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EL JARDINERO NOCTURNO de George Pelecanos
Filed under: Literatura norteamericana | Etiquetas: David Simon, novela de crítica social, novela policiaca, The Wire, Treme

A los aficionados a las buenas series de televisión posiblemente les suene el nombre de George Pelecanos por ser uno de los guionistas de las magistrales The Wire y Treme, ambas creadas por David Simon. Menos conocida en nuestro país es su faceta como novelista, aunque lleva ya bastantes años siendo uno de los grandes del género policiaco norteamericano.
Uno de los mejores ejemplos de la narrativa de Pelecanos, y de los más reconocibles para los seguidores de The Wire, es El jardinero nocturno (The Night Gardener, 2006), una estupenda novela en la que la trama principal (la investigación policial de la muerte de un adolescente negro, cuyas características recuerdan a una serie de crímenes ocurridos varios años atrás) convive con otras historias sobre el tráfico de drogas y la violencia cotidiana en las calles de Washington, la discriminación racial en los colegios, la corrupción policial y un largo etcétera, en las que los abundantes personajes van repartiéndose el protagonismo y cuya estructura de escenas paralelas recuerda a la de las series de televisión.
La obsesión por el detalle, tanto en la descripción de los ambientes como en todo aquello que caracteriza a los personajes y la clase social a la que pertenecen (lo que comen, la música que escuchan, las marcas que visten); la crítica nada encubierta dirigida hacia los estamentos de la sociedad americana y, lo más importante, una asombrosa capacidad para escribir diálogos memorables son algunas de las señas de identidad de este magnífico novelista.
El escenario del crimen se encontraba entre las calles Treinta y tres y E, al borde de Fort Dupont Park, en un barrio conocido como Greenway, en la sección del Distrito Seis de Southeast D. C. Una chica de catorce años yacía en el césped de un jardín comunitario, en una zona oculta a la vista de los vecinos, cuyos patios daban a un bosque cercano. Llevaba cuentas de colores en el pelo trenzado. Parecía haber muerto de una herida de bala en la cabeza. Un agente de Homicidios de mediana edad, con una rodilla clavada en el suelo junto a ella, la miraba como esperando que despertara. Era el sargento T. C. Cook. Llevaba veinticuatro años en el cuerpo de policía. Y estaba pensando.
Sus pensamientos no eran optimistas. Ni en la chica ni en los alrededores se apreciaban manchas de sangre, a excepción de la que se había coagulado en los orificios de entrada y salida de la bala. No había sangre en la blusa, en los tejanos ni en las zapatillas deportivas, todo lo cual parecía recién estrenado. Era de suponer que después de asesinarla la desnudaron para ponerle ropa nueva, y que habían trasladado su cuerpo para dejarlo allí tirado.
Cook tenía el estómago encogido y advirtió, con cierta mala conciencia, que también se le había acelerado el pulso, lo que indicaba, si no agitación, al menos una honda implicación en el caso. La identificación del cadáver lo confirmaría, pero Cook sospechaba que era como los otros. La chica era una de ellos.
Traducción de Sonia Tapia.
Publicada por Ediciones B.