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NO ABRAS NUNCA ESA PUERTA (1952) de Carlos Hugo Christensen
En 1952, con apenas un mes de diferencia, el cineasta argentino Carlos Hugo Christensen estrenó dos películas basadas en relatos del gran escritor Cornell Woolrich (alias William Irish), contando en ambas con la colaboración del guionista Alejandro Casona, del músico Julián Bautista y del director de fotografía Pablo Tabernero. La primera, Si muero antes de despertar, no me parece gran cosa; la segunda, No abras nunca esa puerta, que adapta en dos episodios independientes los cuentos «Alguien al teléfono» y «El pájaro cantor vuelve al hogar», es una muestra extraordinaria del género negro que con toda seguridad sería más conocida y apreciada si se hubiera rodado en Hollywood.
En la primera de las historias, la más breve, Angel Magaña interpreta a Raúl, un tipo cuya hermana, adicta al juego, es acosada mediante continuas llamadas telefónicas por alguien a quien debe dinero. Tras el suicidio de la joven, Raúl intentará averiguar quién estaba al otro lado del teléfono para vengarse.
Sin apenas desarrollo de los personajes, el film resulta un magnífico ejercicio de manejo del misterio en torno a la identidad del autor de las llamadas y a la ciega búsqueda por parte del protagonista de alguien en quien consumar su venganza. Los diez últimos minutos y su final abierto, magistrales.
La segunda historia, cuya mayor duración le permite una mayor complejidad en la caracterización de sus protagonistas, nos traslada al hogar de Rosa (impresionante interpretación de Ilde pirovano), una anciana ciega que vive con su sobrina esperando que algún día regrese a casa su hijo, Daniel (Roberto Escalada), sin sospechar que este es el atracador del que tanto habla la radio, reconocible por su costumbre de silbar constantemente la misma canción. Tras el asalto a un banco, Daniel y sus dos compinches, a punto de morir uno de ellos, se refugian en casa de la anciana, pero esta no tardará en darse cuenta de quién es realmente su hijo.
En esta ocasión, brillan en mayor medida la puesta en escena de Christensen y la fotografía de Tabernero, que sacan el mayor partido posible al espacio cerrado, a la oscuridad y al hecho de que sea un personaje ciego quien tenga que hacerse con los mandos de la situación, como ya habíamos visto en A 23 pasos de Baker Street (23 Paces to Baker Street, 1956), de Henry Hathaway, en Sola en la oscuridad (Wait Until Dark, 1967), de Terence Young, o en Terror ciego (Blind Terror, 1971), de Richard Fleischer. A destacar la secuencia, repleta de tensión, en que Rosa entra en las habitaciones de los dos atracadores mientras duermen, les quita las armas y los encierra y el portentoso final entre las sombras, con sorpresa incorporada.
LA PATA DE MONO de W. W. Jacobs y su presencia en el cine (y 2)
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-Pídelo -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de ahí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer, que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta apagarse, proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Entre los muchos largometrajes que han incorporado ideas de La pata de mono, hay dos no demasiado conocidos que, sin ser en absoluto magistrales, son interesantes y entretenidos y muestran dos formas muy distintas de inspirarse en el relato de Jacobs. El primero es mexicano, lo dirigió Benito Alazraki en 1962 y se titula Espiritismo, título que ya indica claramente por dónde van los tiros. Cuenta la historia de un matrimonio que se une a un grupo espiritista y acaba por convencerse de la posibilidad de comunicarse con el más allá. Como están desesperados por la mala situación económica que pasan por culpa del ruinoso negocio de su hijo, la mujer arrastra al marido a pedir ayuda al diablo, quien les envía un emisario con un amuleto que les concederá tres deseos. Tras conseguir el dinero gracias al primero, son informados de la muerte de su hijo en un accidente. La madre entonces convence al marido de que pida al amuleto el regreso de su hijo y, finalmente, el arrepentido esposo pide como tercer deseo que el resucitado vuelva a la tumba.
El film de Alazraki, por tanto, incorpora en su parte final la práctica totalidad del relato, solo que con un par de variantes además de que el amuleto provenga directamente del diablo: por un lado, en lugar de una pata de mono el matrimonio se encuentra con un brazo humano; por otro, en esta ocasión sí vemos al hijo regresado de entre los muertos; por cierto, con bastante mal aspecto.
La segunda película es la estadounidense Crimen en la noche (Dead of Night, 1974), de Bob Clark, el director de la magistral Asesinato por decreto (Murder by Decree, 1979). Aquí nos encontramos con un matrimonio al que informan de que su hijo ha muerto en Vietnam y que, tras los ruegos de la desesperada madre, ve cómo el presuntamente fallecido regresa una noche a casa, aunque con un carácter bastante cambiado. Tras unos horribles crímenes, el padre se irá dando cuenta de que su hijo es en realidad un zombi que necesita sangre humana para sobrevivir.
Como vemos, en esta ocasión La pata de mono solo deja su huella de forma muy tenue y al principio de la película, en el regreso del hijo muerto gracias al deseo de su madre, pero esta vez sin amuletos de por medio. Lo que sigue es una metáfora en clave de terror de la situación en que quedaban los jóvenes soldados que volvían de Vietnam, a los que compara con muertos vivientes.
LA PATA DE MONO de W. W. Jacobs y su presencia en el cine (1)
Aunque se dedicó principalmente al género humorístico, el nombre de William Wymark Jacobs sigue siendo recordado gracias, sobre todo, a un breve y casi perfecto relato de terror titulado «La pata de mono» (The Monkey’s Paw). Publicado originalmente como parte de la colección de cuentos The Lady of the Barge (1902), ha sido incluido posteriormente en multitud de antologías de literatura fantástica y reconocido como una de las obras maestras del género. Su moraleja: «Ten cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad».
Sus protagonistas, el matrimonio White y su hijo Herbert, reciben una noche la visita del sargento mayor Morris, un amigo del señor White que ha vivido durante muchos años en la India. El tal Morris trae consigo un recuerdo aparentemente mágico: una pata de mono momificada a la que se le pueden pedir tres deseos. A pesar de las advertencias del sargento de que les puede traer graves consecuencias, los White deciden quedarse la pata sin creer demasiado en sus poderes; aun así, antes de acostarse, casi como un juego deciden pedir, como primer deseo, doscientas libras. Al día siguiente, comprueban el terrible poder de la pata de mono: un enviado de la fábrica en la que trabajaba Herbert les comunica que su hijo ha fallecido y que la empresa, en reconocimiento a sus servicios, les da doscientas libras. Días después de enterrar a Herbert, la señora White, presa del dolor, convence a su marido de que pida un segundo y macabro deseo: que su hijo vuelva a la vida. Horas después, oyen unos golpes en la puerta…
-Un viejo faquir le dio poder mágico -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió: la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
El relato de Jacobs ha sido adaptado de manera más o menos fiel en muchas ocasiones, generalmente en breves películas destinadas a la televisión. Otras veces, algunos elementos de la historia han sido utilizados, por no decir saqueados, como parte del argumento de largometrajes. Entre las primeras, hay dos que están francamente bien: La zarpa (1967), uno de mis episodios preferidos de las estupendas Historias para no dormir, creadas por Narciso Ibáñez Serrador, y The Monkey’s Paw (2010), dirigida por Ricky Lewis Jr., que posee la atmósfera más terrorífica de cuantas versiones he visto y que añade un atractivo prólogo sobre el origen del ominoso amuleto.
CRIMEN Y CASTIGO (1970) de Lev Kulidzhanov
De todas las obras de Fiódor Dostoievski, probablemente sea Crimen y castigo (Prestuplenie i nakazanie,1866) la más conocida y la que mayor presencia haya tenido en el cine, ya sea como fuente de inspiración de argumentos originales, caso, por ejemplo, de la soberbia Match Point (2005), de Woody Allen, ya sea en adaptaciones más o menos fieles de la novela. De estas últimas, he podido ver la firmada por Robert Wiene en 1923, de estilo muy similar al de El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920); la francesa de Pierre Chenal y la estadounidense de Josef von Sternberg, ambas estrenadas en 1935, que no están mal; la versión mejicana dirigida por Fernando de Fuentes en 1951, que es la que más se aparta del texto original y la que destaca más el elemento religioso, ya presente en la novela, y la soviética de Lev Kulidzhanov, que algunas fuentes datan en 1970 y otras, en 1969 y que me parece la mejor de todas.
Con guion del propio Kulidzhanov y de Nicolai Figurovsky y con casi tres horas y media de duración, que a los amantes de Dostoievski y del buen cine no se les harán largas, Crimen y castigo nos lleva de nuevo a la conocidísima historia de Rodión Románovich Raskólnikov (interpretación impresionante de Georgi Taratorkin), el estudiante sumido en la pobreza que, amparado en sus peregrinas razones de superioridad moral, asesina a la usurera con la que tiene tratos y, al sorprenderle en el lugar del crimen, a la hermana de esta y que desde ese momento se verá acuciado por las dudas respecto a sus ideas y por los remordimientos. Junto a él, entre otros personajes, Sonia (Sofía) Semiónovna, la joven prostituta de la que se enamora y a la que confiesa su crimen; Arkadi Ivánovich Svidrigáilov, pretendiente de la hermana de Raskólnikov y figura turbia y ambigua como pocas, y, sobre todo, el juez de instrucción Porfirii Petróvich (Innokenti Smoktunovski), cuyas conversaciones con Raskólnikov protagonizan algunos de los mejores momentos de la novela y de la película. Creaciones todas ellas fascinantes, complejas y enormemente humanas, como la mayor parte de las que surgieron de la imaginación del genial escritor ruso.
A pesar de que, siendo exigentes, a esta Crimen y castigo se le puede achacar cierta blancura académica, cierta falta de genialidad y de personalidad en su puesta en escena, quizá debidas al excesivo respeto por el texto original, lo que resulta innegable es la fuerza de sus imágenes -tremendas, sobre todo, la secuencia del doble asesinato y la de la confesión de Svidrigáilov a Dunia, la hermana de Raskólnikov, hacia el final del film-, conseguida sobre todo gracias a un sobresaliente elenco de actores y actrices y a la fotografía de Vyacheslav Shumsky, que la sitúa, en mi opinión, a pocos pasos de la obra maestra y hace de ella la mejor forma que nos haya dado el cine de acceder a una de las grandes historias de la literatura.
NOCHE DE RONDA de Luis Alberto de Cuenca
Hoy os dejo uno de mis poemas preferidos de Luis Alberto de Cuenca.
NOCHE DE RONDA
En otro tiempo hubieras empleado la noche
en hablarle de libros y de viejas películas.
Pero ya eres mayor. Ahora sabes que a ellas
les aburren los tipos llenos de nombres propios,
que tu bachillerato les tiene sin cuidado.
De modo que le dejas tomar la iniciativa,
desconectas y finges que escuchas sus historias,
que invariablemente -recuerdas de otras veces-
versan sobre el amor, los viajes, la dietética,
su familia, el verano, la buena forma física,
el más allá, las drogas y el arte postmoderno.
De cuando en cuando asientes, recorriendo sus ojos
con los tuyos, rozando levemente sus muslos,
y elevas a los cielos una angustiosa súplica
para que aquella farsa termine cuanto antes.
Pasarán, sin embargo, todavía unas horas
hasta que, ebria y afónica, se abandone en tus brazos
y obtengas la victoria pírrica de su cuerpo,
que, pese a los asertos de tres o cuatro amigos,
será muy poca cosa. Y, cuando esté dormida,
saldrás roto a la calle en busca de una taza
de café gigantesca, maldiciendo las copas
que arruinaron tu hígado en la estúpida noche
y pensando que, al cabo, merece más la pena
no comerse una rosca y hablarles de tus libros,
amargarles la vida con Shakespeare y con Griffith.
O buscarse una sorda para que nada falte.
El wéstern mexicano (y 2): TIEMPO DE MORIR (1966) de Arturo Ripstein
Es de sobras conocido que el estreno de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), de Sergio Leone, trajo consigo un cambio radical en la manera de ver el wéstern en la práctica totalidad de cinematografías que cultivaban el género. La mexicana, desde luego, no fue una excepción, así que a finales de los 60 y principios de los 70 proliferaron en ella los wésterns cuya estética estaba claramente influida por el spaghetti cocinado en Italia. Por desgracia para el espectador curioso, la mayoría de estos films podemos dividirlos entre los malos y los muy malos; aunque, mirando el lado positivo, alguno de ellos alcanza tal grado de delirio que puede provocarnos involuntariamente unas cuantas carcajadas. Como ejemplo, Cinco mil dólares de recompensa (1972), de Jorge Fons, una de las películas más divertidas, a su pesar, que he visto.
Afortunadamente, antes de que la moda italiana dominara las pasarelas al sur de Río Bravo aún se rodaron algunos wésterns que conservaban intacto el sabor a pulque. Uno de ellos es Tiempo de morir, la sorprendente y magistral ópera prima que filmó Arturo Ripstein a sus 21 años a partir de un guion escrito por Gabriel García Márquez -atención a las similitudes entre esta historia y la de su novela Crónica de una muerte anunciada (1981)- y Carlos Fuentes, que conoció una segunda y también estupenda adaptación en 1985, de la mano del cineasta colombiano Jorge Alí Triana. En cuanto a tema y argumento, la película de Ripstein comparte mesa y mantel con Los hermanos Del Hierro, esto es, también la venganza es aquí el motor del drama y también la fatalidad y el destino juegan un papel fundamental; pero su estilo y su tono, en cambio, son muy diferentes.
En Tiempo de morir el protagonista es Juan Sáyago (estupendo Jorge Martínez de Hoyos, a quien el espectador recordará como líder de los campesinos en Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960), de John Sturges), un hombre que regresa a su pueblo tras cumplir una condena de 18 años en la cárcel por haber asesinado a Raúl Trueba. Su intención es reformar su casa, recuperar el amor de Mariana Sampedro (Marga López) y vivir en paz; pero los hijos de Trueba, unos niños cuando murió su padre, lo esperan para vengarse. El más joven conoce por casualidad a Sáyago antes de saber que es la persona a la que esperan y, poco a poco, llega a admirarle, y tanto él como su hermano se enteran de cómo fue realmente el enfrentamiento entre su padre y Juan; pero aun así los tres hombres, aunque son conscientes de que ya no tiene ningún sentido, acudirán a una cita que, tras tantos años aguardándola, les resulta inevitable.
Wéstern modesto pero enorme, filmado con apabullante sencillez y contundencia por una cámara que se permite pocos adornos para que el peso recaiga en los personajes, el film de Ripstein está recorrido todo él por un tono crepuscular de serena melancolía y habitado por un inolvidable protagonista que ya ni siquiera va armado y que necesita lentes para poder ver bien, pero que se verá forzado a recurrir, por última vez, a la violencia. Imposible que quien la haya visto pueda olvidar su secuencia final y su sorprendente, desmitificador y bellísimo último fragmento, que cae como una losa sobre el espectador y que resume por sí solo buena parte de la poética del género.
El wéstern mexicano (1): LOS HERMANOS DEL HIERRO (1961) de Ismael Rodríguez
Mientras vuelve a casa a caballo con sus dos pequeños hijos, Reynaldo del Hierro es asesinado a traición por Pascual Velasco. Desde ese momento, la viuda solo vivirá para insuflar sus deseos de venganza en los dos niños e incluso llegará a contratar a un famoso pistolero para que los adiestre en el manejo de las armas. Con el paso de los años, mientras Martín, el más joven, se convierte en un loco asesino fiel reflejo del odio de su madre, Reynaldo, el mayor, intentará olvidar la venganza y vivir en paz, pero su destino se verá irremediablemente ligado al de su hermano, tanto en el amor de ambos por la misma mujer como en la muerte.
Además de ser considerado generalmente el mejor wéstern de la cinematografía mexicana y de llegar incluso a ser incluido, con justicia, en alguna lista de los 50 imprescindibles de la historia del cine, Los hermanos del Hierro es uno de los más complejos que he visto, hasta el punto de que en cada visionado nos sorprende con nuevos detalles argumentales y visuales que se nos habían pasado por alto y que enriquecen el desarrollo de la historia y la caracterización de sus personajes. Me parece también el que más y más claramente bebe de las fuentes de la tragedia griega; en este aspecto, ni siquiera Pursued (1947), dirigido por Raoul Walsh y escrito por Niven Busch, que quizá sea el wéstern estadounidense en el que mejor se aprecia dicha influencia, se le puede comparar.
Para contarnos esta historia de venganza -tema capital del wéstern mexicano-, en la que el viento y la aridez del paisaje devienen en reflejo de la psicología de los protagonistas, personajes encadenados a la fatalidad, Ismael Rodríguez lleva a cabo un despliegue abrumador de ideas de puesta en escena que casi siempre actúa en función y en beneficio del drama y que hace del film un barroco ejercicio de autor nada común en el género; para entendernos, se situaría mucho más cerca del estilo de Orson Welles que del de Howard Hawks.
Un uso de la elipsis abrupto y sin complejos, pero que nunca dificulta el seguimiento de la historia; una fotografía de interiores (la casa familiar, la cárcel) que remite al cine de terror; el paso del presente al pasado, el flash-back, mostrado dentro de un mismo plano mediante un travelling; los primeros planos iluminados de la cara de Martín cuando pierde el control de sí mismo; el plano subjetivo del revólver empuñado, quizá inspirado en uno similar de Forty Guns (1957), de Sam Fuller, o el del rostro de la madre -ese personaje inolvidable que parece sacado de una tragedia de Eurípides, como una Medea o una Electra-, oscurecido, mientras escuchamos sus pensamientos, que es uno de los momentos cinematográficos más terribles que recuerdo y que forma parte de unos cinco minutos finales que cierran el film de manera bellísima, incomparable… Son solo algunos de los mil detalles visuales que podemos encontrar en esta sorprendente obra maestra.
Con un reparto que incluye a varias de las principales figuras de la época, como Antonio Aguilar, Julio Alemán, Columba Domínguez, Emilio Fernández, Pedro Armendáriz o Ignacio López Tarso; con guion del propio Ismael Rodríguez y Ricardo Garibay, y con fotografía de Rosalío Solano, Los hermanos del Hierro es una película reverenciada en México cuyo argumento ha sido repetido posteriormente en no pocos wésterns mejicanos, italianos y españoles. Lo poco vista que ha sido en nuestro país demuestra el desconocimiento casi absoluto -a excepción de las películas de Buñuel- que tenemos de una cinematografía repleta de sorpresas para el espectador curioso.