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A HIERRO MUERE (1962) de Manuel Mur Oti

Un hombre y una mujer se ponen de acuerdo para asesinar a una tercera persona y hacerse con su dinero. Sexo, avaricia y traiciones envueltos en sombras. Un argumento recurrente, al que hemos sido invitados mil veces por la novela y el cine negros, y aun por su padre el naturalismo, y cuyo anzuelo siempre picamos tan contentos. A veces nos dirigimos directamente a obras maestras que se han instalado para siempre como referentes; otras, nos dejamos engatusar por mediocres fotocopias que no aportan nada a los originales; por el camino, nos encontramos con sorpresas fabulosas, como A hierro muere, que no aparecen en ningún canon, a menudo porque pertenecen a cinematografías, como la nuestra, que no andan sobradas de glamur. Qué poco apreciamos lo nuestro y qué mal nos vendemos.

En el extraordinario film de Manuel Mur Oti, basado en una novela del escritor y cineasta argentino Luis Saslavsky, la pareja en cuestión son Fernando (Alberto de Mendoza), un parásito que vive de las limosnas que le va dando su valetudinaria tía, y Elisa (Olga Zubarry), una atractiva enfermera que acaba de salir de la cárcel y que encuentra empleo como cuidadora de la anciana gracias a que su madre trabaja de criada en la casa. Con la llegada de la joven, Fernando ve la ocasión propicia de asesinar a su tía y que parezca una muerte natural, a fin de heredar su dinero. A cambio de compartir vida y fortuna, a Olga no le costará dejarse convencer para llevar a cabo lo que a priori parece un crimen perfecto; pero ya se sabe que en territorio negro los planes nunca salen como uno quiere.

La novela de Saslavsky ya había sido llevada al cine en Argentina en A sangre fría (1947), dirigida por Daniel Tinayre y con un guion del propio Saslavsky al que pocas variaciones aporta el escrito por Enrique Llovet para esta segunda adaptación. Las diferencias, a favor de A hierro muere, aparecen sobre todo en la puesta en escena: la película de Tinayre no está nada mal, pero Mur Oti, uno de mis directores españoles preferidos, consigue más tensión y suspense a partir de las mismas situaciones y recrea, con la colaboración imprescindible de la fotografía de Manuel Berenguer, un ambiente mucho más claustrofóbico y malsano que el de su predecesora. El uso magistral de la profundidad de campo, el explícito homenaje al Hitchcock de Sospecha (Suspicion, 1941) y el estupendo reparto, con el talento y la presencia de la gran Olga Zubarry al frente, acaban por hacer de este film una de las mejores aportaciones españolas al género, que sin duda sería mucho más conocida y apreciada si llevara incorporada la etiqueta made in Hollywood.

CABALLERÍA ROJA de Isaak Bábel

La mujer levanta del suelo sus delgadas piernas, alza el vientre abultado y retira la manta que cubre al hombre dormido. El viejo yace muerto, tumbado de espaldas. Tiene el gaznate arrancado, la cara cortada por la mitad de un tajo, y la sangre azul cubre su barba como un pedazo de plomo.

Pan -me dice la judía y sacude el colchón-. Han sido los polacos, y mientras tanto él les suplicaba: matadme en el patio trasero, que mi hija no vea cómo muero. Pero ellos hicieron lo que les vino en gana. Expiró en este cuarto, y pensaba en mí… Y yo ahora quiero saber -dijo de pronto la mujer con una fuerza terrible-, quiero saber en qué otro lugar de la tierra se podría encontrar un hombre como mi padre…

Este fragmento pertenece a «El paso del Zbruch», el relato que da inicio a la recopilación titulada Caballería roja (Konarmia, 1926), seguramente el libro más conocido de Isaak Bábel, el gran escritor ucraniano protegido de Gorki, que sufrió enormes discriminaciones por su condición de judío y que llegó a convertirse en el gran cronista de la Unión Soviética hasta que, en 1940, fue ejecutado por orden de Stalin y sus libros fueron prohibidos.

En los cuentos de Caballería roja, Bábel nos deja el estremecedor testimonio de sus experiencias en el frente durante la guerra polaco-soviética, entre 1919 y 1921. La miseria, el hambre, el frío, los enfrentamientos contra el enemigo y entre los propios compañeros, la ferocidad de los cosacos, las victorias y las derrotas y la muerte se nos narran en breves estampas de la manera más realista, sin atisbo de gloria ni triunfalismos, mostrándonos de manera cruda y explícita hasta dónde puede llegar la crueldad de los hombres en situaciones extremas, con un estilo depuradísimo que abarca desde el lenguaje coloquial de las conversaciones hasta la maravillosa poesía de las descripciones, hasta la belleza que la literatura es capaz de crear allí donde no puede hallarse.

El siguiente fragmento es del relato titulado «Después de la batalla».

La aldea surcaba las aguas y se hinchaba, un barro amoratado fluía de sus tristes heridas. La primera estrella brilló sobre mi cabeza y cayó en las nubes. La lluvia azotó los sauces hasta agotarse. La tarde alzó su vuelo hacia el cielo como una bandada de pájaros, y las tinieblas me cubrieron con su corona mojada. Y yo, exhausto y doblado bajo la fúnebre corona, seguí adelante mi camino implorando al destino que me enseñara el más simple de los saberes: saber matar a un hombre.

Traducción de Ricardo San Vicente para Galaxia Gutenberg.

NOCHE EN LA CIUDAD (1950) de Jules Dassin

Una voz en off nos sitúa en Londres, en una noche cualquiera. De repente, en la oscuridad, un hombre que huye. Cruza una plaza a la carrera, salta una valla y se escabulle entre las calles. Aún tiene tiempo y sangre fría para detenerse a recoger la flor que le ha caído del ojal de su traje antes de entrar en un bloque de pisos y despistar definitivamente a su perseguidor. En unos segundos, en unos pocos planos y sin necesidad de diálogo, ha quedado caracterizado el protagonista de Noche en la ciudad (Night and the City): Harry Fabian es un tipo elegante que cuida los detalles, pero sobre todo es un tipo que corre. Porque persigue algo o porque lo persiguen a él. Harry Fabian vive corriendo.

Harto de trapicheos de poca monta, de ganarse la vida engañando a cuatro incautos, Harry (Richard Widmark) tiene prisa por llegar a ser alguien importante. La ocasión que ha estado esperando se le presenta durante una velada de lucha grecorromana en la que conoce a Gregorius (Stanislaus Zbyszko), un antiguo campeón enemistado con su hijo, Kristo (Herbert Lom), el magnate que controla la lucha en Londres, porque ha convertido en un bochornoso espectáculo lo que él considera un arte. Tras ponerse a Gregorius de su parte, Harry necesitará dinero para montar su negocio de lucha y desbancar a Kristo, y para ello solo podrá acudir a Phil (Francis L. Sullivan) y a su amante, Helen (Googie Withers), regentes del local al que Harry envía clientes a cambio de una comisión y donde trabaja como cantante su novia, Mary (Gene Tierney).

Basado en una novela de Gerald Kersh que Irwin Winkler volvería a llevar a la pantalla en 1992 con resultados discretos, el impresionante guion escrito por Jo Eisinger nos introduce en uno de los microcosmos más memorables del cine negro, poblado por una galería de complejos y, a la postre, patéticos personajes cuidados al detalle a los que la dirección de Dassin enjaula en asfixiantes planos cortos o los observa en encuadres de una profundidad nunca gratuita, apoyándose en el trabajo de fotografía de Mutz Greenbaum, uno de los más deslumbrantes, en mi opinión, que haya conocido el género. Protagonistas cada una de ellas de situaciones y diálogos antológicos hasta hacer del film prácticamente una obra coral, las criaturas de Noche en la ciudad -exceptuando a Mary y a Gregorius, víctimas de las mentiras de Harry- se dejan llevar por su ambiciosa naturaleza sin escrúpulos para manipularse y traicionarse entre ellos hasta acabar destruyéndose: nadie gana; todos pierden.

Rodada en Londres porque Dassin se había exiliado, víctima de la «caza de brujas», lo que quizá influyó tanto en el tratamiento del argumento y los personajes como en el tono febril, desencantado y trágico que recorre la película, Noche en la ciudad es una de las cimas del noir, una colección inagotable de momentos para guardar en la memoria cuyo fragmento final, teñido de un romanticismo ausente hasta entonces que indulta en parte al descarriado Harry, se corona con un plano -el que muestra a Kristo tirando una colilla al río- sin concesiones, tan metafórico como cruel, tan genial como demoledor, el colofón ideal a una obra maestra absoluta que aún no ha encontrado el lugar de honor que merece en la historia del cine.

 

 

 

 

MARTILLO PARA LAS BRUJAS (1970) de Otakar Vávra

En Alemania, a finales del siglo XV, dos dominicos inquisidores llamados Heinrich Kramer y Jakob Sprenger llevaron a la imprenta un tratado recopilatorio sobre brujería titulado Malleus Maleficarum, cuya traducción literal vendría a ser Martillo de los malvados. Por su contenido, es conocido como El martillo de las brujas, y desde su publicación y durante los siglos posteriores se convirtió en el manual indispensable, algo así como el libro de cabecera, de los tribunales de la Inquisición en los juicios por brujería. La estupenda película Martillo para las brujas (Kladivo na carodejnice) toma el título del tristemente famoso tratado para mostrarnos en toda su crudeza uno de esos procesos, el que ocurrió realmente en la localidad checa de Velke Losiny a finales del siglo XVII.

La terrible historia que narra el film de Otakar Vávra, cineasta perteneciente a la Nueva Ola checoslovaca, se inicia cuando el párroco local denuncia a una anciana por practicar la brujería y consigue que las autoridades recurran para hacerse cargo del caso al juez Boblig (Vladimír Smeral), un inquisidor ya retirado famoso por su inmisericordia con los acusados de tener tratos con el diablo. Tras recibir plenos poderes y la total confianza en su experiencia, Boblig instaura el terror con total impunidad y comienza a acusar indiscriminadamente a los habitantes de la comunidad, hasta llegar al presbítero Lautner (Elo Romancík), un religioso de ideas más modernas que se opone a la labor de Boblig, y a su sirvienta Susanna (Sona Valentová).

Quizá se le pueda criticar a Vávra el trazo excesivamente grueso con que repetidamente muestra al juez Boblig, el subrayado innecesario con que destroza al lascivo, alcohólico y avariento personaje con el fin de que nos repugne, objetivo sencillo de conseguir; pero en todo caso sería ese el único debe de una de las mejores películas en torno al tema de la caza de brujas que he visto. Desde las apariciones de esa especie de terrorífico maestro de ceremonias encapuchado, que parece dirigirse al espectador para advertirle sin tapujos del peligro que supone la sexualidad de las mujeres, hasta las escenas de la quema de los condenados en la hoguera, pasando por las que muestran los vergonzosos juicios y las torturas, Martillo para las brujas nos ofrece un arsenal de poderosas e impactantes imágenes -fotografía deslumbrante de Josef Illík- que ilustran de manera rigurosa las verdaderas causas de esa epidemia fanática, ignorante y, sobre todo, misógina que asoló Europa durante siglos.

 

 

EL CRIMEN DEL SOLDADO de Erri De Luca

El primero de los dos narradores que nos cuentan la maravillosa historia de El crimen del soldado (Il torto del soldato, 2012), al que enseguida le ponemos el rostro del propio Erri De Luca, es un traductor de yidis que un atardecer de julio entra a cenar a una posada de Gadertal y, mientras repasa sus notas, asiste a la conversación entre un anciano y su hija. Se cruzan sus miradas, la mujer le sonríe educadamente, pero el padre reacciona de manera extraña y ambos acaban yéndose precipitadamente ante la sorpresa del narrador.

Tras esta escena, la voz del autor deja paso a la de la mujer, verdadera protagonista de la novela, quien nos narra la convivencia con su padre, un antiguo soldado nazi que trabaja de cartero bajo una identidad falsa y que, desde el final de la guerra, vive obsesionado por que no lo capturen. Hacia el final, la narradora también nos contará el encuentro en la posada y cómo, en su imaginación, creerá descubrir en el traductor a una persona que marcó su infancia.

Aguardó una reacción por mi parte. Yo no tenía ninguna. Nos quedamos sentados uno frente al otro hasta que empezó a oscurecer. Estuve mirándole fijamente la cara, sin bajar hasta sus manos. Las manos de mi padre. No he vuelto a tocarlas desde aquella noche.

Nos quedamos uno frente al otro: un cartero con su uniforme y una hija de veinte años que tenía por primera vez un padre, uno perseguido por crímenes de guerra. Cuáles y cuántos: preferí no saberlo. No creo en la utilidad de los detalles. Sirven en un juicio, pero para una hija no: las circunstancias horribles se convierten en atenuantes porque restringen los crímenes a meros episodios. Sin pormenores, en cambio, el crimen sigue siendo ilimitado.

Por su argumento siempre controvertido, por la fuerza de su protagonista femenina y, sobre todo, por la magistral utilización del punto de vista para mostrar cómo dos personajes viven y sienten de manera tan distinta un encuentro casual, El crimen del soldado quizá sea el texto ideal para conocer a uno de los grandes escritores actuales, aunque lo que de verdad importa, su estilo inconfundible y tan personal, está presente en todas sus obras, en las que las fronteras entre los géneros desaparecen, regalándonos a la vez novela (una historia), poesía (el uso del lenguaje, que invita a releer) y ensayo (referencias, digresiones, opiniones, que nos llevan a hacer un alto en la lectura y reflexionar). Como no ocurre con casi ningún otro novelista -quizá Coetzee-, al leer a Erri De Luca uno tiene la gratificante sensación de que busca establecer con nosotros un sincero diálogo, de que quiere darse a conocer tras cada una de sus palabras.

-Soy un soldado vencido. Mi delito es ése, es la pura verdad. -Hizo el gesto de sacudirse la caspa de los hombros-. El crimen del soldado es la derrota. La victoria lo justifica todo. Los Aliados han cometido crímenes de guerra contra Alemania, y han sido absueltos por el triunfo.

Definiera como definiese sus servicios en la guerra, por mucho que los redujera a los efectos de una derrota, para mí quedaba clara y sin apelación su culpa. Le opuse mi voluntad de no querer explicación alguna.

Si las cosas eran como él decía, el crimen del soldado es la obediencia.

Traducción de Carlos Gumpert para Seix Barral.