Archive for the ‘Literatura italiana’ Category

LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 2 de Italo Calvino

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Del libro de Italo Calvino Las ciudades invisibles (Le città invisibili, 1972), uno de mis fragmentos preferidos, el segundo dedicado a las ciudades y los intercambios.

En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, buscan otras miradas, no se detienen.

Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que representa todos los años que tiene, los ojos inquietos bajo el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una enana, dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas como líneas que unen una figura con otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos, hasta que en un instante todas las combinaciones se agotan y otros personajes entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto por una cadena, una cortesana con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una mujer descomunal. Así entre quienes por casualidad se juntan bajo un soportal para guarecerse de la lluvia, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi sin alzar los ojos.

Una vibración lujuriosa mueve continuamente a Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.

Traducción de Aurora Bernárdez para Editorial Siruela.

EL CRIMEN DEL SOLDADO de Erri De Luca

El primero de los dos narradores que nos cuentan la maravillosa historia de El crimen del soldado (Il torto del soldato, 2012), al que enseguida le ponemos el rostro del propio Erri De Luca, es un traductor de yidis que un atardecer de julio entra a cenar a una posada de Gadertal y, mientras repasa sus notas, asiste a la conversación entre un anciano y su hija. Se cruzan sus miradas, la mujer le sonríe educadamente, pero el padre reacciona de manera extraña y ambos acaban yéndose precipitadamente ante la sorpresa del narrador.

Tras esta escena, la voz del autor deja paso a la de la mujer, verdadera protagonista de la novela, quien nos narra la convivencia con su padre, un antiguo soldado nazi que trabaja de cartero bajo una identidad falsa y que, desde el final de la guerra, vive obsesionado por que no lo capturen. Hacia el final, la narradora también nos contará el encuentro en la posada y cómo, en su imaginación, creerá descubrir en el traductor a una persona que marcó su infancia.

Aguardó una reacción por mi parte. Yo no tenía ninguna. Nos quedamos sentados uno frente al otro hasta que empezó a oscurecer. Estuve mirándole fijamente la cara, sin bajar hasta sus manos. Las manos de mi padre. No he vuelto a tocarlas desde aquella noche.

Nos quedamos uno frente al otro: un cartero con su uniforme y una hija de veinte años que tenía por primera vez un padre, uno perseguido por crímenes de guerra. Cuáles y cuántos: preferí no saberlo. No creo en la utilidad de los detalles. Sirven en un juicio, pero para una hija no: las circunstancias horribles se convierten en atenuantes porque restringen los crímenes a meros episodios. Sin pormenores, en cambio, el crimen sigue siendo ilimitado.

Por su argumento siempre controvertido, por la fuerza de su protagonista femenina y, sobre todo, por la magistral utilización del punto de vista para mostrar cómo dos personajes viven y sienten de manera tan distinta un encuentro casual, El crimen del soldado quizá sea el texto ideal para conocer a uno de los grandes escritores actuales, aunque lo que de verdad importa, su estilo inconfundible y tan personal, está presente en todas sus obras, en las que las fronteras entre los géneros desaparecen, regalándonos a la vez novela (una historia), poesía (el uso del lenguaje, que invita a releer) y ensayo (referencias, digresiones, opiniones, que nos llevan a hacer un alto en la lectura y reflexionar). Como no ocurre con casi ningún otro novelista -quizá Coetzee-, al leer a Erri De Luca uno tiene la gratificante sensación de que busca establecer con nosotros un sincero diálogo, de que quiere darse a conocer tras cada una de sus palabras.

-Soy un soldado vencido. Mi delito es ése, es la pura verdad. -Hizo el gesto de sacudirse la caspa de los hombros-. El crimen del soldado es la derrota. La victoria lo justifica todo. Los Aliados han cometido crímenes de guerra contra Alemania, y han sido absueltos por el triunfo.

Definiera como definiese sus servicios en la guerra, por mucho que los redujera a los efectos de una derrota, para mí quedaba clara y sin apelación su culpa. Le opuse mi voluntad de no querer explicación alguna.

Si las cosas eran como él decía, el crimen del soldado es la obediencia.

Traducción de Carlos Gumpert para Seix Barral.

EL BARÓN RAMPANTE de Italo Calvino

Después, bastó con la llegada de generaciones con menor criterio, de imprevisora avidez, gente no amiga de nada, ni siquiera de sí misma, y ya todo ha cambiado, ningún Cosimo podrá ya avanzar por los árboles.

La atención que dedicamos al constante aluvión de interesantes novedades editoriales y la recuperación de obras que han ido ganando prestigio y a las que no hicimos el debido caso en su momento dificultan que volvamos de vez en cuando a los clásicos que leímos hace muchos años y que contribuyeron a nuestra pasión por la literatura. Mala cosa. Volver a visitar los libros que nos hicieron felices nos puede deparar alguna decepción, pero serán más las ocasiones en que una segunda o tercera lectura multiplique el goce de la primera, gracias sobre todo a la experiencia lectora acumulada.

Volver a El barón rampante (Il barone rampante, 1957) es celebrar una fiesta con la literatura. Es reencontrarse con el talento, la imaginación y la valentía de quien se atrevió a escribir una novela a contracorriente sobre un niño rebelde que un buen día se sube a un árbol y decide pasar el resto de su vida entre ramas, y entre ellas crece y envejece, y estudia y aprende y enseña, y lucha y ama y recuerda y termina por desaparecer en las alturas. Es volver a Cervantes, a Voltaire, a la fábula, al país de las maravillas, a ese Peter Pan que se niega a crecer, a las historias de piratas, a los amores eternamente ingenuos, a la locura más racional y a la razón más alocada, a una prosa que parece escrita en el propio siglo XVIII en que se desarrolla la novela, pero que se revela intemporal.

Resulta imposible, al regresar a sus páginas, no recuperar al niño que llevamos con nosotros y al que demasiado a menudo desatendemos; imposible no acordarse, siquiera un momento, del tío Teo (Ciccio Ingrassia), aquel personaje que se subía a un árbol para gritar Voglio una donna!, y no había manera de que se bajara, en una de las grandes secuencias de Amarcord (1973), de Federico Fellini, quizá el primer director en el que uno piensa para llevar al cine la novela de Calvino; imposible también no pensar en que la mayoría de estudiantes de este país, incluso aquellos a los que les encanta la literatura, jamás conocerán las maravillosas andanzas del barón Cosimo Piovasco di Rondò, simplemente porque no pertenecen a la literatura española. En fin… La vita rimane la stessa.

Y entonces, para vencer el pudor natural de sus ojos, se detenía a observar los amores de los animales. En primavera el mundo de los árboles era un mundo nupcial: las ardillas se amaban con ademanes y chillidos casi humanos, los pájaros se acoplaban batiendo las alas, hasta los lagartos corrían unidos con las colas trenzadas en un nudo; y los puercos espines parecían volverse blandos para hacer más suaves sus abrazos. El perro Óptimo Máximo, nada intimidado por el hecho de ser el único pachón de Ombrosa, cortejaba grandes perras de pastor, o perras lobas, con petulante audacia, confiando en la natural simpatía que inspiraba. A veces regresaba maltrecho a mordiscos; pero bastaba un amor afortunado para compensarlo por todas las derrotas.

También Cosimo, como Óptimo Máximo, era el único ejemplar de una especie. En sus sueños con los ojos abiertos se veía amado por bellísimas jóvenes; pero ¿cómo encontraría el amor, él, allá en los árboles? En sus fantasías conseguía no imaginarse el lugar donde aquellas cosas sucederían, si en el suelo o allá arriba donde ahora estaban; se figuraba un lugar sin lugar, como un mundo al que se llega andando hacia arriba, no hacia abajo. Eso es: quizá era un árbol tan alto que subiendo por él se tocaba otro mundo, la luna.

Traducción de Esther Benítez.

Publicada por Siruela.

 

 

EL DÍA DEL JUICIO de Salvatore Satta

Después de tantas lecturas «imprescindibles» que a menudo resultan no serlo, de tantos autores prestigiosos a los que cualquier buen lector debe conocer, de tantos suplementos literarios y tantas campañas publicitarias que intentan o consiguen convencernos de que la última novela de Fulanito es la hostia en vinagre, de repente encontramos al azar, por pura suerte, porque ese día nos fijamos en ella como podíamos no haberlo hecho, una novela completamente desconocida, de un autor del que nunca habíamos oído hablar, y tras leerla y considerarla inmediatamente una de las lecturas de nuestra vida comenzamos a preguntarnos cuántos escritores permanecen en el olvido sin merecerlo, o incluso cuántas grandes novelas, por una u otra razón, ni siquiera llegan a ver la luz.  

        A Salvatore Satta, jurista de profesión, le dio un buen día por echar la vista atrás, pasar cuentas con su Nuoro natal y llenar de recuerdos una novela titulada El día del juicio (Il giorno del giudizio, 1979). Por sus páginas desfilan los poderosos y los humildes, las prostitutas y las beatas, los maestros, los curas, los políticos y los que emigran en busca de una vida mejor para volver poco después a enclaustrarse en esa Nuoro testigo impasible del paso de los años, personajes tratados por el Satta narrador con dureza no exenta de ternura y humor, igualados en el momento del juicio y de la muerte, reunidos para siempre en el omnipresente cementerio.   

        Comparada con El gatopardo (Il gattopardo, 1958) de Lampedusa (a mí me recuerda también a Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y a Cien años de soledad (1967) de García Márquez, y la sitúo sin rubor a su misma altura), El día del juicio es una obra maestra de la literatura sobre el discurrir inexorable del tiempo, que parece levantar polvo al pasar sus páginas pobladas por pobres difuntos a la espera de que el narrador los resucite por un instante. Cada una de sus frases, cada uno de sus portentosos fragmentos, merece la lectura más atenta y pausada, incluso volver de vez en cuando sobre nuestros pasos a medida que vamos avanzando, a fin de poder apreciar por completo la maestría de este novelista ocasional, que ni siquiera pudo ver publicada su novela, ya que falleció en 1975. 

        Aquí os dejo un fragmento, uno de los innumerables que podría haber escogido. Probablemente no venga a cuento, pero sus últimas líneas me recuerdan a la escena final de otra obra maestra, esta vez del cine, titulada Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) de Federico Fellini. Cosas mías. En cualquier caso, si alguien emplea unos minutos en leerlo quizá se decida a descubrir una de las más grandes novelas (esta vez sí) de la literatura del siglo xx.

«En un radio de cien metros podría señalar desde aquí los límites de los viejos y húmedos muros. Basta seguir todo lo que aparece ennegrecido por el tiempo, descascarillado, olvidado, lo que ha muerto por segunda vez. Y más allá de estas pobres tumbas se extiende todavía un breve pedazo de tierra, breve e infinito, con algún resto de cruces inclinadas, alguna cruz derribada, como si hubiera agotado su función. Me pregunto si hay más esperanza en todas aquellas tumbas donde los muertos están solos o en esta tierra bajo la cual los huesos de infinitas generaciones se acumulan y se confunden, se han hecho tierra también ellos. En este remotísimo rincón del mundo, ignorado por todos salvo por mí, siento que la paz de los muertos no existe, que los muertos están libres de todos los problemas, menos de uno, del de haber estado vivos. En las tumbas etruscas rumian los bueyes, las mayores se han convertido en establos. Sobre los lechos de piedra dejan las ollas y los cestos, los humildes instrumentos de la vida pastoril. Nadie recuerda que sean tumbas, ni siquiera el ocioso turista que se encarama por el sendero excavado en la roca, y se aventura en la profunda oscuridad donde resuena su voz. No obstante, ellos siguen estando allí, desde hace dos mil, tres mil años, porque la vida no puede vencer a la muerte, ni la muerte puede vencer a la vida. La resurrección de la carne comienza el mismo día en que se muere. No es una esperanza, no es una promesa, no es una condena. Pietro Catte, el que se colgó de un árbol la noche de Navidad, en la tanca de Biscollai, creía que podía morir.Y ahora también él está aquí (porque los curas, haciéndole pasar por loco, lo sepultaron en la tierra consagrada) con don Pasqualino y Fileddu, don Sebastiano y el ziu Poddanzu, el canónigo Fele y el maestro Ferdinando, los campesinos de Sèuna y los pastores de San Pietro, los curas, los ladrones, los santos, los ociosos del Corso; todos en una mezcla inextricable, aquí debajo.

        Como en una de aquellas absurdas procesiones del paraíso dantesco desfilan en hileras interminables, pero sin coros ni candelabros, los hombres de mi estirpe. Todos se dirigen a mí, todos quieren dejar en mis manos el hatillo de su vida, la historia sin historia de su haber existido. Palabras de oración o de ira susurran con el viento entre los matorrales de tomillo. Una corona de hierro se balancea sobre una cruz desprendida. Y tal vez mientras pienso su vida, porque escribo su vida, me ven como un dios ridículo que les ha llamado a congregarse en el día del juicio, para liberarles para siempre de su memoria.» 

             Traducción de Joaquín Jordá.

             Publicada por Anagrama (colección Otra vuelta de tuerca).

EL CABALLERO Y LA MUERTE de Leonardo Sciascia

Hay autores que nunca defraudan, que son un valor seguro, un lugar al que regresar de vez en cuando en busca de buena literatura, de literatura inteligente: Sciascia es uno de ellos. Y no es que en todas sus novelas encontremos la maestría de El consejo de Egipto (Il consiglio d´Egitto, 1963) y de Todo modo (1974), para mí las dos mejores, pero el conocedor de la obra del escritor siciliano sabe que en cualquiera de sus obras puede encontrar entretenimiento, humor, denuncia, tramas policiacas e historia de Italia, y todo ello servido con una indudable brillantez narrativa.

        El caballero y la muerte (Il cavaliere e la morte, 1988) es, sólo en apariencia, una novela policiaca protagonizada por El Vice, un vicecomisario del que no conocemos su nombre que ha de investigar la muerte de un poderoso abogado y político a manos, supuestamente, de un nuevo grupo revolucionario autodenominado «Los hijos del 89». Pero a Sciascia -y, por tanto, a nosotros como lectores- no le interesa tanto narrar la investigación y descubrir al culpable (abstenerse los que sólo busquen una típica trama detectivesca) como mostrar las reflexiones -a raíz de este último caso y de la contemplación recurrente de El caballero, la muerte y el diablo, el grabado de Durero que tiene colgado en su despacho- sobre su muerte y sobre la estupidez, el dolor y el mal que dejará tras de sí, de un personaje descreído, agotado y enfermo, que busca los últimos momentos de felicidad en las lecturas de su adolescencia, y en el que no es difícil ver reflejado al propio autor. Sciascia moría al año siguiente de la publicación de esta novela, probablemente la más sincera y personal de cuantas escribió.

   

        «Entretanto contemplaba El caballero, la muerte y el diablo. Quizá Ben Gunn, a juzgar por la forma en que lo describía Stevenson, se pareciese un poco a la muerte de Durero; y hasta le pareció que la muerte de Durero adquiría un reflejo grotesco. Siempre lo había inquietado un poco el aspecto cansado de la muerte, como si quisiese indicar el cansancio, la lentitud con que llegaba cuando ya se estaba cansado de la vida. Cansada la muerte, cansado su caballo: nada que ver con el caballo de El triunfo de la muerte o del Guernica. Y la muerte, a pesar de los amenazadores oropeles de las serpientes y la clepsidra, daba más una imagen de mendicidad que de triunfo. «La muerte se va pagando con la vida». Una muerte mendicante, que se mendiga. En cuanto al diablo, también cansado, era un diablo demasiado horrible para resultar convincente. Valiente coartada en la vida de los hombres; hasta tal punto, que en aquel momento estaban tratando de devolverle la fuerza perdida: terapias de choque teológicas, reanimaciones filosóficas, prácticas parapsicológicas y metapsíquicas. Pero el diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo todo en manos de los hombres, más eficaces que él.»

                Traducción de Ricardo Pochtar.

                Publicada por Tusquets.

YA VUELA LA FLOR MAGRA / LOS SOLDADOS LLORAN DE NOCHE de Salvatore Quasimodo

La novela del escritor argentino Sergio Olguín Oscura monótona sangre, premio Tusquets del 2009, recupera en su título un verso de Salvatore Quasimodo (1901-1968). Al leer la novela y el poema recordé que Ana María Matute también recurrió al gran poeta italiano cuando escribió Los soldados lloran de noche (1964). Aquí os dejo los dos poemas del Nobel de 1959.

Ya vuela la flor magra

No sabré nada de mi vida,

oscura monótona sangre.

No sabré a quién amaba, a quién amo,

ahora que estrecho, reducido a mis miembros,

en el estropeado viento de marzo

enumero los males de los días descifrados.

Ya vuela la flor magra

desde las ramas. Y yo aguardo

la paciencia de su vuelo irrevocable.

 

Los soldados lloran de noche

Ni la cruz ni la infancia bastan,

ni el martillo del Gólgota,

ni la angélica memoria,

para destruir la guerra.

Los soldados lloran de noche

antes de morir. Son fuertes, caen

a los pies de las palabras aprendidas

bajo las armas de la vida.

Números amantes, soldados,

anónimos ruidos de lágrimas.

TRAIDORES A TODOS de Giorgio Scerbanenco

Ahora que la novela negra arrasa en las ventas, sobre todo gracias a los autores nórdicos, algunas editoriales se han propuesto recuperar la obra de autores clásicos del género, como el italiano Giorgio Scerbanenco, del cual ya habían sido publicadas algunas novelas en ediciones quiosqueras de bolsillo.

        Traidores a todos (Traditori di tutti, 1966), una de sus últimas novelas, resulta todo un descubrimiento para los que no conocíamos a este autor. Con un inicio que te atrapa absolutamente gracias a un personaje del que no se nos da información pero que al final será trascendental en la resolución del caso, la novela va mostrando sus cartas poco a poco, moviéndose entre el misterio de tres asesinatos similares pero quizá por razones distintas, la aparición de una banda dedicada al tráfico de armas y de drogas, y una venganza que viene desde muy lejos y que aportará una luz definitiva a unos hechos que tienen su origen en la 2ª Guerra Mundial.

       Con diálogos que no renuncian al humor pero escritos en carne viva, y con escenas violentísimas y sin anestesia, Scerbanenco se sitúa en la línea más dura del género, sin cortarse a la hora de criticar el sistema judicial italiano y creando un protagonista cuyas opiniones y forma de actuar pueden hoy en día escandalizar a más de uno. Y todo ello con un talento narrativo innegable, así que esperemos que la reedición de su obra no se quede sólo en esta magnífica novela.

«Se lo dijo a los dos que estaban detrás, los dos a los que tenía que matar, y se bajó sin esperar respuesta, aunque ellos, amablemente, adormecidos por la comilona y también por la edad, dijeron con voz ronca que sí, que se bajase, y, libres de su presencia, se dispusieron a dormir mejor, viejos y gordos como estaban, los dos con sus impermeables blancos, y ella con la bufanda de lana alrededor del cuello, de un color habano hepático, semejante al del cuello, que le hacía más gorda, y una cara parecida a la de una enorme rana, pero que, en cambio, tiempo atrás, millones de años antes, cuando todavía no había terminado la guerra, la Segunda Guerra Mundial, había sido muy hermosa. Así se lo dijo, y ella, ahora, iba a matarla, junto con su compañero. Alguien, oficialmente, la llamaba Adele Terrini, y en Buccinasco, en cambio, en Ca`Tarino, donde había nacido y sabían muchas cosas de ella, la llamaban Adele la Ramera, aunque su padre, que era norteamericano y tonto, la había llamado Adele la Esperanza.»

             Traducción del equipo editorial con la colaboración de Cuqui Weller.

             Publicada por Ediciones Akal.

UN PEZ EN EL HIELO de Ricardo Piglia / VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS de Cesare Pavese

ricardo_pigliaEn el relato Un pez en el hielo, añadido posteriormente por Ricardo Piglia a su libro La invasión (1967), el personaje Emilio Renzi -protagonista de otros cuentos del autor y de la extraordinaria novela Respiración artificial (1980)- viaja a Turín para escapar de un desengaño amoroso, siguiendo los pasos del diario que dejó escrito el narrador y poeta Cesare Pavese, indagando en sus últimos días y en las causas que le llevaron al suicidio, en una habitación de hotel, el sábado 26 de agosto de 1950. La ficción y la historia más íntima de la literatura se unen en un gran cuento con el cual Ricardo Piglia nos recuerda al gran escritor italiano, cuyos últimos versos que conocemos fueron alguien que intentó / pero no supo.

        Aquí os dejo el poema Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, uno de los últimos que escribió Pavese en 1950.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos-                  

esta muerte que nos acompaña

de la mañana a la noche, insomne,

sorda, como un viejo remordimiento

o un vicio absurdo. Tus ojos

serán una palabra vana,

un grito acallado, un silencio.

Así los ves cada mañana

cuando te inclinas sola ante el espejo.

¡Oh querida esperanza,

también nosotros aquel día

sabremos que eres la vida y la nada!

La muerte tiene una mirada para todos.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como abandonar un vicio,

como ver que emerge de nuevo

un rostro muerto en el espejo,

como escuchar un labio cerrado.

Descenderemos al remolino, mudos.

 

La invasión está publicada en Anagrama.

La poesía de Cesare Pavese está publicada en Visor.

LOS SIETE MENSAJEROS de Dino Buzzati

De Dino Buzzati se recuerda sobre todo El desierto de los tártaros (Il deserto dei Tartari, 1940), una de mis novelas preferidas, llevada al cine por Valerio Zurlini en 1976, y cuya influencia se puede seguir hasta una de las mejores novelas de Coetzee, Esperando a los bárbaros (Waiting for the barbarians, 1980).

        Además de extraordinario novelista, Buzzati es uno de los mejores escritores de relatos que conozco. Algunos son realistas y otros de corte más fantástico, pero en ellos siempre trata algún aspecto de la condición humana: el amor, el paso del tiempo, el miedo, las consecuencias de la guerra,…Varios de mis preferidos presentan a un personaje dominado por un destino del que, inexplicablemente, no puede liberarse, y que actúa de una manera que puede parecernos absurda. Quizá una de las frases del cuento El colombre pueda hacernos comprender mejor la naturaleza de sus acciones: «Grandes son las satisfacciones de una vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún mayor es la atracción del abismo.»

        Uno de esos textos cuyo eje central es el destino se titula Los siete mensajeros, apenas cinco páginas, pero he leído pocos relatos que me parezcan tan enigmáticos y atractivos, tan absolutamente perfectos. El protagonista parte a explorar el reino de su padre, a descubrir sus confines, acompañado de siete jinetes, siete mensajeros, que irán volviendo a la ciudad a llevar y a recoger las nuevas noticias. Pero pasan los años, los mensajeros van y vuelven cubriendo distancias cada vez más largas, pero nuestro personaje no encuentra el final de ese viaje que ha escogido como motivo de su vida. 

        «Volverá a marcharse por última vez. Con lápiz y papel he calculado que, si todo va bien, yo continuando el camino como he hecho hasta ahora y él haciendo el suyo, no podré volver a ver a Domingo hasta dentro de treinta y cuatro años. Para entonces yo tendré setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que la muerte se me lleve antes. Por tanto, no podré volver a verlo nunca más.

        Dentro de treinta y cuatro años (antes más bien, mucho antes) Domingo vislumbrará de forma inesperada las hogueras de mi campamento y se preguntará cómo es que entre tanto he recorrido tan poco camino. Igual que esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarilleadas por los años, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; sin embargo, al verme inmóvil, tendido sobre el lecho, con dos soldados flanqueándome con antorchas, muerto, se detendrá en el umbral.»

        «Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje.»

             Traducción de Javier Setó.

             Publicado por Alianza Editorial.

CELULOIDE de Ugo Pirro

Además de gran guionista del cine italiano -sobre todo para Elio Pietri, pero también en películas de De Sica, Pontecorvo o Damiano Damiani, entre otros-, el dos veces ganador del Oscar Ugo Pirro es el autor de Celuloide (Celluloide, 1983), una de las grandes novelas sobre el mundo del cine y sobre la historia de Italia.

        Ambientada en el final de la ocupación alemana y los comienzos de la postguerra, Celuloide es, ante todo, la crónica de la gestación y realización de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), la célebre película de Roberto Rossellini, y del nacimiento del neorrealismo italiano, una de las corrientes cinematográficas de mayor repercusión. Pero también es la historia de una nueva sociedad y una nueva realidad política, de los enfrentamientos entre comunistas y demócratacristianos, y de cómo éstos ganan las primeras elecciones bajo el inolvidable lema «Dios te ve, Stalin no». Por sus páginas desfilan, como si fueran personajes creados por la pluma de Pirro, muchos de los grandes protagonistas de la cultura, la política, y el cine de la época, así como multitud de anécdotas que consiguen hacérnoslos más cercanos.

        Desgraciadamente es muy difícil de encontrar hoy en día, pero quien la consiga en una biblioteca o en alguna librería de segunda mano podrá disfrutar de una gran novela y de un documento cinematográfico e histórico de primer orden.

        «La historia de cómo, dónde y cuándo nació el neorrealismo empieza como una novela de aventuras, porque fue una aventura y una novela que los supervivientes cuentan con pudor y nostalgia, confundiendo fechas y circunstancias, como normalmente ocurre cuando el desinterés de los historiadores hace parecer injustamente superflua la memoria de protagonistas y testigos.»

             Traducción de Augusto M. Torres.

             Publicada por Ediciones Libertarias.