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EL EMPLEO (1961) de Ermanno Olmi

MV5BNzBjMjNlNTctZDgyYi00YzVjLWEwYTUtYzI5NjFiMmVjODdlXkEyXkFqcGdeQXVyNjczMzgwMDg@._V1_Domenico (Sandro Panzeri) es un joven de una localidad cercana a Milán que se desplaza a la capital para hacer los exámenes que ha convocado una gran empresa con el fin de cubrir varios puestos de trabajo. En las oficinas, se fija en Antonietta (Loredana Detto). Se conocen durante la pausa para comer y pasan juntos el rato que les queda hasta la siguiente prueba. Al terminar, Domenico la espera y la acompaña a la parada del autobús, antes de coger su tren. Días después, una vez conseguido el empleo, ambos vuelven a coincidir durante un instante; pero son enviados a distintos edificios y con horarios que no coinciden, por lo que a Domenico le resulta difícil volver a verla.

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En cuanto a duración, medios y, acaso, objetivos, podríamos considerar que El empleo (Il posto), segundo largometraje de Ermanno Olmi, es una película modesta; en cuanto a resultados, puede dejar tranquilamente a un lado la humildad porque es una obra perfecta o, más bien, tres en una: una crónica social de la época, que entronca con el neorrealismo; una crítica feroz y contundente hacia cierto tipo de trabajos seguros para toda la vida, que acaban por alienar a unas personas convertidas en algo reemplazable para ocupar un escritorio, y la historia de un primer amor, aquel que más se recuerda aunque no se consume o quizá precisamente por ello.

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Tres obras perfectas, digo, porque se unen con asombrosa ligereza, dándonos la sensación de asistir espontáneamente a algo visto pero no filmado, gracias a las interpretaciones de todo el reparto, con los sorprendentes Sandro Panzeri y Loredana Detto al frente -si no me equivoco, la única aparición de ambos en el cine-, y sobre todo a una cámara-testigo que aparenta solo observar sin entrometerse, que nunca se permite un subrayado, que no necesita alzar la voz para mostrar la grisura, el desencanto, la aceptación, la tristeza. Le basta con ver, de la forma más engañosamente sencilla, para que todo ello se desprenda sin esfuerzo de sus imágenes, para regalarnos un cine maravilloso que parece no esforzarse en demostrar que lo es, como si quisiera que la timidez de Domenico se viera reflejada en él.

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La bronca, al comienzo del film, que Domenico le echa a su hermano pequeño por una tontería, con la que Olmi nos habla sin decirlo de sus adolescentes nervios ante el examen; la repentina decisión, tan contraria a su carácter, con que el muchacho regresa, sorteando el tráfico, junto a Antonietta y le da la mano para ayudarla a cruzar la calle, cual caballero andante; sus esperas mojándose bajo la lluvia y deseando que coincidan con la salida de ella del trabajo; la recogida de los objetos del empleado fallecido, alternada con los planos que muestran su piso ya vacío, sin rastro ya de lo que fue su presencia, tan sustituible en él como en la oficina; la fiesta de Fin de Año que organiza la empresa, a la que Antonietta, durante un encuentro casual, anima a ir a Domenico y en la que la alegría generalizada enmascara durante un rato la tristeza de nuestro protagonista y, seguramente, no solo la suya… Ideas, detalles, fragmentos de sutil belleza cinematográfica, solo unos pocos entre los muchísimos que se suceden en esta obra maestra ineludible, tan tierna por fuera como dura por dentro, tan repleta de cariño hacia sus personajes como de rechazo ante la vida a la que están destinados, y que queda resumida en la expresión del rostro de Domenico al ocupar la última mesa de la fila, asumiendo así su condena, con que Olmi cierra su película.

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En recuerdo de Jacqueline Sassard: VERANO VIOLENTO (1959) de Valerio Zurlini

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La actriz Jacqueline Sassard falleció el pasado 17 de julio a los 81 años. La noticia no trascendió demasiado, supongo ESTV-2que en buena parte porque había abandonado su breve carrera cinematográfica a finales de los 60. De hecho, yo no me he enterado hasta esta semana, y he tenido que repasar su filmografía para recordar que la había visto en cuatro películas: Las ciervas (Les biches, 1968), que quizá no sea una de las películas más redondas de Claude Chabrol pero comparte con ellas su atractiva perversidad; Accidente (Accident, 1967), uno de los muchos ladrillos que pergeñó Joseph Losey en su etapa europea; Nacida en marzo (Nata di marzo, 1958), una bonita y romántica película de Antonio Pietrangeli, por la que ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián, y Verano violento (State violenta), del gran Valerio Zurlini, la mejor de las cuatro y apostaría que de todas en las que participó, aunque aquí lo haga en un papel importante pero más bien secundario.

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Sassard interpreta en el film a Rossana, una joven que pasa el verano de 1943 en un pueblo italiano junto a unos amigos entre los que se encuentra Carlo (Jean-Louis Trintignant), un muchacho con quien mantiene una inocente relación sentimental y que hasta el momento se ha librado de ir al frente gracias a las influencias de su padre, un dirigente fascista. Mientras las consecuencias de la guerra apenas les llegan por las noticias de la radio, que ni siquiera se paran a escuchar, o por algunos heridos que llegan a la localidad, ellos se divierten en la playa y en las fiestas que organizan. Pero un día Carlo conoce a Roberta (esplendorosa Eleonora Rossi Drago), una viuda de 30 años madre de una niña, y comenzará a mantener con ella un apasionado romance en contra de las convenciones sociales.

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A medida que su relación crece, Carlo irá distanciándose de su pandilla de amigos y de Rossana, y Roberta, enamorada y viva por primera vez tras su matrimonio concertado, acabará enfrentándose con su joven cuñada y con su madre. Sus encuentros furtivos, filmados con la pasión contenida marca de la casa Zurlini; la incomprensión de quienes los rodean, y la paulatina llegada a la zona de la violencia de una guerra que comienza a darse por perdida se adueñan entonces de la película, llevándola a terrenos mucho más dramáticos.

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Junto a los tres magníficos protagonistas, la fotografía de Tino Santoni y la maravillosa música de Mario Nascimbene redondean una película dominada de arriba abajo, como no podía ser de otra manera tratándose de Valerio Zurlini, por su exquisita puesta en escena, presente con toda su belleza en cada encuentro de los dos amantes o en el apoteósico final. Pero donde esta alcanza, sin duda, cotas insuperables es en la larga secuencia que arranca en la escena del circo, tras el apagón, en la que la linterna de Roberta, al encenderse, alumbra directamente a Carlo, y desemboca en la fiesta improvisada en casa del joven: la luz de la luna que entra al abrir las contraventanas iluminando en la penumbra los rostros de los personajes; la música y el baile mientras se cruzan las miradas de Rossana, Carlo y Roberta; el primer beso, en el jardín, de los amantes, sorprendidos por la pobre Rossana… Todo filmado de manera sublime, con unos movimientos de la cámara y de los personajes dentro del plano tan sutiles y elegantes que hacen de este fragmento prácticamente una coreografía en que se unen la pasión y la tristeza, el nacimiento de un amor y la muerte de otro. Una muestra más, por si hacía falta, de lo enorme cineasta que fue Zurlini, aún hoy tan poco (re)conocido. 

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LOLA (1961) de Jacques Demy

Jacques Demy, probablemente el miembro más singular e inclasificable de la nouvelle vague, debutó en el largometraje con Lola, una maravilla dedicada al gran Max Ophüls, quizá el principal maestro del cineasta francés. Ophüls había fallecido en 1957 y se había llevado con él el fracaso comercial de su última e incomprendida obra maestra, Lola Montes (Lola Montès, 1955), a pesar de haber sido defendida a capa y espada desde las páginas de Cahiers du Cinéma. Demy no solo le dedicó su película y tomó prestado el nombre de su protagonista, sino que mostró claramente en sus imágenes la influencia que ejerció en él el universo cinematográfico del director alemán, su inconfundible manera de filmar y de representar las relaciones humanas y su predilección por los retratos femeninos.

La joven Cécile (Anouk Aimée) trabaja, con el nombre artístico de Lola, en un cabaret de Nantes y vive con la confianza puesta en el regreso de Michel (Jacques Harden), padre de su hijo y único amor de su vida, que se marchó a Estados Unidos siete años atrás a hacer fortuna y del que no ha recibido noticias. Alguna veces se acuesta con Frankie (Alan Scott), un marinero americano bonachón que le recuerda a Michel, y un día se encuentra con Roland (Marc Michel), un amigo de la infancia que se enamora de ella mientras piensa qué rumbo tomar en la vida. En una librería, Roland conoce a una atractiva viuda, que se siente atraída por él, y a su hija, que también se llama Cécile y que, a su vez, entabla amistad con Frankie, que la ayuda a aprender inglés. Mientras tanto, Michel regresa a la ciudad.

Amor, celos, amistad, sueños, frustraciones, esperanzas… Apoyándose en la preciosa fotografía de Raoul Coutard y en la música de Michel Legrand, y supongo que tomando como referencia La ronda (La ronde, 1950) -otra de las obras maestras de Ophüls, basada en el muy polémico texto de Arthur Schnitzler-, Demy creó un microcosmos habitado por unos personajes inolvidables que se van cruzando por las calles y los locales de Nantes, como en una coreografía, y cuyas relaciones, aunque fugaces, dejarán en ellos -y en nosotros- una huella imborrable. La misma que debieron de dejar en el propio Demy, que recuperó a Roland como personaje secundario en Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964) y que quiso saber qué había sido de Michel, Frankie y, sobre todo, de Lola en la nostálgica Estudio de modelos (Model Shop, 1969), su única incursión en el cine americano.

Sesenta años después de su estreno, esta ronda ophülsiana que es Lola, esta danza de amor y recuerdos para toda la vida, que a pesar del montaje nos deja la curiosa sensación de haber visto un solo plano secuencia que se desliza ante nuestros ojos, continúa tan nueva, fresca y viva como cuando vio la luz. Y su protagonista sigue siendo uno de los personajes femeninos más maravillosos de todo el cine francés. Seguro que Ophüls, allí donde estuviera, también se enamoró de ella.

 

 

UN EXTRAÑO EN MI VIDA (1960) de Richard Quine

Hace unos pocos años, la estupenda serie Big Little Lies nos mostraba una de esas comunidades estadounidenses aparentemente perfectas, todos muy guapos, muy sanos, muy modernos y muy felices, bajo cuya superficie de anuncio de televisión, y sin necesidad de rascar demasiado, asomaban las mismas mentiras, envidias y frustraciones que en cualquier vecindario al uso. Casi seis décadas antes, Richard Quine ya nos había desnudado vergüenzas similares, aunque de manera más discreta, más a la sordina, en su obra maestra Un extraño en mi vida (Strangers When We Meet).

El extraordinario guion de Evan Hunter, basado en su propia novela, nos cuenta el romance adúltero entre Larry (el gran Kirk Douglas, en uno de sus mejores y más medidos trabajos), un arquitecto de éxito pero que no se siente realizado, y Margaret (una Kim Novak etérea, vertiginosa), una ama de casa aburrida y frustrada sentimentalmente. Tras conocerse en la parada del autobús escolar cuando acompañan a sus respectivos hijos, comienzan una aventura en la que Larry busca las nuevas emociones que no encuentra en la perfecta ama de casa de manual que es su esposa (Barbara Rush), y Margaret, la pasión y el deseo que su marido le niega y que ya ha buscado de manera mecánica en otros hombres. Pero las apariencias, en una sociedad cerrada en la que todos se conocen, no pueden mantenerse eternamente.

Junto a ellos, completando este pequeño mundo de mentirosa fachada, el cínico y chismoso carnicero que interpreta Walter Matthau, envidioso de la vida aparentemente maravillosa de Larry y de su bella esposa, detonante de que el secreto de los amantes se revele, y el escritor superventas al que da vida el gran secundario Ernie Kovacs, quien encarga a Larry la construcción de una lujosa casa consciente de que para él no es más que un juguete con el que llenar momentáneamente su exitosa pero vacía vida. A este proyecto, el primero en el que podrá volcar todo su talento con total libertad, se aferrará Larry para encontrar nuevos desafíos en su vida profesional, paralelamente a los que le ofrece Margaret en su vida sentimental. Ambas, la casa del escritor y Margaret, serán para él dos vías por las que escapar de una vida que ha caído en la monotonía.

Film de diálogos extraordinariamente escritos pero sobre todo de elocuentes silencios y miradas y de una enorme tristeza contenida, Un extraño en mi vida opta siempre, de manera coherente, por la serenidad y la discreción en su puesta en escena, sin que el melodrama exacerbado llegue a asomar a la pantalla; no podía ser de otro modo al tratarse de los sentimientos de unos personajes que han de mantener hasta el final el disfraz de hipocresía tras el que viven. Como muestra de esa elegancia a la que me refiero, entre mil momentos, el primer encuentro de los amantes, en el que Larry observa a través de la ventanilla de su coche cómo Margaret se despide de su hijo, o la bellísima secuencia final, una de las grandes del cine, en la que Margaret dice adiós definitivamente a un Larry que no está dispuesto a renunciar a la aparente estabilidad vital que ha alcanzado y conduce lejos de nuestras indiscretas miradas hacia nuevos romances furtivos que acentúen su soledad.

DRÁCULA (1979) de John Badham

Exceptuando el Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de Murnau, mi adaptación al cine preferida de las andanzas del chupasangre creado por Bram Stoker es el Drácula (Dracula) de John Badham, a pesar de que elimina una de mis partes preferidas de la historia, la que le sirve de prólogo y que narra la visita de Jonathan Harker al castillo del conde. Inspirada, como la versión de Tod Browning de 1931, más en la obra de teatro escrita por Hamilton Deane en 1921 y revisada por John L. Balderston en 1927 que directamente en la novela, se aleja completamente de la visión del personaje ofrecida por la Hammer y supone un claro precedente y referente de la de Coppola.

En toda la extensión del término, el film de Badham probablemente sea el más romántico de todo el ciclo vampírico. Por un lado, la iconografía y la atmósfera propias del Romanticismo están presentes a lo largo y ancho de la película y son parte primordial de la visión adoptada de la historia; por otro, más allá del elemento terrorífico, aquí prima la historia de amor entre Lucy (Kate Nelligan) -de manera caprichosa, los nombres de los personajes femeninos, Lucy y Mina, están intercambiados con respecto a la novela y a otras versiones- y el conde (Frank Langella), personaje retratado de manera mucho menos monstruosa que en otras ocasiones y al que la propia Lucy llega a definir como «el más solo y cariñoso de los hombres». En este aspecto, destaca tanto la arriesgada puesta en escena de Badham, con momentos casi oníricos como la cena de los dos enamorados en la residencia del conde o el plano teñido de rojo pasión y sangre en el que consuman su amor, como la estupenda música de John Williams, uno de sus mejores trabajos en mi opinión.

Pero, lógicamente, la película no se olvida del género al que pertenece y nos ofrece también varios fragmentos magníficos de puro terror, desde sus primeras imágenes, que muestran la llegada a la costa inglesa del barco que transporta a Drácula y el salvaje asesinato de la tripulación, pasando por la secuencia en que una Mina ya poseída atraviesa una de las ventanas del sanatorio mental tras asesinar al bebé de una de las enfermas y la que nos muestra el enfrentamiento con su padre, el profesor Van Helsing (Laurence Olivier), hasta el formidable y sorprendente final, posiblemente el más poético y ambiguo de todas las versiones y el momento más singular de una adaptación del mito hoy demasiado olvidada y que quizá habría sido aún mejor filmada en blanco y negro, como tenía previsto originalmente Badham.

 

 

 

 

EL MANIQUÍ (1962) de Arne Mattsson

La impresionante filmografía de un gigante del cine como Ingmar Bergman ha sepultado bajo su enorme peso la de otros directores suecos contemporáneos suyos que, sin acercarse a su altura, me parecen la mar de interesantes. Uno de ellos es Arne Mattsson -nacido, como Bergman, en Upsala-, del que hasta hoy solo he podido ver un par de películas: Un solo verano de felicidad (Hon dansade en sommar, 1951), que guarda cierta similitud en su argumento con el estupendo film de Bergman Juegos de verano (Sommarlek), estrenado, curiosamente, el mismo año, y la sorprendente El maniquí (Vaxdockan), película que quizá conocían y tuvieron en cuenta Azcona y Berlanga a la hora de realizar en Francia Tamaño natural (Grandeur nature, 1974).

El protagonista de El maniquí es un joven tímido y solitario (Per Oscarsson) que trabaja como vigilante nocturno en unos grandes almacenes. Obsesionado por la belleza de un maniquí, decide llevárselo para que comparta su monótona vida entre las cuatro paredes de la habitación de la casa de huéspedes en que vive. A fuerza de tratarlo como a un ser humano, de hablarle, cuidarlo y hacerle regarlos, en su imaginación el maniquí acaba cobrando vida y convirtiéndose en una mujer (Gio Petré) a la que entregará su amor incondicional.

Con elementos de cine fantástico y de misterio, El maniquí es una estupenda metáfora sobre la soledad del individuo en medio de la sociedad, una mirada claustrofóbica, triste y desoladora hacia los inadaptados que son vistos como bichos raros por quienes viven a su alrededor.

 

 

 

HÔTEL DU NORD (1938) de Marcel Carné

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hotel-du-nord-movie-poster-1938-1020242400Dos jóvenes amantes, Renée (Annabella) y Pierre (Jean Pierre Aumont), alquilan una habitación en el Hôtel du Nord con la intención de suicidarse. Según lo previsto, Pierre dispara a su novia, pero después es incapaz de seguir con el plan y huye ante la presencia de Edmond (Louis Jouvet), un matón y proxeneta que se aloja en el hotel y que ha acudido al oír el disparo. Arrepentido de su cobardía, acaba entregándose a la policía.

Trasladada a un hospital, Renée sobrevive y es contratada como camarera en el hotel. Su presencia altera la rutina de los clientes y pronto empiezan a surgirle pretendientes, pero ella sigue enamorada de Pierre y comienza a visitarlo en la cárcel, aunque este, en un principio, la rechaza. Este hecho hace que Renée se plantee cambiar de vida por completo y acceda a huir con Edmond, a quien buscan unos antiguos socios para eliminarlo por haberlos traicionado, pero en el último momento se arrepiente y decide esperar a Pierre, lo que significará el fin para Edmond.

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Film coral basado en la novela de Eugène Davit, Hôtel du Nord supuso en su momento una de la muestras más populares del realismo poético que abanderó Marcel Carné y del romanticismo exacerbado en el cine gracias a la historia de los amantes protagonistas. Vista hoy, es una buena película en la que el interés por las figuras de los dos jóvenes se desplaza hacia dos personajes aparentemente secundarios que se van adueñando paulatinamente de la escena y a los que el guionista Henri Jeanson dedica las mejores líneas de diálogo: la prostituta interpretada por la enorme actriz Arletty y, sobre todo, el proxeneta al que da vida Louis Jouvet, uno de los grandes del cine europeo. Su confesión a Renée, sentado en un banco del parque, entre las sombras nocturnas, de cuál es su verdadera identidad y de que, tras haberla conocido, está dispuesto a renunciar a su pasado y cambiar de vida, y su entrega voluntaria para morir a manos de quienes lo persiguen tras entender que su amada sigue queriendo a Pierre son los dos momentos más hermosos de la película, y hacen de Edmond uno de los grandes paradigmas del antihéroe trágico, que tantos grandes personajes dará más adelante al noir norteamericano.

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Editada por Cameo.

RECUERDO DE UNA NOCHE (1940) de Mitchell Leisen

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Recuerdo de una noche (Remember the Night) nos cuenta la historia de una ladrona llamada Lee (Barbara Stanwyck) cuyo juicio se aplaza por las fiestas navideñas. El fiscal del distrito, Jack Sargent (Fred MacMurray) se apiada de ella y, tras pagar su fianza, la acompaña a casa de su madre. Ante el rechazo de esta, Jack decide llevarse a Lee a pasar la Navidad y la Nochevieja con su propia familia.

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Respondiendo a una de las características más reconocibles del cine de Leisen -la mezcla de diferentes géneros en una misma película con sorprendente fluidez-, Recuerdo de una noche comienza siendo, hasta la visita a la madre de Lee, una divertidísima comedia marca de la casa de su guionista Preston Sturges y en su último tercio, cuando Lee ha de pasar finalmente cuentas con la justicia, pasa a adquirir un tono más serio y oscuro de drama romántico, en el que brilla especialmente la fotografía de Ted Tetzlaff.

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En medio, las escenas junto a la madre y la tía de Jack (Beulah Bondi y Eizabeth Patterson), una pareja de ancianas entrañables que hacen pasar a Lee las mejores Navidades de su vida, y la fiesta de Nochevieja en el granero del pueblo, que acabará por unir para siempre al abogado y la ladrona rehabilitada gracias al espíritu navideño, acaban de redondear un film repleto de buenas intenciones hollywoodienses pero también de esa maravillosa inocencia recreada a base de talento cinematográfico a la que nunca nos cansamos de regresar.

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Editada por Impulso.

¡FELIZ 2016 PARA TODOS!

MUCHACHAS DE UNIFORME (1931) de Leontine Sagan / CORRUPCIÓN EN EL INTERNADO (1958) de Géza Von Radványi

tumblr_mr2nsr0hXf1sspwr0o1_500Christa Winsloe fue una escritora húngara que vivió los años de libertades individuales y esplendor cultural de la República de Weimar en Alemania. Activista política y declarada abiertamente homosexual, tuvo que huir de los nazis a Francia, donde fue ejecutada en 1944.

Pasó parte de su adolescencia en un internado donde sufrió la estricta disciplina prusiana, que educaba a las jóvenes para ser abnegadas esposas y madres de futuros soldados al servicio de la patria. Esa experiencia la revivió en la obra de teatro Ayer y hoy (Gestern und Heute, 1930), que sirvió de base para las películas Muchachas de uniforme y Corrupción en el internado, ambas tituladas originalmente Mädchen in Uniform.  En 1933, Winsloe publicó la novela sobre el mismo tema La muchacha Manuela (Das Mädchen Manuela).

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Aunque el lesbianismo ya había estado presente de manera tangencial en películas anteriores, Muchachas de uniforme pasa por ser la primera que trata el tema de manera directa como parte crucial del argumento. Fue, lógicamente, censurada en muchos países, pero gozó de una gran acogida en los que pudo estrenarse.

Dirigida por Leontine Sagan, discípula de Max Reinhardt, la historia nos sitúa en el año 1910, en un colegio de la ciudad de Potsdam en el que las internas son educadas en la obediencia y el miedo y solo encuentran consuelo en la relación entre ellas y en la comprensión de la profesora Von Bernburg (Dorothea Wieck), a la que admiran y quieren. Una nueva alumna llamada Manuela (Hertha Thiele), a la que le cuesta adaptarse a esa nueva vida de restricciones, se sentirá atraída por ella de manera dramática.

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El film de Sagan trata de manera seria y sensible, sin efectismos, tanto el tema de la educación retrógrada e inhumana como el de la atracción física y sentimental entre mujeres, vista quizá en parte como tabla de salvación ante la situación e incluso se diría que aceptada tácitamente por la dirección del centro. Su elegante puesta en escena nunca nos evoca su origen teatral, y la espiritualidad y desnudez de algunos momentos -la maravillosa escena en que Von Bernburg da las buenas noches a sus alumnas besándolas en la frente y acaba besando en los labios a Manuela; la casi fantasmal secuencia en que la muchacha sube las escaleras rezando un Padre Nuestro mientras sus compañeras la buscan atemorizadas, o cualquiera de los primeros planos de la actriz Hertha Thiele- consiguen en su maestría incluso recordarnos el cine de Dreyer.

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maedchen-in-uniform-movie-poster-1958-1020429124En 1958, el cineasta húngaro Géza Von Radványi, hermano del gran escritor Sándor Márai, realizó un remake en color al que en nuestro bendito país se le colgó el comercial y lamentable título Corrupción en el internado. Esta adaptación, protagonizada por Lilli Palmer y una jovencísima Romy Schneider, introduce pequeñas variantes sin demasiada importancia en el argumento, pero en lo esencial sigue fielmente el modelo filmado por Sagan. Nominada al Oso de Oro en el Festival de Berlín, aunque carece de la belleza de los mejores momentos de su predecesora es una buena película que vale la pena ver como un más que digno complemento de la original.

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Y como curiosidad final, la muy probable influencia, sobre todo de la segunda versión, en el estupendo film español La residencia (1969), dirigido por Narciso Ibáñez Serrador y escrito por Juan Tébar, una historia de terror con gotas de erotismo ambientado en una institución para señoritas y protagonizado, precisamente, por Lilli Palmer.

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Editadas por Regia Films.

LA RAGAZZA DI BUBE (1963) de Luigi Comencini

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La_ragazza_di_BubeNo siempre es imprescindible que las películas que forman parte de nuestra memoria cinéfila sean absolutas maravillas. A veces basta un solo plano, un diálogo, un tema musical o una interpretación para que a algunas les hagamos un pequeño sitio en nuestros recuerdos. En mi caso, una de ellas es La ragazza di Bube, adaptación de la novela de Carlo Cassola dirigida por Luigi Comencini, la historia de una muchacha llamada Mara a la que presta alma, corazón y vida Claudia Cardinale: un personaje, una actriz y un rostro que, como pocas veces, son toda una película, empezando por su título. Y no quiero decir con esto que Comencini -un buen director con alguna estupenda cinta en su filmografía como Todos a casa (Tutti a casa, 1960)- no pinte nada; pero sí creo que a la historia y al resto de personajes les falta fuerza y acaban diluyéndose ante la presencia de Mara/Claudia.

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La alegre Mara, la muchacha de pelo corto traviesa y rebelde que se enamora de un forastero al que llaman Bube (un George Chakiris que dos años antes daba el pego bailando al ritmo de Shakespeare, pero al que aquí se le ven las costuras); la que lo mira mientras duerme aguardando pacientemente a que despierte; la que lo acompaña en su huida tras ser acusado de asesinar a un policía fascista…

La triste Mara, la que espera durante años que Bube salga de la cárcel; la que pasea de noche, bajo la luz de las farolas, junto a Stefano (Marc Michel), un escritor enamorado de ella al que acabará rechazando; la que, mientras viaja en tren para visitar a Bube, recuerda su historia al inicio del film…

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A ambas, y a cómo las ilumina la espléndida fotografía de Gianni Di Venanzo, pertenecen todos y cada uno de los grandes momentos de la película, hasta el punto de que si hay en ella una historia de amor que realmente nos conmueve es la que vive la cámara con Claudia Cardinale.

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Editada en DVD por Mon Inter Comerz.