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LA FAMILIA DEL VURDALAK de Alexéi Tolstói / LAS TRES CARAS DEL MIEDO (1963) de Mario Bava
Si el conde Alexéi Konstantínovich Tolstói -primo segundo del mucho más conocido León Tolstói- ha logrado esquivar el olvido para ocupar un pequeño espacio en la historia de la literatura se debe casi exclusivamente a sus historias de vampiros, en especial a La familia del vurdalak, un relato de unas treinta páginas, escrito hacia 1840 con el subtítulo Fragmento inédito de «Memorias de un desconocido», que se aleja del romanticismo y el glamur de los que tantas veces participa la literatura vampírica para recuperar las leyendas y los miedos ancestrales de la cultura popular.
El «desconocido» narrador nos introduce en una tertulia vienesa en la que los presentes se entretienen contando leyendas fantásticas. Cuando le llega el turno al anciano marqués de Urfé, este advierte a sus oyentes que él mismo fue protagonista, en su juventud, de lo que va a contarles, su terrorífica experiencia en una pequeña aldea de Serbia. Urfé recuerda que una noche encontró cobijo entre una familia cuyos miembros -dos hermanos, su hermana, la esposa del hermano mayor y los dos hijos del matrimonio- estaban extrañamente tristes y temerosos porque esperaban el regreso del patriarca, el anciano Gorcha, quien les había advertido que si volvía pasados diez días de su marcha lo haría convertido en un vurdalak, en un vampiro. Y esa noche, precisamente, se cumplía el plazo.
Me contó entonces que su anciano padre, que se llamaba Gorcha, hombre de carácter inquieto e intratable, se había levantado un día de la cama y había descolgado de la pared su largo arcabuz turco.
-Hijos -había dicho a sus dos hijos, uno llamado Jorge y el otro Pedro-, me voy a las montañas a unirme a los valientes que están dando caza a ese perro de Alibek (era el nombre de un salteador turco que, desde hacía algún tiempo, asolaba el país). Esperadme diez días; y si al décimo día no he regresado, mandad decir una misa por mí, porque habré muerto. Pero -había añadido el viejo Gorcha, adoptando un tono más serio- si volviese después de cumplidos los diez días, Dios os libre de ello, por vuestra salvación, no me dejéis entrar. Os ordeno que, en ese caso, olvidéis que fui vuestro padre y, diga lo que diga y haga lo que haga, me clavéis una estaca de álamo; porque entonces seré un maldito vurdalak que vuelve para chuparos la sangre.
Traducción de Francisco Torres Oliver para Atalanta.
Que yo conozca, el cuento de Tolstói ha conocido una adaptación televisiva y dos cinematográficas. La primera, no especialmente destacable, formó parte de El quinto jinete (1975), una serie española, dirigida por José Antonio Páramo, que en catorce episodios llevó a la pequeña pantalla sendos clásicos universales de la literatura de terror.
Mucho peor es la segunda de las adaptaciones al cine, un engendro italiano titulado La noche de los diablos (La notte dei diavoli, 1972) que tomaba como excusa el relato de Tolstói para su particular e infumable espectáculo erótico-sanguinolento. Su (ir)responsable, Giorgio Ferroni, había realizado años antes otra película del género fantástico mucho más interesante: El molino de las mujeres de piedra (Il mulino delle donne di pietra, 1960).
Pero por suerte para Tolstói y, sobre todo, para nosotros, el gran Mario Bava también convirtió en imágenes la breve pieza vampírica del escritor ruso, en el segundo episodio de los tres que componen la estupenda Las tres caras del miedo (I tre volti della paura, 1963). El film introduce diversos cambios significativos en la historia y le cambia por completo el final, pero lo importante aquí es la impronta del estilo inconfundible de Bava y su director de fotografía, Ubaldo Terzano, el de sus grandes películas de la década de los 60. Solo por los planos que muestran el regreso al hogar de Gorcha (un terrorífico Boris Karloff); los del niño Iván, ya convertido en vampiro, acercándose a la casa hasta arrodillarse ante la puerta mientras llama a su madre o el del rostro amenazante de Karloff a través de la ventana, la cinta merece un lugar de honor en las antologías del cine de terror.
HUMO de Iván Turguéniev
En todo y en todas partes necesitamos un amo. Casi siempre ese amo es un ser viviente; a veces es cierta tendencia, como, por ejemplo, en este momento, la manía de las ciencias naturales. ¿Por qué? ¿Qué motivos nos impulsan a someternos así, voluntariamente? Es un misterio. Sin duda, depende de nuestra naturaleza. Lo importante es que tengamos un amo, y no falta nunca. Somos verdaderos siervos. Nuestro orgullo, lo mismo que nuestra bajeza, son serviles.
Aunque en la actualidad sea mucho menos popular que sus contemporáneos Dostoievski y Tolstói, Iván Turguéniev sigue siendo uno de los escritores rusos del siglo XIX de mayor prestigio, cimentado sobre todo en los relatos que componen Memorias de un cazador (1852), en la novela corta Primer amor (1860) y en su gran novela Padres e hijos (1862). Menos citada que estas tres obras, Humo (1867) me parece otra de sus mejores novelas.
Su protagonista, Gregorio Mijailovitch Litminov, es un joven ruso de treinta años que está pasando una temporada en Baden-Baden. Allí, mientras espera la llegada de su prometida, Ticiana, y de la tía de esta, asiste a reuniones frecuentadas por compatriotas cuya personalidad es completamente ajena a la suya y que, en sus conversaciones, defienden ideas que le resultan absurdas y vacías, con la única excepción de Potuguin, con quien entabla cierta relación de amistad. Un día, se encuentra, acompañada de su marido, con Irene, la joven que lo abandonó años atrás, cuando estaban a punto de casarse. A pesar de que Litminov intenta evitarla, la insistencia de Irene en que la visite provoca que el amor vuelva a nacer entre ellos.
Maestro en la descripción de ambientes y personajes y en la expresión serena de los sentimientos más apasionados, Turguéniev compone en Humo una gran y cruel historia de amor y, a la vez, una feroz crítica de la sociedad rusa de su época, expuesta sobre todo por medio de las opiniones de Potuguin, personaje en el que quizá podamos identificar al propio autor. Ambos elementos centrales de la novela, su segundo enamoramiento de Irene y su hartazgo de todo lo que ve y oye a su alrededor, llevarán a Litvinov al escepticismo absoluto, a darse cuenta de que nada en la vida es de veras importante, de que todo acaba desapareciendo como el humo.
Litvinov observaba en silencio. Una reflexión extraña le asaltó. Estaba solo en su vagón. Nadie le molestaba. «¡Humo, humo!», repitió varias veces, y súbitamente todo le pareció convertirse en humo: su vida, la vida rusa, todo lo que es humano y principalmente todo lo que es ruso. «Todo no es más que humo y vapor», pensaba. Todo parece cambiar perpetuamente, sustituida una imagen por otra y los fenómenos suceden a los fenómenos; pero, en realidad, todo es la misma cosa. Todo se precipita, todo se apresura a ir no se sabe adónde, y todo se desvanece sin dejar huella, sin haber alcanzado nada. Sopla el viento, y todo pasa al lado opuesto, y allí vuelve a comenzar, sin descanso, el mismo juego febril y estéril. Recordó lo que había ocurrido ante sus ojos, durante aquellos últimos años, no sin tormentas y estruendos… «¡Humo! -murmuraba-. ¡Humo!…» Recordó las discusiones frenéticas, los gritos del salón de Gubarev, las disputas de otras personas situadas en altos lugares, progresistas y retrógrados, viejos y jóvenes… «¡Humo! -repetía-. ¡Humo y vapor!…» Recordó, por último, la famosa jira al Castillo Viejo, los discursos y las manifestaciones de otros hombres de Estado, y también todo lo que preconizaba Potuguin… ¡Humo y nada más!… ¿Y sus propios esfuerzos, sus sentimientos, sus ensayos y sus sueños? Esta evocación sólo provocó un desalentado ademán con la mano.
Traducción de Antonio G. de Linares.