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EL ESCAPULARIO (1968) de Servando González

El-escapularioHe tenido ocasión de ver un par de películas del cineasta mexicano Servando González y ambas invitan a seguir revisando la breve filmografía de este director muy poco conocido en España. La primera de ellas y, al parecer, la más prestigiosa de cuantas realizó, Viento negro (1965), es un estupendo drama que transcurre en el seno de un grupo de constructores de una vía ferroviaria en el desierto y que gana muchos enteros en su segunda y despiadada mitad. La otra es El escapulario, un film de corte fantástico con alguna secuencia cercana al terror, acaso más modesto que el anterior pero con algunos lujos por parte de la cámara de González la mar de jugosos.

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En su nocturno inicio, los espectadores acompañamos a un joven sacerdote (Enrique Aguilar) hasta la casa de una anciana moribunda (Ofelia Guilmáin) para darle la extremaunción. Pero antes de morir, la mujer le hace entrega de un escapulario que, según ella, protege de la muerte a quien lo posea e insiste en contarle una historia que tiene que ver con los poderes milagrosos del objeto y con sus cuatro hijos. Comienza así un flashback que nos trasladará a una batalla entre el ejército mexicano y los rebeldes y a una historia de amor entre un modesto trabajador y una muchacha rica y que nos irá desvelando la identidad de los cuatro hermanos y su relación con el escapulario.

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Más allá de un guion que mantiene nuestro interés durante todo el metraje, la verdadera protagonista de El escapulario es la cámara de Servando González, que cuenta con la inestimable ayuda de la fotografía de Gabriel Figueroa, colaborador habitual de Buñuel que también trabajó para otros grandes como Ford o Huston. La planificación del director, repleta de picados, contrapicados, planos subjetivos y composiciones realmente retorcidas, sobre todo en las escenas ambientadas en el frente -cuya impresionante atmósfera puede recordar a algunos relatos de Ambrose Bierce-, quizá nos pueda parecer por momentos gratuita o excesivamente esteticista, pero la imaginación y la brillantez que desprenden resultan, a la postre, fascinantes. Y la secuencia de los ahorcados en el bosque es de las que no se olvidan. Junto a estos alicientes, el sorprendente final, que acaba de colocar al film de lleno en el género fantástico, pone la guinda para que El escapulario merezca ser recuperada, quizá en una doble sesión junto a El helecho dorado (Zlaté kapradí, 1963), de Jirí Weiss, otra película de ambiente mágico e inquietante que a saber si influyó en la cinta de González y en la cual es una camisa bordada por una mujer enamorada el objeto que protege de la muerte.

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EL RENO BLANCO (1952) de Erik Blomberg

MV5BZGIzODRiZTMtYWI0MC00MDlkLWJhNjEtOGY4MTJlZWVhZjgwXkEyXkFqcGdeQXVyMjc1NjE1MzM@._V1_Mientras el cine finlandés contemporáneo es más o menos conocido gracias, sobre todo, a la obra de los hermanos Kaurismäki, seguimos sabiendo bien poco de las películas clásicas filmadas en este país nórdico. Por eso, cuando uno se topa con una que recibió el Premio Internacional de 1953 en Cannes y el Globo de Oro de 1956 a la mejor película de habla no inglesa y además resulta que nos cuenta una historia vampírica ambientada en una aldea de las montañas, la curiosidad cinéfila no tiene más remedio que echarles un vistazo a los poco más de sesenta minutos de El reno blanco (Valkoinen peura), dirigida y fotografiada por Erik Blomberg y escrita por él mismo y por su esposa, Mirjami Kuosmanen, que también interpreta el personaje principal.

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La protagonista del film es una joven llamada Pirita que, al poco tiempo de contraer matrimonio, acude a un hechicero para asegurarse de que conservará para siempre el amor de su marido. Pero este hecho tendrá como consecuencia que el espíritu maligno que Pirita lleva en su interior se manifieste en forma de vampiro capaz de transformarse en un reno completamente blanco que atrae a los cazadores para matarlos.

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Como era de esperar, la cinta es realmente singular, una rara avis en toda regla cuyas virtudes acaban, por fortuna, imponiéndose a sus defectos. Frente a un desarrollo argumental y unas interpretaciones que no acaban de convencerme, la cámara compone una sucesión de planos extraordinarios que alternan la blancura absoluta del día y la nieve con la oscuridad repleta de sombras, tan sugerente esta como la que dominaba los films de terror de Jacques Tourneur y Val Lewton, con los que el de Blomberg guarda más de una similitud.

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Desde su preciosa secuencia inicial a modo de prólogo, nos encontramos pues ante una película que nos gana por la belleza de sus imágenes, un romántico poema visual de amor y muerte recomendable para los buscadores de rarezas cinematográficas y, sobre todo, para los incansables coleccionistas de historias vampíricas que no se conforman con los archiconocidos estereotipos.

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ALIAS NICK BEAL (1949) de John Farrow

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Como corresponde a su naturaleza, el diablo siempre se las ha arreglado para hacer caer en la tentación al gremio de los guionistas, que lo han incluido como personaje en multitud de géneros, desde el cine de terror -por descontado, su hábitat natural- hasta la comedia e incluso el wéstern, pasando por el cine negro. Dentro de este último, el mejor ejemplo que conozco es Alias Nick Beal, un híbrido absoluto entre el noir -sobre todo por su atmósfera- y el fantástico y mi película favorita de John Farrow, esposo de Maureen O’Sullivan y padre de Mia Farrow, un director con un puñado de películas interesantes pero que en pocas ocasiones rozó la excelencia.

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El estupendo guion de Jonathan Latimer nos cuenta, en un extenso flashback, la historia de Joseph Foster (Thomas Mitchell), un íntegro fiscal de distrito obsesionado con meter en chirona a un gánster llamado Hanson. Cuando parece que no va a poder conseguirlo porque las pruebas incriminatorias han sido quemadas, Foster recibe una nota anónima de alguien que le propone citarse en el café China Coast si quiere atrapar a Hanson. Cuando se encuentran, el misterioso personaje, que se hace llamar Nick Beal (Ray Milland), le ofrece, sorprendentemente, los documentos que en principio habían sido destruidos. Foster acepta, pero el trato al que llega con Beal no le saldrá gratis y tendrá consecuencias relacionadas con su carrera política.

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Adaptación del mito de Fausto llevada al terreno de la corrupción política y ambientada en buena parte en la nocturnidad neblinosa de los bajos fondos, Alias Nick Beal cuenta con un espléndido reparto completado por Audrey Totter, en el papel de la prostituta Donna, a quien Beal saca del arroyo para que lo ayude en su particular misión seduciendo a Foster; George Macready, como el reverendo amigo de Foster, personaje decisivo en el desenlace del film, y el gran Fred Clark, acaso desaprovechado en su rol de político relacionado hasta las trancas con la delincuencia. Pero, por encima de todos, incluso del siempre enorme Thomas Mitchell, el dueño absoluto de la película es Ray Milland.

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Sin su interpretación, la cinta de Farrow, aunque tiene muchas otras virtudes, bajaría sin duda un par de peldaños. Su mefistofélica y ominosa presencia y su amenazadora mirada resultan tan preponderantes en el film que, cuando no están presentes, el espectador está deseando, como pocas veces, que vuelvan a la pantalla. Su presentación en el film, surgiendo de la bruma que envuelve al China Coast y silbando su recurrente melodía; su aparición ante Donna, cuando la echan del café por armar un escándalo, ofreciéndole una vida de lujos a cambio de su colaboración; el asesinato del contable de Hanson, filmado en off de manera tan concisa como brillante, y el anuncio de su presencia en el bar en el que Donna se está emborrachando tras intentar escapar de él, deslizando por la barra la pitillera de zafiros que le había regalado, no solo son las mejores secuencias de la película, sino que se cuentan entre las más memorables protagonizadas por el diablo que nos haya dejado el cine.

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LA ISLA DEL DR. MOREAU de H. G. Wells / LA ISLA DE LAS ALMAS PERDIDAS (1932) de Erle C. Kenton

Sin guerras interplanetarias, máquinas del tiempo u hombres invisibles a los que agarrarse para tomar distancia con ella, La isla del Dr. Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1896), quizá la novela más inquietante de cuantas escribió H. G. Wells, levantó polvareda desde el momento de su publicación al tratar temas científicos que ya en la época eran motivo de debate y que aun hoy siguen plenamente vigentes.

Por si alguien a estas alturas anda despistado, el narrador y protagonista Edward Prendick nos cuenta sus horribles experiencias en una isla del Pacífico en la que el doctor Moreau y su ayudante Montgomery realizan macabros experimentos genéticos. Por medio de la vivisección y cruzando diferentes especies, crean seres monstruosos a los que dotan de cierta humanidad, que incluso llegan a caminar erguidos y a tener la capacidad de hablar, y a los que mantienen a raya gracias al uso de la fuerza y a una serie de normas a las que denominan «la Ley».

Ingeniería genética, vivisección, el hombre que juega a ser un dios creador de vida por medios artificiales… La novela de Wells toca diversos temas y se presta a múltiples debates. Particularmente, el que más me atrae es el que identificaría a las criaturas de Moreau no con una nueva especie, sino directamente con nosotros, humanos pero también animales, y que tiene que ver con la sociedad y su civilización: la necesidad de unas leyes y, sobre todo, de una educación para lograr la convivencia y reprimir nuestros instintos más primarios y siempre latentes, aquellos que, en muchos casos, saldrían nuevamente a la luz si nos viéramos libres, como llega a ocurrir en la novela, de todo control. En este sentido, quizá La isla del Dr. Moreau se acerque a la filosofía de Thomas Hobbes -homo homini lupus- y pueda considerarse como una influencia de El señor de las moscas (Lord of the Flies,1954), la gran novela de William Golding.

Pero Moreau parecía tan irresponsable, tan profundamente irreflexivo… Su curiosidad, sus insensatas e inútiles investigaciones lo empujaban a continuar ni él mismo sabía hasta dónde, a arrojar a la vida a esas pobres criaturas, por espacio de uno o dos años, para luchar, equivocarse, sufrir y, en última instancia, morir con dolor. Aquellas criaturas eran intrínsecamente perversas; su odio animal los incitaba a incordiarse mutuamente, al tiempo que la Ley los refrenaba de librar una encarnizada batalla y del fin definitivo de su animosidad natural.

Traducción de Catalina Martínez Muñoz para Editorial Alianza.

De sus diversas adaptaciones al cine, quizá las más conocidas sean la de 1977, dirigida por Don Taylor y con Burt Lancaster en el papel de Moreau, y la de 1996, de John Frankenheimer, con un más que extravagante Marlon Brando como protagonista. Ambas me parecen infumables. La que más me gusta es La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls), de Erle C. Kenton, director de una filmografía no precisamente relevante y el irresponsable responsable de algunas de las cintas de Bud Abbott y Lou Costello. Sin ser una obra maestra, el film de Kenton conserva la bendita ingenuidad de aquel cine de terror de bajo presupuesto que dejaba espacio a la imaginación y a la fantasía del espectador y que, para provocar algo cercano al miedo, recurrían a una atmósfera desasosegante y a las sombras nocturnas de su fotografía en blanco y negro. Además, cuenta con un delirante y muy peludo Bela Lugosi, en el papel de una de las criaturas, y con el gran Charles Laughton, uno de esos actores, acaparadores de miradas, que con su sola presencia eran capaces de conseguir que pasáramos por alto las carencias de cualquier película.

 

LA MANO ENCANTADA de Gérard de Nerval / LA MANO DEL DIABLO (1943) de Maurice Tourneur

Gérard de Nerval ha pasado a la historia como uno de los mayores y más malditos poetas franceses del Romanticismo, cuyos ideales llevó hasta el límite tanto en su forma de entender la vida como en su suicidio, representado por Gustave Doré en uno de sus más célebres grabados. Como tantos otros vates románticos, cultivó también de forma exquisita la prosa, sobre todo en relatos de corte fantástico como La mano encantada (La Main enchantée, 1832), que por el mismo precio nos ofrece, junto a su mágico argumento, pinceladas humorísticas y comentarios críticos sobre la sociedad de la época en que se sitúa, el siglo XVII, absolutamente válidos para nuestra actualidad. Su origen probablemente esté en la admiración de Nerval por el Fausto de Goethe, obra que tradujo al francés.

El protagonista de nuestra historia, un joven pañero parisino llamado Eustache, entra en contacto con una suerte de prestidigitador que, leyendo en las rayas de su mano, adivina su pasado y su presente y le pronostica que morirá ahorcado (como murió Nerval, qué coincidencia). Tiempo después, tras una riña con el molesto sobrino de su esposa, soldado y experto espadachín, Eustache comete el error de aceptar batirse en duelo. Para salir del trance, recurre a las artes del prestidigitador, quien, a cambio de la promesa de una gran suma, unta la mano derecha del joven con una mixtura que le proporciona fuerza y destreza inigualables. Pero el pañero, por supuesto, no tardará en descubrir que es mejor no tener trato con según que magias.

Sólo entonces Eustache sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le asustó muchísimo; le parecía que su mano estaba como entumecida y, a pesar de esto, cosa muy extraña, se retorcía y alargaba repetidamente hasta hacer crujir las articulaciones, como un animal cuando despierta; después no sintió nada más, la circulación pareció restablecerse, y maese Gonin gritó que todo había concluido y que ya podía desafiar a los espadachines más altaneros de la corte y el ejército, y abrirles ojales para todos los botones inútiles con los que la moda de entonces recargaba los trajes.

Traducción de Valeria Ciompi.

Publicado por Alianza.

Bajo la mirada vigilante de la Continental, productora creada por los alemanes al inicio de la ocupación, Maurice Tourneur, padre del mucho más conocido Jacques Tourneur, dirigió La mano del diablo (La main du diable), película inspirada en el texto de Nerval pero que introduce muchísimos cambios respecto al original literario, empezando por la época en que está ambientada, hasta el punto de que difícilmente podemos considerarla una adaptación. Narrada en forma de flashback, su protagonista es Roland (gran Pierre Fresnay), un pintor fracasado que adquiere, por una suma ridícula, una caja que contiene una mano, un talismán que lo convertirá en un pintor famoso y millonario; pero cuando quiera deshacerse del mágico objeto deberá tratar con el mismísimo diablo, caracterizado para la ocasión cual típico hombre de negocios.

Con guion de Jean-Paul Le Chanois -comunista de origen judío y miembro de la Resistencia-, que introduce elementos humorísticos, sobre todo en boca del personaje del diablo, y algún que otro mensaje entre líneas dirigido a los resistentes, el film de Tourneur es una sencilla delicia que convierte la falta de medios en virtud gracias al inagotable despliegue de imaginación de su puesta en escena, con influencias expresionistas, presente sobre todo en las secuencias en que lo fantástico se erige como protagonista.

MACARIO (1960) de Roberto Gavaldón

Aunque desgraciadamente poco conocido por estos lares, Roberto Gavaldón es uno de los grandes del cine mexicano, con una filmografía repleta de magníficas películas, como, por ejemplo, La otra (1946), una historia de intriga que fue llevada de nuevo al cine por Paul Henreid, con Bette Davis como protagonista, en la también estupenda Su propia víctima (Dead Ringer, 1964); En la palma de tu mano (1951), puro cine negro de arriba abajo, o ese maravilloso drama rural con tintes de wéstern titulado El rebozo de Soledad (1952), en el que asistimos a un intenso duelo actoral entre Arturo de Córdova y Pedro Armendáriz y que guarda algunas escenas que podría haber firmado el mismísimo John Ford.

En el centro de dicha filmografía, tres aproximaciones ejemplares al universo literario de B. Traven, el escritor siempre envuelto en el misterio al que adaptó John Huston en El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948): Días de otoño (1962), La rosa blanca (1961) y, por supuesto, Macario, posiblemente la cinta más redonda de Gavaldón y sin duda la más prestigiosa y conocida gracias a sus nominaciones, en 1960, al Óscar a la mejor película de habla no inglesa y a la Palma de Oro de Cannes.

Macario (Ignacio López Tarso), pobre de solemnidad, sobrevive miserablemente junto a su familia gracias a la venta de leña entre los habitantes del pueblo. Un día, harto de tanta penuria, le dice a su esposa (Pina Pellicer) que le dé a los hijos la parte de comida que le corresponde y le promete que nunca volverá a probar bocado hasta que pueda permitirse el lujo de comerse un guajolote (un pavo) entero sin tener que compartirlo con nadie. La comprensiva mujer roba y cocina uno y se lo entrega la mañana siguiente a su marido para que se lo coma a sus anchas durante su jornada en el monte, pero al intentar hacerlo se le aparecen sucesivamente el diablo, Dios y la Muerte (Enrique Lucero) pidiéndole que lo comparta con ellos. Temiendo morir antes de poder disfrutar de la comida, accede a la tercera demanda, y la Muerte, para recompensar su generosidad, le regala un agua que consigue devolver la salud a los enfermos, salvo a los pocos que ella decida llevarse definitivamente. Gracias a sus milagros curativos, Macario se convierte en un hombre rico; pero ya se sabe que en según qué sitios la alegría dura poco.

Ambientada durante las celebraciones del Día de los Muertos, con fotografía deslumbrante de Gabriel Figueroa y maravillosas interpretaciones del trío protagonista, Macario es una joya cinematográfica que trata sobre los sueños inalcanzables de los eternos sufridores, una suerte de fábula cuyos elementos fantásticos quizá suavizan sus formas pero no le restan gravedad a su cruel moraleja. De una aparente sencillez y una belleza que desarman al espectador más escéptico; depurada al máximo, sin los excesos melodramáticos de los que a menudo peca el cine mexicano, incluso el mejor, y abundante en secuencias para el recuerdo, como la que transcurre en la morada de la Muerte, en la que cada vela encendida representa una vida, esta obra maestra universal me parece la mejor forma de descubrir el cine de Roberto Gavaldón y las muchas y agradables sorpresas que en él aguardan a los cinéfilos más curiosos.

KWAIDAN de Lafcadio Hearn / EL MÁS ALLÁ (1964) de Masaki Kobayashi

Escritor británico nacido en Grecia, Lafcadio Hearn pasó buena parte de su vida en Japón. Allí se casó, se nacionalizó japonés, trabajó como periodista y como profesor y se dedicó a estudiar la historia, las costumbres y las leyendas niponas. De las obras que nos legó, quizá la más popular sea Kwaidan (Kwaidan: Stories and Studies of Strange Things, 1903), una recopilación de cuentos fantásticos en los que los fantasmas son los principales protagonistas: una joven que, antes de fallecer, le promete a su novio que volverá a nacer para casarse con él; un sacerdote que regresa de la muerte convertido en jikininki, un devorador de cadáveres; el espectro de una joven esposa, que vuelve al mundo de los vivos para recuperar una carta comprometedora; la Mujer de Nieve, una bellísima y terrible aparición que perdona la vida a un leñador a cambio de que no revele a nadie que la ha visto…

Mi relato preferido del libro, «La historia de Miminashi-Hoichi», nos cuenta lo que le acontece a un virtuoso músico ciego: tras ser invitado por los fantasmas de un clan que murió en una famosa batalla a tocar para ellos, el sacerdote en cuya casa vive tendrá que trazar en todo el cuerpo del músico un texto mágico que lo libere del poder de los aparecidos. Por desgracia, olvidará pintarse el texto en las orejas.

A la hora del crepúsculo, el sacerdote y su ayudante desnudaron al trovador y, valiéndose de unos pinceles, le trazaron en el pecho, en la espalda, en los labios, en las manos y en las piernas, en fin, hasta en las plantas de los pies, el texto piadoso del sûtra llamado Han’nya-Shin-Kyo. Cuando terminaron esta operación, el sacerdote dijo a Hoichi:

-Esta noche, poco tiempo después de que yo marche, te irás a sentar en el pórtico, y esperas allí. Probablemente vendrá una voz y te llamará; pero, ocurra lo que ocurra, no contestes ni te muevas. Seguirás sentado y sin hablar, y en actitud meditabunda. Si te agitas o haces algún ruido, serás partido en dos trozos. No temas nada, ni tampoco intentes pedir ayuda, porque ninguna ayuda humana podrá salvarte. Si cumples todas las instrucciones según te las doy, el peligro desaparecerá y no tendrás nada que temer de aquí en adelante.

Traducción de Pablo Inestal.

Publicado por Alianza Editorial.

El cuento de Hoichi y sus pobres orejas es uno de los cuatro del libro que escogió el gran Masaki Kobayashi para adaptarlos al cine. El resultado, conocido en España como El más allá (Kwaidan, 1964), es una de las grandes obras maestras del cine fantástico.

 

 

LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS de Emilio Carrere

Junto a los escritores de principios del siglo XX que suelen aparecer en los libros de literatura española, los Unamuno, Machado, Baroja y demás, hubo otros mucho menos populares que dedicaron su pluma a la novela de género, a entretener con tramas fantásticas, a una literatura que, por lo general, nunca ha sido tomada demasiado en serio por estos lares.

Uno de estos autores fue Emilio Carrere, periodista, poeta, novelista y tantas otras cosas cuyo nombre está asociado sobre todo a su novela La torre de los siete jorobados (1924) -aunque, al parecer, buena parte de ella fue escrita, imitando el estilo de Carrere, por el también escritor de tramas fantásticas Jesús de Aragón-, una historia imposible que mezcla lo policiaco con las aventuras, el misterio con el humor: robos, asesinatos, fantasmas, una sociedad secreta de jorobados que practica rituales satánicos y una ciudad de origen hebreo construida bajo los suelos del Madrid más castizo. Literatura de evasión pura y dura pero muy bien escrita -algunos pasajes recuerdan al Quevedo más caricaturista-, que en el país de Gaston Leroux, en el de Conan Doyle o en el de Allan Poe -uno de los ídolos literarios de Carrere- sería probablemente más reconocida.

Verdaderamente, el señor Catafalco tiene una presencia inquietadora. Es alto y escuálido, como una sombra; bajo el arco peludo de las cejas tiene un ojo pequeñito y relampagueante, que contrasta con el otro ojo, dilatado, turbio y alucinador, que se abre como una llaga redonda entre los costurones de su cara fláccida, de un color blanquecino, rodeada de una gran barba negra. Su nariz es un enorme pimiento abatido sobre la boca cárdena, rasgada y burlona como la de una carátula faunesca. Porque su nariz, ¡ah!, es una nariz única en su tamaño, en su forma, en su hediondez. Enorme breva que amenaza desprenderse, calabaza por lo descolorida, excepto en la punta, que ostenta un simpático color de ladrillo; como la de Cyrano, se baña en el vaso cuando liba su dueño feliz, y en su seno un constipado sencillo tiene las resonancias imponentes de una tempestad.

Publicada por Valdemar.

Muchos de los que hemos llegado a la novela y a su autor lo hemos hecho gracias a la adaptación cinematográfica dirigida en 1944 por Edgar Neville, uno de nuestros cineastas más inclasificables y más interesados por el género policiaco. Protagonizada por Antonio Casal, es una hermosa rareza para su época, convertida con el paso del tiempo en película de culto, que traslada estupendamente el ambiente de la novela y que brilla especialmente en las escenas de apariciones fantasmales. Por desgracia, hoy en día resulta demasiado ingenua al eliminar buena parte de los momentos más intensos de la novela y al añadir una meliflua historia de amor inexistente en el original literario, aspectos probablemente ajenos a la voluntad de un director como Neville.

EL MANIQUÍ (1962) de Arne Mattsson

La impresionante filmografía de un gigante del cine como Ingmar Bergman ha sepultado bajo su enorme peso la de otros directores suecos contemporáneos suyos que, sin acercarse a su altura, me parecen la mar de interesantes. Uno de ellos es Arne Mattsson -nacido, como Bergman, en Upsala-, del que hasta hoy solo he podido ver un par de películas: Un solo verano de felicidad (Hon dansade en sommar, 1951), que guarda cierta similitud en su argumento con el estupendo film de Bergman Juegos de verano (Sommarlek), estrenado, curiosamente, el mismo año, y la sorprendente El maniquí (Vaxdockan), película que quizá conocían y tuvieron en cuenta Azcona y Berlanga a la hora de realizar en Francia Tamaño natural (Grandeur nature, 1974).

El protagonista de El maniquí es un joven tímido y solitario (Per Oscarsson) que trabaja como vigilante nocturno en unos grandes almacenes. Obsesionado por la belleza de un maniquí, decide llevárselo para que comparta su monótona vida entre las cuatro paredes de la habitación de la casa de huéspedes en que vive. A fuerza de tratarlo como a un ser humano, de hablarle, cuidarlo y hacerle regarlos, en su imaginación el maniquí acaba cobrando vida y convirtiéndose en una mujer (Gio Petré) a la que entregará su amor incondicional.

Con elementos de cine fantástico y de misterio, El maniquí es una estupenda metáfora sobre la soledad del individuo en medio de la sociedad, una mirada claustrofóbica, triste y desoladora hacia los inadaptados que son vistos como bichos raros por quienes viven a su alrededor.

 

 

 

LAS MANOS DE ORLAC (1935) de Karl Freund

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La novela de Maurice Renard Les Mains d’Orlac (1920) -la historia de un pianista al que tras perder las manos en un accidente le trasplantan las de un asesino ajusticiado, con las previsibles consecuencias- ha sido adaptada al cine al menos en cuatro ocasiones, tres de ellas conocidas en España con el título Las manos de Orlac: la alemana Orlacs Hände (1924), realizada por Robert Wiene -el director de El gabinete del Dr. Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920)-; la americana Mad Love (1935), de Karl Freund, y la inglesa The Hands of Orlac (1960), dirigida por Edmund T. Gréville. La cuarta es la casi desconocida Hands of a Stranger, de Newt Arnold. Pero el partido que el cine le ha sacado a la novela de Renard no se queda aquí, ya que es bastante probable que sea la fuente de la que han bebido otros films con manos u otras partes del cuerpo de las que es recomendable no fiarse, desde la estupenda La bestia con cinco dedos (The Beast with Five Fingers, 1946) de Robert Florey hasta el tercer episodio de Bolsa de cadáveres (Body Bags, 1993) de John Carpenter y Tobe Hooper -aquí es el ojo de un asesino el que es trasplantado a un jugador de béisbol-, pasando por La mano (The Hand, 1981), el segundo largometraje de Oliver Stone, y tantas otras.

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En la adaptación dirigida por Freund, Orlac y sus nuevas manos ceden el protagonismo al doctor Gogol (Peter Lorre), el cirujano que accede a realizar el trasplante al pedírselo la esposa del pianista, una actriz llamada Yvonne de la que Gogol está enamorado en secreto hasta el punto de hacerse con su figura de cera, expuesta en un museo, y llevársela a casa para adorarla e imaginar que pasa sus días con la auténtica. Tras ser rechazado por la joven, en el colmo de su locura amorosa ideará un plan para asesinar al padre de Orlac de manera que este, guiado por las manos del asesino que ahora son suyas, parezca el culpable.

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Estamos pues ante una historia de corte fantástico y, sobre todo, de amour fou, un absoluto delirio que se disfruta al máximo solo si no se toma demasiado en serio, con reminiscencias del expresionismo del que procedía Freund -presentes sobre todo en las escenas desarrolladas en el edificio donde vive Gogol-, y que gira en torno de un mad doctor -otro de los iconos a los que acude a menudo el género- enamorado de manera malsana y fetichista, al que Lorre presta la más alucinada de sus interpretaciones, lo cual no es decir poco.

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Y como punto álgido de lo delirante que llega a ser la película, ahí queda para el recuerdo el momento en que Gogol, disfrazado de manera indescriptible, se cita con Orlac haciéndose pasar por Rollo, el asesino al que guillotinaron, y, antes de convencerle de que esas manos que una vez fueron suyas son las causantes de la muerte de su padre, le dice: «Sí, me cortaron la cabeza; pero el doctor Gogol me la volvió a poner». Un puro dislate y, a la vez, una escena inolvidable.

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Editada por Feel Films.