Archive for the ‘Cine británico’ Category
EL TERCER SECRETO (1964) de Charles Crichton
Como tantos otros aficionados al cine, supe por primera vez de Charles Crichton a raíz de la tardía y muy divertida Un pez llamado Wanda (A Fish Called Wanda, 1988). De ahí pasé a la que suele considerarse su mejor película, Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951), y a la menor aunque simpática Los apuros de un pequeño tren (The Titfield Thunderbolt, 1953). Tres películas, tres comedias. Las etiquetas, tan holgazanas ellas, se han conformado habitualmente con limitar a Crichton a ese género, cuando en realidad tocó muchos otros a lo largo de su filmografía y no con peor suerte, como demuestra El tercer secreto (The Third Secret), una magnífica cinta de intriga.
La película arranca, sin preámbulos, con la muerte del prestigioso psicólogo Leo Whiset, a quien su sirvienta encuentra agonizando y diciendo unas extrañas frases que parecen no tener sentido. La policía no duda de que se trata de un suicidio y cierra el caso, pero la joven hija del fallecido, Katie (Pamela Franklin), cree que ha sido asesinado por uno de sus pacientes. Para demostrarlo, busca la ayuda del famoso periodista televisivo Alex Stedman (Stephen Boyd), que también asistió como paciente a la consulta de Whiset y sabe que sus ideas eran incompatibles con el suicidio. Stedman comienza a investigar a los cuatro sospechosos del crimen; uno de ellos, él mismo.
El espectador que se anime a ver El tercer secreto quizá lo haga inicialmente con la sencilla intención de pasar algo más de hora y media en compañía de un misterio por resolver; quien busque solo eso no creo que quede defraudado. Pero también y sobre todo se encontrará con un film digno de ser contemplado y escuchado. La fotografía del gran Douglas Slocombe y los diálogos de Robert L. Joseph, excelsos ambos, no son en absoluto un mero sustento para el desarrollo de una intriga, sino la base sobre la que se erigen los dos elementos, íntimamente relacionados, que convierten al film de Crichton en una joya del género: su turbia atmósfera y la complejidad de sus personajes, repletos de aristas y de sombras.
En este sentido, quizá los sospechosos interpretados por Richard Attenborough y Jack Hawkins resulten lo menos conseguido de la película y queden un poco descolgados de la ecuación, pero Diane Cilento se lleva unos cuantos minutos de gloria dando vida a la solitaria paciente de Whiset investigada por Stedman: la escena que ambos protagonizan en el apartamento de ella y el diálogo que mantienen son realmente soberbios. Junto a ellos tres y en el centro de la historia, un sorprendente Stephen Boyd en la que puede ser la mejor interpretación de su carrera y la siempre enigmática presencia de Pamela Franklin, la gran actriz que desde sus inicios era capaz de eclipsar a cualquier pareja de baile que le pusieran. La relación, rayana con lo malsano, entre sus personajes, Stedman y Katie, les llevará a desentrañar la muerte de Whiset, pero también a descubrir la verdad en torno a ellos mismos.
SÍNTOMAS (1974) de José Ramón Larraz
Quien eche un vistazo a la filmografía de José Ramón Larraz se encontrará con atentados al cine como Polvos mágicos (1979), Juana la loca… de vez en cuando (1983) o Sevilla Connection (1992), entre otros presumibles espantos que suelen moverse entre el terror y el erotismo y que invitan a que salgamos corriendo, aunque sea acompañados de un montón de prejuicios. Pero al igual que no pocos directores de este tipo de productos, Larraz también demostró que, si se daban las circunstancias necesarias, podía hacer buenas películas. En su caso, lo logró al menos con Síntomas (Symptoms), que firmó con el seudónimo Joseph Larraz y que compitió bajo bandera inglesa por la Palma de Oro de Cannes.
Síntomas nos cuenta la historia de Helen (Angela Pleasence, a quien no le hace falta el apellido para ver de quién es hija), una joven que vive sola en una gran mansión en el campo con la ayuda de una asistenta que va a hacer la limpieza y de un hombre, Brady (Peter Vaughan, al que algunos recordarán en su papel de padre del personaje interpretado por Anthony Hopkins en Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), de James Ivory), que se ocupa del mantenimiento. Cuando comienza el film, nuestra protagonista ha invitado a una amiga suya, Anne (Lorna Eilbron), para que pase unos días con ella en la mansión; pero en medio de la aparente tranquilidad de que disfrutan, Anne comienza a sentir una extraña presencia, quizá relacionada con Cora, otra amiga de Helen que también estuvo en la casa y que mantuvo una relación sexual con Brady.
La película de Larraz es de las que se cuece a fuego lento, de las que se toma su tiempo preparando el terreno para los cadáveres y la hemoglobina, de la cual, por cierto, no abusa. Ocupa aproximadamente la primera mitad de su hora y media en ponernos en situación: lugar apartado de la civilización, atmósfera desasosegante, presencia ominosa de Brady, apariciones fantasmales… Calma tensa. En todo momento con buen gusto y cierto clasicismo en la puesta en escena. Sin apartarse de ellos, la segunda parte nos muestra las cartas de sus probables influencias –Psicosis (Psycho, 1960), de Hitchcock; Repulsión (Repulsion, 1965), de Polanski, y quién sabe si incluso Un reflejo del miedo (A Reflection of Fear, 1972), de Fraker, o Suspense (The Innocents, 1961), de Clayton- y nos termina de descubrir, a golpe de cuchillo, un mundo ya sugerido de paranoica soledad, celos enfermizos y represión sexual, ofreciéndonos de paso un puñado de planos magistralmente compuestos. Síntomas no es, desde luego, ninguna obra maestra, pero posiblemente sí sea una de las mejores películas del género entre las que permanecen olvidadas.
En recuerdo de Angela Lansbury: EN COMPAÑÍA DE LOBOS (1984) de Neil Jordan
A pesar de que Angela Lansbury, que nos dejó el pasado 11 de octubre a los 96 años, sea hoy reconocida sobre todo por protagonizar la serie Se ha escrito un crimen, no hay más que echar un vistazo a su filmografía para ver que participó, aunque no con papeles protagónicos, en un buen puñado de películas estupendas, como Luz que agoniza (Gaslight, 1944), de George Cukor; El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, 1945) y The Private Affairs of Bel Ami (1947), ambas de Albert Lewin; Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 1948), de George Sidney; El largo y cálido verano (The Long Hot Summer, 1958), de Martin Ritt, o El mensajero del miedo (The Manchurian Canditate, 1962), de John Frankenheimer. No es poca cosa. Y si alguien tiene curiosidad por verla como protagonista en algún film clásico, siempre puede echar mano del muy desconocido Please Murder Me (1956), un noir reivindicable más por su guion que por la desangelada realización de Peter Godfrey, en el que la actriz interpretaba a una improbable rompecorazones demasiado ambiciosa.
Su última gran aparición en el cine, y una de mis preferidas, fue en la onírica y fascinante En compañía de lobos (The Company of Wolves), la adaptación a cargo de Neil Jordan de un breve relato de Angela Carter, en la que dio vida y carácter a la nada indefensa abuela de la soñadora Rosaleen (Sarah Patterson), a quien, mientras le tejía una capa roja, le recomendaba que se mantuviera alejada de los hombres errantes cejijuntos, de los hombres que se transforman en lobos.
Vencedora absoluta del Festival de Sitges de 1984, alegoría en torno al despertar sexual de la adolescencia a partir del cuento de Caperucita Roja, con algo de Blancanieves y no poco de La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton, En compañía de lobos me parece una de las películas que mejor han sabido compaginar en sus imágenes la belleza y la poesía con el terror. Y además nos regaló la posibilidad de ver a la abuelita Lansbury enfrentarse, atizador en mano, a un hombre lobo.
SOMBRAS VERDES, BALLENA BLANCA de Ray Bradbury
Escuchamos mientras él cantaba irónicamente las alabanzas de la hermosa ciudad de Dublín, donde llueve cuarenta días al mes durante todo el invierno, y seguía con la blanca tez de Kathleen Mavourneen, Macushla y todos los demás agotados muchachos, muchachas, lagos, colinas, glorias pasadas y miserias presentes; pero, de alguna manera, todo era revivido y se movía en el presente, otra vez joven y fresco, bajo la suave lluvia de primavera, de repente ya no más lluvia de invierno.
En 1953, Ray Bradbury se reunió en Dublín con John Huston para intentar convertir la celebérrima novela de Herman Melville protagonizada por una ballena blanca en un guion cinematográfico, cuyo resultado fue la imperfecta pero maravillosa Moby Dick (1956). El escritor estadounidense pasó varios meses en tierras irlandesas y de las experiencias durante esa época de su vida nacieron varios relatos que fue publicando en diferentes revistas y libros.
Años más tarde, Bradbury reunió algunos de esos relatos y les otorgó unidad para convertirlos en capítulos de una suerte de novela titulada Sombras verdes, ballena blanca (Green Shadows, White Whale, 1992), en la que la creación del guion recupera solo en sus últimas páginas el protagonismo cedido hasta entonces a las aventuras del escritor con el cineasta y, sobre todo, a las del primero con los habituales de la taberna de Heeber Finn, junto a los que irá descubriendo la esencia del alma irlandesa, tan propensa a las juergas y a las bromas como, un segundo después, a llorar escuchando una vieja canción.
Nacida del mismo amor por Irlanda que los cuentos de Joyce o los de Maurice Walsh que John Ford nos descubrió en El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) o las imágenes de su pequeña y hermosa The Rising of the Moon (1957), Sombras verdes, ballena blanca, repleta de humor empapado de lluvia y melancolía, es una de las muchas joyas de quien no solo fue un enorme escritor por imaginar un futuro en que se quemaban libros o por llevarnos de viaje a Marte.
Así que seguí martilleando con el marinero cayendo desde el palo, el mar encalmado, la llegada de la ballena, las casi muertes de Ismael y Queequeg, los botes arriados, la persecución, el arponeo, Acab amarrado a la bestia, la inmersión, Acab que muere y resurge luego muerto, haciendo señas desde el costado de la ballena para que sus hombres lo sigan, lo sigan… a las profundidades. Y todo el tiempo hambriento y reventando por la necesidad de correr al lavabo y de vuelta rápidamente llamando para pedir unos bocadillos y, al fin, seis, siete horas después, a media tarde, echándome atrás en mi silla con las manos sobre los ojos, sintiéndome observado y levantando al fin la mirada para ver al viejo Herman todavía allí pero exhausto, debilitándose y desvaneciéndose como un fantasma, y entonces llamé a John y le pregunté ¿puedo llegarme por allí?
Traducción de Ana Quijada para Minotauro.
LAS RELACIONES PELIGROSAS de Pierre Choderlos de Laclos / LAS AMISTADES PELIGROSAS (1988) de Stephen Frears / VALMONT (1989) de Milos Forman
En uno de los muchos favores que el cine le ha hecho a la literatura, el estreno en 1988 de Las amistades peligrosas (Dangerous Liaisons), de Stephen Frears, consiguió que se volviera a hablar de una novela epistolar francesa del siglo XVIII y que en las librerías afloraran las reediciones. Más allá de si realmente se leyó o no, lo que está claro es que el cine, a muchos, nos descubrió una obra maestra de la literatura que puso de manifiesto que, en cualquier época, lo que todo el mundo intuye o sabe resulta escandaloso solo si acaba saliendo a la luz.
Las relaciones peligrosas (Les liaisons dangereuses, 1782) está protagonizada por la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, dos personajes populares, por diferentes motivos, en el ambiente social reflejado en la novela que no se detienen ante nada a la hora de conseguir a quienes desean o de destruir a quienes odian. Entre ambos, como un juego más para paliar su aburrimiento, urden un complot que se nos irá desvelando por medio de su correspondencia y de la de los otros personajes implicados, a su pesar, en la trama y que acabará trágicamente. Intrigas, amor, sexo, envidias, engaños, traiciones, muerte… Un tratado sobre el arte de la manipulación cuya prosa derrocha elegancia e inteligencia; una representación del teatro de la vida bajo la cual se mueven la hipocresía, el cinismo y la maldad de dos supuestos triunfadores que, en el fondo, resultan patéticos porque su felicidad depende de la sensación de poder que les proporciona ser capaces de dominar como marionetas las vidas de otros. No es difícil darse cuenta de que las marquesas de Merteuil y los vizcondes de Valmont siguen existiendo, y quizá más que nunca, a nuestro alrededor.
VOLVED, mi querido vizconde, volved. ¿Qué hacéis, qué podéis hacer en casa de una tía anciana, cuyos bienes no heredaréis? Partid al punto; os necesito. Se me ha ocurrido una excelente idea y quiero confiaros su ejecución. Estas pocas palabras deben bastaros, y muy honrado por mi elección. debéis venir apresuradamente a recibir mis órdenes de rodillas; pero abusáis de mis bondades, aun después de no serviros de ellas; y en la alternativa de un odio eterno o una excesiva indulgencia, tenéis la suerte de que venza mi bondad. Quiero, pues, comunicaros mis proyectos, pero jurad como leal caballero que no correréis ninguna aventura hasta que no hayáis llevado esto a su fin. Es digna de un héroe: serviréis al amor y a la venganza; será una granujada más que consignar en vuestras memorias; sí, en vuestras memorias, porque yo quiero que un día se publiquen, por lo que me encargo de escribirlas. Pero dejemos eso y volvamos a lo que me propongo.
La señora de Volanges casa a su hija; es aún un secreto, pero ella me lo ha comunicado ayer. ¿Y a quién creéis que ha elegido para yerno? Al conde de Gercourt. ¡Quién me hubiera dicho que yo llegaría a ser prima de Gercourt! ¡Estoy furiosa!… ¿No adivináis todavía? ¡Qué espíritu más torpe! ¿Le habéis perdonado la aventura con la intendenta? ¿Y yo? ¿No tengo yo más razones para quejarme, monstruo? Pero calma; la esperanza de vengarme tranquiliza mi alma.
Traducción de Felipe Ximénez para Editorial Edaf.
La novela de Choderlos de Laclos ya fue llevada al cine en 1959 por Roger Vadim, ambientándola en la sociedad de la época en que fue rodada, lo que pone de manifiesto la atemporalidad de su argumento; el resultado, uno de los muchos horrores perpetrados por el cineasta francés, a pesar de la presencia de dos monstruos como Jeanne Moreau y Gérard Philipe. Así, tenemos que ir a finales de los ochenta para encontrar las dos grandes, y muy distintas, adaptaciones de la obra: la ya citada de Stephen Frears y Valmont (1989), de Milos Forman. Como buena parte del público no está dispuesto a que le vuelvan a contar la misma historia con unos meses de diferencia, la segunda tuvo que conformarse, injustamente, con limpiar los restos del banquete del film de Frears.
Las amistades peligrosas, escrita por el propio Frears en colaboración con Christopher Hampton, es muy fiel al texto original, hasta el punto de reproducir literalmente algunos de sus fragmentos en los diálogos, aunque atenúa en parte el final de la marquesa de Merteuil (Glenn Close). Pone el acento en la psicología de los personajes y en las interpretaciones, acercando mucho la cámara a ellos, lo que, paradójicamente, le da cierto aire teatral, y sabe reflejar espléndidamente toda la crueldad de que hacen gala los dos protagonistas, la parcial redención del vizconde (John Malkovich) y el sufrimiento y sacrificio de madame de Tourvel (Michelle Pfeiffer). En cambio, Valmont, escrita por Jean-Claude Carrière, colaborador de Buñuel en varias ocasiones, es una adaptación mucho más libre y ligera, más abierta a los espacios en que se relacionan los personajes y de una narrativa más clásica. La marquesa y el vizconde (Annette Bening y Colin Firth) son mostrados más como dos criaturas traviesas ávidas de diversiones que como dos seres mezquinos y sin escrúpulos; como consecuencia, la tragedia se suaviza con un tono, en ocasiones, cercano a la comedia y termina apiadándose de algunos personajes, especialmente de la madame de Tourvel que interpreta maravillosamente Meg Tilly.
Desde que fueron estrenadas, la opinión generalizada situó al film de Frears bastante por encima del de Forman, quizá por su mayor gravedad, por las imponentes interpretaciones o porque el de Forman vino para desvirtuar la imagen de la historia que había quedado prendada en la memoria de los espectadores: Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos serían ya para siempre Las amistades peligrosas de Stephen Frears. A saber. Vistas hoy, tan diferentes, tan cada una en su estilo, me parecen dos visiones complementarias igual de estupendas.
PYGMALION (1938) de Anthony Asquith y Leslie Howard
La obra de teatro de George Bernard Shaw publicada en 1912, inspirada en el mito clásico de Pigmalión y Galatea y que llevaba implícita la crítica de su autor a lo mal que hablan el inglés los propios británicos, ha conocido dos adaptaciones cinematográficas a su altura. La más conocida, por supuesto, es My Fair Lady (1964), la magistral versión musical de George Cukor que se llevó un saco de Óscars y que fue protagonizada por unos deslumbrantes Audrey Hepburn y Rex Harrison.
No tan famosa, por desgracia, es Pygmalion, una deliciosa comedia romántica y, por momentos, muy loca dirigida por Anthony Asquith y Leslie Howard. El propio Howard interpreta a Henry Higgins, el experto profesor de fonética que le apuesta al coronel Pickering que en seis meses convertirá a la harapienta y vulgar vendedora de flores Eliza Doolitle (Wendy Hiller) en una dama de modales exquisitos y dicción perfecta. Para ello, se la llevará a vivir a su casa, donde la someterá a extenuantes clases tratándola como a un mero objeto de experimentación; pero, al igual que el Pigmalión escultor, acabará enamorándose de la Galatea que ha creado.
Mucho menos lujosa, por descontado, que la posterior versión de Cukor, la de Asquith y Howard emplea la mitad de tiempo en explicarnos la historia gracias a una magistral lección de montaje y elipsis narrativa que nos impide pestañear para no perdernos nada. Junto a esa brillante puesta en escena nada teatral, absolutamente cinematográfica, unos diálogos divertidísimos (Óscar al mejor guion adaptado) dichos a ritmo de ametralladora por un reparto soberbio desde los protagonistas hasta el último secundario, con mención especial para Wilfrid Lawson, que interpreta al aprovechado padre de Eliza. Todo ello para una enorme comedia que merece situarse mucho más cerca, en cuanto a prestigio, de su hermana cantada y en colores.
En recuerdo de Albert Finney (y 2): LA SOMBRA DEL ACTOR (1983) de Peter Yates
Aunque el estupendo trabajo tras la cámara de Peter Yates es capaz de transformar la obra de teatro de Ronald Harwood en cine que en ningún momento peca de teatralidad, La sombra del actor (The Dresser) es un ejemplo claro de film en el que los protagonistas de la función, muy por encima de la puesta en escena, son el texto y las interpretaciones. Durante casi dos horas, sin la tentación de mirar el reloj, asistimos hipnotizados a un duelo actoral de primer orden, a un tête-à-tête entre dos animales de la actuación llamados Albert Finney y Tom Courtenay. El primero interpreta al director y actor principal de una compañía de teatro itinerante que, durante la Segunda Guerra Mundial, va de ciudad en ciudad representando obras de Shakespeare; Courtenay da vida a su ayuda de cámara -el Dresser del título original-, un apasionado del teatro alcohólico y homosexual, más una esposa o una madre que un simple ayudante, que se debate entre la admiración y el resentimiento hacia el gran actor con el que ha compartido su vida.
El film se centra en la noche del estreno de El rey Lear. Antes de la función, el actor al que interpreta Finney, agotado y enfermo, sufre otra de sus habituales crisis, en las que se comporta como un crío y se niega a salir a escena. Su ayuda de cámara tendrá que mimarlo, vestirlo, ayudarlo a recordar el texto mil veces representado, convencerlo de que no puede defraudar al público y de que será capaz, una vez más, de lograr una interpretación magistral. Durante el tiempo que pasan juntos, antes y después de la representación, conoceremos, tanto por sus palabras como por lo adivinado entre líneas, la compleja relación que se ha desarrollado entre ellos a lo largo del tiempo.
Como decía al comienzo, el cara a cara entre los dos protagonistas es de órdago, con premios y nominaciones para ambos; pero aunque la interpretación de Courtenay es impresionante, Finney tiene algo que nos obliga a mirarlo aunque esté en segundo plano, aunque no esté hablando: ya no es solo su talento, sino su presencia la que consigue que sea siempre el centro de nuestras miradas. Dando vida a un actor shakespeariano -lo que fue durante gran parte de su vida- nos dejó una de sus más grandes interpretaciones.
Y si alguien quiere jugar a las comparaciones, existe una adaptación televisiva titulada El ayuda de cámara (The Dresser, 2015), de Richard Eyre. En esta ocasión, los papeles de Courtenay y Finney pertenecen, respectivamente, a otros dos monstruos llamados Ian McKellen y Anthony Hopkins.
En recuerdo de Alber Finney (1): ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS (1974) de Sidney Lumet
Para despedir al recientemente fallecido Albert Finney, uno de los gigantes británicos de la interpretación tanto sobre los escenarios como ante las cámaras, en lugar de recurrir a las que me parecen las dos mejores películas en las que participó, Dos en la carretera (Two for the Road, 1967), de Stanley Donen, y Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990), de Joel Coen, he preferido echar mano de las dos primeras interpretaciones suyas que recuerdo haber visto, que me parecieron impresionantes entonces y me lo siguen pareciendo y que ejemplifican a la perfección el tipo de actor que era.
La primera de esas interpretaciones es la de Hercule Poirot en la magnífica Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express), de Sidney Lumet, la segunda mejor adaptación al cine de Agatha Christie, solo por detrás, faltaría más, de Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), de Billy Wilder. Ni que decir tiene que el Poirot de Finney está muy por encima del que encarnó Peter Ustinov -quien, al parecer, se hizo cargo del personaje tras la negativa de Finney a seguir con él- y a galaxias de distancia del que en 2017 perpetró el insufrible Kenneth Branagh en aquel churro dirigido (es un decir) por él mismo.
Inspirándose en las interpretaciones de Charles Laughton, uno de sus maestros, Finney da vida a un Poirot único e intransferible, histriónico, exagerado, con aires de elegante Charlot, extravagante en su indumentaria y en su forma de expresarse, casi un patito feo del que los demás se mofan hasta que la cosa se pone seria y saca a pasear sus células grises. De él dijo la propia Agatha Christie, por si hacía falta, que era el mejor Poirot que había visto; quizá a sus compañeros de reparto, grandes actores y actrices casi todos, no les entusiasmó tanto, al ser absolutamente eclipsados en cada escena que compartían con la estrella de la función.
Prohibido, como pocas veces, no escuchar su voz original.
DRÁCULA (1979) de John Badham
Exceptuando el Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de Murnau, mi adaptación al cine preferida de las andanzas del chupasangre creado por Bram Stoker es el Drácula (Dracula) de John Badham, a pesar de que elimina una de mis partes preferidas de la historia, la que le sirve de prólogo y que narra la visita de Jonathan Harker al castillo del conde. Inspirada, como la versión de Tod Browning de 1931, más en la obra de teatro escrita por Hamilton Deane en 1921 y revisada por John L. Balderston en 1927 que directamente en la novela, se aleja completamente de la visión del personaje ofrecida por la Hammer y supone un claro precedente y referente de la de Coppola.
En toda la extensión del término, el film de Badham probablemente sea el más romántico de todo el ciclo vampírico. Por un lado, la iconografía y la atmósfera propias del Romanticismo están presentes a lo largo y ancho de la película y son parte primordial de la visión adoptada de la historia; por otro, más allá del elemento terrorífico, aquí prima la historia de amor entre Lucy (Kate Nelligan) -de manera caprichosa, los nombres de los personajes femeninos, Lucy y Mina, están intercambiados con respecto a la novela y a otras versiones- y el conde (Frank Langella), personaje retratado de manera mucho menos monstruosa que en otras ocasiones y al que la propia Lucy llega a definir como «el más solo y cariñoso de los hombres». En este aspecto, destaca tanto la arriesgada puesta en escena de Badham, con momentos casi oníricos como la cena de los dos enamorados en la residencia del conde o el plano teñido de rojo pasión y sangre en el que consuman su amor, como la estupenda música de John Williams, uno de sus mejores trabajos en mi opinión.
Pero, lógicamente, la película no se olvida del género al que pertenece y nos ofrece también varios fragmentos magníficos de puro terror, desde sus primeras imágenes, que muestran la llegada a la costa inglesa del barco que transporta a Drácula y el salvaje asesinato de la tripulación, pasando por la secuencia en que una Mina ya poseída atraviesa una de las ventanas del sanatorio mental tras asesinar al bebé de una de las enfermas y la que nos muestra el enfrentamiento con su padre, el profesor Van Helsing (Laurence Olivier), hasta el formidable y sorprendente final, posiblemente el más poético y ambiguo de todas las versiones y el momento más singular de una adaptación del mito hoy demasiado olvidada y que quizá habría sido aún mejor filmada en blanco y negro, como tenía previsto originalmente Badham.