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LOS PECES ROJOS (1955) de José Antonio Nieves Conde
Durante una noche de tormenta, Hugo e Ivón llegan a Gijón y se hospedan en el hotel Savoy para pasar la noche. Los acompaña Carlos, el hijo de Hugo, que entra más tarde y a quien los empleados no ven pero sí oyen hablar con su padre en la habitación. Después de cenar, los tres salen a ver el mar. Al poco rato, Ivón vuelve al hotel pidiendo ayuda porque Carlos ha caído al agua y ha sido arrastrado por las olas. Pero el cuerpo no aparece y la policía comienza a investigar.
Así comienza la extraordinaria Los peces rojos, habitual en las listas de las mejores películas de nuestro cine e incluso colocada a menudo a la altura de los grandes clásicos universales del género negro, de intriga y demás variantes. Y sí, de intriga hay mucha en la cinta de José Antonio Nieves Conde, la que se irá desvelando paulatinamente en ese hotel de Gijón y en el extenso flashback que nos lleva a Madrid, de la mano de la impresionante fotografía de Francisco Sempere y de las apabullantes interpretaciones de Arturo de Córdova y, sobre todo, de la gran Emma Penella. Pero, por supuesto, no es el misterio en torno a Hugo, Ivón y Carlos lo que hace del film un clásico al que se puede volver una y otra vez, sino, por un lado, la compleja entidad de los dos personajes en que se sustenta el ejemplar guion de Carlos Blanco y, por otro, la perfecta puesta en escena de Nieves Conde.
Hugo e Ivón forman una pareja de novios que aguardan desde hace tiempo a que su situación cambie para poder casarse. Él es un escritor con mil novelas guardadas en un cajón que no consigue publicar nada porque, según los editores, sus historias no resultan creíbles; ella, una actriz que está tan harta de desperdiciar su talento bailando y cantando en una revistilla de poca monta como de esperar a que las promesas de Hugo se hagan realidad y le proporcionen una vida acomodada. La fantasía de Hugo, la misma que no le sirve para ganarse la vida como escritor, le lleva a inventarse una vida ficticia para poder subsistir, una suerte de argumento novelesco que acaba casi desquiciándolo en el que Ivón comienza teniendo un papel secundario para acabar erigiéndose en coprotagonista. Así, ambos personajes -no por casualidad, por supuesto, un novelista y una actriz-, en lugar de ser el mero vehículo de un misterio, se erigen en sus artífices, en los creadores de una trama que nace de sus sueños frustrados y en los actores que la representarán, utilizando para lograr sus propósitos, paradójicamente, el talento que no se les ha reconocido. Este fascinante juego de ficción dentro de la ficción es lo que eleva el guion de Carlos Blanco varios escalones por encima de los de otras películas, incluso estupendas, en las que la intriga es la principal protagonista.
En cuanto a la puesta en escena, es un recital de precisión: ni se conforma con ser una impersonal ilustración del guion ni busca imponerse a él. La colocación de los personajes y de los objetos en el encuadre, la profundidad de campo, los trávelins o incluso algún que otro recurso audaz, como en la escena en que Hugo se dirige a su hijo hablándole a la cámara, buscan en todo momento dotar de la mayor fuerza cinematográfica posible a la historia que se nos está contando, siempre en perfecta sintonía con ella, siempre diciendo algo más de lo que dicen los estupendos diálogos, y demuestran una vez más que Nieves Conde fue un grande de nuestro cine. Nuestro cine, ese tantas veces maltratado con el término «españolada».
Ambos aspectos, muy por encima de una intriga cuya solución el espectador, al menos en parte, probablemente se vea venir, son los que hacen que en cada visionado de Los peces rojos podamos descubrir algún detalle que se nos había pasado por alto, que cada nueva visita al hotel Savoy y a ese Gijón frío y lluvioso, a pesar de conocer su final, sea aún más satisfactoria que la anterior.
KOKORO de Natsume Soseki
Kokoro (1914) -en japonés, «corazón», en su sentido espiritual- es generalmente considerada la obra capital de Natsume Soseki, uno de los padres de la novela moderna japonesa y principal figura de la generación anterior a los Akutagawa, Tanizaki o Kawabata, la que vivió durante la era Meiji, época de grandes cambios en el país nipón y de apertura a Occidente.
Ambientada a finales de la citada era, la novela nos cuenta la relación entre un estudiante y un maduro, misántropo y acomodado intelectual que vive sin trabajar, prácticamente recluido en casa junto a su esposa. Las continuas visitas del joven al hogar del matrimonio y la admiración sincera que siente por aquel al que denomina sensei -personaje que se me antoja casi pessoano– conseguirán que el hombre se abra a una especie de amistad paternofilial y que acabe confesándole la razón de su aislamiento y su renuncia a la sociedad, el secreto que lleva años amargándolo y que ni siquiera su mujer conoce.
Novela de personajes sin nombre, de estilo sencillo y depurado como pocas incluso en la literatura japonesa, Kokoro está dividida en tres partes: las dos primeras, narradas por el joven estudiante; la tercera, por sensei. Esta última, a modo de confesión, nos traslada a la época universitaria del narrador, cuando conoció a la que acabaría siendo su esposa, y a su amistad con un compañero de estudios al que denomina K -curioso que Franz Kafka escribiera El proceso y El castillo más o menos en la época en que se publicó la novela de Soseki- y que se revela como figura central del drama. De la relación entre K y sensei en el pasado y la de este con su pupilo en el presente, paralelas en cierto modo, se servirá Soseki para componer un texto bellísimo acerca de la vida, la muerte, el amor y, sobre todo, la culpa y la incapacidad de perdonarnos a nosotros mismos.
¿Te acuerdas? A menudo, me planteabas discusiones sobre ideas contemporáneas. Te acordarás de cuál era mi actitud. No es que desdeñara tus opiniones, más bien nunca les daba importancia. Tus ideas no estaban apoyadas en nada; además, eras demasiado joven para tener un pasado propio. De vez en cuando me reía, y tú ponías cara de disgusto en muchas ocasiones. Al final, insististe en que te contara mi pasado como si desplegara un rollo de pintura. Fue entonces cuando por primera vez sentí en mi corazón respeto hacia ti. Mostraste la decisión de sacar algo de mis entrañas, de absorber la sangre caliente que brotaba de mi corazón. Entonces, yo aún estaba vivo y no quería morirme. Así que prometí acceder a tu deseo otro día y me quité de encima por ese instante tu petición. Ahora sí; ahora, voy a intentar abrirme yo mismo el corazón y verter su sangre en tu cara. S con ella puedes concebir una vida nueva en tu pecho, una vez que haya cesado el latido del mío, estaré contento.
Traducción de Carlos Rubio para Editorial Gredos.
Que yo sepa, Kokoro ha conocido hasta hoy dos adaptaciones al cine, homónimas ambas. No he tenido ocasión de ver la segunda, de 1973, dirigida por Kaneto Shindô; pero, por lo que leído sobre ella, al parecer solo adapta la tercera parte de la novela. La primera adaptación, de 1955, protagonizada por Masayuki Mori, la dirigió Kon Ichikawa con una puesta en escena más contenida y austera que otros films suyos posteriores y más conocidos, correspondiendo al tono del original literario, al que es muy fiel a pesar de darles nombre a los personajes y otorgar mayor protagonismo a la esposa de sensei, interpretada maravillosamente por Michiyo Aratama.
EN EL RESTAURANTE ASTORIA DE BERLÍN… / MI MUJER ME ACOMPAÑÓ A BREST… de Nazim Hikmet
Gracias a la lectura de las memorias de Simone Signoret (entrada anterior) supe de un gran poeta turco llamado Nazim Hikmet. Aquí os dejo dos de sus poemas que más me gustan, en traducción de Fernando García Burillo.
EN EL RESTAURANTE ASTORIA DE BERLÍN…
En el restaurante Astoria de Berlín
había una camarera
una chica como una gota de plata.
Por encima de las bandejas repletas me sonreía.
Se parecía a las chicas de mi perdido país.
Pero no sé por qué
a veces tenía ojeras.No tuve suerte
no pude sentarme en las mesas que ella atendía.Ningún día se sentó en las mesas que yo atendía.
Era un hombre entrado en años.
Parecía como si estuviera enfermo,
tomaba comida de régimen.
Estaba muy triste y me miraba
pero no sabía alemán.
Tres meses vino a desayunar, comer y cenar,
luego desapareció.
Puede que volviera a su país
o que no volviera y haya muerto.
MI MUJER ME ACOMPAÑÓ A BREST…
Mi mujer me acompañó hasta Brest,
bajó del tren y permaneció en el andén,
fue haciéndose cada vez más pequeña
hasta que se convirtió en un grano de trigo en el azul infinito,
después ya no pude ver nada más que los raíles.Luego, cuando llamó desde Polonia, no pude responder.
No pude preguntar: «¿Dónde estás, amada mía, dónde?»
«¡Ven conmigo!», dijo, pero no pude ir junto a ella,
el tren circulaba como si nunca fuera a detenerse
y me ahogaba la tristeza.Luego, la nieve comenzó a disolverse sobre la tierra arenosa
y de repente me di cuenta de que mi mujer estaba mirándome
y me preguntaba: «¿me has olvidado?, ¿me has olvidado?»,
la primavera caminaba por el cielo con los pies descalzos y embarrados.Luego, las estrellas bajaron a posarse en los postes de telégrafo,
la oscuridad se abatió sobre el tren como si fuera lluvia,
mi mujer permanecía al pie de los postes de telégrafo,
su corazón latía tac tac como si estuviese en mis brazos,
los postes se acercaban y pasaban, pero ella no se movía del sitio,
el tren circulaba como si nunca fuera a detenerse
y me ahogaba la tristeza.Luego, de repente, me di cuenta de que hace años, hace muchos años
que vivo en este tren
-pero todavía no sé cómo y por qué lo he comprendido-
y cantando con la misma fuerza y con la misma esperanza
sigo alejándome de la ciudad y de las mujeres amadas
y su nostalgia es como una herida abierta,
mientras me acerco a algún lugar, a algún lugar.
LA NOSTALGIA YA NO ES LO QUE ERA. Memorias de Simone Signoret
Cuando se cuenta, se usurpa la memoria de los otros. Por el solo hecho de estar ahí, se les roba su memoria, sus recuerdos, sus nostalgias, sus verdades.
Cuando digo «nosotros» he tomado posesión. Pero solo para el relato. Mi memoria o mi nostalgia me han hecho tejer hilos. Pero no forjar cadenas.
En este 2021 que se acaba se cumplen cien años del nacimiento de la gran Simone Signoret. Para recordarla, nada mejor que volver a ver las obras maestras en que participó o descubrir buenas películas hoy muy olvidadas, como, por ejemplo, Dédée d’Anvers (1948), dirigida por Yves Allégret, primer marido de la actriz, o Les sorcières de Salem (1957), de Raymond Rouleau, en la que Jean-Paul Sartre adaptaba la obra de teatro de Arthur Miller. Una vez hechos los deberes más urgentes, es también más que recomendable leer sus memorias, La nostalgia ya no es lo que era (La Nostalgie n’est plus ce qu’elle était, 1976), precioso título tomado, como se explica en el libro, de un grafiti leído en una pared en Nueva York.
Los recuerdos de este mito del cine y la cultura europeos, guiados por las preguntas del escritor Maurice Pons, repasan, por un lado, buena parte de su carrera teatral y cinematográfica, deteniéndose especialmente en aquellos proyectos que le fueron más queridos o más difíciles, en su relación con cineastas como el citado Allégret, Jacques Becker, Jack Clayton, Jean-Pierre Melville, Chris Marker o Costa-Gavras y en su estancia en Hollywood como acompañante de su segundo marido y gran amor de su vida, Yves Montand, contratado para protagonizar junto a Marilyn Monroe El multimillonario (Let’s Make Love, 1960), de George Cukor. Precisamente, la amistad del matrimonio francés con Marilyn y Arthur Miller, de los que eran vecinos, el problemático carácter de la actriz norteamericana y la polémica sobre su romance con Montand protagonizan varias de las anécdotas más jugosas del libro.
Por otro lado, como no podía ser de otro modo tratándose de dos figuras tan comprometidas, buena parte de estas memorias está dedicada a la postura adoptada por Signoret y Montand ante los numerosos movimientos sociales y hechos históricos y políticos ocurridos a lo largo de sus vidas. Desde la ocupación de Francia por los nazis, durante la juventud de la actriz, hasta mayo del 68 o la dictadura de Pinochet, pasando por su actitud cada vez más crítica contra el comunismo -impagable el fragmento en que ambos asisten a una cena privada con la cúpula del Kremlin, Kruschev a la cabeza, tras la intervención soviética en Hungría (1956)-, al que, contrariamente a lo que de manera general se creyó, nunca se afiliaron, muchos de los grandes sucesos que marcaron el siglo XX desfilan, vividos en primera persona, por sus páginas sin desperdicio, repletas de inteligencia y sensibilidad.
En Hollywood, en 1964, tenía a veces mis sábados de lujo. Me hacía conducir a Leona Drive, en la colina. Llamaba a una puerta y me asombraba más que si hubiera llamado en casa de Greta Garbo: era Jean Renoir quien la abría. Entraba en un salón de la provincia francesa, a veces había renoirs en las paredes, a veces no, si habían sido prestados para alguna exposición o puestos en lugar seguro cuando Dido o Jean Renoir partían de viaje. En un armario empotrado había un proyector de 16 milímetros, un poco descacharrado, pero con un buen destornillador salíamos del paso, y en otro armario guardaba una pequeña pantalla portátil, y todavía en otro armario carretes de películas. Entonces, en las colinas de la capital del cine, con Jean Renoir y Dido Renoir como operadores, me regalaba contemplando Le crime de M. Lange. En la pantalla desfilaba todo el mundo, el del Flore, que desde hacía treinta años, al menos, no había vuelto a encontrar. Aquel mundo ya decía, entonces, las palabras de Jacques Prévert. Estaba también Sylvain Itkine que años después moriría bajo las torturas infligidas tal vez por un soberbio muchacho rubio que lucía un brazal con la cruz gamada, como el muchacho que aparecía en el último plano de Ship of fools.
Traducción de Ana Cristina del Río para Torres de Papel.
LOS PÁJAROS de Daphne du Maurier
Tras adaptar dos de sus novelas en la poco afortunada Posada Jamaica (Jamaica Inn, 1939) y en la espléndida Rebeca (Rebecca, 1940), Alfred Hitchcock regresó al universo literario de Daphne du Maurier con Los pájaros (The Birds, 1963), posiblemente su película más arriesgada y, aún hoy, una de las más singulares de la historia del cine, cuyo guion, escrito por Evan Hunter, cambió personajes, escenario y situaciones, pero conservó intacta la esencia del texto original.
La historia que escribió du Maurier nos sitúa en la campiña inglesa, donde cierto día, al llegar el invierno, los pájaros comienzan a agruparse en enormes bandadas organizadas y a mostrarse agresivos con las personas. Tras un ataque nocturno a su hogar, el granjero Nat Hocken se da cuenta de que no están ante un hecho aislado y, tras reforzar todos los posibles accesos a su casa, decide recluirse en ella junto a su familia. Mientras resisten a duras penas las agresiones cada vez más violentas y suicidas de los pájaros, la radio informa de que la caótica situación afecta a todo el país.
Publicado en 1952 como parte del libro The Apple Tree, que volvió a publicarse en 1963 con el título The Birds and Other Stories, el relato, de unas treinta páginas, se mantiene como uno de los más fascinantes de su autora, gracias sobre todo a dos aspectos que Hitchcock, cómo no, supo apreciar y conservar al transformarlo en imágenes: la ausencia de molestas conclusiones que intenten explicar la actitud de los pájaros y su final abierto, que consigue prolongar el desasosiego más allá de su lectura.
Al pasar por el portillo, oyó un zumbido de alas. Una gaviota negra descendía en picado sobre él, erró, torció el vuelo y se remontó para volver a lanzarse de nuevo. En un instante se le unieron otras, seis, siete, una docena de gaviotas, blancas y negras mezcladas. Nat tiró la azada. No le servía. Cubriéndose la cabeza con los brazos, corrió hacia la casa. Las gaviotas continuaron lanzándose sobre él, en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el batir de las alas, las terribles y zumbadoras alas. Sentía sangre en las manos, en las muñecas, en el cuello. Los agudos picos rasgaban la carne. Si por lo menos pudiese mantenerlas apartadas de sus ojos… Era lo único que importaba. Tenía que mantenerlas alejadas de sus ojos. Aún no habían aprendido cómo aferrarse a un hombre, cómo desgarrar la ropa, cómo arrojarse en masa contra la cabeza, contra el cuerpo. Pero, a cada nuevo descenso, a cada nuevo ataque, se volvían más audaces. Y no se preocupaban en absoluto de sí mismas. Cuando se lanzaban en picado y fallaban, se estrellaban violentamente y quedaban sobre el suelo, magulladas, reventadas. Nat, al correr, tropezaba con sus cuerpos destrozados, que empujaba con los pies hacia delante.
Traducción de Adolfo Martín. Publicado por Orbis.