el olvido, ahí estaba. El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. En su juventud lo había dado sin pensar, lo había dado al conocimiento que le había revelado -¿hace cuántos años?- Archer Sloane; se lo había dado a Edith, en aquellos primeros días tontos y ciegos de cortejo y matrimonio, y se lo había dado a Katherine, como si nunca antes lo hubiera hecho. Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo. No se trataba de una pasión ni de la mente ni de la carne; era más bien una fuerza que comprendía a ambas, como si fuese, más que un asunto de amor, su sustancia específica. A una mujer o a un poema, simplemente decía: ¡Mira! Estoy vivo.»

                  Traducción de Antonio Díez Fernández.

                  Publicada por Ediciones Baile del Sol.

Isuzu Yamada, la gran Lady Macbeth del cine

El pasado 9 de julio nos dejó, a los 95 años, la actriz Isuzu Yamada, una de las grandes del cine japonés. A lo largo de su carrera trabajó con muchos de los mejores cineastas nipones, entre ellos Mizoguchi -su mejor colaboración me parece Las hermanas de Gión (Gion no shimai, 1936)- y Ozu, para quien protagonizó la impresionante Crepúsculo en Tokio (Tokyo boshoku, 1957). Sus interpretaciones más vistas en nuestro país, lógicamente, son las que realizó para Kurosawa, el director japonés más conocido y difundido en Occidente. Yamada aparece en Los bajos fondos (Douzoko, 1957) -una adaptación que no me gusta demasiado de la obra teatral de Gorki, llevada al cine años antes y algo mejor por Jean Renoir-, en la magistral Yojimbo (1961) y, sobre todo, en la obra maestra Trono de sangre (Kumonosu-Djo, 1957), tremenda adaptación del Macbeth de Shakespeare, mejor incluso, en mi opinión, que las rodadas por Orson Welles y Roman Polanski. Junto al gran Toshiro Mifune, la actriz da vida, casi recurriendo sólo a la fuerza de su mirada, a la mejor Lady Macbeth que ha visto el cine. Sin duda, su interpretación más recordada.

Adiós a Ernest Borgnine

Ayer falleció a los 95 años Ernest Borgnine, uno de los rostros más habituales y reconocibles del cine norteamericano. Curiosamente, recibió el Oscar al mejor actor principal por su papel de bonachón enamorado en Marty (1955) de Delbert Mann, pero su imagen siempre se identificará con la de personajes secundarios casi siempre violentos y a menudo malvados, como los que interpretó, por ejemplo, en las magníficas Johnny Guitar (1954) de Nicholas Ray, Conspiración de silencio (Bad day at Black Rock, 1954) de John Sturges o Sábado trágico (Violent Saturday, 1955) de Richard Fleischer.

        Aquí lo recordamos en cuatro de sus papeles más emblemáticos, en cuatro obras maestras: De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, 1953) de Fred Zinnemann, Los vikingos (The Vikings, 1958) de Richard Fleischer, Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969) de Sam Peckinpah y El emperador del norte (Emperor of the North, 1973) de Robert Aldrich.