Archive for the ‘Literatura alemana’ Category

HOLLYWOOD de Bertolt Brecht / EL DESPRECIO (1963) de Jean-Luc Godard

Uno de los temas que trata la estupenda novela de Alberto Moravia El desprecio (Il disprezzo, 1954) es el conflicto de intereses que se da frecuentemente dentro del mundo del cine entre los que ponen el talento y los que aportan el dinero, personificado en la relación entre el productor Battista, el guionista Riccardo Molteni y el director Rheingold. Dicha confrontación se pone aún más si cabe de manifiesto en la adaptación de Jean-Luc Godard, El desprecio (Le mépris), sobre todo en los comentarios que hace Fritz Lang, que se interpreta a sí mismo en el papel del cineasta que va a realizar una adaptación de la Odisea, de Homero (como curiosidad, en la novela se dice del ficticio Rheingold que es un buen director, aunque no a la altura de Pabst o Lang).

En ese sentido, una de las escenas más definitorias del film es aquella en que Lang recita, en presencia del guionista, Paul Javal (Michel Piccoli), y de su esposa, Camille (Brigitte Bardot), los versos de una de las Elegías de Hollywood (Hollywood-Elegien, 1942), escritas por Bertolt Brecht durante su exilio en Estados Unidos, época en que colaboró, precisamente, con Lang en el guion de Hangmen Also Die (1943). El guiño divertido de la escena lo pone el propio Godard, travieso él, al hacer que Camille le pregunte a Lang qué es lo que acaba de recitar, a lo que el realizador germano responde que es «Hollywood, los versos de una balada del pobre B. B.»(no Brigitte Bardot, claro, sino Bertolt Brecht).

Estos son los versos escritos por el poeta y dramaturgo alemán en la traducción que aparece en la película. Brecht los escribió en relación con la meca del cine, pero podrían referirse tranquilamente al mundo del siglo XXI.

Hollywood

Cada mañana, para ganarme mi pan,

voy al mercado donde venden mentiras

y lleno de esperanza

me coloco junto a los vendedores.

DIARIO DE UN DESESPERADO de Friedrich Reck

Mi vida en esta ciénaga pronto entrará en su quinto año. Desde hace más de cuarenta y dos meses pienso odio, me acuesto con odio, sueño odio para despertar con odio: me asfixia verme prisionero de una horda de monos perversos, y me devana los sesos el eterno enigma de este mismo pueblo, que hace unos años velaba tan celosamente por sus derechos y que de la noche a la mañana se ha hundido en este letargo, en el que no solo tolera el dominio de los inútiles de ayer, sino que además, para colmo de vergüenza, ya no está en condiciones de percibir como ignominia su propia ignominia.

 

Estas palabras pertenecen al Diario de un desesperado (Tagebuch eines Verzweifelten), escrito entre mayo de 1936 y octubre de 1944 por Friedrich Reck y publicado por primera vez en 1947. Conservador, monárquico, clasista, poco amigo de la democracia, amante de la naturaleza y enemigo de la mecanización de la sociedad, Reck ya había dejado clara su postura contraria al nazismo en otra obra titulada Historia de una demencia colectiva (Bockelson. Geschichte eines Massenwahns, 1937) -que fue inmediatamente secuestrada por el gobierno-, en la que establecía un paralelismo entre la locura que se estableció en 1534 en la ciudad de Münster, donde los habitantes sucumbieron ciegamente al control de los predicadores anabaptistas encabezados por Johann Bockelson, y la que se adueñó de toda Alemania bajo el régimen nazi; pero es en su diario donde podemos acceder de manera definitiva a sus nada ambiguas opiniones en torno al tema.

A lo largo de sus páginas, Reck desprecia e insulta sin contemplaciones tanto a Hitler -al que llega a calificar de «aborto hecho a base de basura y estiércol»- y sus secuaces como a sus conciudadanos cómplices, a la «masa» que se ha dejado lavar el cerebro por las falsas promesas de una banda de gánsteres con delirios de grandeza, haciendo hincapié en la colaboración y abnegación de determinadas clases sociales y en las causas por las que sus país ha llegado a esta situación. A pesar de que sus ideas en relación con otros temas no serían precisamente populares actualmente, resulta inevitable admirar la firmeza de sus argumentos y la clarividencia con que prevé, con años de antelación, el fin de los verdugos y la derrota de Alemania, de los que no pudo ser testigo al morir, víctima del tifus, en el campo de concentración de Dachau en febrero de 1945.

El siguiente fragmento pertenece a la entrada del 11 de agosto de 1936. En él, Reck narra un encuentro casual con Hitler y la posibilidad que tuvo de matarlo.

Volví a verlo de cerca una vez más. Fue en aquel otoño de 1932, cargado de presagios, en el que Alemania empezó a tener fiebre. Friedrich von Mücke y yo estábamos cenando en la Osteria Bavaria de Múnich cuando él -por otra parte solo, sin su Guardia de Corps habitual- entró en el local y tomó asiento en la mesa de al lado. Allí estaba, convertido entretanto en un hombre poderosísimo en Alemania… y allí, sentado, se sintió observado y criticado por nosotros, muy incómodo, motivo por el cual adoptó enseguida el gesto obstinado de un pequeño funcionario que ha entrado en un local normalmente inaccesible para él, pero que, una vez ha tomado asiento, exige a cambio de su buen dinero «que le sirvan y traten igual de bien que a esos distinguidos caballeros de ahí».

Sí, allí estaba sentado, un Gengis Khan vegetariano, un Alejandro abstemio, un Napoleón sin mujeres, una miniatura de Bismarck que habría tenido que guardar un mes de cama si se hubiera visto forzado a tomar aunque solo fuera uno de los desayunos del viejo Canciller de Hierro…

Yo había venido en coche a la ciudad y, por aquel entonces, en septiembre de 1932, como las carreteras eran ya bastante inseguras, llevaba encima una pistola lista para disparar; en aquel local casi vacío habría podido hacerlo, sin más.

Lo habría hecho, si hubiera sabido el papel que iba a desempeñar ese puerco, y los años de sufrimiento que nos esperaban. Por aquel entonces, no lo consideraba más que un personaje de revista satírica, y no disparé. Tampoco habría servido de nada, porque el Consejo del Altísimo ya había decidido nuestro martirio, y si entonces lo hubieran atado a las vías del tren, el vertiginoso expreso habría descarrilado antes de alcanzarlo. Hoy se oye hablar de muchos atentados que estaban destinados a él, y todos fracasaron. Así será, y tendrá suerte hasta que llegue su hora. Cuando esta haya llegado, la perdición irá arrastrándose hasta él desde todos los rincones…, incluso desde rincones en los que él nunca ha pensado.

Traducción de Carlos Fortea.

Publicado por editorial minúscula.

 

 

 

 

 

 

 

 

RECUERDOS DE JULIO CORTÁZAR de Edith Aron

«¿Necesito decirte quién es Edith Aron? Vos lo habrás adivinado hace mucho, ¿verdad? Entonces, ¿vos te imaginás Rayuela traducida por ella?» (Carta de Julio Cortázar a su editor)

        Pasó otro 12 de febrero y, con él, otro año más desde que nos dejó Julio Cortázar. Esta vez lo recuperé en las páginas de 55 Rayuelas (2007), la antología de textos de la escritora alemana Edith Aron, la persona que, al parecer, se esconde tras la Maga, el maravilloso personaje que Cortázar inmortalizó en Rayuela (1963) ya desde sus primeras líneas:

        «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se incribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentrífico.»

        El último de esos textos se titula Recuerdos de Julio Cortázar, y en él Edith Aron nos cuenta cómo le conoció y varios de sus encuentros. Aquí dejo un fragmento.

        «Una vez fuimos hasta el Parc des Sceaux, y allí, recostados en un árbol, me leyó el cuento «Final del juego», que justo acababa de escribir. Me emocionó tanto que rompí a llorar, y entonces dijo que si algún día llegaba a publicarlo me lo dedicaría. Pero por lo que se ve, se olvidó, porque nunca lo hizo. Cuando estuvo en Londres en 1977, para arreglar asuntos de sus traducciones, se lo recordé, pero me dijo que ya me había dedicado un libro entero. Nadie sabe de ello.»

               Traducción de Paula Kuffer.

               Publicado por Belacqva (La otra orilla).

MUERTE EN VENECIA (1971) de Luchino Visconti

Luchino Visconti fue un artista polifacético, un poeta de la imagen, y un gran director de cine, a veces. Incluso en sus grandes obras, como El gatopardo (Il gattopardo, 1963) o Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), hay escenas en que me parece un director descuidado, poco dotado para la narración, como si determinados aspectos de la historia que cuenta no le importaran demasiado y prefiriera centrarse en capturar ciertos instantes en los que, ahora sí, da lo mejor de si mismo.

       En mi opinión, la película que mejor refleja lo malo y lo maravilloso del cine de Visconti es Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), basada en la novela de Thomas Mann La muerte en Venecia (Der tod in Venedig, 1913). Film que despierta filias y fobias a partes iguales, carente del prestigio incontestable de las dos obras maestras antes citadas, guarda, junto al gusto por un esteticismo muchas veces molesto inherente a su autor, algunos movimientos de cámara, sobre todo en su primer mitad, realmente infumables, gratuitos y que entorpecen la puesta en escena, incluido algún odioso zoom del que nadie se libraba en la época (dichosas modas).

       Junto a esto, dos de las escenas más estremecedoras que uno recuerda y que, por si solas, valen más que muchas filmografías completas. La persecución de Gustav Aschenbach (Dirk Bogarde en el papel de su vida, lo cual no es decir poco), por las calles de una Venecia enferma de peste, tras el joven Tadzio o, lo que es lo mismo, tras el ideal de belleza que ha intentado alcanzar toda su vida, hasta caer agotado, enfermo y riéndose de si mismo; y la escena final en la playa, con la silueta de Tadzio en el agua recortada en el horizonte, y Aschenbach intentando levantarse de la tumbona para ir hacia él sin conseguirlo, y muriendo mientras el tinte del cabello le resbala por el rostro y escuchamos esa maravilla que es el «adagietto» de la 5ª sinfonía de Gustav Mahler, demuestran que, a diferencia de Aschenbach, Visconti no sólo conoció la belleza, sino que, además, llegó a alcanzarla.

                                    Editada en DVD por Warner.