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THE HEARTS OF AGE (1934) / TOO MUCH JOHNSON (1938) de Orson Welles
El miércoles de la semana pasada, la Filmoteca de Catalunya programó una sesión doble con las dos primeras filmaciones de Orson Welles que se conservan: The Hearts of Age y Too Much Johnson. La proyección fue acompañada al piano por Joan Pineda y presentada y comentada por Esteve Riambau, que se centró, lógicamente, en la relevancia del estreno en España de Too Much Johnson, el film que se creía perdido tras el incendio, en 1970, de la casa que Welles tenía en Madrid y del que se encontró una copia en Italia que, tras su restauración a cargo de la George Eastman House, se estrenó a nivel mundial en las Jornadas de Cine Mudo de Pordedone en 2013.
The Hearts of Age es un extraño cortometraje mudo amateur de unos seis minutos que Welles rodó junto a su amigo William Vance, un simple divertimento en el que el cineasta ya da muestras de su gusto por la caracterización, personificando a la Muerte, y en el que participa su novia Virginia Nicholson interpretando a una anciana. Según reconoció el propio Welles en sus conversaciones con Peter Bogdanovich, no era más que una parodia del cine surrealista, en especial de la primera película de Jean Cocteau La sangre de un poeta (Le Sang d’un Poète, 1932), y con su interpretación quería imitar a Werner Krauss en El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920) de Robert Wiene.
Too Much Johnson, con 67 minutos de duración, ya representa algo más en la filmografía de Welles, aunque aún estamos ante una película, si podemos considerarla así, cuya importancia es mucho mayor desde el punto de vista histórico, como primera manifestación de algunas de las características de su cine, que desde el artístico, en parte porque lo que nos ha llegado es un trabajo inacabado, un montaje en bruto de imágenes mudas en el que, incluso, aparecen planos repetidos y cuya finalidad, en caso de haberse terminado, era servir de apoyo a una obra de teatro, la gran pasión de Welles por aquel entonces.
El propósito de Welles era que cada una de las tres partes en que se dividía la película funcionara como introducción a los tres actos del montaje teatral que el Mercury Theatre iba a realizar sobre la obra homónima de William Gillette, un autor y actor famoso en la época sobre todo por sus interpretaciones, en la escena, de Sherlock Holmes. La obra, que a su vez se basaba en el libreto de Maurice Ordonneau titulado La Plantation Tomassin, ya había sido llevada al cine con anterioridad en 1900 y en 1919, esta última en adaptación dirigida por el también actor Donald Crisp. La versión del Mercury se estrenó sin que a Welles le diera tiempo a terminar la película, y su fracaso -solo estuvo en cartel durante dos semanas- hizo que ya no tuviera sentido continuar con el proyecto.
La historia que nos cuentan las imágenes de Too Much Johnson es un vodevil, una comedia de enredo al estilo Mack Sennet o Harold Lloyd, en la que un marido engañado por su mujer persigue al amante, un tal Johnson (Joseph Cotten), por las calles y los tejados del mercado de aves de Nueva York. La frenética persecución les llevará ni más ni menos que hasta una Cuba recreada por Welles con cuatro palmeras y poco más, en la que el cornudo confundirá a un rico propietario, también llamado Johnson, con el amante, dando lugar a un duelo que Johnson-Cotten intentará impedir.
Junto a algunos divertidos gags, lo más relevante del film son aquellos elementos o detalles argumentales a los que Welles recurrirá en sus películas posteriores y, sobre todo, algunas señas de identidad cinematográficas, como la profundidad de campo y los picados y contrapicados, que anticipan lo que será el estilo de un genio que comenzaba a cogerle el gusto a esto del cine.
LOS NIÑOS LOBO (2012) de Mamoru Hosoda
A pesar de su todavía breve filmografía, Mamoru Hosoda es ya el gran candidato para suceder a Hayao Miyazaki en el trono de la animación japonesa, y buena prueba de ello es esta pequeña joya titulada Los niños lobo (Ôkami Kodomo no Ame to Yuki), su última película hasta la fecha, la cual tiene, como La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997) de Miyazaki, un punto ecologista que apuesta por la recuperación de la vida en contacto con la naturaleza y una mirada sobre la realidad combinada con elementos fantásticos, aunque presentes de manera menos exuberante y abrumadora.
Los niños lobo cuenta la historia de Hana, una muchacha que se casa con un joven y solitario hombre lobo con el que tiene dos hijos, Ame y Yuki, que heredan la facultad de transformarse en lobos. Tras la muerte del padre, Hana decide llevarse a sus hijos a vivir en el campo para alejarlos de las miradas de los humanos. Allí saldrá adelante cultivando la tierra mientras Ame y Yuki crecen y ven acercarse el momento en que deberán decidir si quieren vivir entre los humanos o entre los lobos.
Sin guiños hacia el cine de terror ni escenas violentas, a pesar del componente fantástico de la licantropía, y filmada de manera serena, poética y contemplativa, con mayor influencia, en mi opinión, del cine clásico japonés que la mayoría de films de animación -sin ir más lejos, la escena en que Yuki, cubierta de heridas, tiembla en la bañera me recuerda, tanto en su forma como en su significado, a uno de los momentos más dramáticos y decisivos de Lluvia negra (Kuroi ame, 1989) de Imamura-, Los niños lobo es una preciosa fábula educativa, destinada a mayores y niños por igual, sobre la aceptación de los que son diferentes y sobre las decisiones importantes que hemos de tomar a lo largo de nuestra vida.
Editada en DVD por Selecta Visión.
LA VIDA NO ES MUY SERIA EN SUS COSAS de Juan Rulfo
La vida no es muy seria en sus cosas es un relato muy breve que no fue incluido en el libro El llano en llamas (1953) y al que la crítica ha prestado habitualmente mucha menos atención que a los que pertenecen al citado libro y que, por supuesto, a la novela Pedro Páramo (1955). Al parecer, fue el primer texto publicado de Rulfo, primero en la revista literaria de Guatemala Pan, en 1942, y después en la revista América, en 1945.
Aquí os dejo el primer relato conocido de uno de los más grandes escritores del siglo XX.
Aquella cuna donde Crispín dormía era más que grande para su pequeño cuerpecito. Él, sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores, por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos, y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida menos pesada oyendo algo de los ruidos del mundo.
Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ya ocho meses ahí dentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta se adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba con unos golpecitos suaves la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ell se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo fuera en secreto.
«El Señor me perdone -se decía-, pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo.»
Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y, sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.
La madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no descansaba de sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma; pero en seguida, se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba, como sólo la ausencia de «aquél» podía merecerlo.
Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo.
En otras, se olvidaba por completo de que su hijo existía. Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas correteando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia, cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos, sino más bien, era una llamada que él le hacía como regañándola por dejarlo solo e irse tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches que se daba a sí misma, no parando de hacerlo hasta sentirse tranquila y sin miedo.
Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que algo le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. Acaso sufra, se decía. Acaso se esté ahogando ahí dentro, sin aire; o tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. todos. y él también. ¿Por qué no se iba a asustar él? ¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos, vería si su carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. entonces yo sabría cómo hacer. Pero ahora no; no donde él está. Ahí no. Eso se decía.
Crispín no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito, al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre, ahí cerca, hacía al subir y bajar una hora tras otra.
Así iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se sentía encariñada a los días que vendrían. y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aqquella carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.
Así iba el asunto.
Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de él. hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse. Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella a la muerte, porque más de una vez la vio acercarse. La vio también en Crispín, su esposo, y, aunque al principio no le fue posible reconocerla, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba, no dudó que era ella.
Así pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer cualquier cosa con uno, cuando uno está más descuidado.
Aquella mañana, ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín, el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: Crispín, le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos un ratito a platicar con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres? Luego, tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo: te llevaré de la mano todo el tiempo. Esto le dijo.
Abrió la puerta para salir; pero en seguida sintió un viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo ¿pues qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después puso la rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese momento, pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y bajó a toda prisa…
Bajó muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella el suelo estaba lejos, sin alcance…
Philip Seymour Hoffman: adiós a uno de los grandes
El inesperado fallecimiento, a los 46 años, de Philip Seymour Hoffman me parece uno de los mayores varapalos que se ha llevado el cine en toda su historia. Se acabó Hoffman y se llevó con él todos los personajes que no llegó a interpretar y que le habrían convertido, si no lo era ya, en uno de los más grandes actores de siempre.
Aquí lo recuerdo en la obra maestra de los Coen El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998), junto a Jeff Bridges; en Capote (2005) de Bennett Miller, por la que ganó el Oscar; con Tom Hanks en la divertidísima La guerra de Charlie Wilson (Charlie Wilson’s War, 2007) de Mike Nichols y en La duda (Doubt, 2008) de John Patrick Shanley, donde protagonizó, junto a Meryl Streep, uno de los grandes duelos interpretativos de los últimos años. Descanse en paz.