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BILLY BUDD, MARINERO de Herman Melville / LA FRAGATA INFERNAL (1962) de Peter ustinov

Uno de los aspectos más sobresalientes de la narrativa de Herman Melville es la caracterización de sus extraordinarios y singulares personajes, cuyos nombres, no en vano, suelen dar título a sus novelas. Como ocurre con Don Quijote, Fausto, Hamlet y tantos otros, cómo son y qué simbolizan Moby Dick y el capitán Ahab, Benito Cereno, Bartleby o Billy Budd condiciona irremediablemente el argumento de las historias que protagonizan y los fija en la memoria como arquetipos de lo que representan: seguramente olvidaremos los detalles de sus dramas, pero será más difícil no recordar la esencia de los personajes que los provocan.

La acción de Billy Budd, marinero (Billy Budd, Sailor, 1924) -obra póstuma de Melville, publicada 33 años después de su muerte- se sitúa en el año 1797, a bordo de un navío de guerra de la armada británica. Su protagonista es un joven gaviero cuyo físico y carácter hacen de él un modelo de pureza, ajena e impermeable a la maldad y las debilidades de los hombres. Esta «nobleza de espíritu» le granjea la confianza y la admiración tanto de sus compañeros como de sus superiores, pero encontrará su némesis en John Claggart, el maestro de armas de la nave, un hombre taciturno de misterioso pasado que odia lo que Billy representa y cuya animadversión hacia el muchacho desencadenará una tragedia que ni siquiera el capitán Vere y sus oficiales, sujetos a las leyes y al reglamento, podrán evitar.

Sin embargo, la de Claggart no era una forma vulgar de la pasión. Y, al dirigirse contra Billy Budd, no participaba de esa vena de celos temerosos que ensombreció el rostro de Saúl al cavilar turbadamente sobre el hermoso y joven David. La envidia de Claggart calaba más hondo. Si miraba con malos ojos el buen aspecto, la animosa salud y el franco disfrute de la vida joven de Billy Budd, era porque estas cosas iban unidas a una naturaleza que, como notaba magnéticamente Claggart, en su sencillez nunca había aceptado la malicia ni había experimentado el repelente mordisco de esa sierpe. Para él, el espíritu que se alojaba en Billy y miraba por sus ojos celestes como por ventanas, su inefabilidad, era lo que ponía hoyitos en sus mejillas curtidas, y hacía flexibles sus coyunturas, y danzaba en sus rizos rubios, convirtiéndole en el «Marinero Bonito» por antonomasia. Exceptuando a una sola persona, el maestro de armas era quizá el único hombre del barco intelectualmente capaz de apreciar de modo adecuado el fenómeno moral que ofrecía Billy Budd. Y esa comprensión no hacía sino intensificar su pasión, que, asumiendo en su interior diversas formas secretas, a veces asumía la del desdén único; desdén de la inocencia. ¡No ser más que inocente! Sin embargo, de un modo estético, veía su encanto, su valeroso temple libre y tranquilo, y habría querido llegarlo a tener, pero desesperaba de ello.

Sin fuerza para anular la maldad elemental que había en él, aunque pudiera ocultarla con suficiente prontitud; comprendiendo lo bueno, pero sin fuerza para serlo; un temperamento como el de Claggart, sobrecargado de energía como casi siempre están tales temperamentos, no tenía otro recurso sino replegarse en sí mismo, y, como el escorpión, de que sólo el Creador es responsable, desempeñar hasta el fin el papel que le había caído en suerte.

Traducción de José María Valverde.

Publicada por Alianza Editorial.

Adaptación fiel de la novela de Melville y posiblemente el mejor trabajo de Peter Ustinov tras las cámaras, La fragata infernal (Billy Budd) es una magistral película que nos devuelve el aroma de las grandes historias ambientadas en el mar y de los dramas judiciales, ensombrecida ligeramente por una secuencia final que parece añadida a toda prisa, mal montada e incluso con algún plano prestado de otro film. Una minucia frente a la gran dirección de Ustinov, la fotografía de Robert Krasker -responsable de las luces y sombras de El tercer hombre (The Third Man, 1949)- y un reparto estelar encabezado por el propio Ustinov como el capitán Vere, un debutante Terence Stamp en el papel de Billy, el gran Melvyn Douglas como el veterano marinero danés que acoge al muchacho bajo su sabiduría y un impresionante Robert Ryan nacido para encarnar al ominoso John Claggart: imposible no imaginar cómo habría estado en la piel del capitán Ahab enfrentándose a la gran ballena blanca.

LA MUJER DE MARTIN GUERRE de Janet Lewis / EL REGRESO DE MARTIN GUERRE (1982) de Daniel Vigne

Hace unos pocos años pudimos descubrir en nuestro país a una gran escritora estadounidense llamada Janet Lewis, gracias a que la editorial Reino de Redonda publicó sus novelas La mujer de Martin Guerre (The Wife of Martin Guerre, 1941), El juicio de Sören Quist (The Trial of Sören Quist, 1947) y El fantasma de Monsieur Scarron (The Ghost of Monsieur Scarron, 1959), inspiradas por la lectura del libro titulado Famous Cases of Circumstancial Evidence, una antología de casos verídicos en los que se dictaron sentencias judiciales a partir de pruebas, al parecer, no demasiado concluyentes. En junio de este mismo año, las tres obras han vuelto a publicarse agrupadas en un solo volumen bajo el título Casos de pruebas circunstanciales, casi 900 páginas de una prosa elegante, fluida, exquisita, más cercana a la de las grandes novelas del siglo XIX que a la que nos trajeron las nuevas técnicas narrativas del XX.

La historia que nos cuenta La mujer de Martin Guerre -citada incluso por el gran Michel de Montaigne en uno de sus ensayos- probablemente sea, gracias al cine, la que nos resulte más conocida. Acaecida en el siglo XVI en un pueblo francés, sus protagonista son Bertrande de Rols y Martin Guerre, dos jóvenes casados desde los once años por un acuerdo entre sus familias. Años después de la boda, Martin, cansado de la tiranía de su padre, abandona a su esposa y a su hijo y huye del pueblo. Después de pasar varios años en la guerra y de conocer la noticia de la muerte de su padre, Martin vuelve a su casa dispuesto por fin a ser el cabeza de familia, pero tras un tiempo de felicidad Bertrande comienza a sospechar que el hombre que regresó junto a ella no es el joven con el que se casó, sino un impostor.

A lo largo del verano, poco a poco la sombra fue creciendo en su mente. Luchó contra ella en vano. Su sospecha se vio fortalecida de mil pequeñas maneras; tan nimias, que la avergonzaba mencionarlas. Pensó en hablar de ello al confesarse, pero se contuvo, diciéndose: «El cura pensará que estoy loca».

Pero la idea le pesaba en la mente y un día tras otro siguió dándole vueltas al asunto, volviendo sobre sus pasos como un animal acosado, tratando de evitar el descubrimiento que sabía que la estaba aguardando. Pero conforme fue pasando el tiempo, se vio cada vez más y más abocada a la obligación de admitir que desvariaba sin remedio, o de reconocer que estaba aceptando de forma consciente como marido a un hombre al que creía un impostor. Si hubiera estado en su mano poder escoger, a no dudarlo habría preferido estar loca. Durante días, y luego semanas, se apartó como enfebrecida de lo que en su fuero interno sentía que era la verdad, diciéndole a su alma atormentada que lo hacía para proteger la seguridad de sus hijos, de su familia, desde el tío Pierre hasta el más pequeño de los pastores, hasta que, por último, una mañana que estaba sentada sola, hilando, la verdad se le presentó por fin, fría e ineludible.

Traducción de Antonio Iriarte.

Publicada por Penguin Random House.

De las dos películas inspiradas en la historia real de Martin Guerre y su esposa, la prescindible Sommersby (1992) quizá sea la más conocida. Dirigida por Jon Amiel y protagonizada por Richard Gere y Jodie Foster, trasladaba la acción a la Guerra de Secesión norteamericana.

Mucho más interesante, con una excepcional ambientación de la época, me parece El regreso de Martin Guerre (Le retour de Martin Guerre), la película en que se inspiró el remake de Amiel, dirigida por Daniel Vigne y con unos estupendos Gérard Depardieu y Nathalie Baye en los papeles de Martin y Bertrande. A raíz de lo que podemos leer en sus títulos de crédito, el guion -escrito por el propio Vigne y Jean-Claude Carrière, colaborador habitual de Buñuel- no tiene en cuenta la novela de Lewis e introduce, con respecto a la versión de esta, sustanciales cambios en torno a la actitud de Bertrande respecto a su marido.