Archive for the ‘Cine japonés’ Category
VIDA DE OHARU, MUJER GALANTE (1952) de Kenji Mizoguchi
Para ser mejor o peor, cualquier película depende en gran -grandísima- medida de la mirada del director, de su talento para mostrar en imágenes la historia previamente escrita que se nos quiere contar. Esto, que vale para cualquier género, probablemente se acentúe en el caso del melodrama, que a fuerza de acumular desgracias sobre el alambre corre el peligro de caer del lado del ridículo o incluso de la comicidad involuntaria. Ejemplos, en el cine y en la televisión, los hay para llenar vagones. Los juntadores de escenas, poco dados a sutilezas, se han encargado de ello.
Debe de haber muy pocas películas en que su protagonista tenga tan oscuro fario como la Oharu (Kinuyo Tanaka) de Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna) y quizá aún menos en que alrededor de la pobre víctima se acumule tal cantidad de egoísmo, hipocresía, abuso de poder, manipulación y, en fin, mala gente. Pero, claro, la propia Oharu, hija de samurái, se lo busca al corresponder al amor de un sirviente (Toshirô Mifune), desatino que trae como consecuencia que el enamorado sea ejecutado y la enamorada sea vendida a un gran señor para que conciba al heredero que no puede darle su esposa. Tras el nacimiento del niño, es expulsada de la casa y su padre la obliga a trabajar en un prostíbulo -como le ocurrió a la hermana de Mizoguchi-, es violada por otro gran señor al que sirve como criada y, ya en su madurez, vive de la prostitución callejera y de la limosna. Ni siquiera la única posibilidad que se le presenta de ser feliz le dura mucho: al poco tiempo de casarse con un buen hombre que la quiere y la cuida, este es asesinado.
Tal cantidad de calamidades es convertida por la piedra filosofal de Mizoguchi en oro cinematográfico, en una sucesión de belleza al servicio de la condena de la injusta situación de la mujer, reducida a un simple objeto, tanto en el siglo XVII en que se ambienta el film como en la época en que vivió el cineasta. Y al servicio del arte. Delicados travellings marca de la casa, picados que ilustran la indefensión de Oharu, pudorosos fueras de campo por respeto a la vejada protagonista, disposición de los personajes en pantalla digna del bisturí de un cirujano, como en ese plano en que Mizoguchi los coloca hasta en tres niveles diferentes, casi formando un triángulo, con Oharu sola al fondo, en los límites de la profundidad de campo. Y así, sin pausa, durante dos horas y cuarto. Cuestión de estilo, de clase, de elegancia. Cuestión de cine.
Y para darse cuenta del magisterio de uno de los más grandes directores de la historia, ni siquiera es necesario acudir al plano indicado anteriormente o a otros momentos mágicos, como el que muestra a Oharu pidiendo limosna mientras toca el shamisen -y que remite a una escena anterior en que ella ayuda a una joven en la misma situación- o la secuencia en que, ejerciendo la prostitución en un descampado, sale al paso, casi como un fantasma, de los posibles clientes y se lanza desesperada sobre ellos para que compren sus servicios, de manera similar a las protagonistas de La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956), otra obra maestra y testamento fílmico de Mizoguchi; basta con contemplar a Kinuyo Tanaka -tan enorme actriz como cineasta-, al inicio del film, sentada en el interior de un templo, sonriendo a una figura cuyo rostro le recuerda al del criado que la amó y le hace rememorar su vida, mientras se quita poco a poco el pañuelo que le cubre la cabeza y la cámara se desliza suavemente frente a ella. Como decía, cuestión de cine.
EL PERRO RABIOSO (1949) de Akira Kurosawa
Murakami (Toshiro Mifune, en una de sus interpretaciones más comedidas) es un joven que al volver de la guerra encuentra trabajo en la policía de Tokio. Una mañana, al volver en el autobús de unas prácticas de tiro, se da cuenta de que le han robado la pistola y aunque persigue al ladrón no es capaz de atraparlo. Aconsejado por un colega de la policía y por una conocida delincuente, se pasea durante unos días por el centro de la ciudad, vestido de soldado, a la espera de que le ofrezcan comprar una pistola. Cuando consigue un contacto, su inexperiencia provoca que el hombre al que busca se escape y que poco después cometa un atraco en el que una persona resulta herida. Del caso se encargará el experto detective Sato (siempre grande Takashi Shimura), al que asignarán a Murakami como ayudante.
Aunque Kurosawa ya nos había dejado momentos de estupendo cine, sobre todo en la segunda parte de No añoro mi juventud (Waga seishun ni kuinashi, 1946), creo que su noveno trabajo, El perro rabioso (Nora inu, título que más bien significa «perro callejero»), es su primera gran película, la que anuncia ya a las claras las posteriores obras maestras del cineasta, además de un antecedente, con varios puntos en común, de El infierno del odio (Tengoku to jigoku, 1963), el film más perfecto de Kurosawa dentro del género policiaco.
La primera mitad de El perro rabioso, con Murakami como guía involuntario en busca de su pistola, supone sobre todo un recorrido por la ciudad de Tokio en pleno verano y en plena posguerra, por su situación de pobreza, por la falta de oportunidades para muchos de los que vuelven del frente, por su vida nocturna en las calles y en los tugurios en que proliferan la prostitución y la delincuencia. Y todo ello envuelto en un calor y una humedad como pocas veces se han visto y sentido en el cine. Al ver este casi documento de la época, uno tiene la sensación, aumentada gracias a la música de Fumio Hayasaka, de estar ante una película neorrealista, ante una suerte de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) filmada en Japón y sin nuestra complicidad sentimental.
Tras el primer delito violento del ladrón, entramos ya definitivamente en terreno policiaco y el film gana ritmo y altura, desde la escena de presentación de Sato, realizando un interrogatorio mientras se come un helado, pasando por la brillantísima secuencia en un estadio abarrotado durante un partido de béisbol, hasta unos deslumbrantes veinte minutos finales protagonizados por el definitivo cerco al criminal -identificado ya como otro exsoldado, al igual que Murakami, llamado Yusa-, bajo uno de esos aguaceros que tan bien filmaba Kurosawa, y que desembocan en ese plano para las antologías que iguala, en medio del barro, al cazador y a la presa y en un terrible grito de desesperación que significa tantas cosas, similar al que lanza el personaje del secuestrador al final de El infierno del odio.
GINREI NO HATE (1947) de Senkichi Taniguchi
El crítico e historiador de cine Stuart Galbraith IV publicó en 2002 un mastodóntico libro titulado El emperador y el lobo (The Emperor and the Wolf), en el que nos ponía al día de manera exhaustiva sobre la relación a lo largo de sus vidas entre Akira Kurosawa y Toshiro Mifune y sobre sus filmografías, tanto en colaboración como por separado. En una de sus muchas páginas, Galbraith habla del film Ginrei no hate -conocido en el mercado anglosajón por el título Snow Trail-, dirigido por un cineasta de breve filmografía y muy olvidado de nombre Senkichi Taniguchi. Su aparición en el libro responde a que Kurosawa colaboró con Taniguchi en el guion y en el montaje y a que supuso el debut de Mifune ante las cámaras; su presencia aquí, a que es estupendo.
La historia que nos cuenta es la de tres atracadores de bancos que, al ser descubiertos por la policía en un balneario, han de huir a través de las montañas nevadas. Tras una avalancha en la que muere uno de los delincuentes, los otros dos, Nojiri (impresionante, como siempre, Takashi Shimura) y Eijima (un Mifune ya perfectamente reconocible en su manera de interpretar), consiguen escapar con su parte del botín y se refugian en una cabaña donde son acogidos sin preguntas por su anciano dueño, su pequeña nieta y un joven alpinista amigo de ellos. Pero, pasados unos días, el impaciente y violento Eijima acaba amenazando al montañero para que los guíe en su peligrosa ascensión hacia la libertad.
Tras un inicio no excesivamente destacable, la película va paulatinamente cogiendo altura desde la llegada de los dos fugitivos a la cabaña. A partir de ese instante, Taniguchi comienza a distanciarlos y a mostrarnos las diferencias entre ambos personajes, a la vez que insinúa, de manera sabiamente velada, lo poco que sabremos de su pasado: mientras Eijima se irrita cada vez más ante una amabilidad que no comprende porque probablemente nunca la ha conocido, Nojiri abandona su habitual y siniestra indumentaria, se muestra profundamente conmovido, sobre todo porque la cariñosa nieta de su anfitrión le recuerda a su hija fallecida, y comienza su particular camino hacia la redención.
En esta segunda parte del film abundan los momentos magistrales, coronados por la extensa secuencia, repleta de tensión, de la escalada de nuestros dos protagonistas junto al joven guía y por el bellísimo final. Pero si hay una escena, por encima de todas, que marca la película y la mantiene en nuestra memoria, es aquella en que la tristeza y la nostalgia invaden a Nojiri al escuchar en un tocadiscos de la niña la música de My Old Kentucky Home, la clásica canción sureña que John Ford incluyó en Judge Priest (1934) y en The Sun Shines Bright (1953). «Los sentimientos de las personas son iguales en todas partes», dice Nojiri. Un fragmento de cine absolutamente mágico que se me antoja, y no solo por la música, fordiano por los cuatro costados y que entronca, por medio del rostro y la interpretación de Shimura, con algunos de los más recordados de Vivir (Ikiru, 1952), la obra maestra de Kurosawa.
KOKORO de Natsume Soseki
Kokoro (1914) -en japonés, «corazón», en su sentido espiritual- es generalmente considerada la obra capital de Natsume Soseki, uno de los padres de la novela moderna japonesa y principal figura de la generación anterior a los Akutagawa, Tanizaki o Kawabata, la que vivió durante la era Meiji, época de grandes cambios en el país nipón y de apertura a Occidente.
Ambientada a finales de la citada era, la novela nos cuenta la relación entre un estudiante y un maduro, misántropo y acomodado intelectual que vive sin trabajar, prácticamente recluido en casa junto a su esposa. Las continuas visitas del joven al hogar del matrimonio y la admiración sincera que siente por aquel al que denomina sensei -personaje que se me antoja casi pessoano– conseguirán que el hombre se abra a una especie de amistad paternofilial y que acabe confesándole la razón de su aislamiento y su renuncia a la sociedad, el secreto que lleva años amargándolo y que ni siquiera su mujer conoce.
Novela de personajes sin nombre, de estilo sencillo y depurado como pocas incluso en la literatura japonesa, Kokoro está dividida en tres partes: las dos primeras, narradas por el joven estudiante; la tercera, por sensei. Esta última, a modo de confesión, nos traslada a la época universitaria del narrador, cuando conoció a la que acabaría siendo su esposa, y a su amistad con un compañero de estudios al que denomina K -curioso que Franz Kafka escribiera El proceso y El castillo más o menos en la época en que se publicó la novela de Soseki- y que se revela como figura central del drama. De la relación entre K y sensei en el pasado y la de este con su pupilo en el presente, paralelas en cierto modo, se servirá Soseki para componer un texto bellísimo acerca de la vida, la muerte, el amor y, sobre todo, la culpa y la incapacidad de perdonarnos a nosotros mismos.
¿Te acuerdas? A menudo, me planteabas discusiones sobre ideas contemporáneas. Te acordarás de cuál era mi actitud. No es que desdeñara tus opiniones, más bien nunca les daba importancia. Tus ideas no estaban apoyadas en nada; además, eras demasiado joven para tener un pasado propio. De vez en cuando me reía, y tú ponías cara de disgusto en muchas ocasiones. Al final, insististe en que te contara mi pasado como si desplegara un rollo de pintura. Fue entonces cuando por primera vez sentí en mi corazón respeto hacia ti. Mostraste la decisión de sacar algo de mis entrañas, de absorber la sangre caliente que brotaba de mi corazón. Entonces, yo aún estaba vivo y no quería morirme. Así que prometí acceder a tu deseo otro día y me quité de encima por ese instante tu petición. Ahora sí; ahora, voy a intentar abrirme yo mismo el corazón y verter su sangre en tu cara. S con ella puedes concebir una vida nueva en tu pecho, una vez que haya cesado el latido del mío, estaré contento.
Traducción de Carlos Rubio para Editorial Gredos.
Que yo sepa, Kokoro ha conocido hasta hoy dos adaptaciones al cine, homónimas ambas. No he tenido ocasión de ver la segunda, de 1973, dirigida por Kaneto Shindô; pero, por lo que leído sobre ella, al parecer solo adapta la tercera parte de la novela. La primera adaptación, de 1955, protagonizada por Masayuki Mori, la dirigió Kon Ichikawa con una puesta en escena más contenida y austera que otros films suyos posteriores y más conocidos, correspondiendo al tono del original literario, al que es muy fiel a pesar de darles nombre a los personajes y otorgar mayor protagonismo a la esposa de sensei, interpretada maravillosamente por Michiyo Aratama.
KURONEKO (1968) de Kaneto Shindô
Una mujer y su nuera (interpretadas, respectivamente, por Nobuko Otowa y Kiwako Taichi), que sobreviven como pueden en el bosque mientras esperan el regreso de la guerra de su hijo y esposo, son violadas y asesinadas por un grupo de samuráis errantes, que acaban prendiendo fuego a la cabaña en que vivían. Entre las cenizas, un gato negro se acerca a los cadáveres y lame su sangre. Tiempo después, todo samurái que pasa por la noche ante la puerta de Rashomon desaparece y su cadáver es encontrado al día siguiente con unas marcas en el cuello, como si un feroz animal los hubiera mordido. La ironía del destino hará que el joven esperado por las dos mujeres, tras volver del frente y ser recibido con honores, sea el encargado de investigar los asesinatos.
En Kuroneko (Yabu no naka no kuroneko), también conocida como El gato negro, Kaneto Shindô nos lleva de regreso a un escenario similar al de su obra maestra Onibaba -guerra, caos, pobreza, pillaje y mujeres abandonadas a su suerte- para, adentrándose aún más de lleno en territorio fantástico, ofrecernos una versión libre de la leyenda del demonio de Rashomon, en la que dos mujeres vuelven de la muerte convertidas en fantasmas-vampiro, con una apariencia humana similar a la que tenían antes de morir pero elegantemente vestidas, bajo la promesa hecha a los demonios del mal -representados por el gato, presencia recurrente en el fantástico japonés- de ofrecer cobijo en su fantasmal hogar a los solitarios samuráis que se adentren en el bosque para seducirlos y asesinarlos.
Sin ser tan redonda como Onibaba porque algunas secuencias son reiterativas y alargan la película innecesariamente, Kuroneko nos regala tanta belleza cinematográfica que no es difícil incluirla entre las grandes películas del género fantástico y de terror. Desde la primera secuencia, hipnótica como pocas, en que el fantasma de la nuera se aparece a un samurái y lo guía bajo la luna a través del bosque hasta su casa, pasando por las que muestran a la madre acercándose por el pasillo o entregada a sus extraños bailes, la dirección de Shindô y la fotografía de Kiyomi Kuroda nos abruman con sus imágenes oníricas, repletas de una violencia y un erotismo filmados como si de danzas coreografiadas se tratase, con toda la elegancia del mundo, al servicio de dos personajes fascinantes que parecen sacados de un sueño y cuyas seductoras miradas consiguen que, samuráis cinéfilos, no podamos ni queramos renunciar a su invitación.
A WIFE CONFESSES (1961) de Yasuzô Masumura
Conocida en Occidente, como tantas otras películas del cine asiático, por su título en inglés, A Wife Confesses (Tsuma wa kokuhaku suru) inicia sus impecables 90 minutos en el momento en que va dar comienzo el juicio contra Ayako Takigawa, una hermosa mujer acusada de asesinar a su marido, un profesor mucho mayor que ella. A lo largo del proceso, que ocupa la mayor parte del film, los testimonios de Ayako y del resto de personas relacionadas con el matrimonio nos irán informando, mediante sucesivos flashbacks, de cómo era la relación entre los cónyuges, de las circunstancias en que se cometió el supuesto crimen y del papel decisivo que pudo tener en todo el asunto el joven Osamu, un apuesto alumno y ayudante de Takigawa; pero, como no podía ser de otra forma, lo que se nos dice y muestra, y la forma de hacerlo, nos llevará a los espectadores a poner todo en duda y es probable que la influencia del naturalismo y del cine negro norteamericano, con sus mujeres fatales guiando al ingenuo amante a deshacerse del molesto marido, nos lleve a desconfiar cada vez más de la aparente candidez de Ayako.
Lejos de otras propuestas mucho más extremas, tanto en su forma como en su argumento, y quizá más conocidas en Occidente, como la impresionante Tatuaje (Irezumi, 1966), que ya pasó por este blog, o la excesiva e influyente La bestia ciega (Môjû, 1969), A Wife Confesses, basada en una novela de Masaya Maruyama, pertenece a ese grupo de películas en que el gran Yasuzô Masumura hizo gala de una puesta en escena mucho más clásica y contenida, menos exuberante pero igualmente efectiva. Si la primera y más extensa parte del film, la que nos muestra el juicio y las continuas analepsis, es ejemplar en su caracterización de los personajes, en su tratamiento de la subjetividad y en su crítica a la exposición pública de los principales implicados en la vista, los aproximadamente veinte minutos finales, en los que se nos desvela toda la verdad sobre los hechos y sobre sus protagonistas, son un fragmento enorme de cine, imágenes y diálogos que ponen la carne de gallina.
Es en ese desenlace, si no lo había logrado ya antes, donde la gran actriz Ayako Wakao, habitual en el cine de Masumura, nos demuestra lo gran actriz que era y donde su personaje se nos revela como uno de los retratos femeninos más complejos y apasionantes del cine japonés, hasta convertirse en el centro absoluto de este drama magistral en torno a las apariencias, la duda y, en fin, el amor sin límites, cuyo plano final busca permanecer en la memoria del espectador y vaya si lo consigue.
FLOR PÁLIDA (1964) de Masahiro Shinoda
Las primeras imágenes de Flor pálida (Kawaita hana) nos muestran una ciudad repleta de gente mientras oímos una voz en off que se pregunta por qué estos extraños animales (las personas) se empeñan en viajar en cajas (los trenes) y en fingir que están vivos cuando sus rostros reflejan que en realidad están muertos, que su vida es un continuo hastío sin sentido. Esa voz podría ser la de alguien que leyera un manual de filosofía o la de Dámaso Alonso refiriéndose a los cadáveres de Madrid de su poema Insomnio, pero resulta que es la de Muraki (Ryo Ikebe), un yakuza que vuelve a las calles de Tokio tras pasar tres años en la cárcel. Sus primeras palabras nos muestran claramente cómo es el protagonista de esta estupenda película de Masahiro Shinoda, el director que en 1971 llevó al cine la novela de Shusaku Endo que Martin Scorsese volvería a adaptar en Silencio (Silence, 2016).
Mientras espera el próximo encargo de sus jefes, el abúlico Muraki divide su indiferencia entre la relación que mantiene con una joven, a la que aconseja que lo abandone porque con él no tiene ningún futuro, y las continuas visitas a timbas clandestinas de juego. En una de ellas conoce a Saeko (Mariko Kaga), una extraña joven de la que nadie sabe nada y que busca en esas partidas la emoción y el riesgo que la mantengan viva. Atraído por el misterio que envuelve a Saeko, novedad en una vida que ya no esperaba ninguna, Muraki la introduce en partidas privadas en las que se juegan grandes sumas; pero ese vértigo no será suficiente para ella, que comenzará una relación con Yoh, un joven asesino y drogadicto, un personaje completamente simbólico al que solo veremos, silencioso, oculto entre las sombras.
«Ojalá no volviera a salir el sol. Amo estas noches perversas», dice la fascinante Saeko, el eje alrededor del cual gira esta huida hacia adelante, este viaje nocturno a las profundidades del vacío existencial habitado por personajes que podrían encontrar su lugar en alguna obra maestra de Jean-Pierre Melville o en cualquier peñazo firmado por Michelangelo Antonioni. Para ella, el fantasmal Yoh representará la última apuesta, la postrera parada en la noche, el abismo en que acabará desapareciendo irremediablemente. Y entonces, como se dice a sí mismo Muraki en la maravillosa escena final, ya no importará quién era realmente la flor pálida.
KWAIDAN de Lafcadio Hearn / EL MÁS ALLÁ (1964) de Masaki Kobayashi
Escritor británico nacido en Grecia, Lafcadio Hearn pasó buena parte de su vida en Japón. Allí se casó, se nacionalizó japonés, trabajó como periodista y como profesor y se dedicó a estudiar la historia, las costumbres y las leyendas niponas. De las obras que nos legó, quizá la más popular sea Kwaidan (Kwaidan: Stories and Studies of Strange Things, 1903), una recopilación de cuentos fantásticos en los que los fantasmas son los principales protagonistas: una joven que, antes de fallecer, le promete a su novio que volverá a nacer para casarse con él; un sacerdote que regresa de la muerte convertido en jikininki, un devorador de cadáveres; el espectro de una joven esposa, que vuelve al mundo de los vivos para recuperar una carta comprometedora; la Mujer de Nieve, una bellísima y terrible aparición que perdona la vida a un leñador a cambio de que no revele a nadie que la ha visto…
Mi relato preferido del libro, «La historia de Miminashi-Hoichi», nos cuenta lo que le acontece a un virtuoso músico ciego: tras ser invitado por los fantasmas de un clan que murió en una famosa batalla a tocar para ellos, el sacerdote en cuya casa vive tendrá que trazar en todo el cuerpo del músico un texto mágico que lo libere del poder de los aparecidos. Por desgracia, olvidará pintarse el texto en las orejas.
A la hora del crepúsculo, el sacerdote y su ayudante desnudaron al trovador y, valiéndose de unos pinceles, le trazaron en el pecho, en la espalda, en los labios, en las manos y en las piernas, en fin, hasta en las plantas de los pies, el texto piadoso del sûtra llamado Han’nya-Shin-Kyo. Cuando terminaron esta operación, el sacerdote dijo a Hoichi:
-Esta noche, poco tiempo después de que yo marche, te irás a sentar en el pórtico, y esperas allí. Probablemente vendrá una voz y te llamará; pero, ocurra lo que ocurra, no contestes ni te muevas. Seguirás sentado y sin hablar, y en actitud meditabunda. Si te agitas o haces algún ruido, serás partido en dos trozos. No temas nada, ni tampoco intentes pedir ayuda, porque ninguna ayuda humana podrá salvarte. Si cumples todas las instrucciones según te las doy, el peligro desaparecerá y no tendrás nada que temer de aquí en adelante.
Traducción de Pablo Inestal.
Publicado por Alianza Editorial.
El cuento de Hoichi y sus pobres orejas es uno de los cuatro del libro que escogió el gran Masaki Kobayashi para adaptarlos al cine. El resultado, conocido en España como El más allá (Kwaidan, 1964), es una de las grandes obras maestras del cine fantástico.
SHURA (1971) de Toshio Matsumoto
También conocido en el mercado anglosajón por los títulos Demons -que sería, aproximadamente, la traducción del título original- y Pandemonium, el film Shura tiene como protagonista a Gengobe (Katsuo Nakamura), un ronin abandonado a los placeres mundanos mientras espera la orden de reunirse con sus antiguos compañeros para llevar a cabo una venganza. Sin apenas datos al respecto, podemos tomar a Gengobe como uno de los legendarios samuráis de Ako; pero el relato que veremos en pantalla nada tiene que ver con la épica histórica, sino con la tragedia personal del protagonista: una geisha llamada Koman (Yasuko Sanjo), de la que está enamorado, elabora un plan junto a su marido y sus amigos para engañarlo y quedarse con su dinero. Deshonrado y puesto en ridículo, Gengobe se convertirá en un demonio sanguinario que dejará de lado cualquier código para asesinar a quienes han arruinado su vida.
Shura está basada en una obra de Nanboku Tsuruya, y no cuesta nada, de hecho, imaginarse su historia, desarrollada casi exclusivamente en interiores, representada sobre un escenario; aun así, la película de Matsumoto es un gigantesco espectáculo cinematográfico que ni siquiera se ve empañado por el montaje vanguardista de algunos planos, muy típico de los 70, que nada bueno aporta. Durante dos y cuarto, la potencia de sus imágenes, exquisitamente planificadas, nos deja hipnotizados contemplando una sinfonía nocturna de violencia, sangre y horror, adornada con elementos oníricos y fantasmales, que siempre, incluso en sus momentos lindantes con el gore o en sus impactantes primeros planos, está dominada por la elegancia y la belleza.
Buena parte de dicha belleza hay que apuntársela a la fotografía en blanco y negro, con pocos blancos y muchos negros, de Tatsuo Suzuki, que hace más que recomendable el visionado en pantalla grande. La oscuridad ya no es aquí solo un componente estético, sino incluso, como pocas veces, un protagonista fundamental de la película, un símbolo en el que solo cabe ya la muerte, que envuelve a unos personajes abandonados para siempre por la luz y del que surgen como trágicos fantasmas shakespearianos dominados por la venganza, el deseo, el engaño o la ambición. Y es que mucho hay del teatro de Shakespeare en esta maravilla del cine inexplicablemente poco conocida.
47 RONIN. LA HISTORIA DE LOS LEALES SAMURÁIS DE AKO de Tamenaga Shunsui
El relato protagonizado por los 47 ronin (samurái sin señor) de Ako es uno de los hechos más famosos de la historia de Japón. Acaecido en nuestro año de 1703 -era Genroku japonesa-, convertido en leyenda a lo largo de los años por medio de sus muchas versiones y motivo de orgullo para el carácter nipón, ha estado presente en la novela, en el teatro kabuki y en el bunraku y, ya en el siglo XX, en el cine y en el cómic. Popular incluso en Occidente, el mismo Jorge Luis Borges se hizo eco de él en el cuento «El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké», incluido en el volumen Historia universal de la infamia (1935). Fue en dicho cuento, precisamente, donde leí por primera vez sobre la leyenda.
El infame de este capítulo es el incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, aciago funcionario que motivó la degradación y la muerte del señor de la Torre de Ako y no se quiso eliminar como un caballero cuando la apropiada venganza lo conminó. Es hombre que merece la gratitud de todos los hombres, porque despertó preciosas lealtades y fue la negra y necesaria ocasión de una empresa inmortal.
La versión novelada de los sucesos que escribió Tamenaga Shunsui, titulada en su edición española 47 ronin. La historia de los leales samuráis de Ako (Iroha Bunko), es quizá la forma literaria más accesible para nosotros de conocer la historia de estos 47 samuráis que esperaron pacientemente casi dos años para, aun conociendo las consecuencias, vengar la muerte de su señor Asano, obligado por las leyes a practicarse el seppuku o suicidio ritual por haber atacado al maestro de ceremonias que lo ofendió y cuyo nombre da título al cuento de Borges; una historia repleta de aventura, tragedia y poesía, marcada por el sentido del honor de unos personajes que, tras consumar su venganza, aceptaron también el castigo del suicidio.
Después, relató brevemente la vida de los cuarenta y siete ronin, deteniéndose a menudo para enjugar las lágrimas de sus mejillas. Su elocuencia emocionó profundamente a los oyentes, quienes, de vez en cuando, dejaban oír piadosas exclamaciones y mojaban sus mangas con el rocío de la pena y la alegría.
Cuando hubo hecho el elogio de todos los mártires, concluyó así su oración:
-El recuerdo de sus sufrimientos, de su heroísmo y su lealtad está grabado en una tablilla de oro, y el roce del tiempo, que casi todo lo borra, no podrá menos que dar más lustre a sus gloriosos nombres.
Traducción de Ángel González y Marián Bango.
Publicada por Satori Ediciones.
La historia de estos 47 vengadores ha conocido, desde los tiempos del cine mudo, muchas adaptaciones a la pantalla, incluida alguna estadounidense que podía haberse quedado en el baúl de los proyectos. El gran Kenji Mizoguchi realizó una de las más conocidas, La venganza de los cuarenta y siete samuráis (Genroku chusingura, 1941), pero no me parece que pueda contarse entre sus mejores películas. De las que he visto, recomendaría 47 Ronin (Chusingura), de Hiroshi Inagaki, un estupendo film que cuenta los hechos básicamente de la misma forma que la novela de Shunsui y que, a pesar de sus tres horas y media, no se le hará nada pesada al espectador habituado al cine japonés clásico.