Archive for the ‘Cine francés’ Category

EL PAN Y EL PERDÓN (1938) de Marcel Pagnol

la-femme-du-boulangerokHace demasiados años leí una entrevista de André Bazin a Orson Welles -incluida en el libro Buñuel, Dreyer, Welles (1991)- en la que el cineasta estadounidense decía que El pan y el perdón (La femme du boulanger), de Marcel Pagnol, era una de sus películas preferidas. Aunque no volví a oír o leer nada más sobre el film y su responsable, no olvidé la indirecta recomendación de Welles, y hace un tiempo, en una expedición cinéfila por la red, conseguí encontrarlo, lo cual me proporcionó dos horas de carcajadas en compañía de una obra maestra.

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El guion del propio Pagnol, inspirado parcialmente en la novela de Jean Giono Jean le Bleu (1932), nos lleva a un pueblo de la Provenza al que acaban de llegar Aimable (Raimu), el nuevo panadero, y Aurélie (Ginette LeClerc), su joven esposa. Los lugareños, muchos de los cuales están enfrentados entre sí, acogen a la pareja y su pan con los brazos abiertos; pero Aurélie no tarda en romper la felicidad general al fugarse con el atractivo Dominique, un pastor al servicio del marqués que manda en el lugar. Ante la decisión del abatido Aimable de no volver a hacer pan mientras su esposa no esté con él, los habitantes del pueblo olvidan sus diferencias, se organizan y, cual griegos hacia Troya en busca de Helena, salen dispuestos a encontrar a los amantes para traer de vuelta a la mujer del panadero.

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Entre la simpatía que despierta el confiado e inocentón Aimable y el cachondeo máximo que en torno a su cornamenta se traen sus vecinos, la cámara invisible de Pagnol deja todo el protagonismo a las grandes interpretaciones (descomunal Raimu al frente de un estupendo reparto) y a los brillantísimos diálogos para componer el retrato de un pueblo y de sus personajes típicos -el cura, el maestro, la solterona guardiana de la moral- en el que cada una de sus secuencias, repletas de crítica y de mala baba disfrazadas de cierta ternura, es una oda a la ironía, el doble sentido y el sarcasmo, que alcanzan su máxima expresión en la genial escena final. En las antípodas, por fortuna, de lo políticamente correcto, El pan y el perdón es una joya tan incomprensiblemente olvidada como su director que se me antoja antecedente de la gran comedia italiana y de buena parte del cine de nuestro Berlanga.

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UN SOMBRERO DE PAJA DE ITALIA (1928) de René Clair

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De camino a su boda, el joven Ferdinand (Albert Préjean) detiene por un instante su cabriolé junto a un bosque y el caballo aprovecha para mordisquear un sombrero que cuelga de un arbusto. La dueña aparece en ese momento junto a su amante, un militar con malas pulgas que obliga a Ferdinand a llevarlos a casa de este a esperar hasta que regrese con un sombrero idéntico, ya que era un regalo del marido de la chica. Así, durante el mismo día, Ferdinand tendrá que arreglárselas para casarse y para encontrar un sombrero de paja de Italia.

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A partir de la obra de teatro de Eugène Labiche y Marc Michel, el gran René Clair escribe y dirige una comedia puramente cinematográfica que nos lleva de enredo en enredo, de sonrisa en sonrisa y de carcajada en carcajada sin apenas apoyarse en intertítulos explicativos, fiándolo todo a una puesta en escena aparentemente sencilla pero repleta de ideas visuales que surgen a menudo de la idiosincrasia de cada uno de los personajes y de la importancia que se le da a los objetos y que siempre aportan algo para complicar cada vez más el día especial de Ferdinand y, de paso, para que la inteligencia desborde la pantalla.

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Lección de ritmo interno en cada plano y de perfección en el montaje, Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d’Italie) es una obra maestra de la comedia muda tan admirada por Lubitsch en su momento como olvidada hoy en día, llena de fragmentos memorables como la descacharrante secuencia que muestra, haciendo uso del ralentí, a Ferdinand imaginando al amante militar, a la espera de un sombrero que no llega, lanzando sus muebles por la ventana y destrozando su casa y hasta el edificio entero. Quizá uno de los momentos más divertidos y absolutamente enloquecidos de la historia del cine. Y es que René Clair, tan olvidado como su película, creó una de las cimas de la screwball comedy varios años antes de que se acuñara el término para designar a las comedias más disparatadas de Hollywood.

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BELLE DE JOUR de Joseph Kessel

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En 1967, Luis Buñuel estrenaba Belle de jour, una de sus más famosas y controvertidas películas, la 1205710851historia de una joven llamada Severine (Catherine Deneuve), con aspecto de no haber roto un plato, que lleva una vida acomodada, formal y monótona en todos los sentidos junto a su marido (Jean Sorel) hasta que sus recurrentes fantasías sexuales la llevan a convertirse en prostituta durante unas horas al día y, como consecuencia, a entrar en contacto con el mundo de la delincuencia. Seguro que Hitchcock estaría mirando por un agujerito.

Aunque en líneas generales el film adapta fielmente la homónima, polémica y espléndida novela de Joseph Kessel, publicada en 1928, el guion de Buñuel y su habitual colaborador Jean-Claude Carrière introduce algunas variaciones en relación con los personajes de Hippolyte (Francisco Rabal) y Marcel (Pierre Clémenti), los dos delincuentes, y sobre todo con el de Severine, hasta el punto de que las miradas del director español y del escritor francés hacia su protagonista acaban resultando, o eso creo, bien distintas.

Mientras Kessel se esfuerza en crear el complejo retrato psicológico de una mujer que sufre atrapada entre el sincero amor por su marido y el ineludible deseo de realizar sus fantasías; en intentar, incluso, comprenderla y aceptarla y otorgarle una final, y seguramente tardía, oportunidad de redención, Buñuel  banaliza y simplifica el drama y despoja a su personaje, acaso desde un punto de vista misógino, de todos los matices trágicos que, en el texto de Kessel, hacían de ella una víctima de sí misma. El cineasta, en fin, se muestra mucho más interesado, por no decir que se recrea, en los aspectos fetichistas y perversos de la historia, mostrados de manera explícita en la representación de los sueños de Severine, esos sueños que en su mente acaban mezclándose con la realidad en ese final, tan cruel, ambiguo y distinto al del original literario como fascinante, a partir del cual el director portugués Manoel de Oliveira imaginó una suerte de continuación titulada Belle toujours (2006).

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Y ahora, por los muelles húmedos de crepúsculo, por brillantes avenidas que no reconocía, por plazas tan inmensas como su miseria, hirvientes como la gusanera que taladraba su cerebro, Severine huía de la calle Virene, de Monsieur Adolphe, de lo que había hecho y, sobre todo, de lo que iba a hacer. No quería pensar en ello y le parecía inadmisible la idea de volver a su casa y encontrar todo en orden, como lo había dejado al salir unas horas antes. Caminaba cada vez más de prisa, sin ocuparse de la dirección que llevaba, como si la cantidad de pasos bastara para franquear el espacio que la separaba de su apartamento, espacio que se le antojaba más difícil de atravesar a cada minuto que transcurría. Y así, unas veces surcando densas multitudes, otras recorriendo callejuelas vacías, siguió caminando, como el animal acosado que intenta escapar de la herida y la muerte a toda carrera. La detuvo, al fin, el cansancio. Se apoyó contra un muro aprovechando la oscuridad que reinaba en aquel lugar. Y en seguida invadieron su espíritu imágenes abrumadoras y atroces. Quiso huir de ellas reemprendiendo la marcha. pero esta vez no fue muy lejos y cayó en un profundo estado de abatimiento, a merced de sus fantasmas interiores. Se entregó por completo al recuerdo del día que acababa de vivir. Persistía una y otra vez la necesidad de forzarse a realizar aquella evocación. Era necesario: sólo de esta forma se libraría de las decisiones fantasmales que la amenazaban y perseguían mientras cruzaba enloquecida la ciudad. Pero poco a poco fue perdiendo el control de sus pensamientos. Y se le aparecieron, como barreras alucinantes que debía salvar, la entrada de su casa, la mirada del portero, la sonrisa de su doncella, los espejos, todos los espejos, todo cuanto reflejase aquel rostro que había sentido la presión de los labios húmedos y gordezuelos de Monsieur Adolphe. Pensó que era preferible correr otra vez el camino en sentido inverso, llegar a casa de Madame y encerrarse allí para toda la vida, día y noche.

-Belle de Jour… Belle de Jour.

Traducción de Ángel Fernández Santos para Aymá.

RAZZIA SUR LA CHNOUF (1955) de Henri Decoin

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Henri Decoin fue uno de los muchos cineastas franceses que año tras año y película tras película fue levantando una estimable filmografía centrada en el género negro y sus múltiples variantes. A menudo, las intrigas criminales iban condimentadas con toques de comedia, como en París a medianoche (Entre onze heures et minuit, 1949), protagonizada por el recital de turno del gran Louis Jouvet; en Les intrigantes (1954), con una jovencísima y deslumbrante Jeanne Moreau, o en Todos pueden matarme (Tous peuvent me tuer, 1957), por citar algunos ejemplos. En Razzia sur la Chnouf, seguramente su mejor trabajo, el humor se permite aparecer solo brevemente, al final de una escena; el resto del film es de lo más crudo que se haya visto en el género, sobre todo teniendo en cuenta la época en que se filmó.

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El protagonista de la historia es Henri Ferré (Jean Gabin), apodado «Le Nantais», quien vuelve a París, tras varios años en Estados Unidos, para ponerse al frente de la organización que controla el negocio de las drogas. Para ello, su jefe en la sombra, Paul Liski (Marcel Dalio) le proporciona la tapadera de un restaurante de lujo y la inestimable colaboración de dos matones sin escrúpulos, Roger «Le Catalan» (Lino Ventura) y Aimé (Albert Rémy), encargados de pasar cuentas con los traficantes al servicio de Ferré que se salten las normas o que tengan la intención de abandonar la organización. Mientras tanto, la policía sigue los pasos de Ferré y de sus colaboradores y prepara una gran operación para acabar definitivamente con la banda.

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Basada en una novela de Auguste Le Breton, que también aparece en un breve papel, Razzia sur la Chnouf busca mostrar el mundo de la delincuencia relacionado con el tráfico de drogas de la forma más realista posible, por lo que ni la puesta en escena de Decoin ni los diálogos se permiten apenas adornarse y huyen de piruetas cinematográficas y literarias. En este sentido, lo que más sorprende de esta gran película es la falta de remilgos a la hora de reflejar en imágenes -por supuesto, sin la explicitud del cine actual- la drogodependencia, el sexo y la violencia, presente sobre todo en los asesinatos cometidos con la mayor sangre fría por los inseparables Roger y Aimé, a los que tanto les da utilizar una pistola como un pico; en la escena en que Aimé, a modo de advertencia, le pega una paliza al «cocinero» de la organización mientras Roger viola a la esposa, y en la impactante secuencia nocturna en que la traficante Lea (soberbia Lila Kedrova), alcohólica y drogadicta, acaba hecha una ruina y entregada al desenfreno sexual en un fumadero de marihuana.

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Por ponerle algún defecto, quizá la sorprendente resolución de la historia respecto al personaje de Gabin y la última escena en la comisaría, que no aporta nada interesante, bajen un tanto el listón y enfríen el desenlace; pero ni siquiera se acercan a empañar los anteriores cien magistrales minutos de un film sorprendentemente poco citado, otro ejemplo más de que el cine francés es un pozo sin fondo de buenos, cuando no extraordinarios, noirs por descubrir.

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EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES de James M. Cain / LE DERNIER TOURNANT (1939) de Pierre Chenal

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s-l300Como quien más quien menos ya sabrá a estas alturas, la novela de James Mallahan Cain El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1934) es una de las citas ineludibles cuando de novela negra se trata. Epítome de las constantes del género, sobre todo en su variante más ligada al determinismo y al naturalismo, con Zola observando desde su siglo XIX, la historia de la atracción sexual y fatal entre Cora y Frank ha influido y lo sigue haciendo en la mayoría de manifestaciones literarias y cinematográficas cuyo argumento gira en torno a «chica joven casada con hombre mayor al que no ama conoce a chico al que convence para asesinar al cornudo». Pero pocas lo han contado de manera tan directa, cruda y desolada como esta breve obra, magistral desde su inigualable título.

El siguiente fragmento corresponde al final del primer capítulo, ejemplo perfecto de cómo se las gastaba Cain: en tres páginas, presentación del espacio y de la atmósfera en que se desarrollará la mayor parte de la historia, primera caracterización de los personajes y escueta pero suficiente información -atención a la última frase, colocada justo ahí como quien no quiere la cosa- para saber por dónde van a ir los tiros.

Entonces la vi. Hasta ese momento había estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada hosca y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos.

-Le presento a mi esposa.

Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ni siquiera hubiese estado allí.

Me fui casi enseguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos neumáticos.

-Dígame, ¿cómo se llama?

-Frank Chambers.

-Yo, Nick Papadakis.

Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.

Traducción de Federico López Cruz para Emecé.

Le dernier tournantLa novela de Cain ha sido bastante afortunada en relación con sus cuatro adaptaciones al cine. Dos son estadounidenses: la dirigida por Bob Rafelson, de 1981, con Jack Nicholson y una Jessica Lange pura atracción animal y la mejor Cora posible, y la de Tay Garnett, estrenada en 1946, que a pesar de sus muchos aciertos me parece sobrevalorada por su excesiva «limpieza» y, sobre todo, por una Lana Turner peinada, vestida e iluminada para desfilar por la alfombra roja, no para cocinar y servir mesas en un área de servicio. Ambas cintas, por supuesto, son las adaptaciones más populares, hasta el punto de que durante mucho tiempo se podía leer en no pocos sitios que eran las únicas, cuando en realidad hay dos anteriores.

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Ossessione (1943) fue la película con la que debutó en el cine el gran Luchino Visconti. A pesar de contar, con algunas variaciones, la historia que escribió Cain, se permitieron no mencionarlo en los títulos de crédito, por lo que ha quedado como una versión oficiosa. Prohibida en su momento por Mussolini, repleta de naturalismo y negrura y considerada como pionera del neorrealismo, es probablemente la más sórdida de las cuatro adaptaciones.

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Le dernier tournant (1939), dirigida por el olvidado Pierre Chenal, fue la primera versión cinematográfica y, con mucho, la menos vista y conocida; incluso en la actualidad, a menudo ni siquiera es citada con relación a la novela, probablemente por ser la menos accesible. Protagonizada por Corinne Luchaire y Fernand Gravey, cuenta con la, cómo no, histriónica e impagable participación de Michel Simon en el papel de Nick, el marido de Cora y víctima de la pareja. En el film, fiel al original aunque elimina alguna escena para ajustarse a sus escasos noventa minutos, se dieron cita varios de los talentos del cine francés de la época, de aquel realismo poético -cuántas etiquetas- que también dejó su huella en el cine negro norteamericano: además de Simon, Charles Spaak en el guion y Christian Matras y Claude Renoir, hijo del actor Pierre Renoir y sobrino del cineasta Jean Renoir, en la fotografía. El resultado es un film estupendo que no tiene nada que envidiar, más bien al contrario, a las tres posteriores y más prestigiosas adaptaciones.

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El cine negro de Édouard Molinaro (y 2): UN TÉMOIN DANS LA VILLE (1959)

977453Ya antes de los créditos entramos en materia: un hombre asesina a una mujer tirándola de un tren. En la siguiente secuencia, un juez informa al asesino, en presencia de su abogado, de que queda libre por falta de pruebas. Nos enteramos de que el sospechoso era el amante de la víctima. En la tercera secuencia, magistral, el marido de la muerta espera al criminal en su casa y, tras comunicarle su propio veredicto, lo ahorca; pero, cosas del negro destino, el amante había pedido por teléfono un taxi. Al salir el marido de la casa, el taxista lo aborda creyendo que es su cliente.

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Como vemos, Un témoin dans le ville -conocida también por los títulos en castellano Un testigo en la ciudad Sólo un testigo– tiene en común con su antecesora, Le dos au mur, que tampoco se anda por las ramas a la hora de presentar el drama a los espectadores. Nada de preámbulos innecesarios. Pero mientras la primera película de Molinaro nos llevaba más hacia el terreno del misterio por medio de un guion laberíntico, la que nos ocupa discurrirá por los terrenos del thriller. Poco tiempo y ritmo frenético: el gran Lino Ventura ha de encontrar y eliminar al taxista Franco Fabrizi, único testigo de su venganza, ante la posibilidad de que este hable con la policía.

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Estupendo guion coral en el que participaron, entre otros, el propio Molinaro, el polifacético Gérard Oury y la ínclita pareja literaria formada por Pierre Boileau y Thomas Narcejac; fotografía del no menos ilustre Henri Decaë; dirección sobresaliente con momentos para recordar como el citado de la ejecución del amante o el encuentro en el taxi de los dos protagonistas; la siempre estimulante participación, interpretando a la novia y compañera de trabajo del taxista, de Sandra Milo, y, por encima de todo, la omnipresencia de un gigante como Lino Ventura dando vida a un personaje misterioso y extraordinario del que apenas recibimos información y a quien, como al marido engañado protagonista de Le dos au mur, su plan aparentemente perfecto se le irá de las manos por culpa, cómo no, del incontrolable azar. Un cóctel infalible que hace de Un témoin dans le ville otra joya del género negro a descubrir, realizada a la manera clásica en tiempos en que el cine francés comenzaba a cambiar a lomos de la Nouvelle vague.

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El cine negro de Édouard Molinaro (1): LE DOS AU MUR (1958)

Le_dos_au_mur-743039796-mmedVicios pequeños (La cage aux folles, 1978) y, en menor medida, su secuela, La jaula de las locas (La cage aux folles II, 1980), supusieron un gran éxito comercial trasladado después a los escenarios en que se representó la obra de teatro original de Jean Poiret. Probablemente, muchos espectadores aún la recuerden. En cambio, me da la impresión de que el nombre del director de ambas películas, Édouard Molinaro, duerme en el cajón del olvido. Para reivindicar, al menos en parte, a este director de filmografía irregular, creo que lo mejor es acudir, curiosamente, a sus primeros pasos en el cine, alejados de la comedia y metidos de lleno en el género negro. El más negro posible.

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Su primer largometraje, Le dos au mur, nos regala un inicio fulgurante, de los que atrapan irremediablemente al espectador. Un tipo entra en casa ajena, como si fuera un ladrón, se guarda el dinero que encuentra en un cajón y se topa sin sorprenderse lo más mínimo con un cadáver. Con la ayuda de una alfombra en la que mete el cuerpo, lo traslada en su coche a una fábrica y lo entierra con hormigón en una pared. A partir de este momento, el propio protagonista se encarga de echar la vista atrás e informarnos, con un flashback que ocupa casi todo el metraje, de las circunstancias que lo han llevado a esa extraña situación y que tienen que ver con el adulterio de su esposa y su retorcido plan para chantajearla.

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Por fortuna, no estamos ante uno de los muchos casos en que el resto de la película no está a la altura de su primera y prometedora secuencia. Al contrario. Le dos au mur mantiene prácticamente el nivel durante su ajustadísima hora y media gracias a la confluencia de sus cuatro elementos principales: la magnífica fotografía en blanco y negro de Robert Lefebvre; las presencias e interpretaciones de dos grandes como Gérard Oury y Jeanne Moreau; el ritmo y la brillante planificación que consigue Molinaro, sorprendentes en una ópera prima, y la verdadera protagonista del film, una trama, a partir de la novela de Frédéric Dard, que nos lleva de manera lógica de sorpresa en sorpresa, enrevesada como pocas y que acaba convirtiéndose en una tela de araña que atrapa a todos los personajes. Todo ello hace de Le dos a mur -que en alguna web aparece con el título español De espaldas a la pared-, tan poco vista como citada, una magistral película que seguramente sorprenderá a quienes la descubran. Imprescindible para los amantes del género negro.

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En memoria de Jean-Paul Belmondo

El lunes 6 de septiembre nos dejó, a los 88 años, Jean-Paul Belmondo, un gran actor y, más aún, un icono del cine y de la Nouvelle vague cuyo carisma estuvo muy por encima del grueso de su filmografía, repleta de títulos menores. Para recordarlo, cinco de los mayores, los que más me gustan. Tres son de Jean-Luc Godard: Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960), junto a Jean Seberg; Une femme est une femme (1961), y Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), ambas junto a Anna Karina. Una, de Jean-Pierre Melville, la impresionante El confidente (Le doulos, 1962), que ya pasó por este blog hace años. Y, por último, la adaptación muy especial de Los miserables, de Victor Hugo, que dirigió Claude Lelouch y que en España se tituló Testigo de excepción (Les misérables, 1995).

LOLA (1961) de Jacques Demy

Jacques Demy, probablemente el miembro más singular e inclasificable de la nouvelle vague, debutó en el largometraje con Lola, una maravilla dedicada al gran Max Ophüls, quizá el principal maestro del cineasta francés. Ophüls había fallecido en 1957 y se había llevado con él el fracaso comercial de su última e incomprendida obra maestra, Lola Montes (Lola Montès, 1955), a pesar de haber sido defendida a capa y espada desde las páginas de Cahiers du Cinéma. Demy no solo le dedicó su película y tomó prestado el nombre de su protagonista, sino que mostró claramente en sus imágenes la influencia que ejerció en él el universo cinematográfico del director alemán, su inconfundible manera de filmar y de representar las relaciones humanas y su predilección por los retratos femeninos.

La joven Cécile (Anouk Aimée) trabaja, con el nombre artístico de Lola, en un cabaret de Nantes y vive con la confianza puesta en el regreso de Michel (Jacques Harden), padre de su hijo y único amor de su vida, que se marchó a Estados Unidos siete años atrás a hacer fortuna y del que no ha recibido noticias. Alguna veces se acuesta con Frankie (Alan Scott), un marinero americano bonachón que le recuerda a Michel, y un día se encuentra con Roland (Marc Michel), un amigo de la infancia que se enamora de ella mientras piensa qué rumbo tomar en la vida. En una librería, Roland conoce a una atractiva viuda, que se siente atraída por él, y a su hija, que también se llama Cécile y que, a su vez, entabla amistad con Frankie, que la ayuda a aprender inglés. Mientras tanto, Michel regresa a la ciudad.

Amor, celos, amistad, sueños, frustraciones, esperanzas… Apoyándose en la preciosa fotografía de Raoul Coutard y en la música de Michel Legrand, y supongo que tomando como referencia La ronda (La ronde, 1950) -otra de las obras maestras de Ophüls, basada en el muy polémico texto de Arthur Schnitzler-, Demy creó un microcosmos habitado por unos personajes inolvidables que se van cruzando por las calles y los locales de Nantes, como en una coreografía, y cuyas relaciones, aunque fugaces, dejarán en ellos -y en nosotros- una huella imborrable. La misma que debieron de dejar en el propio Demy, que recuperó a Roland como personaje secundario en Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964) y que quiso saber qué había sido de Michel, Frankie y, sobre todo, de Lola en la nostálgica Estudio de modelos (Model Shop, 1969), su única incursión en el cine americano.

Sesenta años después de su estreno, esta ronda ophülsiana que es Lola, esta danza de amor y recuerdos para toda la vida, que a pesar del montaje nos deja la curiosa sensación de haber visto un solo plano secuencia que se desliza ante nuestros ojos, continúa tan nueva, fresca y viva como cuando vio la luz. Y su protagonista sigue siendo uno de los personajes femeninos más maravillosos de todo el cine francés. Seguro que Ophüls, allí donde estuviera, también se enamoró de ella.

 

 

LE ROMAN D’UN TRICHEUR (1936) de Sacha Guitry

En la filmografía, hoy demasiado olvidada por no decir casi desconocida, del polifacético Sacha Guitry, probablemente la obra que sigue gozando de mayor prestigio sea Le roman d’un tricheur, una película repleta de gags memorables que siempre nos arrancan una sonrisa y a menudo una carcajada. Es posible que la finalidad de Guitry no fuera más que esa, la de hacernos pasar un buen rato, y que la película no nos deje el poso de otras grandes comedias más populares y quizá más complejas, pertenecientes sobre todo al cine americano y al italiano; pero también puede resultar sorprendente cómo a veces un film sin, a priori, demasiadas pretensiones alberga ideas que posiblemente hayan influido en películas de cineastas mucho más recordados.

La historia que nos cuenta Le roman d’un tricheur, escrita, a partir de su única novela, y protagonizada por el propio Guitry, es la de un simpático embaucador, un jeta cuya trayectoria, desde que se libra de morir junto al resto de su numerosa familia por culpa de unas setas envenenadas -secuencia delirante-, está marcada por el azar y por la presencia de ciertas mujeres de vida no precisamente honrada. Botones de un hotel, miembro involuntario de un grupo terrorista, mago, ladrón, crupier tramposo, maestro del disfraz…, nuestro personaje irá adquiriendo diversas identidades a lo largo de su vida, ilustrada en escenas repletas del humor más inteligente y de la que dejará constancia en un libro de igual título que la película.

En la película hay dos aspectos que, incluso hoy, pueden sorprendernos. El primero es la sustitución de los títulos de crédito iniciales por la presentación, a cargo del propio Guitry, de las personas que han colaborado en la película, desde los intérpretes a los miembros del equipo técnico, recurso que volvió a utilizar, y de manera mucho más extensa, en La poison (1951); el segundo es la utilización de manera omnipresente de la voz en off del protagonista para narrarnos en flashback los fragmentos de su vida, ilustrados por secuencias que remiten al cine mudo, en las que los personajes apenas hablan. A partir de ambos, podemos aventurar la primera de las influencias a que me refería al comienzo, la que quizá ejerció sobre El cuarto mandamiento (The Magnificient Ambersons, 1942), de Orson Welles, que años después trabajaría como actor a las órdenes de Guitry en Si Versalles pudiera hablar (Si Versailles m’était conté, 1954) y en Napoleón (Napoléon, 1955): Welles inicia su segunda obra maestra narrando sobre unas imágenes mudas y la concluye presentando a los componentes de su compañía.

La segunda posible influencia es mucho más subjetiva. En algún lugar leí que a François Truffaut le gustaban las películas de Guitry y me da la impresión de que pudo dejar constancia de esa admiración en una película que me gusta mucho y me resulta divertidísima y mucho más romántica de lo que pueda parecer, El amante del amor (L’homme qui aimait les femmes, 1977), la historia de un hombre, interpretado por un gran Charles Denner, obsesionado por las mujeres y que busca en cada una de ellas una experiencia distinta. En mi imaginario cinéfilo las relaciono, obviamente, por la constante presencia de la voz del protagonista narrador, porque los dos personajes cuentan sus vidas, desde la infancia, y las dejan escritas y por la importancia -mucho mayor, desde luego, en el film de Truffaut- en ambas memorias del papel que juegan las mujeres; pero también y sobre todo porque tengo la sensación de que tanto Guitry como Truffaut adoraban a estos dos tipos y buscaron nuestra complicidad pasando sus quizá poco ejemplares actos por el agradecido filtro de la comedia.