Archive for agosto 2022|Monthly archive page

MONTE WALSH (1970) de William A. Fraker

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Responsable de la fotografía de estupendos films entre los que se encuentran La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), de Polanski; Bullit (1968), de Peter Yates, o La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, 1969), de Joshua Logan, William Ashman Fraker no conoció ni mucho menos el mismo éxito en su carrera como director, que se limita a varios trabajos para televisión y tres largometrajes: La leyenda del Llanero Solitario (The Legend of the Lone Ranger, 1981), que no le salió demasiado bien; Un reflejo del miedo (A Reflection of Fear, 1972 o 1973, según qué fuente se consulte), una película de terror malsano que merece una recuperación, y la gran y a menudo poco valorada Monte Walsh, paradigma del wéstern crepuscular.

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El mundo que muestra Monte Walsh es el de una forma de vida que desaparece, la de los vaqueros como Monte (Lee marvin) y Chet (Jack Palance), que, tras pasar el invierno cazando lobos, ya solo encuentran trabajo en los ranchos temporalmente porque la civilización avanza y se lleva por delante lo único que ellos conocen. Algunos de sus compañeros se convertirán en forajidos; Chet conocerá a Mary, una viuda que regenta una ferretería; a Monte le resultará más difícil aceptar los nuevos tiempos y adaptarse a ellos.

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Pasando paulatinamente del humor que muestra la felicidad de la vida en el rancho a la tristeza, la melancolía, la muerte y la soledad, Fraker filma su obra maestra de manera muy clásica, ajena a los nuevos vientos que habían comenzado a soplar para el género ya en los años 60, utilizando sus concisos diálogos, en boca de personajes poco acostumbrados a expresarse con palabras, solo para llegar donde no alcanzan los silencios y las miradas, las imágenes mudas que hablan claramente y que son las auténticas protagonistas. Monte y Chet, en esa escena maravillosa en el porche, apenas han de hablar para saber que su mundo se desmorona, como no han de hacerlo la prostituta Martine (Jeanne Moreau) y Monte para saber que se aman y que pasar el resto de su vida juntos sea quizá la mejor forma de encarar un futuro que ya es presente. Posiblemente nunca una taberna y una casa vacías dijeron tanto sin que nadie dijera nada. Seguro que nunca un jinete que acababa de domar al caballo más salvaje le dio las gracias por su lucha, por su rebeldía, por haberle hecho sentir vivo acaso por última vez.

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Conozco pocas películas que eviten tanto el subrayado como Monte Walsh. Ni en sus escenas cruciales, definitivas, recurre a los fuegos artificiales. Jamás eleva el tono. Sus personajes y sus cansadas y polvorientas vidas pasan ante nuestros ojos de la manera más discreta, como buscando al espectador cómplice que quiera reparar en tantos gestos y tantos detalles. Quizá esa ausencia de énfasis, ese pasear casi anónimo del que no se da importancia, sea precisamente la causa de que no ocupe el lugar que merece en la gran historia del wéstern, casi como le ocurre a esa otra obra mayor titulada La venganza de Ulzana (Ulzana´s Raid, 1972), de Robert Aldrich. Qué más da. Los pocos incondicionales de esta preciosa película seguiremos acompañando a Monte hasta el final, hacia las montañas, mientras le cuenta a su caballo, porque ya no tiene ni a Chet ni a Martine ni a nadie más que lo escuche, la historia de un tal Big Joe Abernathy, que se enfrentaba a los lobos solo con sus manos. O, al menos, eso decía la leyenda.

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ANTONIO MACHADO. LOS DÍAS AZULES (2020) de Laura Hojman / EL CRIMEN FUE EN GRANADA: A FEDERICO GARCÍA LORCA de Antonio Machado

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El documental de Laura Hojman Antonio Machado. Los días azules, que toma su título del último verso del poeta (Estos días azules y este sol de la infancia), escrito ya en su exilio en Colliure, me parece uno de los mejores que se hayan filmado en torno a cualquiera de las grandes figuras literarias de nuestro país, en buena parte porque no se limita a hacer un académico homenaje a la vida y la obra de Machado. Su gran virtud es que consigue transmitir -con la inestimable ayuda de las intervenciones de Ian Gibson, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo o Luis García Montero- la pasión por las ideas que personificó, por la defensa de la educación y la cultura como únicas formas de avanzar hacia una sociedad a la que se la pueda llamar «civilizada y tolerante» sin temor al rubor. Lástima que esa pasión sea incapaz de vencer al escepticismo.

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Uno de los momentos más emocionantes del film es la lectura del poema que Machado escribió al enterarse del asesinato de García Lorca. Aquí os lo dejo.

EL CRIMEN FUE EN GRANADA: A FEDERICO GARCÍA LORCA

1. El crimen

Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
-sangre en la frente y plomo en las entrañas-
… Que fue en Granada el crimen
sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada.

2. El poeta y la muerte

Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
-Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque- yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban…
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»

3.

Se le vio caminar…
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!

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UN SOMBRERO DE PAJA DE ITALIA (1928) de René Clair

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De camino a su boda, el joven Ferdinand (Albert Préjean) detiene por un instante su cabriolé junto a un bosque y el caballo aprovecha para mordisquear un sombrero que cuelga de un arbusto. La dueña aparece en ese momento junto a su amante, un militar con malas pulgas que obliga a Ferdinand a llevarlos a casa de este a esperar hasta que regrese con un sombrero idéntico, ya que era un regalo del marido de la chica. Así, durante el mismo día, Ferdinand tendrá que arreglárselas para casarse y para encontrar un sombrero de paja de Italia.

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A partir de la obra de teatro de Eugène Labiche y Marc Michel, el gran René Clair escribe y dirige una comedia puramente cinematográfica que nos lleva de enredo en enredo, de sonrisa en sonrisa y de carcajada en carcajada sin apenas apoyarse en intertítulos explicativos, fiándolo todo a una puesta en escena aparentemente sencilla pero repleta de ideas visuales que surgen a menudo de la idiosincrasia de cada uno de los personajes y de la importancia que se le da a los objetos y que siempre aportan algo para complicar cada vez más el día especial de Ferdinand y, de paso, para que la inteligencia desborde la pantalla.

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Lección de ritmo interno en cada plano y de perfección en el montaje, Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d’Italie) es una obra maestra de la comedia muda tan admirada por Lubitsch en su momento como olvidada hoy en día, llena de fragmentos memorables como la descacharrante secuencia que muestra, haciendo uso del ralentí, a Ferdinand imaginando al amante militar, a la espera de un sombrero que no llega, lanzando sus muebles por la ventana y destrozando su casa y hasta el edificio entero. Quizá uno de los momentos más divertidos y absolutamente enloquecidos de la historia del cine. Y es que René Clair, tan olvidado como su película, creó una de las cimas de la screwball comedy varios años antes de que se acuñara el término para designar a las comedias más disparatadas de Hollywood.

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JACQUES EL FATALISTA de Denis Diderot

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¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¡Qué os importa eso! ¿De dónde venían? Del lugar más cercano. ¿A dónde iban? ¡Acaso sabe nadie a dónde va! ¿Qué decían? El amo no decía nada y Jacques decía que su capitán decía que todo cuanto nos acontece de bueno y de malo aquí abajo está escrito allá arriba en el cielo.

md31136721786Este fragmento da inicio a Jacques el fatalista, la cuarta y última novela -por aplicarle algún término- de las que escribió Denis Diderot, el escritor del siglo XVIII ilustrado que es recordado sobre todo por promover y organizar, junto a Jean le Rond D’Alembert, la creación de la Enciclopedia francesa. Craso error. Solo por ser el responsable de la obra que nos ocupa, merecería un lugar de honor en la literatura.

Publicada alrededor de 1796, doce años después de la muerte de su autor, Jacques el fatalista nos cuenta las andanzas de Jacques y su amo sin nombre, quienes, mientras recorren sin prisa su camino a caballo y se van hospedando allí donde encuentran buenas viandas y buen vino, conversan, discuten y se cuentan historias en torno a la condición humana -una de ellas, por cierto, inspiró el film de Robert Bresson Les Dames du bois de Boulogne (1945)- y a si podemos decidir nuestro destino o este ya está escrito y, por tanto, da igual qué opción tomemos. Amoríos, intrigas, engaños, venganzas y filosofía de la vida pasan sin tregua por unas páginas que nos traen ecos de la novela picaresca, de Cervantes, Rabelais y Sterne, repletas de un humor irónico y sarcástico que no deja títere con cabeza, desde el clero al pueblo llano pasando por la nobleza, en su crítica de la sociedad.

Pero lo que más sorprende en el texto de Diderot es su absoluta modernidad en cuanto a la forma de encarar el relato, hasta el punto de que, como insinuaba al principio, tanto podemos decir que estamos ante una novela como ante su negación; de hecho, en determinado momento se nos llega a advertir de que «esto no es una novela», en una suerte de coartada que justifique el juego del que nos hace partícipes. En efecto, antes de entrar en el siglo narrativo por excelencia, el XIX, Diderot anticipa algunos rasgos de la novela del XX, dirigiéndose al lector, incluso riñéndolo por su inútil curiosidad, interrumpiendo historias para dar comienzo a otras, diciéndonos que en lugar de lo que nos está contando podría tranquilamente referirse a otros hechos o finalizar sus relatos de forma distinta a como va a hacerlo y hasta animándonos a que escojamos nosotros un final a partir de las versiones posibles, como si nos dijera que en la novela, como en la vida, todo ocurre por capricho.

Mientras así diserto, el amo de Jacques ronca como si me hubiera estado escuchando; y Jacques, cuyos músculos rehúsan el buen uso de las piernas, ronda por la habitación, en camisón y descalzo, dando traspiés y derribando todo cuanto se le pone por delante. Al cabo, despierta a su amo y éste le dice entre las cortinas:

-Jacques, estás ebrio.

-O poco me falta.

-¿A qué hora piensas acostarte?

-En seguida, señor, es que… es que hay…

-¿Qué es lo que hay?

-Un resto de vino en esa botella, que se echaría a perder. Me horrorizan las botellas a medio vaciar, volvería a pensar en ello y no me haría falta más para no pegar ojo. A fe mía que nuestra mesonera es una excelente mujer, y su vino de Champagne un excelente vino; sería una lástima dejar que se agriara… Lo voy a poner a cubierto y… así no se estropeará…

Y mientras decía balbuciendo en camisa de dormir y descalzo, Jacques se echó al coleto dos o tres buenos tragos sin puntuación, tal como él decía, o sea, de la botella al vaso, del vaso a la boca. Luego, de lo sucedido tras haber apagado las velas, hay dos versiones: unos pretenden que buscó a tientas la cama por las paredes, sin poder dar con ella, y diciendo: «Por vida de… que ha desaparecido y si es que está aquí, tengo por escrito allá arriba que no la he de encontrar. Tanto en uno como en otro caso, tendré que pasarme sin cama», y tomó el partido de tumbarse en unas sillas. Otros aseguran que estaba escrito en el cielo que se enredaría los pies entre las sillas, que se caería al suelo y que allí quedaría. De ambas versiones, mañana, pasado mañana, escogeréis con sosiego la que mejor os plazca.

Traducción de María Fortunata Prieto Barral.

EL ESCAPULARIO (1968) de Servando González

El-escapularioHe tenido ocasión de ver un par de películas del cineasta mexicano Servando González y ambas invitan a seguir revisando la breve filmografía de este director muy poco conocido en España. La primera de ellas y, al parecer, la más prestigiosa de cuantas realizó, Viento negro (1965), es un estupendo drama que transcurre en el seno de un grupo de constructores de una vía ferroviaria en el desierto y que gana muchos enteros en su segunda y despiadada mitad. La otra es El escapulario, un film de corte fantástico con alguna secuencia cercana al terror, acaso más modesto que el anterior pero con algunos lujos por parte de la cámara de González la mar de jugosos.

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En su nocturno inicio, los espectadores acompañamos a un joven sacerdote (Enrique Aguilar) hasta la casa de una anciana moribunda (Ofelia Guilmáin) para darle la extremaunción. Pero antes de morir, la mujer le hace entrega de un escapulario que, según ella, protege de la muerte a quien lo posea e insiste en contarle una historia que tiene que ver con los poderes milagrosos del objeto y con sus cuatro hijos. Comienza así un flashback que nos trasladará a una batalla entre el ejército mexicano y los rebeldes y a una historia de amor entre un modesto trabajador y una muchacha rica y que nos irá desvelando la identidad de los cuatro hermanos y su relación con el escapulario.

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Más allá de un guion que mantiene nuestro interés durante todo el metraje, la verdadera protagonista de El escapulario es la cámara de Servando González, que cuenta con la inestimable ayuda de la fotografía de Gabriel Figueroa, colaborador habitual de Buñuel que también trabajó para otros grandes como Ford o Huston. La planificación del director, repleta de picados, contrapicados, planos subjetivos y composiciones realmente retorcidas, sobre todo en las escenas ambientadas en el frente- cuya impresionante atmósfera puede recordar a algunos relatos de Ambrose Bierce-, quizá nos pueda parecer por momentos gratuita o excesivamente esteticista, pero la imaginación y la brillantez que desprenden resultan, a la postre, fascinantes. Y la secuencia de los ahorcados en el bosque es de las que no se olvidan. Junto a estos alicientes, el sorprendente final, que acaba de colocar al film de lleno en el género fantástico, pone la guinda para que El escapulario merezca ser recuperada, quizá en una doble sesión junto a El helecho dorado (Zlaté kapradí, 1963), de Jirí Weiss, otra película de ambiente mágico e inquietante que a saber si influyó en la cinta de González y en la cual es una camisa bordada por una mujer enamorada el objeto que protege de la muerte.

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SONETOS XVIII Y LXXI de William Shakespeare

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80680582 (2)La genialidad y la trascendencia sin par de sus obras teatrales a menudo han dejado en un segundo plano el hecho de que William Shakespeare también fue un gran poeta. Para recordarlo, aquí os dejo un par de sus sonetos, que no responden al esquema clásico sino que están compuestos de tres cuartetos y un pareado. Fueron publicados en 1609 con una misteriosa dedicatoria a un tal Mr. W. H., a quien se reconoce como inspirador de los poemas y cuya identidad ha generado a lo largo de la historia diversas teorías. La traducción es del gran escritor argentino Manuel Mujica Láinez.

Soneto XVIII

¿A un día de verano compararte?
Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.

A veces demasiado brilla el ojo
solar y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.

Pero eterno será el verano tuyo.
No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.

Vivirás mientras alguien vea y sienta
y esto pueda vivir y te dé vida.                                                                                                                                                      

Soneto LXXI

Cuando haya muerto, llórame tan solo
mientras escuches la campana triste,
anunciadora al mundo de mi fuga
del mundo vil hacia el gusano infame.

Y no evoques, si lees esta rima,
la mano que la escribe, pues te quiero
tanto que hasta tu olvido prefiriera
a saber que te amarga mi memoria.

Pero si acaso miras estos versos
cuando del barro nada me separe,
ni siquiera mi pobre nombre digas                                                        y que tu amor conmigo se marchite,

para que el sabio en tu llorar no indague
y se burle de ti por el ausente.