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¡QUÉ SINVERGÜENZAS SON LOS HOMBRES! (1932) de Mario Camerini

Mario Camerini no se encuentra precisamente entre los directores italianos más prestigiosos. Su película más vista, gracias a la historia que cuenta -fragmentos de la Odisea, de Homero- y a su reparto internacional -Kirk Douglas, Silvana Mangano y Anthony Quinn, entre otros-, quizá sea Ulises (Ulisse, 1954), que goza de cierta buena fama y que a mí me parece poco más que un cartón. En cambio, la que me encanta es la mucho menos conocida ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! (Gli uomini, che mascalzoni!), una deliciosa comedia romántica heredera directa, en su forma, del cine mudo, que enarbola la sencillez por bandera y que demuestra que con poco se puede lograr mucho, que no son necesarios ni grandes argumentos ni grandes palabras para crear belleza cinematográfica.

Un Vittorio de Sica entrando en la treintena y que, acostumbrados a su madura presencia, nos parece aún más joven, interpreta a Bruno, un humilde chófer que se enamora de Mariuccia, la dependienta de una perfumería (maravillosa Lia Franca en su segundo y último largometraje, tras el que decidió retirarse). Al conseguir una cita, le «coge prestado» el coche a su jefe para aparentar ante la joven y la lleva a comer a una fonda de las afueras; pero circunstancias ajenas a su voluntad hacen que Bruno tenga que volver enseguida a la ciudad y que Mariuccia se vea obligada a pasar la noche en la fonda sola y sin dinero. A partir de entonces, sus sucesivos encuentros darán lugar a simpáticos malentendidos y a que intenten darse celos mutuamente, hasta llegar, obviamente, a un final feliz en el que tendrá un papel destacado el padre de Mariuccia, un taxista bonachón al que da maravillosa vida Cesare Zoppetti.

En poco más de una hora, Camerini nos ofrece una pequeña joya sin más pretensiones que la de contar una emotiva y ligera historia de amor, y es en esa aparente sencillez donde encuentra sus mayores virtudes. Filmada con un lenguaje de ritmo perfecto muy próximo al del cine mudo -se podría ver y entender prescindiendo de los diálogos- y apoyándose constantemente en la música, la cinta fluye ante nuestros ojos con tal naturalidad que consigue como pocas veces que nos olvidemos de que estamos viendo una película, de que detrás hay un guion, una cámara y un montaje, hasta tener la milagrosa sensación de que nos han invitado a ser testigos indiscretos de un romance de la vida real, tras el que salimos con la sonrisa pegada a los labios.

Su corta duración favorece la homogeneidad de un film que apenas muestra altibajos. Puestos a escoger un par de secuencias, me quedo con aquella en la que, nada más conocerse, Bruno persigue en bicicleta al tranvía en que se ha subido Mariuccia y en sus recíprocas miradas vemos cómo algo nace entre ellos y con la que sucede tras la comida en la fonda, en la que ambos bailan mientras Bruno-Vittorio canta la preciosa Parlami d’amore, Mariù (Tutta la mia vita sei tu!), compuesta para la ocasión por Cesare Andrea Bixo y que tan popular llegaría a ser con el tiempo.

PYGMALION (1938) de Anthony Asquith y Leslie Howard

La obra de teatro de George Bernard Shaw publicada en 1912, inspirada en el mito clásico de Pigmalión y Galatea y que llevaba implícita la crítica de su autor a lo mal que hablan el inglés los propios británicos, ha conocido dos adaptaciones cinematográficas a su altura. La más conocida, por supuesto, es My Fair Lady (1964), la magistral versión musical de George Cukor que se llevó un saco de Óscars y que fue protagonizada por unos deslumbrantes Audrey Hepburn y Rex Harrison.

No tan famosa, por desgracia, es Pygmalion, una deliciosa comedia romántica y, por momentos, muy loca dirigida por Anthony Asquith y Leslie Howard. El propio Howard interpreta a Henry Higgins, el experto profesor de fonética que le apuesta al coronel Pickering que en seis meses convertirá a la harapienta y vulgar vendedora de flores Eliza Doolitle (Wendy Hiller) en una dama de modales exquisitos y dicción perfecta. Para ello, se la llevará a vivir a su casa, donde la someterá a extenuantes clases tratándola como a un mero objeto de experimentación; pero, al igual que el Pigmalión escultor, acabará enamorándose de la Galatea que ha creado.

Mucho menos lujosa, por descontado, que la posterior versión de Cukor, la de Asquith y Howard emplea la mitad de tiempo en explicarnos la historia gracias a una magistral lección de montaje y elipsis narrativa que nos impide pestañear para no perdernos nada. Junto a esa brillante puesta en escena nada teatral, absolutamente cinematográfica, unos diálogos divertidísimos (Óscar al mejor guion adaptado) dichos a ritmo de ametralladora por un reparto soberbio desde los protagonistas hasta el último secundario, con mención especial para Wilfrid Lawson, que interpreta al aprovechado padre de Eliza. Todo ello para una enorme comedia que merece situarse mucho más cerca, en cuanto a prestigio, de su hermana cantada y en colores.

 

 

VIVIR PARA GOZAR (1938) de George Cukor

Cuando pensamos en nuestras comedias preferidas, supongo que lo habitual es recordar aquellas que más nos han hecho reír; pero como para todo hay excepciones, en mi lista también estaría Vivir para gozar (Holiday), una comedia romántica con la que me río poco pero sonrío continuamente, un homenaje a la elegancia y la inteligencia cuya locura, a diferencia de la de muchas otras screwball comedies, tiene una clara base ideológica y una enorme finalidad crítica, no en vano sus guionistas, Donald Ogden Stewart y Sidney Buchman, eran escritores de izquierdas cuyos nombres fueron incluidos en la lista negra del Comité de Actividades Antiamericanas.

El guion de Vivir para gozar, basado en una obra de teatro de Philip Barry -amigo de Ogden Stewart- que ya había sido llevada al cine en 1930 por Edward H. Griffith, tiene como protagonista a Johnny (Cary Grant), un joven soñador que, a punto de casarse con una chica de la alta sociedad de New York, descubre durante una visita a la mansión en que vive la familia de la novia que tanto esta como su futuro suegro ya le han planificado una vida que consistirá en aburrirse y amasar dinero, con lo que los planes de boda se van yendo poco a poco al traste. Junto a Johnny se posicionarán Linda (Katharine Hepburn) y Ned (Lew Ayres), hermanos de la novia, y el matrimonio Potter (Edward Everett Horton y Jean Dixon), amigos, mentores y casi padres de Johnny. Y, cómo no, entre Linda y Jonny nacerá algo más que una amistad.

Aparte del trabajo de los actores, son dos los aspectos sobresalientes que hacen de esta película una de mis comedias favoritas aunque, insisto, no nos partamos de risa con ella. El primero hay que anotarlo en el haber de Cukor y tiene que ver con la puesta en escena. Demasiado a menudo las películas cuyo germen es una obra de teatro no logran enmascarar su origen, no consiguen el preciso ritmo cinematográfico que les impida resultar acartonadas, estáticas, teatrales en el mal sentido. Cukor -como Hawks, como Mankiewicz- era un maestro a la hora de trasladar el teatro a la pantalla, y aquí consigue que una historia desarrollada en interiores y en muy pocos espacios avance con asombrosa fluidez, sin que apenas reparemos en lo inhabitualmente largas que son muchas de sus escenas.

El segundo aspecto tiene que ver con un guion que entre travesura y travesura de los personajes introduce de forma nada subliminal una mirada ante la vida no precisamente acorde con el capitalismo estadounidense. Y lo hace con una gravedad y hasta una melancolía poco frecuentes en la comedia clásica -basta compararlo con el de una película, curiosamente, del mismo año, la oscarizada Vive como quieras (You Can’t Take it With You) de Frank Capra, con ingredientes similares pero mucho más loca y disparatada, mucho más screwball-, enfocadas sobre todo en los personajes de Linda, una mujer enclaustrada en unas normas que no comparte y sin fuerzas para huir de ellas, y de Ned, un joven alcohólico que recurre a la botella y al cinismo para sobrevivir a su familia. Ambos ven en Johnny una ráfaga de aire fresco que les devuelve algo que creían perdido para siempre y lo acogerán en la habitación en la que pasan la mayor parte del tiempo, el cuarto repleto de juguetes en el que crecieron, símbolo de una inocencia no del todo perdida, un verdadero hogar dentro de una casa que no lo es. El único lugar donde son tan felices como lo somos nosotros en películas como esta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL AMOR LLAMÓ DOS VECES (1943) de George Stevens

A George Stevens se le recuerda hoy en día gracias a las grandes producciones que dirigió en los años 50, acaparadoras de Oscars y demás premios. Films «serios» y de prestigio como El diario de Ana Frank (The Diary of Anne Frank, 1959), Gigante (Giant, 1956), Raíces profundas (Shane, 1953) o Un lugar en el sol (A Place in the Sun, 1951) han conseguido que a menudo se olviden algunas estupendas comedias que Stevens realizó en los años 30 y 40. Mi preferida entre ellas es El amor llamó dos veces (The More the Merrier), una  maravillosa screwball poco conocida, pero que no tiene nada que envidiar a los clásicos firmados por Hawks, Leisen, Capra o Preston Sturges.

La acción nos sitúa en Washington durante la Segunda Guerra Mundial. El aumento de la población y la escasez de viviendas provoca que las personas que viven solas estén obligadas a alquilar una habitación. La joven Connie acepta compartir piso con el excéntrico, metomentodo y alcahuete Benjamin Dingle; pero, en cuanto la muchacha se descuida, este mete también en el piso al joven y apuesto Joe Carter, ya con la idea bullendo en su cabeza de emparejarlo con Connie y que esta se olvide de su estirado novio. El enredo entre cuatro paredes está servido.

Aunque su endiablado ritmo decae un poco en la segunda parte del film para volver a remontar el vuelo en su parte final, El amor llamó dos veces, como toda gran screwball que se precie, nos ofrece situaciones y diálogos repletos de inteligencia, algunos rayando con el más delirante absurdo, interpretados por dos grandes del género como Joel McCrea y Jean Arthur y por un excelso Charles Coburn que se adueña de la función y que consiguió el Oscar al mejor secundario gracias a su papel de Benjamin Dingle. Pero el toque de distinción de la película nos llega por medio de su capacidad para disfrazar de meros coqueteos infantiles y juguetones algunas escenas bastante cargadas de erotismo -con lo que se gana en poder de sugerencia y, de paso, se esquiva el código Hays de moralidad- y, sobre todo, por medio de la sobresaliente puesta en escena de Stevens y de su aprovechamiento de los espacios y los objetos para el desarrollo del argumento, como, por ejemplo, en cualquiera de las magníficas escenas en que se sirve de la delgada pared que separa dos dormitorios para dividir el plano y mostrarnos el diálogo entre sendos personajes. Todo ello para una divertidísima película que seguro les resultará una grata sorpresa a los amantes del cine que no la conozcan.

 

 

EL SILENCIO ES ORO (1947) de René Clair

De todos los cineastas que empezaron su andadura en el cine mudo, que ayudaron a desarrollar el lenguaje cinematográfico, que influyeron decisivamente en otros directores y cuyas películas aparecían casi siempre en las listas de las mejores, quizá sea René Clair el más olvidado de todos. Puede que la razón la encontremos en que incluso su cine sonoro sigue hablando básicamente con la imagen, sigue siendo básicamente mudo -con la pereza que ello supone para muchos espectadores-, o en que sus historias y la carga crítica que a menudo llevan consigo parecen hoy demasiado inocentes, demasiado naíf; lo cierto es que películas que a mí me siguen pareciendo vivas, frescas y repletas de poesía visual, como Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930), ¡Viva la libertad! (À nous la liberté!, 1931) -que tanto influyó en el Chaplin de Tiempos modernos (Modern Times, 1935) o 14 de julio (14 Juillet, 1933), duermen desde hace tiempo en los museos de la memoria cinéfila: hoy ya casi nadie habla de René Clair y, lo que es peor, casi nadie ve el cine de René Clair.

Mi película favorita de Clair -y una de las más recomendables para quien quiera (re)descubrir a este cineasta- es El silencio es oro (Le silence est d’or), la primera que realizó en Francia tras volver de su etapa norteamericana. Nos cuenta la historia de Emile (Maurice Chevalier), un director de cine mudo ya maduro, apasionado de la vida y de las mujeres, que se enamora de una muchacha de la que tiene que hacerse cargo. Al ver que la joven solo siente cariño por él y que en realidad a quien quiere es a un joven ayudante del cineasta, Emile aceptará hacerse a un lado, consciente de que su juventud, su mundo y su cine van quedando irremediablemente atrás.

Su título proviene del proverbio La parole est d’argent, mais le silence est d’or, lo cual nos da todas las pistas para saber por dónde van los tiros: diálogos estupendos pero al servicio de la puesta en escena más elegante, siempre atenta al gesto, al detalle y a la mirada, a lo que se une el aprovechamiento del espacio y el dominio del encuadre, en el que van entrando y saliendo los personajes como si se deslizaran dentro del plano, lo que da lugar a secuencias que parecen casi coreografiadas para un musical, y, en fin, esa capacidad que solo tenían los más grandes para transformar el cine en vida, para unir la alegría y la tristeza en una misma escena de la manera más natural, para que salgamos de sus películas con una sonrisa que alberga a la vez la felicidad y la melancolía.

 

LA CHICA DEL ADIÓS (1977) de Herbert Ross

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Las películas que adaptan textos de Neil Simon han de llevar siempre colgado el cartel de recomendables. Ya sea en comedias románticas como Descalzos por el parque (Barefoot in the park, 1967) de Gene Saks, o en films directamente hilarantes como La extraña pareja (The odd couple, 1968), también dirigida por Saks, o Un cadáver a los postres (Murder by death, 1976) de Robert Moore, los diálogos de Simon son un regalo para los actores y para los cineastas capaces de proporcionar el ritmo cinematográfico necesario a las adaptaciones, alejándolas lo más posible de su origen teatral.

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El guión de La chica del adiós (The goodbye girl) fue a parar a manos de Herbert Ross, un director que cuando agarra un buen material siempre lo convierte en una buena película. A pesar de que hacia el final decae un poco, esta historia en la que un actor en busca de la oportunidad de su vida (Richard Dreyfuss) y una madre soltera que no logra la estabilidad ni en el amor ni en el trabajo (Marsha Mason) se ven forzados a compartir apartamento es una de las mejores adaptaciones de un texto de Neil Simon, y una de esas películas a las que podemos recurrir para que nos levanten el ánimo tras un mal día. Consigue divertirnos y emocionarnos, y además recupera la guerra de sexos que tan buenos resultados dio en la comedia clásica norteamericana y que el propio Simon había parodiado en la citada La extraña pareja, con Jack Lemmon y Walter Matthau.

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Editada en DVD por Warner.

Dos grandes guiones de Scott Rosenberg: COSAS QUE HACER EN DENVER CUANDO ESTÁS MUERTO (1995) de Gary Fleder / BEAUTIFUL GIRLS (1996) de Ted Demme

A mediados de la década de los 90 se estrenaron sin hacer demasiadmv5bmti1mti0odu1ov5bml5banbnxkftztcwmdk5ntyxmg__v1__sx268_sy400_1o ruido dos magníficas películas norteamericanas, ambas con guión firmado por Scott Rosenberg: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto (Things to do in Denver when you are dead) de Gary Fleder y Beautiful girls de Ted Demme. Si en un principio estos dos films pueden parecer totalmente distintos y sin nexos en común (la película de Fleder es cine negro habitado por matones que han conocido tiempos mejores; la de Ted Demme nos muestra el día a día de un grupo de jóvenes amigos en un pueblo), el hecho de que el autor de sus muy personales guiones sea el mismo puede ayudarnos a encontrar algunas similitudes.

        La reunión de una antigua banda de delincuentes ya retirados para realizar un último y, a priori, sencillo trabajo, y el reencuentro de un grupo de amigos a raíz del regreso de uno de ellos al pueblo, le sirven a Rosenberg para mostrarnos sendas galeríabeautifulgirlscine-300a2s de personajes  nostálgicos, que añoran los tiempos pasados. Los matones de Cosas que hacer…, capitaneados por Jimmy The Saint (un personaje impagable), echan de menos la época en que eran alguien, e intentan revivirla por última vez abandonando su fracasada vida actual durante unos días. Tan sólo Jimmy encontrará, al final, algo de lo que merezca la pena sentirse orgulloso. Los amigos de Beautiful girls han abandonado ya sus sueños para conformarse con lo que tienen, con sus trabajos, sus rutinas, sus aburridas vidas tan iguales a las de cualquiera, y sólo harán un paréntesis, durante la visita del amigo que se fue, para recordar los momentos en que anhelaban algo más, volviendo luego a su realidad. Ambas películas muestran  la cara amarga del sueño, el retrato del perdedor que no aprovechó sus ocasiones y ya sólo puede aferrarse a la memoria, a la amistad, a una última oportunidad. El cine clásico norteamericano es una fuente inagotable de grandes obras sobre el tema.  

        Ni Gary Fleder ni Ted Demme han hecho nada más que pueda compararse a estas dos grandes películas. Desde De Sica y Zavattini, pasando por Berlanga y Azcona, algunas obras pertenecen tanto o más al guionista que al director. He aquí dos claros ejemplos.

              Editadas en DVD por Lauren Films.

ARIANE (1957) de Billy Wilder

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Las películas de determinados directores, incluso sus grandes obras maestras, me resultan a menudo perfectas en exceso, demasiado cerradas, demasiado matemáticas, como si les faltara un agujero por el que respirar. Desde luego, ésta es una opinión muy personal y, sin duda, equivocada, pero como espectadores es lógico que, en definitiva, nuestra percepción sea más emocional que intelectual.

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Entre estos directores situaría -reconozco que he pecado- a tres de los más grandes: Mankiewicz, Hitchcock y Wilder- en el otro equipo, para entendernos, estarían Ford, Mizoguchi y Erice (¿para cuándo otra película?)-. Y los tres realizaron, al menos, un film que supone la excepción a lo expuesto anteriormente. En el caso de Mankiewicz escogería El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs.Muir,1947), de la cual nos ocuparemos en próximas fechas; de Hitchcock, sin duda, De entre los muertos (Vertigo,1958), que además es su obra maestra absoluta, la más misteriosa, viva e inabarcable de sus películas, reconocida desde hace tiempo como una de las grandes obras del cine; y en la filmografía de Wilder aparece, rodeada de películas perfectas, analizadas mil veces y emitidas por televisión otras mil, un film pequeño, no muy conocido y habitualmente despachado con rapidez en los estudios sobre su autor: Ariane (Love in the afternoon).

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¿Qué le voy a hacer? A mí, entre tanta película redonda del genio vienés, me sigue pareciendo la más encantadora, la más cercana de todas. Divertida y triste a partes iguales, con unos diálogos-como siempre- brillantísimos, a cargo del propio Wilder y de I.A.L.Diamond, es su film menos intelectual. Posiblemente no alcance la maestría de, por ejemplo, El apartamento (The apartment,1960), pero la emoción y la perfección no siempre son hermanas. Y, por supuesto, en él aparece una Audrey Hepburn más maravillosa que nunca (si eso es posible), sin la cual ni ésta ni ninguna otra de sus películas habrían sido lo mismo. Ella siempre será la chica misteriosa cuyo nombre empieza por A y que, cuando Mr. Flannagan (Gary Cooper) le pregunta: «Who are you?», simplemente responde: «You know who I am. I am the girl in the afternoon». Pues eso. Audrey será siempre «the girl in the afternoon». ¿Será por eso que me gusta tanto esta película?

Editada en DVD por Regia Films.