Archive for the ‘Literatura argentina’ Category
HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA (1962) de René Mugica
En su relato «Hombre de la esquina rosada», incluido en el libro Historia universal de la infamia (1935), Borges nos contó cómo Rosendo Juárez, el Pegador, en lo que apuntaba a un acto de cobardía, rehuía el encuentro con Francisco Real, el Corralero, que lo había desafiado por su fama de cuchillero, y cómo este, tras ganarse los favores de la Lujanera, la amante de Juárez, era finalmente acuchillado entre las sombras de la noche. Al terminar el cuento, se nos descubría que el asesino de Real era el personaje que recordaba la historia y quien la escuchaba, el propio Borges. Mucho tiempo después, en «Historia de Rosendo Juárez», uno de los relatos de El informe de Brodie (1970), Borges le ofrecía al presunto cobarde la oportunidad de contar su versión de los hechos.
La primera de las narraciones citadas fue llevada al cine en 1962 por René Mugica, en una adaptación de algo más de una hora. Como la brevedad de lo escrito por Borges no daba para mucho, la película compone una historia más extensa aportando datos previos al encuentro entre los tres protagonistas, que explican el porqué de este y que, lejos de parecernos superfluos, consiguen enriquecer el texto y otorgarle una nueva dimensión, un nuevo significado. Y por si fuera poco, dicha aportación no es en absoluto ajena a la temática borgiana, por lo que encaja como anillo al dedo.
La película comienza con la salida de la cárcel, gracias a un indulto, de Francisco Real, que lleva consigo la historia de un compañero de presidio llamado Nicolás Fuentes, acusado injustamente de un crimen y encarcelado por culpa de la traición de su mujer, la Lujanera, de Ramón Santoro y de Rosendo Juárez. Sin saber que Fuentes ha muerto en prisión, los tres esperan que también sea indultado ese día y vaya a su encuentro para vengarse. Durante una trifulca en una taberna, Real se enfrenta a Santoro sin conocerlo y tras matarlo se entera de su identidad. Desde ese momento, acepta que su destino es el de Fuentes, comprende que él es ahora Nicolás Fuentes, y se dirige a culminar su venganza. El final, alterado por las razones comentadas, nos muestra lo que cuenta Borges en su relato.
Formidable guion de Carlos Aden, Isaac Aisemberg y Joaquín Gómez Bas («Hace tiempo que sé de tus ojos, de tu boca, del calor de tu cuerpo…», le susurra Real a la Lujanera, pegado a ella, como si hubiera ya experimentado lo que sintió y tantas veces le contó Fuentes); impresionantes Susana Campos (la Lujanera), Jacinto Herrera (Juárez), Francisco Petrone (Real) y Walter Vidarte (el joven al que al final identificaremos como el narrador del cuento y asesino de Real), que más que interpretarlos parece que son los personajes; dirección maestra de René Mugica, que va acumulando la tensión gradualmente hasta la portentosa secuencia final, una maravilla de puesta en escena… El propio Borges -homenajeado en el film por la presencia de un personaje ciego- dijo, honesto o generoso, que la película era superior a su cuento; como estoy de acuerdo con él, prefiero creer en su sinceridad. Y es que es difícil entender cómo esta pequeña, por breve, joya del cine argentino titulada Hombre de la esquina rosada continúa escondida entre las sombras de la noche más canalla, tanguera y cinéfila.
VOY A DORMIR de Alfonsina Estorni / ALFONSINA Y EL MAR de Ariel Ramírez y Félix Luna
El sábado 22 de octubre de 1938, desde la pensión de Mar del Plata en que se hospedaba, la poetisa argentina Alfonsina Estorni enviaba al diario La Nación su último poema, titulado «Voy a dormir»; tres días después, se suicidaba arrojándose al mar desde una escollera.
VOY A DORMIR
Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes…
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides… Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido…
En 1969, el disco de Mercedes Sosa Mujeres argentinas incluía una de las más hermosas canciones de siempre, «Alfonsina y el mar». Con música de Ariel Rodríguez y letra de Félix Luna, que incluye algunos versos del poema, esta visión romántica del suicidio de Alfonsina según la cual la poetisa se internó caminando en el mar ha seguido interpretándose a lo largo de los años y continúa poniendo la piel de gallina.
ALFONSINA Y EL MAR
Por la blanda arena que lame el mar
Su pequeña huella no vuelve más
Un sendero solo de pena y silencio llegó
Hasta el agua profunda
Un sendero solo de penas mudas llegó
Hasta la espuma
Sabe Dios qué angustia te acompañó
Qué dolores viejos calló tu voz
Para recostarte arrullada en el canto
De las caracolas marinas
La canción que canta en el fondo oscuro del mar
La caracola
Te vas Alfonsina con tu soledad
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la está llevando
Y te vas hacia allá como en sueños
Dormida, Alfonsina, vestida de mar
Cinco sirenitas te llevarán
Por caminos de algas y de coral
Y fosforescentes caballos marinos harán
Una ronda a tu lado
Y los habitantes del agua van a jugar
Pronto a tu lado
Bájame la lámpara un poco más
Déjame que duerma nodriza, en paz
Y si llama él no le digas que estoy
Dile que Alfonsina no vuelve
Y si llama él no le digas nunca que estoy
Di que me he ido
Te vas Alfonsina con tu soledad
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la está llevando
Y te vas hacia allá como en sueños
Dormida, Alfonsina, vestida de mar
AFTER SUCH PLEASURES de Julio Cortázar
Como ocurre con buena parte de los narradores que también escriben versos, la estupenda poesía de Julio Cortázar siempre ha permanecido en un segundo término tras sus novelas y sus cuentos. Para recordarla, aquí os dejo «After such pleasures», uno de mis poemas preferidos del último libro del gran escritor argentino, Salvo el crepúsculo (1984), que toma su título de los versos del poeta japonés del siglo XVII Matsuo Basho: «Ah, este camino/que nadie recorre/salvo el crepúsculo».
After such pleasures
Esta noche, buscando tu boca en otra boca,
casi creyéndolo, porque así de ciego es este río
que me tira en mujer y me sumerge entre sus párpados,
qué tristeza nadar al fin hacia la orilla del sopor
sabiendo que el placer es ese esclavo innoble
que acepta las monedas falsas, las circula sonriendo.
Olvidada pureza, cómo quisiera rescatar
ese dolor de Buenos Aires, esa espera sin pausas
ni esperanza.
Solo en mi casa abierta sobre el puerto
otra vez empezar a quererte,
otra vez encontrarte en el café de la mañana
sin que tanta cosa irrenunciable
hubiera sucedido.
Y no tener que acordarme de este olvido que sube
para nada, para borrar del pizarrón tus muñequitos
y no dejarme más que una ventana sin estrellas.
NUNCA APAGABA LA LUZ de Lázaro Covadlo
Nadie desaparece del todo (2014) -el volumen que me descubrió al gran escritor argentino Lázaro Covadlo- es una selección de los relatos que formaban parte de Agujeros negros (1997) y Animalitos de Dios (2000), a los que se añaden otros nunca antes recogidos en libro.
Aprovechando su brevedad, aquí os dejo íntegro «Nunca apagaba la luz», uno de mis preferidos.
Noche tras noche me resistía a mirar en dirección a la ventana. Nunca apagaba la luz, y detrás de aquel vidrio la oscuridad exterior era un telón negro. Cerraba los párpados e intentaba dormir, y en tanto no llegaba el sueño yo rezaba. Le suplicaba a Dios no estar despierto cuando llegara el momento.
¿Cómo me costaba sustraerme a la vigilia y encontrar refugio en la inconsciencia del sueño más profundo! Muchas noches de invierno sentía por allá afuera, girando alrededor de la casa, la queja del viento. En ocasiones me daba por imaginar que el viento penaba por su propio desamparo, por no serle permitida la entrada a los hogares. Daba por seguro que de noche, cualquier ser, objeto o elemento que estuviese a la intemperie debía de vivir atormentado: de noche el mundo externo era un terrible abismo. En cambio, ¡era tan cálido mi cuarto! En las paredes, de color azul celeste, mamá había pintado conejitos, jirafas y elefantes. El cielo raso también era de color azul, aunque era un azul más luminoso. Paseaba mis ojos por aquellas superficies amables y me empeñaba en apartarlos de la negrura de la ventana desprovista de cortinas. Me abrazaba a mi osito tibio, peludo y gordinflón, y entonces él y yo nos sumergíamos en el amigable mundo que hay debajo de las mantas. Pero al cabo de un tiempo sacaba la cabeza y no podía evitar que mis ojos se fijaran en la ventana. Entonces veía ese rostro que cada noche asomaba desde un ángulo y se ponía a espiar. Era una visión fugaz, pues el mirón, al sentirse descubierto, rápidamente volvía a esconderse entre las sombras del abismo. Sin embargo, aun cuando no alcanzaba a descubrir su identidad, no podía dejar de ver el brillo ansioso de sus ojos acechantes. Algunas veces también creí ver su brazo, y su puño sosteniendo el relámpago de una hoja de metal.
Las primeras noches grité y reclamé la presencia de mi madre, pero dejé de hacerlo al cabo de muchas reprimendas. Ella amenazó con apagar la luz si insistía en inventar historias; eso fue lo que dijo.
Si alguna vez hubo algo o alguien allí afuera yo lo esperé en vano, pues pasaron los años y nunca vino a por mí. Terminé convenciéndome de que lo que había creído ver no existía fuera de mi imaginación. Después me hice adulto y enfilé por los carriles trazados para nuestra especie: me casé y tuve un hijo. Mi hijo también empezó a ver cada noche el rostro del espía tras los cristales de su ventana.
Cierto atardecer salí de casa y quedé a la espera. El puñal que llevaba conmigo daría cuenta de cualquiera que se dedicara a asustar a mi niño. Pasaron las horas y al final me asomé a la ventana del cuarto iluminado. Era enternecedor ver a mi hijo abrazado a su osito de peluche. De pronto sus ojos se encontraron con los míos, y antes de que pudiera esconderme, en los suyos alcancé a descubrir el terror.
Publicado por Galaxia Gutenberg.
BORGES Y YO de Jorge Luis Borges
De nuevo Borges por aquí, esta vez con un pequeño texto perteneciente al libro El hacedor (1960), una miscelánea de narrativa breve y poesía dedicada al también escritor Leopoldo Lugones.
El recurrente tema del doble, del otro, aplicado en esta ocasión a sí mismo, al hombre común y al famoso escritor, al Borges mortal y al que le sobrevivirá. Como siempre, la palabra precisa en el lugar exacto, el estilo inimitable…
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Publicado por Alianza Editorial.
ESA MUJER / NOTA AL PIE de Rodolfo Walsh
Argentina, 1957. Se publica la primera edición de Operación Masacre, la crónica de los fusilamientos llevados a cabo el año anterior en la localidad de José León Suárez a partir del testimonio realizado por los que lograron sobrevivir a la matanza. Actualmente se la considera la primera novela-testimonio, la primera novelización de unos hechos reales (sí, nueve años antes de A sangre fría (In Cold Blood, 1966) de Capote, reconocida generalmente como la precursora del género). En 1973 fue llevada al cine por el director Jorge Cedrón.
Su autor, Rodolfo Walsh. Periodista, traductor, autor teatral, cuentista y activista político, fue uno de los intelectuales argentinos más críticos con los diferentes gobiernos totalitarios de su país. En 1977, al año siguiente de la subida al poder de Videla, fue tiroteado y secuestrado en plena calle. Nunca se encontró su cuerpo.
Su narrativa breve abarca casi todos los géneros: cuentos infantiles, alegorías políticas, relatos fantásticos con Borges como modelo, cuentos policiacos…De todos ellos, mis preferidos son Esa mujer, del libro Los oficios terrestres (1965), y Nota al pie, incluido en la colección Un kilo de oro (1967). Dos ejemplos mayúsculos de precisión narrativa; dos motivos de alegría para cualquier lector y de envidia para la mayoría de escritores.
Esa mujer es, probablemente, el relato más popular de Walsh. En él, dos hombres hablan sobre el cadáver desaparecido de una mujer. Ni fechas ni nombres. La primera vez que lo leí lo hice sin la información necesaria, sin saber que los dos personajes eran el propio autor y Carlos de Moori Kening, el teniente coronel encargado del secuestro, en 1955, del cuerpo de Eva Perón, y aún así ya me pareció un relato deslumbrante, quizá más atractivo aún que en sucesivas lecturas gracias a su ambigüedad, a su misterio.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, coronel.
Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
Nota al pie es, o así me lo parece, uno de los cuentos más personales de Walsh y el más novedoso en cuanto a estructura. Mientras el narrador nos habla del suicidio de un solitario traductor y de los minutos que pasa su jefe ante el cadáver en espera de la policía, a pie de página podemos ir leyendo la última carta escrita por el difunto, dirigida a su jefe. A medida que avanza el cuento, la carta va ganándole espacio a la voz del narrador hasta ocupar por completo la última página.
Dos relatos en uno; dos lecturas complementarias de final majestuoso para una pieza a la altura de las mejores de Onetti o Cortázar.
Sin duda León ha querido que Otero viniera a verlo, desnudo y muerto bajo esa sábana, y por eso escribió su nombre en el sobre y metió dentro del sobre la carta que tal vez explica todo. Otero ha venido y mira en silencio el óvalo de la cara tapada como una tonta adivinanza, pero aún no abre la carta porque quiere imaginar la versión que el muerto le daría si pudiera sentarse frente a él, en su escritorio, y hablar como hablaron tantas veces.
Un sosiego de tristeza purifica la cara del hombre alto y canoso que no quiere quedarse, no quiere irse, no quiere admitir que se siente traicionado. Pero eso es exactamente lo que siente. Porque de golpe le parce que no se hubieran conocido, que no hubiera hecho nada por León, que no hubiera sido, como ambos admitieron tantas veces, una especie de padre, para qué decir un amigo. De todas maneras ha venido, y es él, y no otro, el que dice:
-Quién iba a decir,
y escucha la voz de la señora Berta que lo mira con sus ojos celestes y secos en la cara ancha sin sexo ni memoria ni impaciencia, murmurando que ya viene el comisario, y por qué no abre la carta. Pero no la abre aunque imagina su tono general de lúgubre disculpa, su primera frase de adiós y de lamento.
Publicados por veintisieteletras.
LA CAPITAL DEL OLVIDO de Horacio Vázquez-Rial
El hecho de que cada uno de los capítulos de La capital del olvido (2004) esté encabezado por una cita de algunos de los grandes de la novela negra y que el primero de esos capítulos sea un homenaje explícito a El sueño eterno de Chandler y Hawks puede hacernos pensar de entrada que estamos simplemente ante un sencillo, sincero y entretenido homenaje a los clásicos, en la línea de la también chandleriana Triste, solitario y final (1973) de Osvaldo Soriano. Pero, aunque dicho homenaje siempre está presente, esa primera impresión no tarda en desaparecer. En cuanto la trama nos transporta al pasado, a la época de la dictadura militar en Argentina, de las desapariciones y de la venta de niños
secuestrados, la novela se endurece y nos adentra en la búsqueda del pasado y, a la vez, en el intento de olvidarlo, a través de unos personajes que buscan el silencio, el perdón, la justicia o la venganza, y que vuelven de entre los muertos para remover la conciencia de los vivos.
Sin apenas descripciones, sin la presencia constante de un narrador, sus extraordinarios y vertiginosos diálogos y escenas hacen de La capital del olvido, ganadora del V Premio Fernando Quiñones, una novela eminentemente cinematográfica, de las que agradecemos tener a mano en una larga noche de verano.
«Ah, claro, es de eso que no querés acordarte, Guido. No es que no te acordés de ella, no. Pero estabas en casa, yo lo sé, oí llegar el coche y a los tipos que bajaron armando despelote para que vos y yo y los demás cerráramos los ojos o no los cerráramos pero hiciéramos como si. Yo miré por entre los listones de la persiana, que estaba bajada, pero no del todo, y vi la calle, y vi tu persiana, exactamente enfrente de la mia, y vi cómo apagabas la luz y estuve seguro de que estabas ahí igual que yo, mirando sin hacer nada, como una vaca detrás de la alambrada, que ve pasar el tren y sigue rumiando. Y la sacaron a la Myriam. El viejo Paley se arrastró detrás de ellos, pedía a gritos que no se la llevaran, hasta que uno le dio con algo, no sé, un palo o una culata, en la cabeza le dio y lo dejó sangrando tirado en la vereda y cerraron con tres portazos, porque el chófer no se había movido y salieron rajando con la piba a cuestas. Cuando vino el chico, que algún alma buena lo habría llamado, el pibe, Isaac, digo, el hermano de la Myriam, que ya estaba casado, se encontró a la madre arrodillada en el suelo, mirando a su marido, que seguía como muerto. Estaba vivo, pero como muerto. Vos lo viste a Isaac, Guido, lo viste igual que yo, porque te quedaste igual que yo detrás de la persiana, esperando algo, que pasara algo, que bajara del cielo un ángel, o Perón, quién sabe, o un hada, y arreglara todo lo desarreglado. A lo mejor, el que manejaba el coche era Mardones. O Mardones se reunió con ellos en otro sitio. De la Myriam nunca más se supo. Bueno, sí, se supo, porque cuando salió el informe, cuando los juicios, lo leímos, Guido. Vos y yo lo leímos. Leímos que la habían visto en un chupadero y que la habían trasladado. Y ahora te olvidaste. ¿Cómo podés haberte olvidado? ¿Tampoco te acordás de que te conté que lo había vuelto a ver a Mardones? Viejo y pelado, pero bien vestido. En la plaza lo vi. En la plaza de Mayo, el día en que Alfonsín nos tuvo esperando mientras él arreglaba con los milicos y después vino y dijo que la casa estaba en orden y que felices pascuas. Yo no había entendido lo que había dicho, y miré a la gente que tenía alrededor y pregunté qué dijo y una vieja dijo felices pascuas y yo no me lo creí y seguí mirando, y de pronto vi una cara conocida, la del único hijo de puta que sonreía en ese momento, y era la de Mardones. Te lo conté, Guido, aquella misma noche. ¿No te acordás de eso? ¿Tampoco de eso? No, no te lo reprocho, no sos el único que no se acuerda de esas pascuas. A lo mejor, es que aquel día empezó el olvido y la Myriam entonces desapareció de verdad, definitivamente.»
Publicada por Alianza.
ELOGIO DE LA SOMBRA. 25 años sin Borges
Hoy se cumplen 25 años del fallecimiento de Jorge Luis Borges, uno de los habituales, como no podía ser menos, de este blog. Para recordarlo, esta vez, un poema, incluído en el libro de 1969 al que da título, uno de los muchos que demuestran que también fue uno de los grandes poetas de nuestra lengua. La vejez y la ceguera, y la memoria, en unos pocos versos que ponen la piel de gallina.
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre sombras luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
ECOS de Ángel Bonomini
Crítico de arte, poeta y cuentista, Ángel Bonomini (1929-1994) no es un escritor demasiado conocido en nuestro país, a pesar de que la literatura argentina siempre ha contado entre nosotros con numerosos seguidores. Admirado, al parecer, por Borges y Bioy, sus relatos suelen participar por igual de lo fantástico y lo real, introduciendo a menudo un componente onírico que los hace perfectamente reconocibles.
Ecos es uno de los mejores relatos del libro Los lentos elefantes de Milán (1978). El autor-narrador nos recuerda en sus páginas algunos episodios de su infancia, para terminar preguntándose si la memoria recupera realmente lo ocurrido o no es más que otra herramienta para crear una ficción.
El primer fragmento del relato es suficiente para mostrarnos el gran talento de un autor por descubrir. Creo que merece la pena, así que aquí os lo dejo.
«A la hora de la siesta iba a lo de las Berro, que vivían al lado. La madre, Georgina, era francesa y tocaba el violín por las tardes. Las chicas, Nélida y Amalia, tendrían unos veinte años, yo diez. Me querían mucho en esa casa, me ayudaban a hacer los deberes del colegio y entraba y salía de allí cuando quería.
En lo de las Berro, en un patio central, había una escalera de caracol que conducía al cuarto de costura. Subí. Golpeé la ventana.
Nélida contestó. Me dijo que estaban durmiendo y que volviera más tarde. Oí que Amalia le decía a la hermana que me dejara entrar. A mí la idea de tener que esperar me disgustaba tanto como la de irme. Pero, en seguida oí los pasos de unos pies descalzos y un cerrojo que se descorría.
Entrá, me dijo Amalia, desnuda, con un triángulo de vello oscuro debajo del vientre y sus pechos culminados en dos puntas violetas. Y agregó: desnudate y metete en la cama.
Todo fue muy rápido, como cuando a uno le muestran y le esconden una fotografía en un mismo ademán. Mareado de peligro no atiné más que a obedecer. Me desnudé y me metí en la cama.
Nélida simulaba dormir y dejaba ver su espalda, la cintura, los muslos, el pelo revuelto. Amalia se acomodó y empezó el suplicio del silencio. Al pie de la cama estaba amontonada, como una cordillera de flores, la colcha de cretona.
En un rincón del cuarto había otra forma de mujer, también desnuda, que siempre me causaba zozobra. Era un maniquí sin cabeza sostenido por una barra que terminaba en un trípode.
A medida que pasaban los segundos mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra. Había una luz tenue que a todos nos envolvía. A mi derecha, Nélida tenía la espalda quebrada en la cintura y las nalgas sombreadas, y todas esas formas de piel nacarada se ondulaban levemente con la respiración. A mi izquierda, Amalia había volcado sus pechos hacia mí y una de las puntas violáceas me rozaba el brazo.
Yo sabía que nadie dormía en ese cuarto. Hasta el maniquí era como un vigía atento. La máquina de coser tenía una cabeza negra y cromada parecida a la de un dragón alerta.
Yo estaba inmóvil. Las dos mujeres irradiaban un calor que casi quemaba. Y de pronto, como un ruido de súbita tormenta, oí que Nélida y Amalia estallaban en una risa que borraba la vida.
Tuve la sensación de que las escaleras de caracol nunca terminan.»
Publicado por Reverso Ediciones.
CLAUDIA EN LA BIBLIOTECA de Andrés Neuman
A sus treinta y cuatro años, el novelista, cuentista y poeta Andrés Neuman es ya uno de los grandes escritores de nuestra lengua. Uno de los numerosos premios que ha recibido es el Hiperión de Poesía del año 2002, por el libro titulado El tobogán. Aquí os dejo uno de sus poemas, dedicado al también joven poeta cordobés Rafael Espejo.
CLAUDIA EN LA BIBLIOTECA
Para Rafael Espejo
Rebuscas en los libros
con un extraño afán de jardinera.
Delicada y ansiosa, de perfil me pareces
distinta cuando curvas las rodillas
y se tensan tus muslos
debajo del vaquero. Muerte lenta
contemplar, sin tocado,
el pequeño tatuaje en tu cintura.
Será mejor sufrir que describir los pechos:
¿quién se atreve a cruzar los toboganes
que unen la palabra con su tema?
Así que huyo
y finjo distracción.
Si volvieras la vista a quien te escribe
desaparecerías, y es demasiado pronto.
Sigue leyendo, Claudia.
Haces bien en amarte.