Archive for the ‘Cine italiano’ Category

EL EMPLEO (1961) de Ermanno Olmi

MV5BNzBjMjNlNTctZDgyYi00YzVjLWEwYTUtYzI5NjFiMmVjODdlXkEyXkFqcGdeQXVyNjczMzgwMDg@._V1_Domenico (Sandro Panzeri) es un joven de una localidad cercana a Milán que se desplaza a la capital para hacer los exámenes que ha convocado una gran empresa con el fin de cubrir varios puestos de trabajo. En las oficinas, se fija en Antonietta (Loredana Detto). Se conocen durante la pausa para comer y pasan juntos el rato que les queda hasta la siguiente prueba. Al terminar, Domenico la espera y la acompaña a la parada del autobús, antes de coger su tren. Días después, una vez conseguido el empleo, ambos vuelven a coincidir durante un instante; pero son enviados a distintos edificios y con horarios que no coinciden, por lo que a Domenico le resulta difícil volver a verla.

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En cuanto a duración, medios y, acaso, objetivos, podríamos considerar que El empleo (Il posto), segundo largometraje de Ermanno Olmi, es una película modesta; en cuanto a resultados, puede dejar tranquilamente a un lado la humildad porque es una obra perfecta o, más bien, tres en una: una crónica social de la época, que entronca con el neorrealismo; una crítica feroz y contundente hacia cierto tipo de trabajos seguros para toda la vida, que acaban por alienar a unas personas convertidas en algo reemplazable para ocupar un escritorio, y la historia de un primer amor, aquel que más se recuerda aunque no se consume o quizá precisamente por ello.

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Tres obras perfectas, digo, porque se unen con asombrosa ligereza, dándonos la sensación de asistir espontáneamente a algo visto pero no filmado, gracias a las interpretaciones de todo el reparto, con los sorprendentes Sandro Panzeri y Loredana Detto al frente -si no me equivoco, la única aparición de ambos en el cine-, y sobre todo a una cámara-testigo que aparenta solo observar sin entrometerse, que nunca se permite un subrayado, que no necesita alzar la voz para mostrar la grisura, el desencanto, la aceptación, la tristeza. Le basta con ver, de la forma más engañosamente sencilla, para que todo ello se desprenda sin esfuerzo de sus imágenes, para regalarnos un cine maravilloso que parece no esforzarse en demostrar que lo es, como si quisiera que la timidez de Domenico se viera reflejada en él.

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La bronca, al comienzo del film, que Domenico le echa a su hermano pequeño por una tontería, con la que Olmi nos habla sin decirlo de sus adolescentes nervios ante el examen; la repentina decisión, tan contraria a su carácter, con que el muchacho regresa, sorteando el tráfico, junto a Antonietta y le da la mano para ayudarla a cruzar la calle, cual caballero andante; sus esperas mojándose bajo la lluvia y deseando que coincidan con la salida de ella del trabajo; la recogida de los objetos del empleado fallecido, alternada con los planos que muestran su piso ya vacío, sin rastro ya de lo que fue su presencia, tan sustituible en él como en la oficina; la fiesta de Fin de Año que organiza la empresa, a la que Antonietta, durante un encuentro casual, anima a ir a Domenico y en la que la alegría generalizada enmascara durante un rato la tristeza de nuestro protagonista y, seguramente, no solo la suya… Ideas, detalles, fragmentos de sutil belleza cinematográfica, solo unos pocos entre los muchísimos que se suceden en esta obra maestra ineludible, tan tierna por fuera como dura por dentro, tan repleta de cariño hacia sus personajes como de rechazo ante la vida a la que están destinados, y que queda resumida en la expresión del rostro de Domenico al ocupar la última mesa de la fila, asumiendo así su condena, con que Olmi cierra su película.

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LA FAMILIA DEL VURDALAK de Alexéi Tolstói / LAS TRES CARAS DEL MIEDO (1963) de Mario Bava

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Si el conde Alexéi Konstantínovich Tolstói -primo segundo del mucho más conocido León Tolstói- ha logrado esquivar el olvido para ocupar un pequeño espacio en la historia de la literatura se debe casi exclusivamente a sus historias de vampiros, en especial a La familia del vurdalak, un relato de unas treinta páginas, escrito hacia 1840 con el subtítulo Fragmento inédito de «Memorias de un desconocido», que se aleja del romanticismo y el glamur de los que tantas veces participa la literatura vampírica para recuperar las leyendas y los miedos ancestrales de la cultura popular.

978841207430El «desconocido» narrador nos introduce en una tertulia vienesa en la que los presentes se entretienen contando leyendas fantásticas. Cuando le llega el turno al anciano marqués de Urfé, este advierte a sus oyentes que él mismo fue protagonista, en su juventud, de lo que va a contarles, su terrorífica experiencia en una pequeña aldea de Serbia. Urfé recuerda que una noche encontró cobijo entre una familia cuyos miembros -dos hermanos, su hermana, la esposa del hermano mayor y los dos hijos del matrimonio- estaban extrañamente tristes y temerosos porque esperaban el regreso del patriarca, el anciano Gorcha, quien les había advertido que si volvía pasados diez días de su marcha lo haría convertido en un vurdalak, en un vampiro. Y esa noche, precisamente, se cumplía el plazo.

Me contó entonces que su anciano padre, que se llamaba Gorcha, hombre de carácter inquieto e intratable, se había levantado un día de la cama y había descolgado de la pared su largo arcabuz turco.

-Hijos -había dicho a sus dos hijos, uno llamado Jorge y el otro Pedro-, me voy a las montañas a unirme a los valientes que están dando caza a ese perro de Alibek (era el nombre de un salteador turco que, desde hacía algún tiempo, asolaba el país). Esperadme diez días; y si al décimo día no he regresado, mandad decir una misa por mí, porque habré muerto. Pero -había añadido el viejo Gorcha, adoptando un tono más serio- si volviese después de cumplidos los diez días, Dios os libre de ello, por vuestra salvación, no me dejéis entrar. Os ordeno que, en ese caso, olvidéis que fui vuestro padre y, diga lo que diga y haga lo que haga, me clavéis una estaca de álamo; porque entonces seré un maldito vurdalak que vuelve para chuparos la sangre.

Traducción de Francisco Torres Oliver para Atalanta.

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Que yo conozca, el cuento de Tolstói ha conocido una adaptación televisiva y dos cinematográficas. La primera, no especialmente destacable, formó parte de El quinto jinete (1975), una serie española, dirigida por José Antonio Páramo, que en catorce episodios llevó a la pequeña pantalla sendos clásicos universales de la literatura de terror.

Mucho peor es la segunda de las adaptaciones al cine, un engendro italiano titulado La noche de los diablos (La notte dei diavoli, 1972) que tomaba como excusa el relato de Tolstói para su particular e infumable espectáculo erótico-sanguinolento. Su (ir)responsable, Giorgio Ferroni, había realizado años antes otra película del género fantástico mucho más interesante: El molino de las mujeres de piedra (Il mulino delle donne di pietra, 1960).

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Pero por suerte para Tolstói y, sobre todo, para nosotros, el gran Mario Bava también convirtió en imágenes la breve pieza vampírica del escritor ruso, en el segundo episodio de los tres que componen la estupenda Las tres caras del miedo (I tre volti della paura, 1963). El film introduce diversos cambios significativos en la historia y le cambia por completo el final, pero lo importante aquí es la impronta del estilo inconfundible de Bava y su director de fotografía, Ubaldo Terzano, el de sus grandes películas de la década de los 60. Solo por los planos que muestran el regreso al hogar de Gorcha (un terrorífico Boris Karloff); los del niño Iván, ya convertido en vampiro, acercándose a la casa hasta arrodillarse ante la puerta mientras llama a su madre o el del rostro amenazante de Karloff a través de la ventana, la cinta merece un lugar de honor en las antologías del cine de terror.

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A CABALLO DE UN TIGRE (1961) de Luigi Comencini

MV5BY2Y0NDMxYTktNTI2OS00YTNhLThkNzUtZDMzMWVmMjc3ZDA2XkEyXkFqcGdeQXVyMzU0NzkwMDg@._V1_Un año después de estrenar la que a menudo se considera su película más redonda, Todos a casa (Tutti a casa, 1960), Comencini siguió en el terreno de la comedia, pero pasándose al lado más salvaje, con A caballo de un tigre (A cavallo della tigre), posiblemente una de las muestras del género más desmelenadas, cínicas, malvadas y, por supuesto, divertidas no solo de su filmografía, sino de todo el cine italiano, cien minutos de desmadre absoluto que apenas si conceden un instante de respiro al espectador para que vuelva a encajarse la mandíbula. Crítica feroz, neorrealismo convertido en astracanada elevada a la máxima potencia, caricatura esperpéntica de la sociedad, en ocasiones cercana al cómic, que uno se imagina influyendo en alguna película de Joel Coen, como Arizona Baby (Raising Arizona, 1987) u O Brother! (O Brother, Where Art Thou?, 2000).

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La historia que nos cuenta es la de Giacinto Rossi (Nino Manfredi), un tipo de pocas luces condenado a tres años de prisión por simular que lo agraden y le roban la recaudación de la compañía para la que trabaja, cuando lo que pretende es quedársela. Tras cumplir la mayor parte de su condena y con la posibilidad de que le rebajen la pena, tiene la desgracia de que tres de los más peligrosos presos, el «Ratón» (Raymond Bussières), Papaleo (Gian Maria Volonté) y Tagliabue (Mario Adorf), lo involucren a la fuerza en su plan para escapar de la cárcel.

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Junto al propio Comencini, nada menos que Agenore Incrocci, Furio Scarpelli y Mario Monicelli para escribir un guion en el que la ternura, tantas veces presente en la comedia italiana, aparece a cuentagotas, con momentos descarnados poco recomendables para los amantes de lo políticamente correcto y una cruel moraleja que nos avisa de que probablemente lo peor de la sociedad no esté dentro de la prisión, sino fuera de ella. Y en el centro del delirio, un personaje antológico llamado Giacinto Rossi, un pobre imbécil que paga con creces intentar pasarse de listo con el que Nino Manfredi, desde su presentación en la secuencia en que finge el robo, absolutamente descacharrante, nos regala una de esas interpretaciones fuoriclasse, más allá de cualquier elogio.

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NUNCA APUESTES TU CABEZA AL DIABLO de Edgar Allan Poe / TOBY DAMMIT (1968) de Federico Fellini

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En el relato cómico Nunca apuestes tu cabeza al diablo (Never Bet the Devil your Head, 1841), el narrador nos cuenta la historia de su amigo Toby Dammit (nótese que el apellido proviene de damm it!), un tipo indeseable que tiene la mala costumbre de, a la mínima ocasión, apostar su cabeza al diablo. Cierto día, en el transcurso de un paseo campestre, ambos cruzan un puente cubierto en el que hay colocado un molinete que, simplemente, hay que hacer girar para poder continuar; pero el tozudo de Dammit pretende sortearlo saltando por encima y, por supuesto, se apuesta su cabeza al diablo a que lo consigue. En ese momento, el diablo acude a su llamada.

Por último, cuando ya habíamos cruzado casi todo el puente y nos acercábamos al final, un molinete de cierta altura nos impidió seguir. Calladamente lo sorteé como suele hacerse, es decir, haciéndolo girar. Pero esto no convenía al señor Dammit, quien insistió en saltarlo por arriba y afirmó que era capaz de realizar también una pirueta en el aire. Ahora bien, en conciencia no me parecía que pudiera hacerlo. El que mejor piruetas hacía era mi amigo Carlyle, y como yo sabía que él no podía hacerlo, tampoco creía que lo pudiera hacer Toby Dammit. Por consiguiente se lo dije con todas las letras, agregando que lo consideraba un fanfarrón que no podía cumplir lo que decía. Esto que dije lo lamenté posteriormente, pues en el acto él apostó su cabeza al diablo a que lo hacía.

Estaba yo a punto de responderle, pese a mi anterior resolución, reprochándole su impiedad, cuando oí muy cerca una tos muy parecida a la exclamación «¡Ejem!». Me sobresalté y miré asombrado en derredor. Mis ojos cayeron por fin en un nicho que había en la estructura del puente, y repararon en la figura de un diminuto y anciano caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más excelso que su apariencia, pues no sólo iba vestido todo de negro, sino que llevaba una camisa muy limpia, con cuello que se doblaba prolijamente sobre una corbata blanca, y usaba el pelo con raya al medio como una muchacha. Tenía las manos entrelazadas en gesto pensativo sobre el vientre, y había puesto los ojos en blanco.
 
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Toby_Dammit-268251849-mmedLa historia escrita por Edgar Allan Poe fue llevada al cine por Federico Fellini en uno de los tres episodios que adaptaban sendos relatos del escritor estadounidense bajo el título Historias extraordinarias (Histoires extraordinaires, 1968). El primero de ellos, «Metzengerstein», protagonizado por Jane Fonda, tiene como (ir)responsable a Roger Vadim, lo cual nos ahorra tiempo y espacio. Para el segundo, «William Wilson», con Alain Delon y Brigitte Bardot, al parecer se decidió que era conveniente contar con un cineasta. Y no es que lo que consigue Louis Malle sea para como para organizar una fiesta, pero el espanto perpetrado por Vadim se lo pone a huevo. El de Fellini, «Toby Dammit», ya es harina de otro costal: a diferencia de sus colegas franceses, que parecen conformarse con adaptar libre y rutinariamente el material literario original, Fellini se lo lleva a su terreno, se sirve de él para entregarnos otro capítulo de su universo tan reconocible.

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Su Toby Dammit particular (portentoso Terence Stamp) es un actor shakesperiano de aspecto vampírico, consumido por el alcohol y las drogas, que acude a Roma para protagonizar nada menos que el primer wéstern católico de la historia, producido por la Iglesia. Tras una gala de entrega de premios en la que se emborracha, exige el Ferrari que le han prometido y se lanza con él a toda velocidad a través de la noche, en un trayecto delirante que lo lleva hasta un puente cortado por obras en el que le espera una niña de aspecto nada inocente.

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Fotografiado por Giuseppe Rotunno como si de una pesadilla o de una alucinación se tratase, el film parte del relato de Poe para recrear al ritmo de la música, cómo no, de Nino Rota una suerte de dolce vita fáustica y terrorífica, cuya lectura puede estar relacionada con la fama y el éxito logrados por medio de pactos diabólicos a los que en algún momento hay que rendir cuentas. Aunque, al fin y cabo, eso qué más da. Como ocurre con algunas películas de David Lynch, al que no me extrañaría que encantase «Toby Dammit», lo recomendable es dejarse llevar por las ambiguas y fascinantes imágenes de esta breve maravilla, una de las obras maestras de Fellini.

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En recuerdo de Jacqueline Sassard: VERANO VIOLENTO (1959) de Valerio Zurlini

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La actriz Jacqueline Sassard falleció el pasado 17 de julio a los 81 años. La noticia no trascendió demasiado, supongo ESTV-2que en buena parte porque había abandonado su breve carrera cinematográfica a finales de los 60. De hecho, yo no me he enterado hasta esta semana, y he tenido que repasar su filmografía para recordar que la había visto en cuatro películas: Las ciervas (Les biches, 1968), que quizá no sea una de las películas más redondas de Claude Chabrol pero comparte con ellas su atractiva perversidad; Accidente (Accident, 1967), uno de los muchos ladrillos que pergeñó Joseph Losey en su etapa europea; Nacida en marzo (Nata di marzo, 1958), una bonita y romántica película de Antonio Pietrangeli, por la que ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián, y Verano violento (State violenta), del gran Valerio Zurlini, la mejor de las cuatro y apostaría que de todas en las que participó, aunque aquí lo haga en un papel importante pero más bien secundario.

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Sassard interpreta en el film a Rossana, una joven que pasa el verano de 1943 en un pueblo italiano junto a unos amigos entre los que se encuentra Carlo (Jean-Louis Trintignant), un muchacho con quien mantiene una inocente relación sentimental y que hasta el momento se ha librado de ir al frente gracias a las influencias de su padre, un dirigente fascista. Mientras las consecuencias de la guerra apenas les llegan por las noticias de la radio, que ni siquiera se paran a escuchar, o por algunos heridos que llegan a la localidad, ellos se divierten en la playa y en las fiestas que organizan. Pero un día Carlo conoce a Roberta (esplendorosa Eleonora Rossi Drago), una viuda de 30 años madre de una niña, y comenzará a mantener con ella un apasionado romance en contra de las convenciones sociales.

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A medida que su relación crece, Carlo irá distanciándose de su pandilla de amigos y de Rossana, y Roberta, enamorada y viva por primera vez tras su matrimonio concertado, acabará enfrentándose con su joven cuñada y con su madre. Sus encuentros furtivos, filmados con la pasión contenida marca de la casa Zurlini; la incomprensión de quienes los rodean, y la paulatina llegada a la zona de la violencia de una guerra que comienza a darse por perdida se adueñan entonces de la película, llevándola a terrenos mucho más dramáticos.

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Junto a los tres magníficos protagonistas, la fotografía de Tino Santoni y la maravillosa música de Mario Nascimbene redondean una película dominada de arriba abajo, como no podía ser de otra manera tratándose de Valerio Zurlini, por su exquisita puesta en escena, presente con toda su belleza en cada encuentro de los dos amantes o en el apoteósico final. Pero donde esta alcanza, sin duda, cotas insuperables es en la larga secuencia que arranca en la escena del circo, tras el apagón, en la que la linterna de Roberta, al encenderse, alumbra directamente a Carlo, y desemboca en la fiesta improvisada en casa del joven: la luz de la luna que entra al abrir las contraventanas iluminando en la penumbra los rostros de los personajes; la música y el baile mientras se cruzan las miradas de Rossana, Carlo y Roberta; el primer beso, en el jardín, de los amantes, sorprendidos por la pobre Rossana… Todo filmado de manera sublime, con unos movimientos de la cámara y de los personajes dentro del plano tan sutiles y elegantes que hacen de este fragmento prácticamente una coreografía en que se unen la pasión y la tristeza, el nacimiento de un amor y la muerte de otro. Una muestra más, por si hacía falta, de lo enorme cineasta que fue Zurlini, aún hoy tan poco (re)conocido. 

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¡QUÉ SINVERGÜENZAS SON LOS HOMBRES! (1932) de Mario Camerini

Mario Camerini no se encuentra precisamente entre los directores italianos más prestigiosos. Su película más vista, gracias a la historia que cuenta -fragmentos de la Odisea, de Homero- y a su reparto internacional -Kirk Douglas, Silvana Mangano y Anthony Quinn, entre otros-, quizá sea Ulises (Ulisse, 1954), que goza de cierta buena fama y que a mí me parece poco más que un cartón. En cambio, la que me encanta es la mucho menos conocida ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! (Gli uomini, che mascalzoni!), una deliciosa comedia romántica heredera directa, en su forma, del cine mudo, que enarbola la sencillez por bandera y que demuestra que con poco se puede lograr mucho, que no son necesarios ni grandes argumentos ni grandes palabras para crear belleza cinematográfica.

Un Vittorio de Sica entrando en la treintena y que, acostumbrados a su madura presencia, nos parece aún más joven, interpreta a Bruno, un humilde chófer que se enamora de Mariuccia, la dependienta de una perfumería (maravillosa Lia Franca en su segundo y último largometraje, tras el que decidió retirarse). Al conseguir una cita, le «coge prestado» el coche a su jefe para aparentar ante la joven y la lleva a comer a una fonda de las afueras; pero circunstancias ajenas a su voluntad hacen que Bruno tenga que volver enseguida a la ciudad y que Mariuccia se vea obligada a pasar la noche en la fonda sola y sin dinero. A partir de entonces, sus sucesivos encuentros darán lugar a simpáticos malentendidos y a que intenten darse celos mutuamente, hasta llegar, obviamente, a un final feliz en el que tendrá un papel destacado el padre de Mariuccia, un taxista bonachón al que da maravillosa vida Cesare Zoppetti.

En poco más de una hora, Camerini nos ofrece una pequeña joya sin más pretensiones que la de contar una emotiva y ligera historia de amor, y es en esa aparente sencillez donde encuentra sus mayores virtudes. Filmada con un lenguaje de ritmo perfecto muy próximo al del cine mudo -se podría ver y entender prescindiendo de los diálogos- y apoyándose constantemente en la música, la cinta fluye ante nuestros ojos con tal naturalidad que consigue como pocas veces que nos olvidemos de que estamos viendo una película, de que detrás hay un guion, una cámara y un montaje, hasta tener la milagrosa sensación de que nos han invitado a ser testigos indiscretos de un romance de la vida real, tras el que salimos con la sonrisa pegada a los labios.

Su corta duración favorece la homogeneidad de un film que apenas muestra altibajos. Puestos a escoger un par de secuencias, me quedo con aquella en la que, nada más conocerse, Bruno persigue en bicicleta al tranvía en que se ha subido Mariuccia y en sus recíprocas miradas vemos cómo algo nace entre ellos y con la que sucede tras la comida en la fonda, en la que ambos bailan mientras Bruno-Vittorio canta la preciosa Parlami d’amore, Mariù (Tutta la mia vita sei tu!), compuesta para la ocasión por Cesare Andrea Bixo y que tan popular llegaría a ser con el tiempo.

YO LA CONOCÍA BIEN (1965) de Antonio Pietrangeli

Es probable que el lector recuerde alguna película cuyo brillante final le haya hecho reflexionar y replantearse lo que hasta entonces había pasado ante sus ojos sin pena ni gloria. Por desgracia, en muchas de esas ocasiones nos quedamos sin poner el 1 o ni tan siquiera la X en nuestra quiniela cinéfila particular, y ahí se queda el 2 equivalente a que el inesperado desenlace no compensa el tedio a que nos han sometido. No es el caso, en absoluto, de Yo la conocía bien (Io la conoscevo bene), cuyo último acto no solo es grandioso, de lo mejor que recuerdo, sino que consigue sin esfuerzo que lo visto hasta ese momento levante el vuelo hasta convencernos de que posiblemente no había otra forma mejor de contarlo para que el final lograra impactar como lo hace. Un enorme 1 que apenas si cabe en la casilla.

Durante aproximadamente una hora del film de Pietrangeli, asistimos a las andanzas de Adriana (gloria por siempre a Stefania Sandrelli), una hermosa muchacha que aspira a ser actriz, aunque no parece que tenga ni demasiada ambición ni excesiva prisa por conseguirlo. Mientras tanto, deambula de trabajo en trabajo, toma el sol, baila, se divierte o eso parece y se entrega sin reparos a hombres que la tratan como a un objeto e incluso la humillan, con la excepción del boxeador, tan derrotado como ella, al que da vida Mario Adorf. Pero Adriana y su mirada lánguida y su sonrisa permanecen impermeables a todo, como si nada las afectara, como si fueran el ejemplo perfecto de aquello que dijo Chéjov sobre las personas que pasan de largo por su propia vida.

Hasta aquí, parece que tanto la dirección como el guion del propio Pietrangeli, Ruggero Maccari y Ettore Scola quisieran no solo discurrir de la mano de su protagonista y reflejar su forma de ser, sino incluso identificarse con ella, como si nada vibrara especialmente en ellos. Pero a partir de cierto punto algo hace click y el tono cambia y las antenas del espectador comienzan a vibrar. Me refiero a la escena en que el maduro escritor de vuelta de todo con el que acaba de acostarse (Joachim Fuchsberger) le habla de una chica ficticia llamada Milena y Adriana se da cuenta de que la está describiendo a ella. «¿Soy así? ¿Una especie de… deficiente?», le pregunta. «No, al contrario. Quizás seas la más sabia de todos», responde el escritor mientras le acaricia el cabello como a una criatura abandonada.

Tras este precioso momento, la terrible secuencia de la fiesta -cómo sabía el mejor cine italiano poner el dedo en la llaga sirviéndose del humor a modo de envoltorio para regalo-, en que un veterano actor venido a menos (Ugo Tognazzi) acepta convertirse en un bufón para mendigar un papel; la demoledora escena en que la pobre Adriana ve en un cine la entrevista que la deja en ridículo, y la que muestra el trayecto en coche hacia su casa mientras escuchamos, en la voz de Gilbert Bécaud, la maravillosa canción Toi confirman el cambio de tono al que aludía y nos llevan sin concesiones a tener que enfrentarnos con la desconcertante mirada de Adriana y hacia un final estremecedor que nos explota en la cara y que, en opinión muy personal, pertenece a la historia del cine con mayúsculas. Pura emoción.

Mención aparte para esa enorme actriz, tantas veces despachada sin miramientos como poco más que un símbolo sexual, llamada Stefania Sandrelli, que nos regala una de las interpretaciones más naturales que he visto, hasta el punto de no parecer que esté actuando. Aquí comparte escenas, además de con los ya citados, con Franco Nero, Nino Manfredi o Franco Fabrizi; pero ella es la película. Su infeliz Adriana, esa mujer que parece no pretender nada, capaz de bailar con el adolescente Luciano sin darse cuenta de que su sexualidad lo abruma, iluminada en toda su inocencia por la fotografía de Armando Nannuzzi, protagonista involuntaria de una gran mascarada que se deshace de su peluca y su maquillaje tras caer el telón y apagarse las luces, es la cara más absoluta y cruel del fracaso, y de la soledad que este conlleva, ante una sociedad despiadada; una muñeca rota a la que, en realidad, nadie conocía bien. Volviendo a Chéjov, «solo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo».

 

LA CORRUPCIÓN (1963) de Mauro Bolognini

Al terminar sus estudios, el joven Stefano (Jacques Perrin) está decidido a ingresar en un seminario para consagrar sus días a la religión. Su padre (Alain Cuny), un hombre de negocios sin escrúpulos cuya fe está depositada únicamente en el poder y el dinero y que quiere que su hijo trabaje con él, no está dispuesto a que malgaste su vida entregándose a una mentira. Decidido a evitarlo a toda costa, lo convence de que pasen juntos unos días navegando en su yate para hablar del asunto; pero al llegar a la embarcación, Stefano recibe la sorpresa de que los acompañará la hermosa Adriana (Rosanna Schiaffino), una ambiciosa joven cuya misión, a cambio de una buena suma de dinero, consistirá en seducirlo y abrirle los ojos a un mundo aún desconocido para él.

Realidad contra ilusión. Materialismo contra idealismo. Hipocresía adulta contra valores adolescentes. La manzana de Eva corrompiendo la inocencia… Todo demasiado claro y masticado; nada insinuado a la espera del espectador. Quizá el defecto que se le pueda achacar a la estupenda La corrupción (La corruzione) sea que el guion firmado por Fulvio Gicca Palli y Ugo Liberatore no hace gala precisamente de una gran sutileza a la hora de dramatizar sus ideas en unas situaciones y unos diálogos que no dejan espacio a la sugerencia y en unos personajes que resultan, sobre el papel, excesivamente maniqueos y estereotipados, aunque finalmente llenos de vida gracias a sus intérpretes.

Junto a ellos, la cámara de Mauro Bolognini llena de fuerza la pantalla en cada uno de los luminosos planos de Rosanna Schiaffino; en cada escena nocturna en que, a través de la oscuridad, sobresale la grandeza de un casi mefistofélico Alain Cuny; en el momento en que se consuma la seducción, un fragmento enorme de cine repleto de sensualidad, erotismo y talento en la planificación, o en la majestuosa secuencia final, en la que un derrotado Stefano observa, desde el coche aparcado de Adriana, a un puñado de jóvenes en una pista de baile, siguiendo perfectamente el compás de la coreografía del mundo. Pesimista y terrible y absolutamente vigente cierre para una de las mejores películas de Bolognini.

 

 

LA FRUSTA E IL CORPO (1963) de Mario Bava

Kurt Menliff (Christopher Lee) vuelve al hogar paterno, del que fue expulsado tras causar el suicidio de la hija de la criada, para recuperar el favor de su padre y ocupar de nuevo su lugar en la casa. Allí se reencuentra con Nevenka (Daliah Lavi), una antigua amante que aún está enamorada de él, con la que mantuvo relaciones sadomasoquistas, y que ahora es la esposa de su hermano. La noche siguiente a la de su llegada, Kurt es asesinado en misteriosas circunstancias; pero poco después Nevenka empieza a recibir las visitas nocturnas del finado, quien, látigo en mano, está dispuesto a reanudar su curiosa relación. Poco después, el padre de familia aparece también asesinado, por lo que el resto de ocupantes de la casa comienza a pensar que Kurt realmente ha regresado de entre los muertos.

Con esta sinopsis, a pelo, podríamos perfectamente estar ante una de las películas más infames de la historia; de hecho, el guion -por llamarlo de alguna manera- de La frusta e il corpo no sirve ni para abanicarse y las ¿interpretaciones? no encontrarían permiso de residencia ni en la peor telenovela, aunque al menos Daliah Lavi consigue poner cara de sufrimiento-placer y Christopher Lee, recordarnos a Drácula. Pero el milagro ocurre gracias a que tras la cámara está el gran Mario Bava, que consigue que un proyecto ajeno que iba para engendro llegue a ser una de las grandes muestras cinematográficas del Romanticismo más enfermizo, una obra capital del terror gótico trufado de necrofilia y sadomasoquismo que flirtea con el ridículo para terminar alcanzando lo sublime. Ni que decir tiene que la censura franquista no la consideró beneficiosa para la moral y las buenas costumbres patrias.

El paseo nocturno de la protagonista mientras, entre el miedo y el deseo, escucha el sonido de un látigo, para acabar encontrándose con una rama que azota el vidrio de una ventana; una mano que, en primer plano, se acerca en la oscuridad al lecho de la amada con no muy buenas intenciones; las apariciones del finado, sangre en cuello, en los espejos y en las puertas acristaladas; la temerosa mirada de Nevenka, iluminada en medio de la oscuridad, o el bellísimo plano que, como un cuadro en un museo, preside esta entrada… Son solo algunos de los barrocos momentos, excesivos, si se quiere, pero hipnóticos y desasosegantes, que nos llegan de la mano de una alucinante e irreal gama de colores y de una onírica puesta en escena repleta de recursos. El esteticista Baba nunca lo fue tanto como en este canto fúnebre de amor, posesión y muerte que a mí me hace pensar en un Senso (1954) viscontiniano versión dura y de ultratumba.

 

 

 

 

ESTILO de Charles Bukowski / ORDINARIA LOCURA (1981) de Marco Ferreri

Uno de mis poemas preferidos del tan controvertido Charles Bukowski es el titulado «Estilo» (Style), que forma parte del libro Ruiseñor, deséame suerte (Mockingbird Wish Me Luck, 1972). Aquí os dejo la versión original en inglés.

STYLE

style is the answer to everything —                                                       
a fresh way to approach a dull or a
dangerous thing.
to do a dull thing with style
is preferable to doing a dangerous thing
without it.

Joan of Arc had style,
John the Baptist,
Christ,
Sócrates,
Caesar,
Garcia Lorca.

style is the difference,
a way of doing,
a way of being done.

6 herons standing quietly in a pool of water
or you walking out of the bathroom naked
without seeing
me.

Una versión extendida del poema, que me gusta aún más, abre la primera secuencia del film Ordinaria locura (Storie di ordinaria follia), recitada por Henry Chinasky (estupendo Ben Gazzara), alter ego del autor y protagonista de buena parte de sus novelas y relatos. Como la mayoría de las firmadas por Marco Ferreri, la película no es como para tirar cohetes, pero en sus mejores momentos consigue introducirnos en su recreación nada académica y muy onírica de una vida entregada a la literatura, el alcohol, el sexo y la autodestrucción, elementos los dos últimos encarnados también en el personaje interpretado por Ornella Muti. A quienes se animen a verla, les puede traer a la memoria algunos momentos de la segunda etapa del cine de Fellini o de la película de Eliseo Subiela El lado oscuro del corazón (1992).

Aquí os dejo traducida la versión que aparece en el film de Ferreri.

ESTILO

El estilo es la respuesta a todo.
Una manera desenvuelta de afrontar algo aburrido o peligroso.
Hacer algo aburrido con estilo es mejor que hacer algo peligroso sin estilo.
Hacer algo peligroso con estilo es lo que yo llamo arte.
Torear puede ser un arte.
Boxear puede ser un arte.
Amar puede ser un arte.
Abrir una lata de sardinas puede ser un arte.
No muchos tienen estilo.
No muchos pueden conservar el estilo.
He visto perros con más estilo que hombres.
A pesar de que no muchos perros tengan estilo.
Los gatos lo tienen en abundancia.

Cuando Hemingway estampó sus sesos en la pared de un disparo, eso era estilo.
Algunas veces la gente te aporta estilo.
Juana de Arco tenía estilo.
Juan el Bautista.
Cristo.
Sócrates.
García Lorca.

He encontrado hombres en prisión con estilo.
He encontrado más hombres en prisión con estilo que hombres fuera de prisión.
El estilo es una diferencia, una manera de hacer, una manera de ser hecho.
Seis garzas sosegadamente erguidas en un estanque, o tú, saliendo
del baño desnuda sin verme.