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HOMBRE DEL OESTE (1958) de Anthony Mann

Entre 1950 y 1960 Anthony Mann realizó los once wésterns que forman parte de su filmografía. A excepción de dos o tres, se encuentran entre lo mejor de su cine y sitúan al cineasta en la cima del género, siempre un pasito por detrás de, cómo no, John Ford. Elegir uno o dos entre los ocho o nueve magistrales es harto complicado y probablemente sea esa la causa de que no suelan aparecer por las listas de las mejores películas de la historia. En mi caso, quizá el que más disfrute de manera natural, sin darle mucho al coco, sea Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), esa obra maestra absoluta que tanto tiene de cine de aventuras; pero Hombre del Oeste (Man of the West), el único de los once protagonizado por Gary Cooper, en mi opinión, come aparte.

Por supuesto, la historia del otrora sangriento forajido Link Jones (Cooper) -ahora un respetado padre de familia al que en su comunidad le encargan la contratación de una maestra y que, durante el viaje, se reencuentra con su antigua banda, a la que se enfrentará tras fingir que ha vuelto para quedarse- podríamos disfrutarla sin complicarnos la vida, sin ver sus múltiples lecturas, simplemente como «una de vaqueros»; así, ya sería una película estupenda. También podríamos ir un paso más allá y recordar que tipos similares a Jones aparecen en otras obras maestras como Retorno al pasado (Out of the Past, 1947), de Jacques Tourneur, o Sin perdón (Unforgiven, 1992), de Clint Eastwood, o en películas sobrevaloradas como Una historia de violencia (A History of Violence, 2005), de David Cronenberg: tipos que han querido dejar atrás el wild side of life, pero cuyo pasado no acaba de decidirse a dejarlos en paz. Incluso podríamos ponernos un poco más serios y embobarnos con la fotografía de Ernest Haller y con la utilización del cinemascope y la distribución de los personajes en el plano por parte de Mann, a los que sería difícil encontrar parangón. Pero aun así nos haría falta otra vuelta de tuerca para ver en Hombre del Oeste uno de los wésterns más extraños y complejos de cuantos se hayan filmado.

Desconozco si la novela de Will C. Brown en que se basa, The Border Jumpers (1955), ya recorría los mismos caminos sinuosos que la película, pero creo que el guion de Reginald Doce hombres sin piedad Rose y el punto de vista de Mann dejan bastante claro que estamos ante un film alegórico, repleto de irrealidad, en el que la banda de forajidos liderada por Dock Tobin (Lee J. Cobb) no es más que una representación fantasmal y ridícula de lo que fue, las cenizas de una forma de vida en vías de extinción de la que Jones necesita librarse definitivamente: pocas veces la expresión «fantasmas del pasado» fue tan ajustada. Desde el fallido asalto al tren, protegido por un solo agente de la ley, hasta la planificación del robo al banco de un pueblo tan fantasmal como ellos, la banda de Dock, el anciano que continuamente rememora los «buenos tiempos», se nos presenta como un grupo de inútiles que solo sirven para rematar a un compañero herido o para obligar a desnudarse a Billie (magnífica Julie London), la cantante que se queda con Jones al perder el tren tras el asalto. En realidad, el único peligro que supone esta pandilla es el de seguir formando parte de la vida de Jones, el de ser una molesta piedra en el zapato que le dificulta seguir caminando.

El último tramo de la película no solo confirma sensaciones sino que además aporta un par de ideas imprescindibles para la interpretación del film. La primera de ellas parte del duelo entre Link y Claude (John Dehner), su antiguo compañero de armas y el único hombre a las órdenes de Dock con dos dedos de frente. Mann planifica su final mostrándonos a los dos personajes como las dos caras de una misma moneda, colocando a Link sobre la tarima de una veranda y a Claude, herido en una pierna, arrastrándose por debajo, como si fuera su reflejo en un espejo (de madera). Al matar a Claude, Link acaba con su otro yo, con esa parte de sí mismo que aborrecía.

La segunda de esas claves nos la da el enfrentamiento final entre Link y Dock. Tras eliminar a Claude, nuestro protagonista vuelve a campamento para encontrase que el viejo ha abusado de Billie y que lo espera en lo alto de una montaña. Link tendrá que ascender para destruir al padre, al creador, al hombre que hizo de él un asesino y que ahora apenas se defiende, confirmando que durante toda la película le ha estado siguiendo el juego a su hijo predilecto para facilitarle que acabara con la sombra decrépita en que se había convertido. El diálogo y la planificación no hacen sino subrayar un desenlace de reminiscencias mitológicas, bíblicas y hasta filosóficas que se me antoja cercano a la secuencia de Blade Runner en que el Nexus Roy asciende hasta la morada de su creador para matarlo.

¿Demasiado para «una del Oeste»? Godard escribió que Hombre del Oeste era la mejor película de 1958, definiéndola como una lección admirable de cine moderno que reinventaba el wéstern, y aunque algunos siguen creyendo que los films made in Hollywood solo servían para entretener al personal y poco más, lo cierto es que los grandes guionistas y directores del cine de género, con un enorme bagaje cultural a sus espaldas, se las ingeniaban para introducir de manera subliminal en sus argumentos y en su puesta en escena elementos tan complejos y sesudos como los que podemos encontrar en el cine serio. Y con el añadido de que, a diferencia de plastas como Tarkovsky o Antonioni, cineastas como Mann nunca se arrogaron el derecho a aburrirnos.

FLOR PÁLIDA (1964) de Masahiro Shinoda

Las primeras imágenes de Flor pálida (Kawaita hana) nos muestran una ciudad repleta de gente mientras oímos una voz en off que se pregunta por qué estos extraños animales (las personas) se empeñan en viajar en cajas (los trenes) y en fingir que están vivos cuando sus rostros reflejan que en realidad están muertos, que su vida es un continuo hastío sin sentido. Esa voz podría ser la de alguien que leyera un manual de filosofía o la de Dámaso Alonso refiriéndose a los cadáveres de Madrid de su poema Insomnio, pero resulta que es la de Muraki (Ryo Ikebe), un yakuza que vuelve a las calles de Tokio tras pasar tres años en la cárcel. Sus primeras palabras nos muestran claramente cómo es el protagonista de esta estupenda película de Masahiro Shinoda, el director que en 1971 llevó al cine la novela de Shusaku Endo que Martin Scorsese volvería a adaptar en Silencio (Silence, 2016).

Mientras espera el próximo encargo de sus jefes, el abúlico Muraki divide su indiferencia entre la relación que mantiene con una joven, a la que aconseja que lo abandone porque con él no tiene ningún futuro, y las continuas visitas a timbas clandestinas de juego. En una de ellas conoce a Saeko (Mariko Kaga), una extraña joven de la que nadie sabe nada y que busca en esas partidas la emoción y el riesgo que la mantengan viva. Atraído por el misterio que envuelve a Saeko, novedad en una vida que ya no esperaba ninguna, Muraki la introduce en partidas privadas en las que se juegan grandes sumas; pero ese vértigo no será suficiente para ella, que comenzará una relación con Yoh, un joven asesino y drogadicto, un personaje completamente simbólico al que solo veremos, silencioso, oculto entre las sombras.

«Ojalá no volviera a salir el sol. Amo estas noches perversas», dice la fascinante Saeko, el eje alrededor del cual gira esta huida hacia adelante, este viaje nocturno a las profundidades del vacío existencial habitado por personajes que podrían encontrar su lugar en alguna obra maestra de Jean-Pierre Melville o en cualquier peñazo firmado por Michelangelo Antonioni. Para ella, el fantasmal Yoh representará la última apuesta, la postrera parada en la noche, el abismo en que acabará desapareciendo irremediablemente. Y entonces, como se dice a sí mismo Muraki en la maravillosa escena final, ya no importará quién era realmente la flor pálida.

 

 

 

EVOCACIÓN DE FEDERICO GARCÍA LORCA de Vicente Aleixandre

En su libro de prosas Los encuentros, cuya primera edición data de 1958, el poeta Vicente Aleixandre reunió las semblanzas que había escrito de varias personas a las que admiraba; entre ellas, varios poetas amigos. Una de mis preferidas, y de las más sentidas, es la «Evocación de Federico García Lorca». Si no me equivoco, es la única que está fechada, en 1937, el año siguiente al del asesinato del poeta granadino. En ella recuerda la tristeza nocturna, la soledad y el sufrimiento de Lorca, escondidos a «quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido», y rememora el instante en que le leyó sus inacabados Sonetos del amor oscuro.

Aquí os dejo un fragmento.

Yo le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado. No, no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué «antiguo», qué fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: sólo algún viejo «cantaor» de flamenco, sólo alguna vieja «bailaora», hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Sólo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.