EL HOMBRE HUECO de Thomas Burke

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Era la suya una figura alta y enjuta, embutida en un impermeable negro. Por debajo se veían los pantalones de un traje de faena color marrón. Un gorro acabado en pico ocultaba casi por completo su rostro; lo poco que quedaba a la vista era lívido y anguloso. En la bruma otoñal que llenaba tanto las calles iluminadas como las que no lo estaban parecía un espectro, y algunos de los transeúntes que se cruzaban con él volvían la cabeza para cerciorarse de que realmente habían visto un ser vivo. Incluso uno o dos se encogieron de hombros y se echaron a un lado como espantados de algo.

En la edición de 2004 de Cuentos únicos, Javier Marías reunió veintidós relatos de corte fantástico escritos, en su mayoría, por autores poco o nada conocidos, todos ellos de origen británico a excepción del estadounidense Frank Norris -que ya pasó por aquí con su novela Avaricia (McTeague, 1899)- y, por supuesto, del propio Marías, quien incluye bajo heterónimo creado para la ocasión un cuento suyo, entre mis favoritos de una colección que, en general, me parece estupenda.

Otro de los que prefiero, por atmósfera, estilo y originalidad, es El hombre hueco (The Hollow Man, 1935), de Thomas Burke, autor también, según se nos informa en el libro, del cuento en que se basó David Wark Griffith para realizar Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919), una de sus mejores y menos monumentales películas. El misterioso relato de Burke, de los que agarran al lector desde las primeras líneas, nos lleva a un Londres nocturno y brumoso, escenario ideal para una historia de aparecidos, por cuyas calles un extraño hombre camina con paso lento pero seguro en dirección a una casa de comidas. No tardaremos en saber que ese hombre ha venido de África y que es un resucitado en busca de quien fue su amigo y también su asesino.

Tenía largas las piernas, pero caminaba con ese paso corto y medroso de los ciegos, aunque no era ciego. Sus ojos, bien abiertos, miraban fijamente al frente, pero no parecía ver ni oír cosa alguna. Ni el lúgubre ulular de las sirenas en la margen opuesta del río, ni los atrayentes escaparates de los comercios en las anchas calles que llevaban al centro le hacían volver la cabeza a derecha o a izquierda. Caminaba como si no fuera a ningún sitio en concreto, y, sin embargo, al llegar a esta o aquella esquina torcía sin dudarlo. Era como si una mano invisible lo guiara hacia un punto determinado, cuya situación exacta el mismo ignorara.

Traducción de Alejandro García Reyes.

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