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YO LA CONOCÍA BIEN (1965) de Antonio Pietrangeli

Es probable que el lector recuerde alguna película cuyo brillante final le haya hecho reflexionar y replantearse lo que hasta entonces había pasado ante sus ojos sin pena ni gloria. Por desgracia, en muchas de esas ocasiones nos quedamos sin poner el 1 o ni tan siquiera la X en nuestra quiniela cinéfila particular, y ahí se queda el 2 equivalente a que el inesperado desenlace no compensa el tedio a que nos han sometido. No es el caso, en absoluto, de Yo la conocía bien (Io la conoscevo bene), cuyo último acto no solo es grandioso, de lo mejor que recuerdo, sino que consigue sin esfuerzo que lo visto hasta ese momento levante el vuelo hasta convencernos de que posiblemente no había otra forma mejor de contarlo para que el final lograra impactar como lo hace. Un enorme 1 que apenas si cabe en la casilla.

Durante aproximadamente una hora del film de Pietrangeli, asistimos a las andanzas de Adriana (gloria por siempre a Stefania Sandrelli), una hermosa muchacha que aspira a ser actriz, aunque no parece que tenga ni demasiada ambición ni excesiva prisa por conseguirlo. Mientras tanto, deambula de trabajo en trabajo, toma el sol, baila, se divierte o eso parece y se entrega sin reparos a hombres que la tratan como a un objeto e incluso la humillan, con la excepción del boxeador, tan derrotado como ella, al que da vida Mario Adorf. Pero Adriana y su mirada lánguida y su sonrisa permanecen impermeables a todo, como si nada las afectara, como si fueran el ejemplo perfecto de aquello que dijo Chéjov sobre las personas que pasan de largo por su propia vida.

Hasta aquí, parece que tanto la dirección como el guion del propio Pietrangeli, Ruggero Maccari y Ettore Scola quisieran no solo discurrir de la mano de su protagonista y reflejar su forma de ser, sino incluso identificarse con ella, como si nada vibrara especialmente en ellos. Pero a partir de cierto punto algo hace click y el tono cambia y las antenas del espectador comienzan a vibrar. Me refiero a la escena en que el maduro escritor de vuelta de todo con el que acaba de acostarse (Joachim Fuchsberger) le habla de una chica ficticia llamada Milena y Adriana se da cuenta de que la está describiendo a ella. «¿Soy así? ¿Una especie de… deficiente?», le pregunta. «No, al contrario. Quizás seas la más sabia de todos», responde el escritor mientras le acaricia el cabello como a una criatura abandonada.

Tras este precioso momento, la terrible secuencia de la fiesta -cómo sabía el mejor cine italiano poner el dedo en la llaga sirviéndose del humor a modo de envoltorio para regalo-, en que un veterano actor venido a menos (Ugo Tognazzi) acepta convertirse en un bufón para mendigar un papel; la demoledora escena en que la pobre Adriana ve en un cine la entrevista que la deja en ridículo, y la que muestra el trayecto en coche hacia su casa mientras escuchamos, en la voz de Gilbert Bécaud, la maravillosa canción Toi confirman el cambio de tono al que aludía y nos llevan sin concesiones a tener que enfrentarnos con la desconcertante mirada de Adriana y hacia un final estremecedor que nos explota en la cara y que, en opinión muy personal, pertenece a la historia del cine con mayúsculas. Pura emoción.

Mención aparte para esa enorme actriz, tantas veces despachada sin miramientos como poco más que un símbolo sexual, llamada Stefania Sandrelli, que nos regala una de las interpretaciones más naturales que he visto, hasta el punto de no parecer que esté actuando. Aquí comparte escenas, además de con los ya citados, con Franco Nero, Nino Manfredi o Franco Fabrizi; pero ella es la película. Su infeliz Adriana, esa mujer que parece no pretender nada, capaz de bailar con el adolescente Luciano sin darse cuenta de que su sexualidad lo abruma, iluminada en toda su inocencia por la fotografía de Armando Nannuzzi, protagonista involuntaria de una gran mascarada que se deshace de su peluca y su maquillaje tras caer el telón y apagarse las luces, es la cara más absoluta y cruel del fracaso, y de la soledad que este conlleva, ante una sociedad despiadada; una muñeca rota a la que, en realidad, nadie conocía bien. Volviendo a Chéjov, «solo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo».

 

LA MANO ENCANTADA de Gérard de Nerval / LA MANO DEL DIABLO (1943) de Maurice Tourneur

Gérard de Nerval ha pasado a la historia como uno de los mayores y más malditos poetas franceses del Romanticismo, cuyos ideales llevó hasta el límite tanto en su forma de entender la vida como en su suicidio, representado por Gustave Doré en uno de sus más célebres grabados. Como tantos otros vates románticos, cultivó también de forma exquisita la prosa, sobre todo en relatos de corte fantástico como La mano encantada (La Main enchantée, 1832), que por el mismo precio nos ofrece, junto a su mágico argumento, pinceladas humorísticas y comentarios críticos sobre la sociedad de la época en que se sitúa, el siglo XXVII, absolutamente válidos para nuestra actualidad. Su origen probablemente esté en la admiración de Nerval por el Fausto de Goethe, obra que tradujo al francés.

El protagonista de nuestra historia, un joven pañero parisino llamado Eustache, entra en contacto con una suerte de prestidigitador que, leyendo en las rayas de su mano, adivina su pasado y su presente y le pronostica que morirá ahorcado (como murió Nerval, qué coincidencia). Tiempo después, tras una riña con el molesto sobrino de su esposa, soldado y experto espadachín, Eustache comete el error de aceptar batirse en duelo. Para salir del trance, recurre a las artes del prestidigitador, quien, a cambio de la promesa de una gran suma, unta la mano derecha del joven con una mixtura que le proporciona fuerza y destreza inigualables. Pero el pañero, por supuesto, no tardará en descubrir que es mejor no tener trato con según que magias.

Sólo entonces Eustache sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le asustó muchísimo; le parecía que su mano estaba como entumecida y, a pesar de esto, cosa muy extraña, se retorcía y alargaba repetidamente hasta hacer crujir las articulaciones, como un animal cuando despierta; después no sintió nada más, la circulación pareció restablecerse, y maese Gonin gritó que todo había concluido y que ya podía desafiar a los espadachines más altaneros de la corte y el ejército, y abrirles ojales para todos los botones inútiles con los que la moda de entonces recargaba los trajes.

Traducción de Valeria Ciompi.

Publicado por Alianza.

Bajo la mirada vigilante de la Continental, productora creada por los alemanes al inicio de la ocupación, Maurice Tourneur, padre del mucho más conocido Jacques Tourneur, dirigió La mano del diablo (La main du diable), película inspirada en el texto de Nerval pero que introduce muchísimos cambios respecto al original literario, empezando por la época en que está ambientada, hasta el punto de que difícilmente podemos considerarla una adaptación. Narrada en forma de flash-back, su protagonista es Roland (gran Pierre Fresnay), un pintor fracasado que adquiere, por una suma ridícula, una caja que contiene una mano, un talismán que lo convertirá en un pintor famoso y millonario; pero cuando quiera deshacerse del mágico objeto deberá tratar con el mismísimo diablo, caracterizado para la ocasión cual típico hombre de negocios.

Con guion de Jean-Paul Le Chanois -comunista de origen judío y miembro de la Resistencia-, que introduce elementos humorísticos, sobre todo en boca del personaje del diablo, y algún que otro mensaje entre líneas dirigido a los resistentes, el film de Tourneur es una sencilla delicia que convierte la falta de medios en virtud gracias al inagotable despliegue de imaginación de su puesta en escena, con influencias expresionistas, presente sobre todo en las secuencias en que lo fantástico se erige como protagonista.

 

MACARIO (1960) de Roberto Gavaldón

Aunque desgraciadamente poco conocido por estos lares, Roberto Gavaldón es uno de los grandes del cine mexicano, con una filmografía repleta de magníficas películas, como, por ejemplo, La otra (1946), una historia de intriga que fue llevada de nuevo al cine por Paul Henreid, con Bette Davis como protagonista, en la también estupenda Su propia víctima (Dead Ringer, 1964); En la palma de tu mano (1951), puro cine negro de arriba abajo, o ese maravilloso drama rural con tintes de wéstern titulado El rebozo de Soledad (1952), en el que asistimos a un intenso duelo actoral entre Arturo de Córdova y Pedro Armendáriz y que guarda algunas escenas que podría haber firmado el mismísimo John Ford.

En el centro de dicha filmografía, tres aproximaciones ejemplares al universo literario de B. Traven, el escritor siempre envuelto en el misterio al que adaptó John Huston en El tesoro de Sierra madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948): Días de otoño (1962), La rosa blanca (1961) y, por supuesto, Macario, posiblemente la cinta más redonda de Gavaldón y sin duda la más prestigiosa y conocida gracias a sus nominaciones, en 1960, al Óscar a la mejor película de habla no inglesa y a la Palma de Oro de Cannes.

Macario (Ignacio López Tarso), pobre de solemnidad, sobrevive miserablemente junto a su familia gracias a la venta de leña entre los habitantes del pueblo. Un día, harto de tanta penuria, le dice a su esposa (Pina Pellicer) que le dé a los hijos la parte de comida que le corresponde y le promete que nunca volverá a probar bocado hasta que pueda permitirse el lujo de comerse un guajolote (un pavo) entero sin tener que compartirlo con nadie. La comprensiva mujer roba y cocina uno y se lo entrega la mañana siguiente a su marido para que se lo coma a sus anchas durante su jornada en el monte, pero al intentar hacerlo se le aparecen sucesivamente el diablo, Dios y la Muerte (Enrique Lucero) pidiéndole que lo comparta con ellos. Temiendo morir antes de poder disfrutar de la comida, accede a la tercera demanda, y la Muerte, para recompensar su generosidad, le regala un agua que consigue devolver la salud a los enfermos, salvo a los pocos que ella decida llevarse definitivamente. Gracias a sus milagros curativos, Macario se convierte en un hombre rico; pero ya se sabe que en según qué sitios la alegría dura poco.

Ambientada durante las celebraciones del Día de los Muertos, con fotografía deslumbrante de Gabriel Figueroa y maravillosas interpretaciones del trío protagonista, Macario es una joya cinematográfica que trata sobre los sueños inalcanzables de los eternos sufridores, una suerte de fábula cuyos elementos fantásticos quizá suavizan sus formas pero no le restan gravedad a su cruel moraleja. De una aparente sencillez y una belleza que desarman al espectador más escéptico; depurada al máximo, sin los excesos melodramáticos de los que a menudo peca el cine mexicano, incluso el mejor, y abundante en secuencias para el recuerdo, como la que transcurre en la morada de la Muerte, en la que cada vela encendida representa una vida, esta obra maestra universal me parece la mejor forma de descubrir el cine de Roberto Gavaldón y las muchas y agradables sorpresas que en él aguardan a los cinéfilos más curiosos.

 

 

 

FORTY GUNS (1957) de Samuel Fuller

La sombra de unos nubarrones se extiende sobre el camino por el que los hermanos Bonnell -trasunto de los Earp- se dirigen a Tombstone. De pronto, como si esos nubarrones cobraran vida, irrumpen al galope, arrasando la pantalla y casi a los Bonnell, Jessica Drummond y sus cuarenta pistoleros, metáfora -una de las muchas del film- de la relación tempestuosa, entre el amor y la muerte, que estallará entre ambos bandos a lo largo de los siguientes setenta y pico minutos. La carga semántica de la escena y la eléctrica planificación con que la construye Fuller hacen del arranque de Forty Guns uno de los más potentes que recuerdo y nos avisan de que probablemente estemos ante una película de lo más singular, advertencia que se cumple con creces. Si tu intención era ver un wéstern típico, coge tu sombrero y abandona la butaca, forastero.

En la filmografía de Fuller abundan los ejemplos de cuánto le gustaba darle varias vueltas de tuerca a los géneros haciendo gala de una sorprendente libertad creativa, lo que hizo que llegara a ser una de las mayores influencias para algunos de los principales cineastas de la nouvelle vague. En ese sentido, Forty Guns se lleva la palma. Con un argumento que cabe en un papel de fumar y que probablemente le importaba bien poco -y a nosotros-, Fuller se pone el wéstern por montera y le mete un gol por la escuadra añadiéndole elementos y soluciones dramáticas extraños a su idiosincrasia y, mediante panorámicas, primerísimos planos, travellings, contrapicados, sobreimpresiones y planos subjetivos, haciendo de la cámara una protagonista omnipresente, la maestra de ceremonias de la función, cuando lo habitual en el género era que esta se deslizara sin que apenas lo advirtiéramos. Cual inconforme niño rebelde, Fuller coloca en el caballete un lienzo clásico y lo cubre de brochazos vanguardistas.

No son pocos los detalles de este wéstern, sobre todo en relación con la puesta en escena, que han dejado huella en posteriores películas. En cuanto al cine estadounidense, quizá podamos relacionar al personaje-cantante -el plano en que su canción acompaña la imagen de la viuda de Wes Bonnell y el coche fúnebre es una maravilla, tan hermoso como valiente- con el que interpreta Nat King Cole en La ingenua explosiva (Cat Ballou, 1965), de Elliot Silverstein, o la escena en que colocan el cadáver de uno de los cuarenta pistoleros en el escaparate, con la que filma Clint Eastwood hacia el final de Sin perdón (Unforgiven, 1992); pero sin duda es en el cine europeo más innovador, desde cuyo punto de vista se podría considerar un film «de autor», donde la presencia de Forty Guns se ve más claramente: desde el diálogo de clara simbología sexual -y no es el único del film- entre Jessica Drummond (Barbara Stanwyck) y Clive Bonnell (Barry Sullivan) en torno a la pistola de este, reproducido casi literalmente en El clan de los sicilianos (Le clan des siciliens, 1969), de Henri Verneuil, pasando por el plano de los ojos de Clive al dirigirse al encuentro del hermano de Jessica, que nos lleva al spaguetti western en general y a Sergio Leone en particular, o por la continuidad en el montaje que se les da a la escena de la boda y a la del funeral, quizá tenida en cuenta por François Truffaut en La novia vestía de negro (La mariée était en noir, 1968), hasta el plano más sorprendente y arriesgado de la película, en el que Wes Bonnell mira a través del cañón de un rifle a la que, tan solo durante unos instantes, será su esposa, homenajeado claramente por Jean-Luc Godard en Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960) y quién sabe si hasta por Francisco Regueiro en la estupenda y olvidada El buen amor (1963) y por Julio Medem en Vacas (1992).

Estamos pues ante un film de difícil encaje, una extravagancia si se quiere, pero que ha ido ganando prestigio con el tiempo hasta ser considerado por muchos una de las obras maestras del género. Particularmente, la lírica que poseen mis wésterns preferidos provoca una comunión emocional con ellos que está ausente, y que seguramente Fuller nunca buscó, en el caso de Forty Guns. Aun así, me parece una travesura admirable que no deja de sorprendernos con nuevos detalles en cada visionado y a la que volveré de visita cada cierto tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

HOMO FABER de Max Frisch

Muchas veces me he preguntado qué debe querer decir la gente cuando habla de una «experiencia» maravillosa. Yo soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas tal como son. Veo perfectamente a qué se refieren: no estoy ciego. Veo la luna sobre el desierto de Tamaulipas -más clara que nunca, tal vez sí-, pero la considero una masa calculable que gira alrededor de nuestro planeta, un objeto de la gravitación, interesante, pero ¿por qué una experiencia maravillosa?

El término homo faber, contrapuesto a menudo al homo sapiens y al homo ludens, significa «hombre que hace» u «hombre que fabrica» y se suele emplear para designar al hombre seguro de sí mismo, aquel que controla su entorno y sus circunstancias y es dueño de su destino.

Walter Faber, el maduro ingeniero protagonista y narrador de la novela de Max Frisch, responde a ese modelo. Personaje sereno y práctico, amante de las estadísticas y acostumbrado a que la vida se comporte de manera lógica y sin sobresaltos, ve el mundo solo como es, sin imaginación ni poesía ni pasión. Todo en orden. Pero ese orden comienza a resquebrajarse cuando, durante un viaje en barco, conoce a una muchacha repleta de vida llamada Sabeth, encuentro que comenzará a cambiarlo hasta hacer de él un hombre distinto. Obsesionado con ella, la acompañará en un viaje a través de Francia e Italia que terminará en Corinto, donde, a la vez, se reencontrará con su pasado y se enfrentará a un destino con aires de tragedia griega, sorprendente, caprichoso e incontrolable.

Homo faber (1957), llevada al cine de manera no del todo convincente por Volker Schlöndorf en 1991, con Sam Shepard y Julie Delpy como protagonistas, probablemente sea una de las novelas menos conocidas entre las que aparecen de vez en cuando en las listas de las mejores del siglo XX. A mi parecer, representa una crítica absolutamente vigente del pragmático hombre moderno, tan seguro de llevar las riendas de su vida, tan educado y prefabricado en ese sentido, que se siente desconcertado al toparse con algo inesperado que le lleva a desviarse de la línea recta y con un azar hasta entonces despreciado. Pero es también y sobre todo una transgresora, maravillosa y triste historia de amor.

Empieza a distinguirse el oleaje a lo largo de la costa: parece espuma de cerveza; Sabeth dice que parece encaje. Retiro lo de la espuma de cerveza y encuentro que parece lana de vidrio. Pero Sabeth no sabe lo que es la lana de vidrio… y ahí están ya los primeros rayos, saliendo del mar: parecen una gavilla, parecen lanzas, parecen estallidos en un cristal, parecen una custodia, parecen fotografías de una lluvia de electrones. Pero para cada vuelta sólo se cuenta un punto; apenas tenemos tiempo de hacer media docena de comparaciones cuando el sol se muestra ya con todo su esplendor. «Parece la primera chispa de un alto horno», digo yo, mientras Sabeth se calla y pierde un punto… Jamás olvidaré a Sabeth sentada en aquella roca, con los ojos cerrados, callada y recibiendo los primeros rayos de sol. Era feliz, dijo; y jamás olvidaré el mar que oscurecía a ojos vistas, cada vez más azul, morado, el mar de Corinto y el otro, el mar ático; el color rojo de los campos, los olivos, verdes y nebulosos, sus largas sombras proyectadas sobre la tierra roja, el primer calor de Sabeth abrazándome como si yo se lo hubiese regalado todo, el mar y el sol y todo, y jamás olvidaré que Sabeth rompió a cantar.

Traducción de Margarita Fontseré.

Publicada por Seix Barral.