Archive for the ‘Cine’ Category
EL TERCER SECRETO (1964) de Charles Crichton
Como tantos otros aficionados al cine, supe por primera vez de Charles Crichton a raíz de la tardía y muy divertida Un pez llamado Wanda (A Fish Called Wanda, 1988). De ahí pasé a la que suele considerarse su mejor película, Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951), y a la menor aunque simpática Los apuros de un pequeño tren (The Titfield Thunderbolt, 1953). Tres películas, tres comedias. Las etiquetas, tan holgazanas ellas, se han conformado habitualmente con limitar a Crichton a ese género, cuando en realidad tocó muchos otros a lo largo de su filmografía y no con peor suerte, como demuestra El tercer secreto (The Third Secret), una magnífica cinta de intriga.
La película arranca, sin preámbulos, con la muerte del prestigioso psicólogo Leo Whiset, a quien su sirvienta encuentra agonizando y diciendo unas extrañas frases que parecen no tener sentido. La policía no duda de que se trata de un suicidio y cierra el caso, pero la joven hija del fallecido, Katie (Pamela Franklin), cree que ha sido asesinado por uno de sus pacientes. Para demostrarlo, busca la ayuda del famoso periodista televisivo Alex Stedman (Stephen Boyd), que también asistió como paciente a la consulta de Whiset y sabe que sus ideas eran incompatibles con el suicidio. Stedman comienza a investigar a los cuatro sospechosos del crimen; uno de ellos, él mismo.
El espectador que se anime a ver El tercer secreto quizá lo haga inicialmente con la sencilla intención de pasar algo más de hora y media en compañía de un misterio por resolver; quien busque solo eso no creo que quede defraudado. Pero también y sobre todo se encontrará con un film digno de ser contemplado y escuchado. La fotografía del gran Douglas Slocombe y los diálogos de Robert L. Joseph, excelsos ambos, no son en absoluto un mero sustento para el desarrollo de una intriga, sino la base sobre la que se erigen los dos elementos, íntimamente relacionados, que convierten al film de Crichton en una joya del género: su turbia atmósfera y la complejidad de sus personajes, repletos de aristas y de sombras.
En este sentido, quizá los sospechosos interpretados por Richard Attenborough y Jack Hawkins resulten lo menos conseguido de la película y queden un poco descolgados de la ecuación, pero Diane Cilento se lleva unos cuantos minutos de gloria dando vida a la solitaria paciente de Whiset investigada por Stedman: la escena que ambos protagonizan en el apartamento de ella y el diálogo que mantienen son realmente soberbios. Junto a ellos tres y en el centro de la historia, un sorprendente Stephen Boyd en la que puede ser la mejor interpretación de su carrera y la siempre enigmática presencia de Pamela Franklin, la gran actriz que desde sus inicios era capaz de eclipsar a cualquier pareja de baile que le pusieran. La relación, rayana con lo malsano, entre sus personajes, Stedman y Katie, les llevará a desentrañar la muerte de Whiset, pero también a descubrir la verdad en torno a ellos mismos.
SÍNTOMAS (1974) de José Ramón Larraz
Quien eche un vistazo a la filmografía de José Ramón Larraz se encontrará con atentados al cine como Polvos mágicos (1979), Juana la loca… de vez en cuando (1983) o Sevilla Connection (1992), entre otros presumibles espantos que suelen moverse entre el terror y el erotismo y que invitan a que salgamos corriendo, aunque sea acompañados de un montón de prejuicios. Pero al igual que no pocos directores de este tipo de productos, Larraz también demostró que, si se daban las circunstancias necesarias, podía hacer buenas películas. En su caso, lo logró al menos con Síntomas (Symptoms), que firmó con el seudónimo Joseph Larraz y que compitió bajo bandera inglesa por la Palma de Oro de Cannes.
Síntomas nos cuenta la historia de Helen (Angela Pleasence, a quien no le hace falta el apellido para ver de quién es hija), una joven que vive sola en una gran mansión en el campo con la ayuda de una asistenta que va a hacer la limpieza y de un hombre, Brady (Peter Vaughan, al que algunos recordarán en su papel de padre del personaje interpretado por Anthony Hopkins en Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), de James Ivory), que se ocupa del mantenimiento. Cuando comienza el film, nuestra protagonista ha invitado a una amiga suya, Anne (Lorna Eilbron), para que pase unos días con ella en la mansión; pero en medio de la aparente tranquilidad de que disfrutan, Anne comienza a sentir una extraña presencia, quizá relacionada con Cora, otra amiga de Helen que también estuvo en la casa y que mantuvo una relación sexual con Brady.
La película de Larraz es de las que se cuece a fuego lento, de las que se toma su tiempo preparando el terreno para los cadáveres y la hemoglobina, de la cual, por cierto, no abusa. Ocupa aproximadamente la primera mitad de su hora y media en ponernos en situación: lugar apartado de la civilización, atmósfera desasosegante, presencia ominosa de Brady, apariciones fantasmales… Calma tensa. En todo momento con buen gusto y cierto clasicismo en la puesta en escena. Sin apartarse de ellos, la segunda parte nos muestra las cartas de sus probables influencias –Psicosis (Psycho, 1960), de Hitchcock; Repulsión (Repulsion, 1965), de Polanski, y quién sabe si incluso Un reflejo del miedo (A Reflection of Fear, 1972), de Fraker, o Suspense (The Innocents, 1961), de Clayton- y nos termina de descubrir, a golpe de cuchillo, un mundo ya sugerido de paranoica soledad, celos enfermizos y represión sexual, ofreciéndonos de paso un puñado de planos magistralmente compuestos. Síntomas no es, desde luego, ninguna obra maestra, pero posiblemente sí sea una de las mejores películas del género entre las que permanecen olvidadas.
ROSAURA A LAS DIEZ (1958) de Mario Soffici
Mientras discurren los títulos de crédito, un reloj da las diez de la noche y una joven llama al timbre de la pensión La Madrileña. Al abrirse la puerta, la dueña de la casa, Doña Milagros (la estupenda actriz española María Luisa Robledo), se apresura al encuentro de la chica, a la que llama «Rosaura», la besa y le da un abrazo. Así comienza Rosaura a las diez, basada en la novela homónima de Marco Denevi y habitual en las listas de las mejores películas argentinas. Y así también terminará, con ese mismo plano que cierra el círculo, tras habernos enterado de (casi) todo lo relativo a la extraña relación sentimental entre la bella Rosaura (Susana Campos) y el maduro, apocado y demasiado soñador Camilo Canegato (Juan Verdaguer), inquilino habitual de la pensión, pintor y restaurador de cuadros.
Tras el citado inicio, asistimos a la declaración de Doña Milagros, en la que recuerda la llegada a su casa, doce años atrás, de Don Canegato, que fue con el tiempo convirtiéndose en uno más de la familia, y los días en que la pensión se alborotó porque el retraído huésped comenzó a recibir unas cartas con perfume de violetas que no podían anunciar otra cosa que un romance. A dicha declaración se unirán más adelante las de otros dos inquilinos y la del propio Canegato y la lectura de una carta escrita por Rosaura. Las palabras de cada uno de ellos, introductoras de flashbacks supeditados a la parcial información de que disponen y a su subjetividad, irán completando y, a la vez, enredando el ya de por sí intrincado puzle argumental escrito por el director Mario Soficci en colaboración con Denevi, que al parecer no quedó demasiado contento con el resultado.
Las declaraciones de los testigos le ofrecen a Soffici la posibilidad de repetir algunas escenas desde diferentes puntos de vista, lo cual nos invita hábilmente a ir cambiando nuestra percepción de la trama y de sus personajes y a esperar intrigados su resolución, atrapados en una estructura que puede recordarnos a la de Rashomon (1950) -aunque en la obra maestra de Kurosawa los protagonistas eran dueños, no como en este caso, de toda la información y aun así sus testimonios eran distintos y contradictorios-; a la de la estupenda película polaca Sangre sobre los rieles (Czlowiek na torze, 1957), de Andrzej Munk, o a la que encontramos en la novela La piedra lunar (The Moonstone, 1868), de Wilkie Collins. Y, por otro lado, las distintas intervenciones, en función del contenido de su relato, facilitan que el film viaje, de manera tan sorprendente como lógica y fluida, de la comedia de costumbres que muestra el día a día en la pensión al drama y al cine policiaco y de misterio; que pase de un tono ligero y amable a otro mucho más negro y violento.
El resultado de todo ello, Rosaura a las diez, es, sí, desde luego, una magnífica película que paulatina e inteligentemente va ganándose toda nuestra atención y que incluso merece y hasta necesita volver a ella más de una vez; pero, puestos a anotar algo en su debe, creo que alguna pieza tiene dificultades para encajar en el puzle o, dicho de otro modo, que el guion se toma alguna licencia para conseguir que lo haga, lo cual, en un film que depende tanto de su precisión, me parece remarcable. Lástima no poder leer la descatalogada novela de Denevi, que ojalá alguna editorial vuelva a publicar, porque probablemente arrojaría algo de luz sobre esa pequeña sombra.
AS BESTAS (2022) de Rodrigo Sorogoyen
As bestas arranca con dos escenas magistrales. La primera, que podría formar parte de un documental si no fuera por cómo está rodada, nos muestra a dos hombres luchando por someter a un caballo tan solo con su fuerza física mientras un tercero agarra la cola del animal, en un enfrentamiento que forma parte de la fiesta llamada A rapa das bestas. Argumentalmente, la escena es ajena a lo que se nos va a contar, pero simbólicamente le sirve a Sorogoyen, por un lado, para introducir la historia, la relación entre los protagonistas y el tono repleto de tensión y fisicidad que va a dominar la película y, por otro, para anunciar una escena posterior y crucial, ligada a esta en forma y fondo, que pone la carne de gallina.
La segunda -primera propiamente del film- nos sitúa en el bar de la aldea gallea en que se desarrolla la acción. Cuatro hombres juegan al dominó. Dos de ellos son los hermanos Anta, Xan (Luis Zahera) y Loren (Diego Anido). El resto de la parroquia mira la partida o participa de la tensa discusión entre Xan y otro de los jugadores. Xan es el objetivo principal de la cámara, el que domina el cotarro, el eje sobre el que gravita absolutamente una escena que busca ya de entrada definir al personaje y el entorno. Lección de montaje, de atmósfera, de diálogo, de cómo filmar la violencia contenida y el miedo. Un fragmento de gran cine que culmina con Xan interrumpiendo su acalorado discurso para dirigirse de manera despectiva a Antoine (Denis Ménochet), al que hasta entonces no habíamos visto, y echarle en cara que se vaya sin despedirse, en lo que supone una forma tan brillante como sutil de introducir al adversario, de situarnos in medias res, de decirnos que el conflicto al que vamos a asistir comenzó ya hace tiempo.
Si con este inicio Sorogoyen quería clavar al espectador en la butaca y engancharlo a un film que nos llevará a territorio wéstern y que en su primera parte puede recordarnos, con mucha menos violencia explícita, a Perros de paja (Straw Dogs, 1971), de Peckinpah, o a la también hispana Bosque de sombras (2006), de Koldo Serra, prueba conseguida. El problema de la película -o, más bien, el mío- es que eso se le vuelve en contra, ya que también y por encima de todo nos engancha a un personaje, Xan, y a un actor, Luis Zahera, que desde que aparecen en pantalla provocan que los momentos en que no están presentes parezcan, acaso injustamente, menores. Defecto, creo, de un guion irregular que no encuentra el equilibrio, que no consigue dotar de la misma fuerza a todo el conjunto. Es el riesgo que conlleva empezar con el listón arriba del todo. Zahera es, en todos los sentidos, la gran bestia. Su sombra es demasiado alargada.
Esa posible cojera en el guion no implica en absoluto que, más allá del personaje de Xan Anta, el film no tenga sus aciertos. Los demás intérpretes principales (Ménochet, Anido, Marie Colomb y una maravillosa Marina Foïs) están todos sobresalientes; la fotografía de Álex de Pablo y la música de Olivier Arson, que en algunos momentos me recuerda a la de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, son estupendas, y Sorogoyen vuelve a demostrar que filma como pocos. Que no me parezca la obra redonda que esperaba no significa que en As bestas no encontremos mucho más que en la mayor parte del cine actual.
EL EMPLEO (1961) de Ermanno Olmi
Domenico (Sandro Panzeri) es un joven de una localidad cercana a Milán que se desplaza a la capital para hacer los exámenes que ha convocado una gran empresa con el fin de cubrir varios puestos de trabajo. En las oficinas, se fija en Antonietta (Loredana Detto). Se conocen durante la pausa para comer y pasan juntos el rato que les queda hasta la siguiente prueba. Al terminar, Domenico la espera y la acompaña a la parada del autobús, antes de coger su tren. Días después, una vez conseguido el empleo, ambos vuelven a coincidir durante un instante; pero son enviados a distintos edificios y con horarios que no coinciden, por lo que a Domenico le resulta difícil volver a verla.
En cuanto a duración, medios y, acaso, objetivos, podríamos considerar que El empleo (Il posto), segundo largometraje de Ermanno Olmi, es una película modesta; en cuanto a resultados, puede dejar tranquilamente a un lado la humildad porque es una obra perfecta o, más bien, tres en una: una crónica social de la época, que entronca con el neorrealismo; una crítica feroz y contundente hacia cierto tipo de trabajos seguros para toda la vida, que acaban por alienar a unas personas convertidas en algo reemplazable para ocupar un escritorio, y la historia de un primer amor, aquel que más se recuerda aunque no se consume o quizá precisamente por ello.
Tres obras perfectas, digo, porque se unen con asombrosa ligereza, dándonos la sensación de asistir espontáneamente a algo visto pero no filmado, gracias a las interpretaciones de todo el reparto, con los sorprendentes Sandro Panzeri y Loredana Detto al frente -si no me equivoco, la única aparición de ambos en el cine-, y sobre todo a una cámara-testigo que aparenta solo observar sin entrometerse, que nunca se permite un subrayado, que no necesita alzar la voz para mostrar la grisura, el desencanto, la aceptación, la tristeza. Le basta con ver, de la forma más engañosamente sencilla, para que todo ello se desprenda sin esfuerzo de sus imágenes, para regalarnos un cine maravilloso que parece no esforzarse en demostrar que lo es, como si quisiera que la timidez de Domenico se viera reflejada en él.
La bronca, al comienzo del film, que Domenico le echa a su hermano pequeño por una tontería, con la que Olmi nos habla sin decirlo de sus adolescentes nervios ante el examen; la repentina decisión, tan contraria a su carácter, con que el muchacho regresa, sorteando el tráfico, junto a Antonietta y le da la mano para ayudarla a cruzar la calle, cual caballero andante; sus esperas mojándose bajo la lluvia y deseando que coincidan con la salida de ella del trabajo; la recogida de los objetos del empleado fallecido, alternada con los planos que muestran su piso ya vacío, sin rastro ya de lo que fue su presencia, tan sustituible en él como en la oficina; la fiesta de Fin de Año que organiza la empresa, a la que Antonietta, durante un encuentro casual, anima a ir a Domenico y en la que la alegría generalizada enmascara durante un rato la tristeza de nuestro protagonista y, seguramente, no solo la suya… Ideas, detalles, fragmentos de sutil belleza cinematográfica, solo unos pocos entre los muchísimos que se suceden en esta obra maestra ineludible, tan tierna por fuera como dura por dentro, tan repleta de cariño hacia sus personajes como de rechazo ante la vida a la que están destinados, y que queda resumida en la expresión del rostro de Domenico al ocupar la última mesa de la fila, asumiendo así su condena, con que Olmi cierra su película.
LOS OJOS DEJAN HUELLAS (1952) de José Luis Sáenz de Heredia
Tras muchos años sin verse, Martín (Raf Vallone) y Roberto (Julio Peña), antiguos compañeros en la facultad de Derecho, se encuentran por casualidad en el bar al que el primero suele ir a cenar. Martín, prometedor abogado tiempo atrás, se ha convertido en un amargado que no para de quejarse de su mala suerte y que se dedica a la venta de perfumes; Roberto es un vivales al que la suerte le ha sonreído siempre, acostumbrado a engañar a su mujer, Berta, y a utilizar a los demás a su antojo. Ese reencuentro le sirve a Roberto, precisamente, para manipular a Martín con el fin de que le sirva de tapadera en su adulterio; pero acaba pidiéndole ayuda cuando cree haber matado a un hombre al que ha encontrado con su amante. Martín acepta ayudarlo a cambio de dinero y elabora un intrincado plan cuyo objetivo no es precisamente sacar de su apuro a Roberto.
La envidia por lo que otro posee, a menudo sin haber hecho nada por merecerlo, y la decisión de arrebatárselo y ocupar su puesto ha servido de semilla para muchas historias del cine negro desde su cuna. Los ojos dejan huellas es un magnífico ejemplo de ello, con el añadido de que el guion de Carlos Blanco -que vuela a mayor altura en sus ideas argumentales que en sus diálogos-, por medio de una trama mucho más retorcida y maquiavélica, le da varias vueltas de tuerca a la línea seguida por sus modelos y a sus protagonistas, sobre todo por lo que respecta al papel de la esposa (interpretado de manera más bien sosa, aunque con el beneficio de la duda al ser doblada al castellano, por Elena Varzi), muy diferente al acostumbrado, y al personaje de Martín, una creación sobresaliente y una de las figuras más complejas y matizadas del noir hispano, al que da vida un estupendo, aunque también doblado, Raf Vallone.
Junto a su interpretación, brillan también las de Julio Peña, en el papel de Roberto; Emma Penella, en el de Lola, la celosa amante de Martín, y Félix Dafauce, en el de inspector de policía, al servicio de la sobria dirección de José Luis Sáenz de Heredia, que le otorga al film el ritmo y la tensión necesarios para que sus 100 minutos se pasen volando y, además, dejen poso. Quizá su último tercio no esté a la altura de su magistral primera hora, lo que, unido a las forzadas intervenciones «cómicas» del ayudante del inspector (Fernando Fernán Gómez, haciendo lo que buenamente puede), le resta algún punto; aun así, Los ojos dejan huellas me sigue pareciendo una de las cimas de nuestro cine negro.
SED DE ESCÁNDALO (1931) de Mervyn LeRoy
El director del periódico La Gazette, alarmado por las pocas ventas, sobre todo en comparación con la competencia, ordena a Randall (Edward G. Robinson), su editor, que abandone la línea sobria que ha impuesto en el diario y cambie el rumbo hacia el sensacionalismo, que es lo que se lleva. Aunque Randall no está de acuerdo, se lava las manos -literal y metafóricamente- y se dispone a resucitar el caso de Nancy Voorhees, una chica que, veinte años atrás, asesinó a su amante por abandonarla tras dejarla embarazada y que fue absuelta en el juicio. Pero Nancy es ahora una mujer feliz cuya hija, ignorante de su pasado, está a punto de casarse con el heredero de una importante familia, por lo que la investigación del periódico, que no se detiene ante nada, traerá trágicas consecuencias para todos.
Entre las películas que tratan la falta absoluta de ética en cierto tipo de prensa, Sed de escándalo (Five Star Final) es de las que buscan abordar el tema de manera más cruda, de las que más tensan la cuerda para dejar bien clara su condena sin paliativos, lo cual provoca, creo, que el guion escrito por Byron Morgan y Robert Lord a partir de una obra teatral de Louis Wetzenkorn caiga en ocasiones en la tosquedad y el maniqueísmo y que algunas de sus soluciones resulten discutibles, cuando no directamente exageradas, desde un punto de vista dramático.
Aun así, el film consigue funcionar estupendamente gracias, en primer lugar, a un reparto espectacular -entre otros, Boris Karloff, prestando su careto a un «periodista» sin escrúpulos; la siempre estupenda Aline MacMahon, como la secretaria y voz de la conciencia de Randall, y el gran H. B. Warner, impresionante como comprensivo marido de Nancy- al frente del cual se sale, como siempre, Edward G. Robinson, en un papel que le habría ido como un guante también a James Cagney y que, de hecho, puede recordarnos en algún momento al C. R. MacNamara de Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961), de Billy Wilder.
Y en segundo lugar, but not least, gracias a la dirección de Mervyn LeRoy, a quien no le hace falta sacar su cámara a la calle para conseguir que nos olvidemos de la teatralidad del original -quizá con la excepción de las escenas en el apartamento de la pobre Nancy-, a fuerza de ritmo en el montaje y de recursos cinematográficos. Por poner dos ejemplos, la división de la pantalla en tres partes para mostrar a Nancy intentando hablar por teléfono con el director del diario o con Randall, mientras ambos intentan hacerse los suecos, y el magistral y contundente último plano, en el que vemos el periódico, al final del día, entre el barro, víctima de la escoba del barrendero: tanto daño causado para acabar, en tan solo unas horas, como la basura que es.
VIDA DE OHARU, MUJER GALANTE (1952) de Kenji Mizoguchi
Para ser mejor o peor, cualquier película depende en gran -grandísima- medida de la mirada del director, de su talento para mostrar en imágenes la historia previamente escrita que se nos quiere contar. Esto, que vale para cualquier género, probablemente se acentúe en el caso del melodrama, que a fuerza de acumular desgracias sobre el alambre corre el peligro de caer del lado del ridículo o incluso de la comicidad involuntaria. Ejemplos, en el cine y en la televisión, los hay para llenar vagones. Los juntadores de escenas, poco dados a sutilezas, se han encargado de ello.
Debe de haber muy pocas películas en que su protagonista tenga tan oscuro fario como la Oharu (Kinuyo Tanaka) de Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna) y quizá aún menos en que alrededor de la pobre víctima se acumule tal cantidad de egoísmo, hipocresía, abuso de poder, manipulación y, en fin, mala gente. Pero, claro, la propia Oharu, hija de samurái, se lo busca al corresponder al amor de un sirviente (Toshirô Mifune), desatino que trae como consecuencia que el enamorado sea ejecutado y la enamorada sea vendida a un gran señor para que conciba al heredero que no puede darle su esposa. Tras el nacimiento del niño, es expulsada de la casa y su padre la obliga a trabajar en un prostíbulo -como le ocurrió a la hermana de Mizoguchi-, es violada por otro gran señor al que sirve como criada y, ya en su madurez, vive de la prostitución callejera y de la limosna. Ni siquiera la única posibilidad que se le presenta de ser feliz le dura mucho: al poco tiempo de casarse con un buen hombre que la quiere y la cuida, este es asesinado.
Tal cantidad de calamidades es convertida por la piedra filosofal de Mizoguchi en oro cinematográfico, en una sucesión de belleza al servicio de la condena de la injusta situación de la mujer, reducida a un simple objeto, tanto en el siglo XVII en que se ambienta el film como en la época en que vivió el cineasta. Y al servicio del arte. Delicados travellings marca de la casa, picados que ilustran la indefensión de Oharu, pudorosos fueras de campo por respeto a la vejada protagonista, disposición de los personajes en pantalla digna del bisturí de un cirujano, como en ese plano en que Mizoguchi los coloca hasta en tres niveles diferentes, casi formando un triángulo, con Oharu sola al fondo, en los límites de la profundidad de campo. Y así, sin pausa, durante dos horas y cuarto. Cuestión de estilo, de clase, de elegancia. Cuestión de cine.
Y para darse cuenta del magisterio de uno de los más grandes directores de la historia, ni siquiera es necesario acudir al plano indicado anteriormente o a otros momentos mágicos, como el que muestra a Oharu pidiendo limosna mientras toca el shamisen -y que remite a una escena anterior en que ella ayuda a una joven en la misma situación- o la secuencia en que, ejerciendo la prostitución en un descampado, sale al paso, casi como un fantasma, de los posibles clientes y se lanza desesperada sobre ellos para que compren sus servicios, de manera similar a las protagonistas de La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956), otra obra maestra y testamento fílmico de Mizoguchi; basta con contemplar a Kinuyo Tanaka -tan enorme actriz como cineasta-, al inicio del film, sentada en el interior de un templo, sonriendo a una figura cuyo rostro le recuerda al del criado que la amó y le hace rememorar su vida, mientras se quita poco a poco el pañuelo que le cubre la cabeza y la cámara se desliza suavemente frente a ella. Como decía, cuestión de cine.
En recuerdo de Angela Lansbury: EN COMPAÑÍA DE LOBOS (1984) de Neil Jordan
A pesar de que Angela Lansbury, que nos dejó el pasado 11 de octubre a los 96 años, sea hoy reconocida sobre todo por protagonizar la serie Se ha escrito un crimen, no hay más que echar un vistazo a su filmografía para ver que participó, aunque no con papeles protagónicos, en un buen puñado de películas estupendas, como Luz que agoniza (Gaslight, 1944), de George Cukor; El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, 1945) y The Private Affairs of Bel Ami (1947), ambas de Albert Lewin; Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 1948), de George Sidney; El largo y cálido verano (The Long Hot Summer, 1958), de Martin Ritt, o El mensajero del miedo (The Manchurian Canditate, 1962), de John Frankenheimer. No es poca cosa. Y si alguien tiene curiosidad por verla como protagonista en algún film clásico, siempre puede echar mano del muy desconocido Please Murder Me (1956), un noir reivindicable más por su guion que por la desangelada realización de Peter Godfrey, en el que la actriz interpretaba a una improbable rompecorazones demasiado ambiciosa.
Su última gran aparición en el cine, y una de mis preferidas, fue en la onírica y fascinante En compañía de lobos (The Company of Wolves), la adaptación a cargo de Neil Jordan de un breve relato de Angela Carter, en la que dio vida y carácter a la nada indefensa abuela de la soñadora Rosaleen (Sarah Patterson), a quien, mientras le tejía una capa roja, le recomendaba que se mantuviera alejada de los hombres errantes cejijuntos, de los hombres que se transforman en lobos.
Vencedora absoluta del Festival de Sitges de 1984, alegoría en torno al despertar sexual de la adolescencia a partir del cuento de Caperucita Roja, con algo de Blancanieves y no poco de La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton, En compañía de lobos me parece una de las películas que mejor han sabido compaginar en sus imágenes la belleza y la poesía con el terror. Y además nos regaló la posibilidad de ver a la abuelita Lansbury enfrentarse, atizador en mano, a un hombre lobo.
TULIPUNAINEN KYYHKYNEN (1961) de Matti Kassila
Si alguien se interesa por el cine del director finlandés Matti Kassila, es lógico que de entrada se dirija a la parte más conocida de su filmografía, es decir, a la serie de películas que realizó en torno a las andanzas del inspector Palmu, personaje creado por el escritor Mika Waltari. Así lo hice. Pero como Komisario Palmun erehdys (1960) -en el mercado anglosajón, Inspector Palmu’s Error-, la primera de la serie, me pareció un espanto, decidí tirar por otro lado y ver Tulipunainen kyyhkynen -cuyo título en inglés es The Scarlet Dove-, que resultó ser un estupendo thriller de efecto balsámico tras la mala experiencia junto al señor Palmu.
La historia nos sitúa en el último día de vacaciones del doctor Aitamaa (un estupendo Tauno Palo) y su familia. Mientras toma el sol, el maduro doctor charla con su esposa, Helena, sobre lo atractiva y joven que se conserva ella y, en tono de broma, sobre la posibilidad de que tenga una aventura con alguien más joven. Al rato, encuentra en el correo una carta, casualmente con el sobre abierto, dirigida a su mujer en la que su amante la invita a reunirse con él ese mismo día en un lugar de Helsinki. Tras darle la carta cerrada y observar la nerviosa reacción de Helena, pretexta tener un par de reuniones en la capital para esperar allí a la pareja y seguirla. Para el doctor Aitamaa, comenzará aquí una extraña aventura, un particular viaje al miedo que se extenderá hasta la mañana siguiente.
En poco más de 80 minutos, asistimos a una intriga vertiginosa en la que nuestro pobre protagonista ve alterada su tranquila y monótona vida por una serie de sucesos y de personajes -entre ellos, la chica, la paloma escarlata, a que hace referencia el título- absolutamente desconcertantes y en la que la dirección de Kassila, bajo la más que posible influencia de Hitchcock, nos ofrece un buen puñado de secuencias brillantes al ritmo de la magnífica partitura de Osmo Lindeman, como la que transcurre en el quiosco de refrescos o las dos que se desarrollan en las gradas del estadio. Ni siquiera el hecho de que la resolución del misterio nos pueda parecer, después de tantas películas, muy manida consigue empañar esta notable y entretenidísima película que podría resultar todo un descubrimiento finlandés para el cinéfilo curioso.