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TRES ROSAS AMARILLAS de Raymond Carver
Gravemente enfermo por la tuberculosis que padecía desde hacía años, el 3 de junio de 1904 Anton Chéjov se trasladó junto a su esposa, la actriz Olga Knipper, al balneario de Badenweiler, en Alemania, donde murió poco después, el 15 de julio. Tenía 44 años.
En 1988 salió a la luz en Estados Unidos la última colección de relatos de Raymond Carver publicada antes de su fallecimiento, a los 50 años, titulada Where I’m Calling From: New and Selected Stories. En España, las nuevas historias recogidas en el volumen se publicaron en 1989 como libro independiente bajo el título Tres rosas amarillas, el mismo que se le dio al último de los cuentos, que en inglés se titulaba Errand («El encargo»).
En dicho cuento, Carver narra los últimos instantes de la vida de Chéjov en la habitación del balneario y, paralelamente al drama, introduce al personaje del camarero que entrega las tres rosas amarillas y al que Olga Knipper realiza el encargo, completamente ajeno a la importancia del momento del que es testigo, preocupado tan solo por realizar a la perfección su rutinario trabajo. El hecho histórico, interrumpido y hasta minimizado por lo banal, por lo cotidiano convertido en elemento central por encima de la efeméride, diciendo mucho sin apenas decir, en un diálogo estilístico entre alumno y maestro, entre dos gigantes de la literatura breve.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwöhrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champán. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego levó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chéjov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champán contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chéjov, Olga, el doctor Schwöhrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chéjov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champán…» Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chéjov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
Traducción de Jesús Zulaika para Anagrama.
LA ESCOPETA DE CAZA de Yasushi Inoué
Contemporáneo de los probablemente más conocidos Tanizaki, Kawabata o Mishima, Yasushi Inoué ganó el premio Akutagawa con La escopeta de caza (Ryoju, 1949), una breve novela de sencillez y depuración admirables, las mismas que encontramos en sus relatos. En apenas setenta páginas repletas de belleza, Inoué nos cuenta una trágica historia que marca para siempre a los cuatro personajes involucrados en ella y consigue, gracias a lo que dicen las palabras y, más aún, a lo que se desprende de ellas, que se mantenga en nuestro recuerdo hasta llevarnos a reflexionar sobre aspectos cruciales de la vida.
Tras una suerte de prólogo en el que el propio autor nos ayuda a entender el significado del simbólico título y en el que nos explica por qué se puso en contacto con él alguien que se hace llamar Josuke Misugi, la novela nos lleva a la intrigante lectura de las tres cartas recibidas por el citado personaje tras el suicidio de Saiko, la mujer que durante años había sido su amante. La primera está escrita por Shoko, la hija de Saiko; la segunda, por su esposa, Midori; la tercera, por la propia Saiko, poco antes de suicidarse.
Complementándose, estas tres voces irán arrojando una nueva luz sobre el adulterio de Josuke y Saiko y sobre la relación, repleta de secretos, entre los diferentes personajes; pero ante todo llevará al lector a preguntarse hasta qué punto conocemos realmente a quienes nos rodean y si somos conscientes de la fragilidad de los cimientos sobre los que edificamos nuestro mundo particular. Y quizá la respuesta que encuentre tenga mucho que ver con aquello que decía la Gertrud de Dreyer sobre la irremediable soledad del alma.
Cuando leas estas líneas, habré dejado de existir. Ignoro qué será la muerte, pero estoy segura de que mis alegrías, mis penas, mis temores no me sobrevivirán. Tantas preocupaciones respecto a ti, y tantas preocupaciones sin cesar renovadas respecto a Shoko… Pronto todo ello no tendrá razón de ser en este mundo. Mi cuerpo y mi alma desaparecerán.
Lo que no es óbice para que muchas horas, muchos días después de que me haya ido, de que haya regresado a la nada, leas esta carta, y te diga, a ti que permanecerás con vida después de que haya dejado yo de existir, los numerosos temas de reflexión que fueron los míos en vida. Como si oyeses mi voz, esta carta te dirá mis pensamientos, mis sentimientos, cosas que ignoras. Será como si conversáramos, como si oyeses mi voz. Te quedarás asombrado, y sin duda afligido, y me lo tendrás en cuenta. Pero, lo sé, no llorarás. Se te pondrá tan solo esa mirada triste, esa mirada que nadie sino yo te ha visto nunca, y quizá dirás: «Estás loca, cariño». Me estoy imaginando tu expresión, y oigo tu voz.
Por eso, más allá de la muerte, mi vida permanecerá presente en esta carta hasta que concluyas su lectura. A partir del instante en que la abras, en que comiences a leerla, hallarás en ella el calor de mi vida. Y durante quince o veinte minutos, hasta que hayas leído la palabra final, ese calor se difundirá por todo tu cuerpo, colmará tu mente de toda clase de pensamientos, como lo hiciera cuando yo aún respiraba.
¡Qué extraña cosa es una carta póstuma! Aun cuando la vida contenida en en esta carta no haya de durar más que quince o veinte minutos, sí, aunque esa vida haya de tener tal brevedad, quiero revelarte mi «yo» profundo. Por espantoso que ello parezca, me doy perfecta cuenta, ahora, de que en vida jamás te he mostrado mi «yo» auténtico. El «yo» que escribe esta carta es mi yo, mi auténtico «yo»…
Traducción de Javier Albiñana, con la colaboración de Yuna Alier, para Anagrama.