Archive for the ‘Cine español’ Category
AS BESTAS (2022) de Rodrigo Sorogoyen
As bestas arranca con dos escenas magistrales. La primera, que podría formar parte de un documental si no fuera por cómo está rodada, nos muestra a dos hombres luchando por someter a un caballo tan solo con su fuerza física mientras un tercero agarra la cola del animal, en un enfrentamiento que forma parte de la fiesta llamada A rapa das bestas. Argumentalmente, la escena es ajena a lo que se nos va a contar, pero simbólicamente le sirve a Sorogoyen, por un lado, para introducir la historia, la relación entre los protagonistas y el tono repleto de tensión y fisicidad que va a dominar la película y, por otro, para anunciar una escena posterior y crucial, ligada a esta en forma y fondo, que pone la carne de gallina.
La segunda -primera propiamente del film- nos sitúa en el bar de la aldea gallea en que se desarrolla la acción. Cuatro hombres juegan al dominó. Dos de ellos son los hermanos Anta, Xan (Luis Zahera) y Loren (Diego Anido). El resto de la parroquia mira la partida o participa de la tensa discusión entre Xan y otro de los jugadores. Xan es el objetivo principal de la cámara, el que domina el cotarro, el eje sobre el que gravita absolutamente una escena que busca ya de entrada definir al personaje y el entorno. Lección de montaje, de atmósfera, de diálogo, de cómo filmar la violencia contenida y el miedo. Un fragmento de gran cine que culmina con Xan interrumpiendo su acalorado discurso para dirigirse de manera despectiva a Antoine (Denis Ménochet), al que hasta entonces no habíamos visto, y echarle en cara que se vaya sin despedirse, en lo que supone una forma tan brillante como sutil de introducir al adversario, de situarnos in medias res, de decirnos que el conflicto al que vamos a asistir comenzó ya hace tiempo.
Si con este inicio Sorogoyen quería clavar al espectador en la butaca y engancharlo a un film que nos llevará a territorio wéstern y que en su primera parte puede recordarnos, con mucha menos violencia explícita, a Perros de paja (Straw Dogs, 1971), de Peckinpah, o a la también hispana Bosque de sombras (2006), de Koldo Serra, prueba conseguida. El problema de la película -o, más bien, el mío- es que eso se le vuelve en contra, ya que también y por encima de todo nos engancha a un personaje, Xan, y a un actor, Luis Zahera, que desde que aparecen en pantalla provocan que los momentos en que no están presentes parezcan, acaso injustamente, menores. Defecto, creo, de un guion irregular que no encuentra el equilibrio, que no consigue dotar de la misma fuerza a todo el conjunto. Es el riesgo que conlleva empezar con el listón arriba del todo. Zahera es, en todos los sentidos, la gran bestia. Su sombra es demasiado alargada.
Esa posible cojera en el guion no implica en absoluto que, más allá del personaje de Xan Anta, el film no tenga sus aciertos. Los demás intérpretes principales (Ménochet, Anido, Marie Colomb y una maravillosa Marina Foïs) están todos sobresalientes; la fotografía de Álex de Pablo y la música de Olivier Arson, que en algunos momentos me recuerda a la de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, son estupendas, y Sorogoyen vuelve a demostrar que filma como pocos. Que no me parezca la obra redonda que esperaba no significa que en As bestas no encontremos mucho más que en la mayor parte del cine actual.
LOS OJOS DEJAN HUELLAS (1952) de José Luis Sáenz de Heredia
Tras muchos años sin verse, Martín (Raf Vallone) y Roberto (Julio Peña), antiguos compañeros en la facultad de Derecho, se encuentran por casualidad en el bar al que el primero suele ir a cenar. Martín, prometedor abogado tiempo atrás, se ha convertido en un amargado que no para de quejarse de su mala suerte y que se dedica a la venta de perfumes; Roberto es un vivales al que la suerte le ha sonreído siempre, acostumbrado a engañar a su mujer, Berta, y a utilizar a los demás a su antojo. Ese reencuentro le sirve a Roberto, precisamente, para manipular a Martín con el fin de que le sirva de tapadera en su adulterio; pero acaba pidiéndole ayuda cuando cree haber matado a un hombre al que ha encontrado con su amante. Martín acepta ayudarlo a cambio de dinero y elabora un intrincado plan cuyo objetivo no es precisamente sacar de su apuro a Roberto.
La envidia por lo que otro posee, a menudo sin haber hecho nada por merecerlo, y la decisión de arrebatárselo y ocupar su puesto ha servido de semilla para muchas historias del cine negro desde su cuna. Los ojos dejan huellas es un magnífico ejemplo de ello, con el añadido de que el guion de Carlos Blanco -que vuela a mayor altura en sus ideas argumentales que en sus diálogos-, por medio de una trama mucho más retorcida y maquiavélica, le da varias vueltas de tuerca a la línea seguida por sus modelos y a sus protagonistas, sobre todo por lo que respecta al papel de la esposa (interpretado de manera más bien sosa, aunque con el beneficio de la duda al ser doblada al castellano, por Elena Varzi), muy diferente al acostumbrado, y al personaje de Martín, una creación sobresaliente y una de las figuras más complejas y matizadas del noir hispano, al que da vida un estupendo, aunque también doblado, Raf Vallone.
Junto a su interpretación, brillan también las de Julio Peña, en el papel de Roberto; Emma Penella, en el de Lola, la celosa amante de Martín, y Félix Dafauce, en el de inspector de policía, al servicio de la sobria dirección de José Luis Sáenz de Heredia, que le otorga al film el ritmo y la tensión necesarios para que sus 100 minutos se pasen volando y, además, dejen poso. Quizá su último tercio no esté a la altura de su magistral primera hora, lo que, unido a las forzadas intervenciones «cómicas» del ayudante del inspector (Fernando Fernán Gómez, haciendo lo que buenamente puede), le resta algún punto; aun así, Los ojos dejan huellas me sigue pareciendo una de las cimas de nuestro cine negro.
ANTONIO MACHADO. LOS DÍAS AZULES (2020) de Laura Hojman / EL CRIMEN FUE EN GRANADA: A FEDERICO GARCÍA LORCA de Antonio Machado
El documental de Laura Hojman Antonio Machado. Los días azules, que toma su título del último verso del poeta (Estos días azules y este sol de la infancia), escrito ya en su exilio en Colliure, me parece uno de los mejores que se hayan filmado en torno a cualquiera de las grandes figuras literarias de nuestro país, en buena parte porque no se limita a hacer un académico homenaje a la vida y la obra de Machado. Su gran virtud es que consigue transmitir -con la inestimable ayuda de las intervenciones de Ian Gibson, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo o Luis García Montero- la pasión por las ideas que personificó, por la defensa de la educación y la cultura como únicas formas de avanzar hacia una sociedad a la que se la pueda llamar «civilizada y tolerante» sin temor al rubor. Lástima que esa pasión sea incapaz de vencer al escepticismo.
Uno de los momentos más emocionantes del film es la lectura del poema que Machado escribió al enterarse del asesinato de García Lorca. Aquí os lo dejo.
EL CRIMEN FUE EN GRANADA: A FEDERICO GARCÍA LORCA
1. El crimen
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
-sangre en la frente y plomo en las entrañas-
… Que fue en Granada el crimen
sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada.2. El poeta y la muerte
Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
-Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque- yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban…
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»3.
Se le vio caminar…
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!
LOS PECES ROJOS (1955) de José Antonio Nieves Conde
Durante una noche de tormenta, Hugo e Ivón llegan a Gijón y se hospedan en el hotel Savoy para pasar la noche. Los acompaña Carlos, el hijo de Hugo, que entra más tarde y a quien los empleados no ven pero sí oyen hablar con su padre en la habitación. Después de cenar, los tres salen a ver el mar. Al poco rato, Ivón vuelve al hotel pidiendo ayuda porque Carlos ha caído al agua y ha sido arrastrado por las olas. Pero el cuerpo no aparece y la policía comienza a investigar.
Así comienza la extraordinaria Los peces rojos, habitual en las listas de las mejores películas de nuestro cine e incluso colocada a menudo a la altura de los grandes clásicos universales del género negro, de intriga y demás variantes. Y sí, de intriga hay mucha en la cinta de José Antonio Nieves Conde, la que se irá desvelando paulatinamente en ese hotel de Gijón y en el extenso flashback que nos lleva a Madrid, de la mano de la impresionante fotografía de Francisco Sempere y de las apabullantes interpretaciones de Arturo de Córdova y, sobre todo, de la gran Emma Penella. Pero, por supuesto, no es el misterio en torno a Hugo, Ivón y Carlos lo que hace del film un clásico al que se puede volver una y otra vez, sino, por un lado, la compleja entidad de los dos personajes en que se sustenta el ejemplar guion de Carlos Blanco y, por otro, la perfecta puesta en escena de Nieves Conde.
Hugo e Ivón forman una pareja de novios que aguardan desde hace tiempo a que su situación cambie para poder casarse. Él es un escritor con mil novelas guardadas en un cajón que no consigue publicar nada porque, según los editores, sus historias no resultan creíbles; ella, una actriz que está tan harta de desperdiciar su talento bailando y cantando en una revistilla de poca monta como de esperar a que las promesas de Hugo se hagan realidad y le proporcionen una vida acomodada. La fantasía de Hugo, la misma que no le sirve para ganarse la vida como escritor, le lleva a inventarse una vida ficticia para poder subsistir, una suerte de argumento novelesco que acaba casi desquiciándolo en el que Ivón comienza teniendo un papel secundario para acabar erigiéndose en coprotagonista. Así, ambos personajes -no por casualidad, por supuesto, un novelista y una actriz-, en lugar de ser el mero vehículo de un misterio, se erigen en sus artífices, en los creadores de una trama que nace de sus sueños frustrados y en los actores que la representarán, utilizando para lograr sus propósitos, paradójicamente, el talento que no se les ha reconocido. Este fascinante juego de ficción dentro de la ficción es lo que eleva el guion de Carlos Blanco varios escalones por encima de los de otras películas, incluso estupendas, en las que la intriga es la principal protagonista.
En cuanto a la puesta en escena, es un recital de precisión: ni se conforma con ser una impersonal ilustración del guion ni busca imponerse a él. La colocación de los personajes y de los objetos en el encuadre, la profundidad de campo, los trávelins o incluso algún que otro recurso audaz, como en la escena en que Hugo se dirige a su hijo hablándole a la cámara, buscan en todo momento dotar de la mayor fuerza cinematográfica posible a la historia que se nos está contando, siempre en perfecta sintonía con ella, siempre diciendo algo más de lo que dicen los estupendos diálogos, y demuestran una vez más que Nieves Conde fue un grande de nuestro cine. Nuestro cine, ese tantas veces maltratado con el término «españolada».
Ambos aspectos, muy por encima de una intriga cuya solución el espectador, al menos en parte, probablemente se vea venir, son los que hacen que en cada visionado de Los peces rojos podamos descubrir algún detalle que se nos había pasado por alto, que cada nueva visita al hotel Savoy y a ese Gijón frío y lluvioso, a pesar de conocer su final, sea aún más satisfactoria que la anterior.
DULCINEA (1963) de Vicente Escrivá
Echando un vistazo a su filmografía, el caso de Vicente Escrivá resulta, cuando menos, curioso. Tras filmar El hombre de la isla (1961) y Dulcinea, dos películas que merecen una revisión que les haga justicia, pasó a ser el responsable de varios de los engendros más infames del cine patrio de los años 60 y 70. Quién sabe, quizá se dio cuenta de que en este país se ganaría mejor la vida filmando gilipolleces que intentando hacer un cine serio y arriesgado.
Basada en la obra del dramaturgo francés Gaston Baty, que ya fue llevada al cine por Luis Arroyo en 1947, Dulcinea retoma el personaje creado por Cervantes y le da varias vueltas de tuerca para convertirlo en el protagonista de una historia -hoy en día casi podría considerarse un spin-off– que, aunque conserva lazos con lo que nos cuenta el Quijote, recorre su propio y trágico camino: Aldonza Lorenzo (maravillosa Millie Perkins, la actriz de El diario de Anna Frank (The Diary of Anna Frank, 1959), de George Stevens) es una joven que trabaja en una venta del Toboso y que, de vez en cuando, ejerce la prostitución mientras sueña con su caballero particular. Cierto día, Sancho Panza le entrega un mensaje de amor de Don Quijote y Aldonza corre a conocer a su caballero andante, al que encuentra en su lecho de muerte. Desde ese momento, la ya para siempre Dulcinea se cree en la obligación de recorrer los caminos asolados por la peste para ayudar a los necesitados y, tras ser engañada por un mendigo, llega a convencerse de que puede curar a los enfermos. Acusada de propagar la peste y de brujería, es encarcelada y llevada ante el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
Aunque está lejos de ser un film redondo, los mejores momentos de Dulcinea muestran a un Escrivá dispuesto a hacer un cine diferente al que se realizaba entonces en España y claramente abierto a la influencia de algunas grandes obras europeas, hasta el punto de que su protagonista se nos puede antojar cercana a la Juana que interpretó para Dreyer Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928) o a la Irene a la que dio inolvidable vida Ingrid Bergman en Europa ’51 (1952), de Roberto Rossellini, y de que algunas de sus secuencias, apoyadas en la impresionante fotografía de Godofredo Pacheco, no desmerecen de las que filmó Ingmar Bergman en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) o en El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), dos de sus muchas obras maestras. Película a reivindicar para que encuentre su espacio en la historia de nuestro cine, puede servir también como prueba de que en otras circunstancias o en otro lugar algunos directores españoles quizá habrían llevado su carrera por caminos diferentes de los que finalmente eligieron.
LA PATA DE MONO de W. W. Jacobs y su presencia en el cine (1)
Aunque se dedicó principalmente al género humorístico, el nombre de William Wymark Jacobs sigue siendo recordado gracias, sobre todo, a un breve y casi perfecto relato de terror titulado «La pata de mono» (The Monkey’s Paw). Publicado originalmente como parte de la colección de cuentos The Lady of the Barge (1902), ha sido incluido posteriormente en multitud de antologías de literatura fantástica y reconocido como una de las obras maestras del género. Su moraleja: «Ten cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad».
Sus protagonistas, el matrimonio White y su hijo Herbert, reciben una noche la visita del sargento mayor Morris, un amigo del señor White que ha vivido durante muchos años en la India. El tal Morris trae consigo un recuerdo aparentemente mágico: una pata de mono momificada a la que se le pueden pedir tres deseos. A pesar de las advertencias del sargento de que les puede traer graves consecuencias, los White deciden quedarse la pata sin creer demasiado en sus poderes; aun así, antes de acostarse, casi como un juego deciden pedir, como primer deseo, doscientas libras. Al día siguiente, comprueban el terrible poder de la pata de mono: un enviado de la fábrica en la que trabajaba Herbert les comunica que su hijo ha fallecido y que la empresa, en reconocimiento a sus servicios, les da doscientas libras. Días después de enterrar a Herbert, la señora White, presa del dolor, convence a su marido de que pida un segundo y macabro deseo: que su hijo vuelva a la vida. Horas después, oyen unos golpes en la puerta…
-Un viejo faquir le dio poder mágico -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió: la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
El relato de Jacobs ha sido adaptado de manera más o menos fiel en muchas ocasiones, generalmente en breves películas destinadas a la televisión. Otras veces, algunos elementos de la historia han sido utilizados, por no decir saqueados, como parte del argumento de largometrajes. Entre las primeras, hay dos que están francamente bien: La zarpa (1967), uno de mis episodios preferidos de las estupendas Historias para no dormir, creadas por Narciso Ibáñez Serrador, y The Monkey’s Paw (2010), dirigida por Ricky Lewis Jr., que posee la atmósfera más terrorífica de cuantas versiones he visto y que añade un atractivo prólogo sobre el origen del ominoso amuleto.
LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS de Emilio Carrere
Junto a los escritores de principios del siglo XX que suelen aparecer en los libros de literatura española, los Unamuno, Machado, Baroja y demás, hubo otros mucho menos populares que dedicaron su pluma a la novela de género, a entretener con tramas fantásticas, a una literatura que, por lo general, nunca ha sido tomada demasiado en serio por estos lares.
Uno de estos autores fue Emilio Carrere, periodista, poeta, novelista y tantas otras cosas cuyo nombre está asociado sobre todo a su novela La torre de los siete jorobados (1924) -aunque, al parecer, buena parte de ella fue escrita, imitando el estilo de Carrere, por el también escritor de tramas fantásticas Jesús de Aragón-, una historia imposible que mezcla lo policiaco con las aventuras, el misterio con el humor: robos, asesinatos, fantasmas, una sociedad secreta de jorobados que practica rituales satánicos y una ciudad de origen hebreo construida bajo los suelos del Madrid más castizo. Literatura de evasión pura y dura pero muy bien escrita -algunos pasajes recuerdan al Quevedo más caricaturista-, que en el país de Gaston Leroux, en el de Conan Doyle o en el de Allan Poe -uno de los ídolos literarios de Carrere- sería probablemente más reconocida.
Verdaderamente, el señor Catafalco tiene una presencia inquietadora. Es alto y escuálido, como una sombra; bajo el arco peludo de las cejas tiene un ojo pequeñito y relampagueante, que contrasta con el otro ojo, dilatado, turbio y alucinador, que se abre como una llaga redonda entre los costurones de su cara fláccida, de un color blanquecino, rodeada de una gran barba negra. Su nariz es un enorme pimiento abatido sobre la boca cárdena, rasgada y burlona como la de una carátula faunesca. Porque su nariz, ¡ah!, es una nariz única en su tamaño, en su forma, en su hediondez. Enorme breva que amenaza desprenderse, calabaza por lo descolorida, excepto en la punta, que ostenta un simpático color de ladrillo; como la de Cyrano, se baña en el vaso cuando liba su dueño feliz, y en su seno un constipado sencillo tiene las resonancias imponentes de una tempestad.
Publicada por Valdemar.
Muchos de los que hemos llegado a la novela y a su autor lo hemos hecho gracias a la adaptación cinematográfica dirigida en 1944 por Edgar Neville, uno de nuestros cineastas más inclasificables y más interesados por el género policiaco. Protagonizada por Antonio Casal, es una hermosa rareza para su época, convertida con el paso del tiempo en película de culto, que traslada estupendamente el ambiente de la novela y que brilla especialmente en las escenas de apariciones fantasmales. Por desgracia, hoy en día resulta demasiado ingenua al eliminar buena parte de los momentos más intensos de la novela y al añadir una meliflua historia de amor inexistente en el original literario, aspectos probablemente ajenos a la voluntad de un director como Neville.
TRAS EL CRISTAL (1986) de Agustí Villaronga
Hace un par de noches vi por segunda vez Tras el cristal. De la primera han pasado más de veinte años, y lo primero que uno piensa al volver a verla, conociendo la tremenda polémica que suscitó en su momento y los problemas que tuvo para llegar a buen puerto en la década de los 80, es si en esta época actual de supina gilipollez el proyecto podría haber salido adelante. Quién sabe. Pero más allá de discusiones éticas sobre su contenido, que poco tienen que ver con el arte, de lo que no me cabe duda es de que sigue siendo la misma estupenda película que vi entonces, de que sus imágenes continúan destilando buen cine por los cuatro costados.
La historia que nos cuenta el film, por si alguien aún no la conoce, gira en torno al doctor Klaus (Gunter Meisner), un médico nazi que realizaba experimentos con niños de los que abusaba sexualmente. Tras un intento de suicidio, se ve obligado a permanecer conectado a un pulmón de acero, bajo los cuidados de su esposa Griselda (Marisa Paredes) y de su hija Rena (Gisela Echevarría). Un día, aparece en la casa un extraño joven llamado Ángelo (David Sust) -personaje que se me antoja casi viscontiniano-, que se ofrece para cuidar al doctor. Pronto sabremos que el muchacho fue una de las víctimas de Klaus y que está dispuesto a ocupar su lugar para revivir las atrocidades que experimentó siendo niño.
Tras el cristal es el primer largometraje de Agustí Villaronga, pero en él ya están presentes, como suele ocurrir en el caso de los verdaderos autores, algunas de las constantes de buena parte de su filmografía: los traumas que causa en la infancia la violencia ejercida por los adultos -tema que quizá en parte le llegue al cineasta por medio de la referencial El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), de Michael Powell, y que estará también presente en otras dos grandes películas suyas como son El mar (2000) y Pa negre (2010)-, generadora a su vez de más violencia y de atracción por el mal, y la preocupación por la exquisitez formal, por la elegancia de una puesta en escena que embellezca y a la vez potencie los elementos perturbadores de su cine. Como ejemplo mayor de este segundo aspecto, la larga secuencia del asesinato de Griselda, una maravilla de planificación, tensión y suspense que muestra, en mi opinión, la influencia del cine de Hitchcock -pienso, sobre todo, en Crimen perfecto (Dial M for Murder, 1954)- y del mejor giallo.
Seguramente Tras el cristal no sea una obra maestra porque, como la mayoría de óperas primas por buenas que sean, no llega a ser tan redonda en su conjunto como lo son sus mejores momentos; pero aun así queda como una de las películas más valientes y desasosegantes de una cinematografía que no anda sobrada de joyas del género y como el primer triunfo en la carrera de uno de nuestros más brillantes cineastas, de un artista con un mundo propio y una manera de plasmarlo en la pantalla perfectamente reconocibles.