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En recuerdo de Olivia de Havilland

El sábado día 25 nos dejó, a los 104 años, Olivia de Havilland y con ella el Hollywood clásico. Aquí la recuerdo en mis cuatro películas preferidas de su filmografía: Si no amaneciera (Hold Back the Down, 1941) de Mitchell Leisen, Murieron con las botas puestas (They Died with their Boots On, 1941) de Raoul Walsh, La vida íntima de Julia Norris (To Each His Own, 1946), también de Leisen, y La heredera (The Heiress, 1949) de William Wyler.

Señora, ha sido un placer caminar a su lado por la vida.

 

CHANTAJE EN BROADWAY (1957) de Alexander Mackendrick

Se abre el telón a la noche de Broadway: bares repletos de noctámbulos, reparto de periódicos, luces de neón, música en los clubes… Entre los parroquianos se mueve, ritmo frenético, Sidney Falco, un agente de artistas, una rata nocturna que vendería a su madre, si no lo ha hecho ya, por los favores del gurú de la prensa, el columnista J. J. Hunsecker, cuya lengua viperina hace triunfar o hunde en la miseria a cualquiera que pase por su máquina de escribir. J. J. ha encomendado una labor a su lacayo preferido: que su amada hermana rompa la relación que mantiene con un guitarrista; por supuesto, no importa cómo lo consiga. Le damos la mano a Falco, con cuidado de conservar todos los dedos, y durante hora y media descendemos con él a las cloacas del engaño, la ambición, el poder, la corrupción, el chantaje y la prostitución en todas sus variantes. En blanco y negro, por supuesto. Poco de blanco y mucho, mucho de negro.

Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success), una de las películas más perfectas que conozco, fue producida por la Hill-Hecht-Lancaster, la productora de Burt Lancaster, que se reservó uno de los papeles de su vida, el del impagable J. J. Hunsucker -apellido que, con algún ligero retoque, recuperaron los hermanos Cohen y Sam Raimi para el personaje interpretado por Paul Newman en El gran salto (The Hudsucker Proxy)-, el destructivo y solitario misántropo que desde su torre de marfil domina la opinión pública y que guarda todo su (incestuoso) amor para su hermana pequeña (Susan Harrison), a la que no permite que se acerque ni el aire, y mucho menos el de la noche. Junto a él, en una interpretación igual de descomunal -sorprende que aún hoy en día haya quien le niegue su condición de actorazo-, Tony Curtis en la piel de Sidney Falco, una puta completamente amoral consciente de que lo es porque, como a la añorada Jeanette, el mundo le ha hecho así. Personajes de un cine negro hasta las cejas sin necesidad de balas ni mujeres fatales, atrapados ambos sin remedio en la propia mierda que han ido creando a su alrededor. Sospecho que sus apellidos no tienen nada de casual.

Ellos son la punta de lanza, la cara visible de una de las mayores reuniones de talento que el cine nos ha dejado: el jazz de Elmer Bernstein; la fotografía, tan oscura como los personajes y sus acciones, y la profundidad de campo de James Wong Howe, que viajó de China a Estados Unidos siendo un niño para acabar convirtiéndose en uno de los más grandes operadores cinematográficos; el guion de Ernest Lehman y Clifford Odets, un festín en todas y cada una de sus vitriólicas líneas, un manual de escritura de personajes secundarios -cada uno de ellos, con su momento de gloria- y una muestra como pocas de respeto por la inteligencia del espectador. Chantaje en Broadway es muchas cosas, pero sobre todo es una película que desprende inteligencia por los cuatro costados, hasta parecer que abusa de ella.

Y, por supuesto, la dirección de Alexander Mackendrick, cuya cámara se desliza con la mayor elegancia entre los personajes, baila con ellos al ritmo de la música de Bernstein y los observa sin inmutarse como parte lógica e inseparable de unos ambientes, unas calles, una noche y una ciudad que son, también ellos, personajes con entidad propia de una película que probablemente sirvió de inspiración (poca) a Jean-Pierre Melville para crear las imágenes de Deux hommes dans Manhattan (1959), una de sus escasas obras menores. Imposible destacar para el recuerdo solo unos cuantos planos, un par de escenas o una única secuencia de esta obra maestra sin altibajos, sin un solo momento de flaqueza, que no suele encontrar su espacio en las sacrosantas listas de las mejores de la historia quizá porque deja poco espacio para la emoción y la empatía del espectador. Cine filmado en celuloide de acero.

 

 

 

 

LA CORRUPCIÓN (1963) de Mauro Bolognini

Al terminar sus estudios, el joven Stefano (Jacques Perrin) está decidido a ingresar en un seminario para consagrar sus días a la religión. Su padre (Alain Cuny), un hombre de negocios sin escrúpulos cuya fe está depositada únicamente en el poder y el dinero y que quiere que su hijo trabaje con él, no está dispuesto a que malgaste su vida entregándose a una mentira. Decidido a evitarlo a toda costa, lo convence de que pasen juntos unos días navegando en su yate para hablar del asunto; pero al llegar a la embarcación, Stefano recibe la sorpresa de que los acompañará la hermosa Adriana (Rosanna Schiaffino), una ambiciosa joven cuya misión, a cambio de una buena suma de dinero, consistirá en seducirlo y abrirle los ojos a un mundo aún desconocido para él.

Realidad contra ilusión. Materialismo contra idealismo. Hipocresía adulta contra valores adolescentes. La manzana de Eva corrompiendo la inocencia… Todo demasiado claro y masticado; nada insinuado a la espera del espectador. Quizá el defecto que se le pueda achacar a la estupenda La corrupción (La corruzione) sea que el guion firmado por Fulvio Gicca Palli y Ugo Liberatore no hace gala precisamente de una gran sutileza a la hora de dramatizar sus ideas en unas situaciones y unos diálogos que no dejan espacio a la sugerencia y en unos personajes que resultan, sobre el papel, excesivamente maniqueos y estereotipados, aunque finalmente llenos de vida gracias a sus intérpretes.

Junto a ellos, la cámara de Mauro Bolognini llena de fuerza la pantalla en cada uno de los luminosos planos de Rosanna Schiaffino; en cada escena nocturna en que, a través de la oscuridad, sobresale la grandeza de un casi mefistofélico Alain Cuny; en el momento en que se consuma la seducción, un fragmento enorme de cine repleto de sensualidad, erotismo y talento en la planificación, o en la majestuosa secuencia final, en la que un derrotado Stefano observa, desde el coche aparcado de Adriana, a un puñado de jóvenes en una pista de baile, siguiendo perfectamente el compás de la coreografía del mundo. Pesimista y terrible y absolutamente vigente cierre para una de las mejores películas de Bolognini.