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En recuerdo de Jacqueline Sassard: VERANO VIOLENTO (1959) de Valerio Zurlini
La actriz Jacqueline Sassard falleció el pasado 17 de julio a los 81 años. La noticia no trascendió demasiado, supongo que en buena parte porque había abandonado su breve carrera cinematográfica a finales de los 60. De hecho, yo no me he enterado hasta esta semana, y he tenido que repasar su filmografía para recordar que la había visto en cuatro películas: Las ciervas (Les biches, 1968), que quizá no sea una de las películas más redondas de Claude Chabrol pero comparte con ellas su atractiva perversidad; Accidente (Accident, 1967), uno de los muchos ladrillos que pergeñó Joseph Losey en su etapa europea; Nacida en marzo (Nata di marzo, 1958), una bonita y romántica película de Antonio Pietrangeli, por la que ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián, y Verano violento (State violenta), del gran Valerio Zurlini, la mejor de las cuatro y apostaría que de todas en las que participó, aunque aquí lo haga en un papel importante pero más bien secundario.
Sassard interpreta en el film a Rossana, una joven que pasa el verano de 1943 en un pueblo italiano junto a unos amigos entre los que se encuentra Carlo (Jean-Louis Trintignant), un muchacho con quien mantiene una inocente relación sentimental y que hasta el momento se ha librado de ir al frente gracias a las influencias de su padre, un dirigente fascista. Mientras las consecuencias de la guerra apenas les llegan por las noticias de la radio, que ni siquiera se paran a escuchar, o por algunos heridos que llegan a la localidad, ellos se divierten en la playa y en las fiestas que organizan. Pero un día Carlo conoce a Roberta (esplendorosa Eleonora Rossi Drago), una viuda de 30 años madre de una niña, y comenzará a mantener con ella un apasionado romance en contra de las convenciones sociales.
A medida que su relación crece, Carlo irá distanciándose de su pandilla de amigos y de Rossana, y Roberta, enamorada y viva por primera vez tras su matrimonio concertado, acabará enfrentándose con su joven cuñada y con su madre. Sus encuentros furtivos, filmados con la pasión contenida marca de la casa Zurlini; la incomprensión de quienes los rodean, y la paulatina llegada a la zona de la violencia de una guerra que comienza a darse por perdida se adueñan entonces de la película, llevándola a terrenos mucho más dramáticos.
Junto a los tres magníficos protagonistas, la fotografía de Tino Santoni y la maravillosa música de Mario Nascimbene redondean una película dominada de arriba abajo, como no podía ser de otra manera tratándose de Valerio Zurlini, por su exquisita puesta en escena, presente con toda su belleza en cada encuentro de los dos amantes o en el apoteósico final. Pero donde esta alcanza, sin duda, cotas insuperables es en la larga secuencia que arranca en la escena del circo, tras el apagón, en la que la linterna de Roberta, al encenderse, alumbra directamente a Carlo, y desemboca en la fiesta improvisada en casa del joven: la luz de la luna que entra al abrir las contraventanas iluminando en la penumbra los rostros de los personajes; la música y el baile mientras se cruzan las miradas de Rossana, Carlo y Roberta; el primer beso, en el jardín, de los amantes, sorprendidos por la pobre Rossana… Todo filmado de manera sublime, con unos movimientos de la cámara y de los personajes dentro del plano tan sutiles y elegantes que hacen de este fragmento prácticamente una coreografía en que se unen la pasión y la tristeza, el nacimiento de un amor y la muerte de otro. Una muestra más, por si hacía falta, de lo enorme cineasta que fue Zurlini, aún hoy tan poco (re)conocido.
El cine negro de Édouard Molinaro (y 2): UN TÉMOIN DANS LA VILLE (1959)
Ya antes de los créditos entramos en materia: un hombre asesina a una mujer tirándola de un tren. En la siguiente secuencia, un juez informa al asesino, en presencia de su abogado, de que queda libre por falta de pruebas. Nos enteramos de que el sospechoso era el amante de la víctima. En la tercera secuencia, magistral, el marido de la muerta espera al criminal en su casa y, tras comunicarle su propio veredicto, lo ahorca; pero, cosas del negro destino, el amante había pedido por teléfono un taxi. Al salir el marido de la casa, el taxista lo aborda creyendo que es su cliente.
Como vemos, Un témoin dans le ville -conocida también por los títulos en castellano Un testigo en la ciudad y Sólo un testigo– tiene en común con su antecesora, Le dos au mur, que tampoco se anda por las ramas a la hora de presentar el drama a los espectadores. Nada de preámbulos innecesarios. Pero mientras la primera película de Molinaro nos llevaba más hacia el terreno del misterio por medio de un guion laberíntico, la que nos ocupa discurrirá por los terrenos del thriller. Poco tiempo y ritmo frenético: el gran Lino Ventura ha de encontrar y eliminar al taxista Franco Fabrizi, único testigo de su venganza, ante la posibilidad de que este hable con la policía.
Estupendo guion coral en el que participaron, entre otros, el propio Molinaro, el polifacético Gérard Oury y la ínclita pareja literaria formada por Pierre Boileau y Thomas Narcejac; fotografía del no menos ilustre Henri Decaë; dirección sobresaliente con momentos para recordar como el citado de la ejecución del amante o el encuentro en el taxi de los dos protagonistas; la siempre estimulante participación, interpretando a la novia y compañera de trabajo del taxista, de Sandra Milo, y, por encima de todo, la omnipresencia de un gigante como Lino Ventura dando vida a un personaje misterioso y extraordinario del que apenas recibimos información y a quien, como al marido engañado protagonista de Le dos au mur, su plan aparentemente perfecto se le irá de las manos por culpa, cómo no, del incontrolable azar. Un cóctel infalible que hace de Un témoin dans le ville otra joya del género negro a descubrir, realizada a la manera clásica en tiempos en que el cine francés comenzaba a cambiar a lomos de la Nouvelle vague.
El cine negro de Édouard Molinaro (1): LE DOS AU MUR (1958)
Vicios pequeños (La cage aux folles, 1978) y, en menor medida, su secuela, La jaula de las locas (La cage aux folles II, 1980), supusieron un gran éxito comercial trasladado después a los escenarios en que se representó la obra de teatro original de Jean Poiret. Probablemente, muchos espectadores aún la recuerden. En cambio, me da la impresión de que el nombre del director de ambas películas, Édouard Molinaro, duerme en el cajón del olvido. Para reivindicar, al menos en parte, a este director de filmografía irregular, creo que lo mejor es acudir, curiosamente, a sus primeros pasos en el cine, alejados de la comedia y metidos de lleno en el género negro. El más negro posible.
Su primer largometraje, Le dos au mur, nos regala un inicio fulgurante, de los que atrapan irremediablemente al espectador. Un tipo entra en casa ajena, como si fuera un ladrón, se guarda el dinero que encuentra en un cajón y se topa sin sorprenderse lo más mínimo con un cadáver. Con la ayuda de una alfombra en la que mete el cuerpo, lo traslada en su coche a una fábrica y lo entierra con hormigón en una pared. A partir de este momento, el propio protagonista se encarga de echar la vista atrás e informarnos, con un flashback que ocupa casi todo el metraje, de las circunstancias que lo han llevado a esa extraña situación y que tienen que ver con el adulterio de su esposa y su retorcido plan para chantajearla.
Por fortuna, no estamos ante uno de los muchos casos en que el resto de la película no está a la altura de su primera y prometedora secuencia. Al contrario. Le dos au mur mantiene prácticamente el nivel durante su ajustadísima hora y media gracias a la confluencia de sus cuatro elementos principales: la magnífica fotografía en blanco y negro de Robert Lefebvre; las presencias e interpretaciones de dos grandes como Gérard Oury y Jeanne Moreau; el ritmo y la brillante planificación que consigue Molinaro, sorprendentes en una ópera prima, y la verdadera protagonista del film, una trama, a partir de la novela de Frédéric Dard, que nos lleva de manera lógica de sorpresa en sorpresa, enrevesada como pocas y que acaba convirtiéndose en una tela de araña que atrapa a todos los personajes. Todo ello hace de Le dos a mur -que en alguna web aparece con el título español De espaldas a la pared-, tan poco vista como citada, una magistral película que seguramente sorprenderá a quienes la descubran. Imprescindible para los amantes del género negro.
En memoria de Jean-Paul Belmondo
El lunes 6 de septiembre nos dejó, a los 88 años, Jean-Paul Belmondo, un gran actor y, más aún, un icono del cine y de la Nouvelle vague cuyo carisma estuvo muy por encima del grueso de su filmografía, repleta de títulos menores. Para recordarlo, cinco de los mayores, los que más me gustan. Tres son de Jean-Luc Godard: Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960), junto a Jean Seberg; Une femme est une femme (1961), y Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), ambas junto a Anna Karina. Una, de Jean-Pierre Melville, la impresionante El confidente (Le doulos, 1962), que ya pasó por este blog hace años. Y, por último, la adaptación muy especial de Los miserables, de Victor Hugo, que dirigió Claude Lelouch y que en España se tituló Testigo de excepción (Les misérables, 1995).