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DULCINEA (1963) de Vicente Escrivá

Echando un vistazo a su filmografía, el caso de Vicente Escrivá resulta, cuando menos, curioso. Tras filmar El hombre de la isla (1961) y Dulcinea, dos películas que merecen una revisión que les haga justicia, pasó a ser el responsable de varios de los engendros más infames del cine patrio de los años 60 y 70. Quién sabe, quizá se dio cuenta de que en este país se ganaría mejor la vida filmando gilipolleces que intentando hacer un cine serio y arriesgado.

Basada en la obra del dramaturgo francés Gaston Baty, que ya fue llevada al cine por Luis Arroyo en 1947, Dulcinea retoma el personaje creado por Cervantes y le da varias vueltas de tuerca para convertirlo en el protagonista de una historia -hoy en día casi podría considerarse un spin-off– que, aunque conserva lazos con lo que nos cuenta el Quijote, recorre su propio y trágico camino: Aldonza Lorenzo (maravillosa Millie Perkins, la actriz de El diario de Anna Frank (The Diary of Anna Frank, 1959), de George Stevens) es una joven que trabaja en una venta del Toboso y que, de vez en cuando, ejerce la prostitución mientras sueña con su caballero particular. Cierto día, Sancho Panza le entrega un mensaje de amor de Don Quijote y Aldonza corre a conocer a su caballero andante, al que encuentra en su lecho de muerte. Desde ese momento, la ya para siempre Dulcinea se cree en la obligación de recorrer los caminos asolados por la peste para ayudar a los necesitados y, tras ser engañada por un mendigo, llega a convencerse de que puede curar a los enfermos. Acusada de propagar la peste y de brujería, es encarcelada y llevada ante el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.

Aunque está lejos de ser un film redondo, los mejores momentos de Dulcinea muestran a un Escrivá dispuesto a hacer un cine diferente al que se realizaba entonces en España y claramente abierto a la influencia de algunas grandes obras europeas, hasta el punto de que su protagonista se nos puede antojar cercana a la Juana que interpretó para Dreyer Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928) o a la Irene a la que dio inolvidable vida Ingrid Bergman en Europa ’51 (1952), de Roberto Rossellini, y de que algunas de sus secuencias, apoyadas en la impresionante fotografía de Godofredo Pacheco, no desmerecen de las que filmó Ingmar Bergman en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) o en El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), dos de sus muchas obras maestras. Película a reivindicar para que encuentre su espacio en la historia de nuestro cine, puede servir también como prueba de que en otras circunstancias o en otro lugar algunos directores españoles quizá habrían llevado su carrera por caminos diferentes de los que finalmente eligieron.

 

 

 

LA ISLA DEL DR. MOREAU de H. G. Wells / LA ISLA DE LAS ALMAS PERDIDAS (1932) de Erle C. Kenton

Sin guerras interplanetarias, máquinas del tiempo u hombres invisibles a los que agarrarse para tomar distancia con ella, La isla del Dr. Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1896), quizá la novela más inquietante de cuantas escribió H. G. Wells, levantó polvareda desde el momento de su publicación al tratar temas científicos que ya en la época eran motivo de debate y que aun hoy siguen plenamente vigentes.

Por si alguien a estas alturas anda despistado, el narrador y protagonista Edward Prendick nos cuenta sus horribles experiencias en una isla del Pacífico en la que el doctor Moreau y su ayudante Montgomery realizan macabros experimentos genéticos. Por medio de la vivisección y cruzando diferentes especies, crean seres monstruosos a los que dotan de cierta humanidad, que incluso llegan a caminar erguidos y a tener la capacidad de hablar, y a los que mantienen a raya gracias al uso de la fuerza y a una serie de normas a las que denominan «la Ley».

Ingeniería genética, vivisección, el hombre que juega a ser un dios creador de vida por medios artificiales… La novela de Wells toca diversos temas y se presta a múltiples debates. Particularmente, el que más me atrae es el que identificaría a las criaturas de Moreau no con una nueva especie, sino directamente con nosotros, humanos pero también animales, y que tiene que ver con la sociedad y su civilización: la necesidad de unas leyes y, sobre todo, de una educación para lograr la convivencia y reprimir nuestros instintos más primarios y siempre latentes, aquellos que, en muchos casos, saldrían nuevamente a la luz si nos viéramos libres, como llega a ocurrir en la novela, de todo control. En este sentido, quizá La isla del Dr. Moreau se acerque a la filosofía de Thomas Hobbes -homo homini lupus- y pueda considerarse como una influencia de El señor de las moscas (Lord of the Flies,1954), la gran novela de William Golding.

Pero Moreau parecía tan irresponsable, tan profundamente irreflexivo… Su curiosidad, sus insensatas e inútiles investigaciones lo empujaban a continuar ni él mismo sabía hasta dónde, a arrojar a la vida a esas pobres criaturas, por espacio de uno o dos años, para luchar, equivocarse, sufrir y, en última instancia, morir con dolor. Aquellas criaturas eran intrínsecamente perversas; su odio animal los incitaba a incordiarse mutuamente, al tiempo que la Ley los refrenaba de librar una encarnizada batalla y del fin definitivo de su animosidad natural.

Traducción de Catalina Martínez Muñoz para Editorial Alianza.

De sus diversas adaptaciones al cine, quizá las más conocidas sean la de 1977, dirigida por Don Taylor y con Burt Lancaster en el papel de Moreau, y la de 1996, de John Frankenheimer, con un más que extravagante Marlon Brando como protagonista. Ambas me parecen infumables. La que más me gusta es La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls), de Erle C. Kenton, director de una filmografía no precisamente relevante y el irresponsable responsable de algunas de las cintas de Bud Abbott y Lou Costello. Sin ser una obra maestra, el film de Kenton conserva la bendita ingenuidad de aquel cine de terror de bajo presupuesto que dejaba espacio a la imaginación y a la fantasía del espectador y que, para provocar algo cercano al miedo, recurrían a una atmósfera desasosegante y a las sombras nocturnas de su fotografía en blanco y negro. Además, cuenta con un delirante y muy peludo Bela Lugosi, en el papel de una de las criaturas, y con el gran Charles Laughton, uno de esos actores, acaparadores de miradas, que con su sola presencia eran capaces de conseguir que pasáramos por alto las carencias de cualquier película.

 

EL QUE RECIBE EL BOFETÓN (1924) de Victor Sjöström

Tras firmar una de las más grandes páginas del cine mudo europeo, con films como Los proscritos (Berg-Ejvind och hans hustru, 1918) o La carreta fantasma (Körkarlen, 1921), que ya pasó por este blog, Victor Sjöström se trasladó a Estados Unidos en 1923 para seguir sentando cátedra y engrosando su legado con nuevas obras maestras, aunque tuviera que hacerlo bajo el anglicanizado nombre de Victor Seastrom. Al año siguiente, en el que sería su segundo proyecto en Hollywood, el cineasta sueco se encontró con otro genio del cine llamado Lon Chaney y entre ambos alumbraron una enorme película titulada El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped), basada en la obra de teatro del escritor ruso Leonid Andreyev.

Chaney -que cuatro años más tarde interpretaría un papel similar en otra maravilla titulada Ríe, payaso, ríe (Laugh, Clown, Laugh, 1928), de Herbert Brenon- da vida a Paul Beaumont, un desconocido científico a quien su mecenas, el barón Regnard, le roba el resultado de sus brillantes investigaciones y lo presenta como suyo en la Academia de las Ciencias. De paso, le birla también a su esposa y, para más inri, lo pone en ridículo propinándole una bofetada ante las carcajadas de sus colegas científicos. Humillado, Beaumont decide retirarse de la circulación y se esconde en un circo, donde trabaja de payaso con un número de su invención llamado «El que recibe el bofetón», en el que los demás payasos lo abofetean, entierran su corazón de plástico en la arena y asisten a su funeral. Aquí, al menos, las risas que provoca le hacen famoso. Un día, el barón acude a ver la función y comienza a interesarse por una compañera de trabajo de Beaumont; pero, esta vez, el payaso no está dispuesto a que su rival se salga con la suya.

Como no podía ser de otro modo tratándose del actor conocido como «el hombre de las mil caras», Chaney eclipsa con su interpretación y su caracterización al resto del reparto y compone un icónico personaje que, injustamente, ha trascendido mucho más que la película, hasta el punto de que, en mi opinión, puede verse su influencia en otros payasos cinematográficos, como, por ejemplo, en su faceta más triste y trágica, el que interpreta James Stewart en El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952), de Cecil B. DeMille -de largo, lo mejor de la película- o el protagonista de Joker (2019), de Todd Phillips, que extiende su venganza a toda la sociedad y al que pone rostro un Joaquin Phoenix heredero directo de Chaney. Y puestos a elucubrar, ¿por qué no seguir su rastro, tras varias vueltas de tuerca, hasta el Pennywise creado por Stephen King en su novela It (1986)?

Junto a la omnipresencia del actor, la brillantez tras la cámara de un Victor Sjöström que probablemente fuera el director más genial de todos los que trabajaron con Chaney, Tod Browning incluido. No hay más que echarle un vistazo a la adaptación argentina de Boris H. Hardy, titulada El que recibe las bofetadas (1947), con otro grande llamado Narciso Ibáñez Menta, para darse cuenta de que, a partir del mismo material, la diferencia entre un buen film y una obra maestra depende del talento de quien capitanea la nave. Como muestra, tan solo un ejemplo, pero inolvidable para cualquiera que haya visto la película. Se trata de la escena en que, tras una de las funciones, con el circo ya a oscuras excepto por el foco que alumbra el centro de la pista, nuestro payaso recupera su corazón enterrado. En ese momento, la luz se apaga; pero Sjöström continúa iluminando su rostro durante un instante hasta el fundido a negro. Un fragmento de arte sin palabras, de deslumbrante poesía visual. Una manera de contar historias que el cine, por desgracia, olvidó casi por completo ya hace tiempo.