Archive for the ‘Literatura japonesa’ Category
UN PUEBLO LLAMADO YUMIURA de Yasunari Kawabata
Aunque en general prefiero sus novelas a sus relatos, entre estos encuentro también de vez en cuando al Kawabata que más me gusta. Este es el caso de «Un pueblo llamado Yumiura», que pertenece al libro Primera nieve en el monte Fuji (Fuji no hatsuyuki, 1958) y que el propio autor escogió para formar parte de una antología, una pieza muy breve en la que, como ocurre a menudo en la literatura del Nobel japonés, el suceso narrado está relacionado de manera crucial con el pasado de sus personajes.
Aquí el protagonista, el escritor Kozumi Shozuke, recibe la sorprendente visita de una mujer que afirma haberlo conocido treinta años atrás en un pueblo llamado Yumiura y que incluso él le propuso matrimonio, pero ella tuvo que rechazarlo al estar ya comprometida. La desconocida le cuenta cómo ha transcurrido su vida desde entonces a un desconcertado e intrigado Kozumi, que no recuerda ni haber estado en ese lugar ni haber visto nunca a la mujer.
Ambiguo y misterioso, este precioso cuento nos propone -a Kozumi y a los lectores-, más allá de que la historia de la visitante sea o no cierta, una reflexión sobre la memoria, sobre cómo recordamos nuestro pasado y cómo lo recuerdan quienes con nosotros lo han compartido.
Estaba claro que Kozumi se encontraba entre los personajes que aparecían en algún escenario de los recuerdos de la visitante. También Kozumi, seducido por sus palabras, sintió como si las imágenes de esa camelia y del atardecer en el puerto de Yumiura le llegaran flotando. Sin embargo, lo irritaba no poder entrar con la mujer en la misma región del mundo de sus reminiscencias. Estaban tan separados como están los vivos y los muertos en aquel país.
Traducción de Jaime Barrera Parra para verticales de bolsillo.
KOKORO de Natsume Soseki
Kokoro (1914) -en japonés, «corazón», en su sentido espiritual- es generalmente considerada la obra capital de Natsume Soseki, uno de los padres de la novela moderna japonesa y principal figura de la generación anterior a los Akutagawa, Tanizaki o Kawabata, la que vivió durante la era Meiji, época de grandes cambios en el país nipón y de apertura a Occidente.
Ambientada a finales de la citada era, la novela nos cuenta la relación entre un estudiante y un maduro, misántropo y acomodado intelectual que vive sin trabajar, prácticamente recluido en casa junto a su esposa. Las continuas visitas del joven al hogar del matrimonio y la admiración sincera que siente por aquel al que denomina sensei -personaje que se me antoja casi pessoano– conseguirán que el hombre se abra a una especie de amistad paternofilial y que acabe confesándole la razón de su aislamiento y su renuncia a la sociedad, el secreto que lleva años amargándolo y que ni siquiera su mujer conoce.
Novela de personajes sin nombre, de estilo sencillo y depurado como pocas incluso en la literatura japonesa, Kokoro está dividida en tres partes: las dos primeras, narradas por el joven estudiante; la tercera, por sensei. Esta última, a modo de confesión, nos traslada a la época universitaria del narrador, cuando conoció a la que acabaría siendo su esposa, y a su amistad con un compañero de estudios al que denomina K -curioso que Franz Kafka escribiera El proceso y El castillo más o menos en la época en que se publicó la novela de Soseki- y que se revela como figura central del drama. De la relación entre K y sensei en el pasado y la de este con su pupilo en el presente, paralelas en cierto modo, se servirá Soseki para componer un texto bellísimo acerca de la vida, la muerte, el amor y, sobre todo, la culpa y la incapacidad de perdonarnos a nosotros mismos.
¿Te acuerdas? A menudo, me planteabas discusiones sobre ideas contemporáneas. Te acordarás de cuál era mi actitud. No es que desdeñara tus opiniones, más bien nunca les daba importancia. Tus ideas no estaban apoyadas en nada; además, eras demasiado joven para tener un pasado propio. De vez en cuando me reía, y tú ponías cara de disgusto en muchas ocasiones. Al final, insististe en que te contara mi pasado como si desplegara un rollo de pintura. Fue entonces cuando por primera vez sentí en mi corazón respeto hacia ti. Mostraste la decisión de sacar algo de mis entrañas, de absorber la sangre caliente que brotaba de mi corazón. Entonces, yo aún estaba vivo y no quería morirme. Así que prometí acceder a tu deseo otro día y me quité de encima por ese instante tu petición. Ahora sí; ahora, voy a intentar abrirme yo mismo el corazón y verter su sangre en tu cara. S con ella puedes concebir una vida nueva en tu pecho, una vez que haya cesado el latido del mío, estaré contento.
Traducción de Carlos Rubio para Editorial Gredos.
Que yo sepa, Kokoro ha conocido hasta hoy dos adaptaciones al cine, homónimas ambas. No he tenido ocasión de ver la segunda, de 1973, dirigida por Kaneto Shindô; pero, por lo que leído sobre ella, al parecer solo adapta la tercera parte de la novela. La primera adaptación, de 1955, protagonizada por Masayuki Mori, la dirigió Kon Ichikawa con una puesta en escena más contenida y austera que otros films suyos posteriores y más conocidos, correspondiendo al tono del original literario, al que es muy fiel a pesar de darles nombre a los personajes y otorgar mayor protagonismo a la esposa de sensei, interpretada maravillosamente por Michiyo Aratama.
LA ESCOPETA DE CAZA de Yasushi Inoué
Contemporáneo de los probablemente más conocidos Tanizaki, Kawabata o Mishima, Yasushi Inoué ganó el premio Akutagawa con La escopeta de caza (Ryoju, 1949), una breve novela de sencillez y depuración admirables, las mismas que encontramos en sus relatos. En apenas setenta páginas repletas de belleza, Inoué nos cuenta una trágica historia que marca para siempre a los cuatro personajes involucrados en ella y consigue, gracias a lo que dicen las palabras y, más aún, a lo que se desprende de ellas, que se mantenga en nuestro recuerdo hasta llevarnos a reflexionar sobre aspectos cruciales de la vida.
Tras una suerte de prólogo en el que el propio autor nos ayuda a entender el significado del simbólico título y en el que nos explica por qué se puso en contacto con él alguien que se hace llamar Josuke Misugi, la novela nos lleva a la intrigante lectura de las tres cartas recibidas por el citado personaje tras el suicidio de Saiko, la mujer que durante años había sido su amante. La primera está escrita por Shoko, la hija de Saiko; la segunda, por su esposa, Midori; la tercera, por la propia Saiko, poco antes de suicidarse.
Complementándose, estas tres voces irán arrojando una nueva luz sobre el adulterio de Josuke y Saiko y sobre la relación, repleta de secretos, entre los diferentes personajes; pero ante todo llevará al lector a preguntarse hasta qué punto conocemos realmente a quienes nos rodean y si somos conscientes de la fragilidad de los cimientos sobre los que edificamos nuestro mundo particular. Y quizá la respuesta que encuentre tenga mucho que ver con aquello que decía la Gertrud de Dreyer sobre la irremediable soledad del alma.
Cuando leas estas líneas, habré dejado de existir. Ignoro qué será la muerte, pero estoy segura de que mis alegrías, mis penas, mis temores no me sobrevivirán. Tantas preocupaciones respecto a ti, y tantas preocupaciones sin cesar renovadas respecto a Shoko… Pronto todo ello no tendrá razón de ser en este mundo. Mi cuerpo y mi alma desaparecerán.
Lo que no es óbice para que muchas horas, muchos días después de que me haya ido, de que haya regresado a la nada, leas esta carta, y te diga, a ti que permanecerás con vida después de que haya dejado yo de existir, los numerosos temas de reflexión que fueron los míos en vida. Como si oyeses mi voz, esta carta te dirá mis pensamientos, mis sentimientos, cosas que ignoras. Será como si conversáramos, como si oyeses mi voz. Te quedarás asombrado, y sin duda afligido, y me lo tendrás en cuenta. Pero, lo sé, no llorarás. Se te pondrá tan solo esa mirada triste, esa mirada que nadie sino yo te ha visto nunca, y quizá dirás: «Estás loca, cariño». Me estoy imaginando tu expresión, y oigo tu voz.
Por eso, más allá de la muerte, mi vida permanecerá presente en esta carta hasta que concluyas su lectura. A partir del instante en que la abras, en que comiences a leerla, hallarás en ella el calor de mi vida. Y durante quince o veinte minutos, hasta que hayas leído la palabra final, ese calor se difundirá por todo tu cuerpo, colmará tu mente de toda clase de pensamientos, como lo hiciera cuando yo aún respiraba.
¡Qué extraña cosa es una carta póstuma! Aun cuando la vida contenida en en esta carta no haya de durar más que quince o veinte minutos, sí, aunque esa vida haya de tener tal brevedad, quiero revelarte mi «yo» profundo. Por espantoso que ello parezca, me doy perfecta cuenta, ahora, de que en vida jamás te he mostrado mi «yo» auténtico. El «yo» que escribe esta carta es mi yo, mi auténtico «yo»…
Traducción de Javier Albiñana, con la colaboración de Yuna Alier, para Anagrama.
47 RONIN. LA HISTORIA DE LOS LEALES SAMURÁIS DE AKO de Tamenaga Shunsui
El relato protagonizado por los 47 ronin (samurái sin señor) de Ako es uno de los hechos más famosos de la historia de Japón. Acaecido en nuestro año de 1703 -era Genroku japonesa-, convertido en leyenda a lo largo de los años por medio de sus muchas versiones y motivo de orgullo para el carácter nipón, ha estado presente en la novela, en el teatro kabuki y en el bunraku y, ya en el siglo XX, en el cine y en el cómic. Popular incluso en Occidente, el mismo Jorge Luis Borges se hizo eco de él en el cuento «El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké», incluido en el volumen Historia universal de la infamia (1935). Fue en dicho cuento, precisamente, donde leí por primera vez sobre la leyenda.
El infame de este capítulo es el incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, aciago funcionario que motivó la degradación y la muerte del señor de la Torre de Ako y no se quiso eliminar como un caballero cuando la apropiada venganza lo conminó. Es hombre que merece la gratitud de todos los hombres, porque despertó preciosas lealtades y fue la negra y necesaria ocasión de una empresa inmortal.
La versión novelada de los sucesos que escribió Tamenaga Shunsui, titulada en su edición española 47 ronin. La historia de los leales samuráis de Ako (Iroha Bunko), es quizá la forma literaria más accesible para nosotros de conocer la historia de estos 47 samuráis que esperaron pacientemente casi dos años para, aun conociendo las consecuencias, vengar la muerte de su señor Asano, obligado por las leyes a practicarse el seppuku o suicidio ritual por haber atacado al maestro de ceremonias que lo ofendió y cuyo nombre da título al cuento de Borges; una historia repleta de aventura, tragedia y poesía, marcada por el sentido del honor de unos personajes que, tras consumar su venganza, aceptaron también el castigo del suicidio.
Después, relató brevemente la vida de los cuarenta y siete ronin, deteniéndose a menudo para enjugar las lágrimas de sus mejillas. Su elocuencia emocionó profundamente a los oyentes, quienes, de vez en cuando, dejaban oír piadosas exclamaciones y mojaban sus mangas con el rocío de la pena y la alegría.
Cuando hubo hecho el elogio de todos los mártires, concluyó así su oración:
-El recuerdo de sus sufrimientos, de su heroísmo y su lealtad está grabado en una tablilla de oro, y el roce del tiempo, que casi todo lo borra, no podrá menos que dar más lustre a sus gloriosos nombres.
Traducción de Ángel González y Marián Bango.
Publicada por Satori Ediciones.
La historia de estos 47 vengadores ha conocido, desde los tiempos del cine mudo, muchas adaptaciones a la pantalla, incluida alguna estadounidense que podía haberse quedado en el baúl de los proyectos. El gran Kenji Mizoguchi realizó una de las más conocidas, La venganza de los cuarenta y siete samuráis (Genroku chusingura, 1941), pero no me parece que pueda contarse entre sus mejores películas. De las que he visto, recomendaría 47 Ronin (Chusingura), de Hiroshi Inagaki, un estupendo film que cuenta los hechos básicamente de la misma forma que la novela de Shunsui y que, a pesar de sus tres horas y media, no se le hará nada pesada al espectador habituado al cine japonés clásico.
TATUAJE (1966) de Yasuzô Masumura
En su breve relato, de apenas diez páginas, «Tatuaje» (Shisei, 1910), Junichiro Tanizaki nos contaba la turbia historia de Seikichi, un maestro tatuador que encuentra en la piel perfecta de una inocente joven el lienzo ideal para realizar su obra maestra: el tatuaje de una enorme araña. Una vez realizado el trabajo, el carácter violento de la araña posee a la muchacha, cuya primera víctima será el propio Seikichi.
El texto de Tanizaki es la base del guion escrito por el también director Kaneto Shindô y convertido en seductoras imágenes por Yasuzô Masumura, uno de los más brillantes cineastas japoneses entre los que comenzaron su andadura a finales de los años 50. Centrado en el personaje de la chica, Otsuya (la bellísima y estupenda actriz Ayako Wakao), el film Tatuaje (Irezumi) nos relata cómo, tras huir de casa de sus padres con su novio, es forzada mediante engaños a ingresar en una casa de geishas y a practicar la prostitución. En ese lugar será donde le tatúen la araña, cuyo espíritu se adueñará de ella y la impulsará a vengarse de los hombres que la han llevado a esa situación.
El talento de Masumura nos gana para la causa desde el esplendoroso inicio del film, que recuerda, quizá demasiado, al de una de las películas más controvertidas del cine japonés: Nieve negra (Kuroi Yuki, 1965), de Tetsuji Takechi. Mientras en un lado de la pantalla vemos sobreimpresionados los títulos de crédito, en el otro se nos muestra lo que básicamente contaba el relato de Tanizaki: cómo a una Otsuya que experimenta a la vez dolor y placer le tatúan la enorme araña con rostro humano en la espalda. Tras esta magnífica escena, la película nos cuenta la historia de la joven desde el principio, las razones que la han llevado hasta ese momento crucial, que volveremos a ver, para en su tramo final relatarnos la sangrienta venganza.
El film de Masumura, como otras de sus obras, es una sinfonía de color -fotografía de Kazuo Miyagawa- en magistral pantalla ancha, que brilla especialmente en las escenas exteriores, lienzos dominados por la lluvia, el barro y la nieve; una coreografía casi musical de la violencia, con una composición del plano cuidada hasta el mínimo detalle, que indaga con el mejor gusto visual posible, como probablemente solo el cine japonés haya podido hacer, en temas tan controvertidos como el sexo, el erotismo, la prostitución y el sadomasoquismo.
EL SECRETO de Junichiro Tanizaki / M. BUTTERFLY (1993) de David Cronenberg
Usted no está enamorado de mí, sino de una mujer misteriosa, la mujer de un sueño.
«El secreto» (Himitsu, 1911), uno de mis relatos preferidos de Junichiro Tanizaki, cuenta la historia de un hombre que, aburrido de su monótona vida y seducido por sus lecturas de novelas policiacas y de aventuras exóticas, busca el placer y el morbo de lo desconocido saliendo de noche por la ciudad disfrazado de mujer. Durante una de esas noches se encuentra con una mujer con la tuvo una relación efímera en el pasado durante la que ni siquiera intercambiaron sus nombres. Ambos deciden retomar esa relación con una condición pactada: el hombre accederá a ser trasladado a la residencia de la mujer con los ojos vendados para que no pueda descubrir dónde vive y cuál es su identidad.
Incluido en el volumen Cuentos de amor, es un perfecto ejemplo de la literatura de uno de los grandes escritores japoneses: el amor, el sexo, el erotismo y el fetichismo en sus vertientes más turbadoras, misteriosas y transgresoras; la búsqueda del lado oscuro de las relaciones humanas servida con sensualidad y elegancia.
Durante un buen rato estuve a merced de los tumbos del vehículo. Era evidente que la mujer sentada a mi lado era «ella», la dama T, aunque no abrió los labios y permaneció todo el tiempo inmóvil. Su presencia probablemente se debía a que deseaba asegurarse de que llevaba los ojos bien tapados. Una precaución innecesaria, pues, aun sin vigilancia, no me habría quitado la venda. La joven conocida en alta mar, el refugio bajo la capota de un rikisha en una noche de lluvia feroz, el secreto de la ciudad nocturna, la ceguera, el silencio…, todos esos elementos se conjugaron para formar la bruma pura de misterio en cuya espesura yo decidí lanzarme de cabeza.
Traducción de Akihiro Yano y Twiggy Hirota.
Publicado por Alfaguara.
En una de esas relaciones entre las diversas artes que nos llegan de improviso, al releer el relato de Tanizaki me vino a la memoria la estupenda película de David Cronenberg M. Butterfly. No tienen nada que ver en su argumento y en su tono, pero sí comparten la huida por parte de sus protagonistas de una vida rutinaria y acomodada, atraídos por oscuras y desconocidas formas del amor y del sexo ajenas a las convenciones de su mundo y por «la mujer misteriosa, la mujer de un sueño». Cómo no recordar a René Gallimard, encarnado por un portentoso Jeremy Irons, el diplomático en busca de su Butterfly particular que acaba convirtiéndose precisamente en la dama mitificada a la que buscaba en la secuencia en que, vestido de mujer, representa su tragedia ante los presos de la cárcel. En mi opinión, uno de los momentos más hermosos y tristes que nos haya dejado el cine.
OCHO ESCENAS DE TOKIO de Osamu Dazai
Me devoraba un demonio que se ocultaba y me llamaba sin cesar.
Osamu Dazai, seudónimo de Tsushima Shuji, es uno de los escritores japoneses más controvertidos del siglo XX, una apasionante figura cuya caótica vida dominada por la autodestrucción quedó reflejada en sus relatos y novelas.
Nacido en el seno de una familia acomodada en 1909, estudió literatura francesa en la universidad de Tokio; pero su falta de interés por las clases le hizo abandonarla y, poco después, se enroló en el comunismo clandestino, por lo que fue encarcelado y torturado. Desheredado por culpa de su relación con una geisha, adicto a la morfina y al alcohol, intentó suicidarse varias veces hasta que lo consiguió, junto a su amante, en 1948, poco después, precisamente, de alcanzar el reconocimiento por su obra más famosa, la novela Indigno de ser humano (Ningen shikkaku, 1948).
Ocho escenas de Tokio es una selección de relatos -el género que más cultivó Dazai- en los que el autor japonés se muestra en carne viva, desnudándose como personaje. Su vida nocturna, las geishas, el alcohol, las tentativas de suicidio, las penurias económicas, el miedo al fracaso o la dificultad de organizarse para escribir forman parte de una literatura, a menudo teñida de erotismo y de un humor paradójicamente triste, en la que el protagonista muestra sus cicatrices y vuelca todas sus dudas existenciales. La belleza de los relatos de Dazai proviene no solo de las palabras sino también, y sobre todo, de la sensación de vacío que nos deja, de aquello que podemos leer sin que esté escrito, como suele ocurrir en la obra de los mejores escritores del género.
Este fragmento pertenece a Tokyo hakkei (1941), el relato que da título al libro.
Recuerdos se considera ahora mi obra inaugural. Quería poner en claro, sin el más mínimo ornamento, todas las cosas terribles que había hecho desde mi infancia. Lo escribí en el otoño de mis veinticuatro años. Me sentaba junto a la ventana de la casita y miraba el jardín abandonado, completamente cubierto de malas hierbas, incapaz de una simple sonrisa. De nuevo, mi única intención era morir. Llamadlo afectación si queréis, pero estaba harto de mí mismo. Veía la vida como un drama. Mejor: veía el drama como la vida. Ya no era útil a nadie. H., que había sido todo lo que yo podía considerar mío, tenía las manos marcadas. No existía un solo motivo para continuar viviendo. Decidí que yo, uno de los necios, uno de los condenados, interpretaría fielmente el papel que el destino me tenía reservado; el triste y servil papel de uno que inevitablemente tiene que perder.
Pero la vida, como quedó demostrado, no era un drama. Nadie sabe con seguridad qué va a ocurrir en el segundo acto. El personaje señalado por la autodestrucción permanece a veces sobre el escenario hasta que cae el telón. Había escrito mi pequeña nota de suicidio, el testamento de mi niñez, el relato de primera mano sobre un chaval odioso que, en lugar de liberarme, se convirtió en una abrasadora obsesión que proyectaba una tenue luz en el vacío de la oscuridad. Aún no podía morir. Recuerdos no era suficiente.
Selección de Daniel Osca.
Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.
Publicado por Sajalín Editores.
LLUVIA NEGRA (1989) de Shohei Imamura
Vaya por delante que, en general, la filmografía de Shohei Imamura no me parece de las más destacables del cine japonés. Ni siquiera La balada de Narayama (Narayama bushiko, 1983), que para muchos es su mejor película, me entusiasma demasiado, y menos aún si la comparo con la versión de 1958 dirigida por Keisuke Kinoshita, que, en mi opinión, es mucho mejor. Pero, al igual que me ocurre con otros directores que no son santo de mi devoción, uno de los films de Imamura sí me parece una obra maestra, y es Lluvia negra (Kuroi ame), adaptación de la novela homónima de Masuji Ibuse, publicada de forma seriada en 1965 y como libro un año más tarde.
El texto escrito por Ibuse, basado en documentos, entrevistas y diarios de algunas de las víctimas de la masacre de Hiroshima, es la crónica del desconcierto y de las consecuencias que ocasionó la bomba entre unos seres humanos a los que, de repente, les cayó encima toda la ferocidad de la guerra. Huyendo del pesimismo y sin perder el tiempo en buscar causas o señalar culpables, Ibuse se centra en el drama cotidiano (la búsqueda de familiares, la escasez de alimentos y medicinas, los primeros síntomas de la radiación y el desconocimento de cómo tratarlos, etc) y en las esperanzas de futuro. Sin necesidad de que el autor recurra a ningún tipo de exhibicionismo literario, algunas de las páginas de esta soberbia novela ponen los pelos de punta.
La película de Imamura, con un blanco y negro impresionante, consigue trasladar a sus imágenes el tono de la novela, y acierta al dar mayor protagonismo a la historia de Yasuko, la joven a la que su pretendiente rechaza porque ha estado expuesta a las radiaciones de la bomba y que, poco a poco, irá experimentando los síntomas de la enfermedad.
Si bien Lluvia negra es toda ella sobresaliente, aunque sólo se haya visto una vez resulta difícil no recordar especialmente dos momentos: la escena, no apta para estómagos sensibles, que muestra, tras el estallido de la bomba, el caos absoluto, los cadáveres amontonados, los heridos deformes y mutilados caminando como zombis, la lluvia negra cayendo sobre la gente…; y el plano, tan bello como triste, en que Yasuko, mientras se baña, se acaricia el cabello y ve cómo se le cae a jirones y se le queda en las manos.
En ese instante de gran cine, posiblemente el mejor que haya filmado nunca, Imamura consigue resumir en una sola mirada el miedo, la desolación y las preguntas sin respuesta de todo un pueblo.
EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE de Gabriel García Márquez / LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES de Yasunari Kawabata
El origen de Memoria de mis putas tristes (2004), la última novela de García Márquez, está en otra novela corta escrita por Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes (Nemureru Bijo, 1961). Pero la influencia del Nobel japonés y de esta novela en la literatura del Nobel colombiano aparece ya en el relato El avión de la bella durmiente -uno de los mejores del libro Doce cuentos peregrinos (1992)-, en el que el narrador, durante un viaje en avión de ocho horas, observa a la mujer sentada a su lado, la más hermosa que ha visto nunca, dormida durante todo el trayecto:
«Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.»
La novela de Kawabata, mi preferida junto a País de nieve (Yuki Guni, 1947), es uno de los grandes textos sobre el sexo y el erotismo en relación con el paso del tiempo y la vejez, pero también sobre la incomunicación, el desconocimiento y la frialdad en las relaciones humanas. Ahora que Haruki Murakami se ha convertido en un fenómeno de ventas incluso en España, no estaría de más asomarse a la literatura del que probablemente fuera el mayor escritor japonés del siglo pasado.
«La repelente senilidad de los tristes hombres que venían a esta casa no estaba a muchos años de distancia del propio Eguchi. La inconmensurable extensión del sexo, su insondable profundidad -¿qué parte de ella había conocido Eguchi en sus sesenta y siete años?-. Y en torno a aquellos ancianos nacía constantemente carne nueva, carne hermosa, carne joven. ¿Acaso la nostalgia de los tristes ancianos por el sueño inacabado, su pesar por los días perdidos sin haberlos tenido jamás, no estarían ocultos en el secreto de esta casa? Eguchi pensaba antes que las muchachas que no se despertaban eran una perpetua libertad para los ancianos. Dormidas y mudas, decían lo que los ancianos deseaban.»
Doce cuentos peregrinos está publicado en Ed. Mondadori.
La casa de las bellas durmientes en Ed. Caralt.