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En recuerdo de Angela Lansbury: EN COMPAÑÍA DE LOBOS (1984) de Neil Jordan
A pesar de que Angela Lansbury, que nos dejó el pasado 11 de octubre a los 96 años, sea hoy reconocida sobre todo por protagonizar la serie Se ha escrito un crimen, no hay más que echar un vistazo a su filmografía para ver que participó, aunque no con papeles protagónicos, en un buen puñado de películas estupendas, como Luz que agoniza (Gaslight, 1944), de George Cukor; El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, 1945) y The Private Affairs of Bel Ami (1947), ambas de Albert Lewin; Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 1948), de George Sidney; El largo y cálido verano (The Long Hot Summer, 1958), de Martin Ritt, o El mensajero del miedo (The Manchurian Canditate, 1962), de John Frankenheimer. No es poca cosa. Y si alguien tiene curiosidad por verla como protagonista en algún film clásico, siempre puede echar mano del muy desconocido Please Murder Me (1956), un noir reivindicable más por su guion que por la desangelada realización de Peter Godfrey, en el que la actriz interpretaba a una improbable rompecorazones demasiado ambiciosa.
Su última gran aparición en el cine, y una de mis preferidas, fue en la onírica y fascinante En compañía de lobos (The Company of Wolves), la adaptación a cargo de Neil Jordan de un breve relato de Angela Carter, en la que dio vida y carácter a la nada indefensa abuela de la soñadora Rosaleen (Sarah Patterson), a quien, mientras le tejía una capa roja, le recomendaba que se mantuviera alejada de los hombres errantes cejijuntos, de los hombres que se transforman en lobos.
Vencedora absoluta del Festival de Sitges de 1984, alegoría en torno al despertar sexual de la adolescencia a partir del cuento de Caperucita Roja, con algo de Blancanieves y no poco de La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton, En compañía de lobos me parece una de las películas que mejor han sabido compaginar en sus imágenes la belleza y la poesía con el terror. Y además nos regaló la posibilidad de ver a la abuelita Lansbury enfrentarse, atizador en mano, a un hombre lobo.
LA NOSTALGIA YA NO ES LO QUE ERA. Memorias de Simone Signoret
Cuando se cuenta, se usurpa la memoria de los otros. Por el solo hecho de estar ahí, se les roba su memoria, sus recuerdos, sus nostalgias, sus verdades.
Cuando digo «nosotros» he tomado posesión. Pero solo para el relato. Mi memoria o mi nostalgia me han hecho tejer hilos. Pero no forjar cadenas.
En este 2021 que se acaba se cumplen cien años del nacimiento de la gran Simone Signoret. Para recordarla, nada mejor que volver a ver las obras maestras en que participó o descubrir buenas películas hoy muy olvidadas, como, por ejemplo, Dédée d’Anvers (1948), dirigida por Yves Allégret, primer marido de la actriz, o Les sorcières de Salem (1957), de Raymond Rouleau, en la que Jean-Paul Sartre adaptaba la obra de teatro de Arthur Miller. Una vez hechos los deberes más urgentes, es también más que recomendable leer sus memorias, La nostalgia ya no es lo que era (La Nostalgie n’est plus ce qu’elle était, 1976), precioso título tomado, como se explica en el libro, de un grafiti leído en una pared en Nueva York.
Los recuerdos de este mito del cine y la cultura europeos, guiados por las preguntas del escritor Maurice Pons, repasan, por un lado, buena parte de su carrera teatral y cinematográfica, deteniéndose especialmente en aquellos proyectos que le fueron más queridos o más difíciles, en su relación con cineastas como el citado Allégret, Jacques Becker, Jack Clayton, Jean-Pierre Melville, Chris Marker o Costa-Gavras y en su estancia en Hollywood como acompañante de su segundo marido y gran amor de su vida, Yves Montand, contratado para protagonizar junto a Marilyn Monroe El multimillonario (Let’s Make Love, 1960), de George Cukor. Precisamente, la amistad del matrimonio francés con Marilyn y Arthur Miller, de los que eran vecinos, el problemático carácter de la actriz norteamericana y la polémica sobre su romance con Montand protagonizan varias de las anécdotas más jugosas del libro.
Por otro lado, como no podía ser de otro modo tratándose de dos figuras tan comprometidas, buena parte de estas memorias está dedicada a la postura adoptada por Signoret y Montand ante los numerosos movimientos sociales y hechos históricos y políticos ocurridos a lo largo de sus vidas. Desde la ocupación de Francia por los nazis, durante la juventud de la actriz, hasta mayo del 68 o la dictadura de Pinochet, pasando por su actitud cada vez más crítica contra el comunismo -impagable el fragmento en que ambos asisten a una cena privada con la cúpula del Kremlin, Kruschev a la cabeza, tras la intervención soviética en Hungría (1956)-, al que, contrariamente a lo que de manera general se creyó, nunca se afiliaron, muchos de los grandes sucesos que marcaron el siglo XX desfilan, vividos en primera persona, por sus páginas sin desperdicio, repletas de inteligencia y sensibilidad.
En Hollywood, en 1964, tenía a veces mis sábados de lujo. Me hacía conducir a Leona Drive, en la colina. Llamaba a una puerta y me asombraba más que si hubiera llamado en casa de Greta Garbo: era Jean Renoir quien la abría. Entraba en un salón de la provincia francesa, a veces había renoirs en las paredes, a veces no, si habían sido prestados para alguna exposición o puestos en lugar seguro cuando Dido o Jean Renoir partían de viaje. En un armario empotrado había un proyector de 16 milímetros, un poco descacharrado, pero con un buen destornillador salíamos del paso, y en otro armario guardaba una pequeña pantalla portátil, y todavía en otro armario carretes de películas. Entonces, en las colinas de la capital del cine, con Jean Renoir y Dido Renoir como operadores, me regalaba contemplando Le crime de M. Lange. En la pantalla desfilaba todo el mundo, el del Flore, que desde hacía treinta años, al menos, no había vuelto a encontrar. Aquel mundo ya decía, entonces, las palabras de Jacques Prévert. Estaba también Sylvain Itkine que años después moriría bajo las torturas infligidas tal vez por un soberbio muchacho rubio que lucía un brazal con la cruz gamada, como el muchacho que aparecía en el último plano de Ship of fools.
Traducción de Ana Cristina del Río para Torres de Papel.
PYGMALION (1938) de Anthony Asquith y Leslie Howard
La obra de teatro de George Bernard Shaw publicada en 1912, inspirada en el mito clásico de Pigmalión y Galatea y que llevaba implícita la crítica de su autor a lo mal que hablan el inglés los propios británicos, ha conocido dos adaptaciones cinematográficas a su altura. La más conocida, por supuesto, es My Fair Lady (1964), la magistral versión musical de George Cukor que se llevó un saco de Óscars y que fue protagonizada por unos deslumbrantes Audrey Hepburn y Rex Harrison.
No tan famosa, por desgracia, es Pygmalion, una deliciosa comedia romántica y, por momentos, muy loca dirigida por Anthony Asquith y Leslie Howard. El propio Howard interpreta a Henry Higgins, el experto profesor de fonética que le apuesta al coronel Pickering que en seis meses convertirá a la harapienta y vulgar vendedora de flores Eliza Doolitle (Wendy Hiller) en una dama de modales exquisitos y dicción perfecta. Para ello, se la llevará a vivir a su casa, donde la someterá a extenuantes clases tratándola como a un mero objeto de experimentación; pero, al igual que el Pigmalión escultor, acabará enamorándose de la Galatea que ha creado.
Mucho menos lujosa, por descontado, que la posterior versión de Cukor, la de Asquith y Howard emplea la mitad de tiempo en explicarnos la historia gracias a una magistral lección de montaje y elipsis narrativa que nos impide pestañear para no perdernos nada. Junto a esa brillante puesta en escena nada teatral, absolutamente cinematográfica, unos diálogos divertidísimos (Óscar al mejor guion adaptado) dichos a ritmo de ametralladora por un reparto soberbio desde los protagonistas hasta el último secundario, con mención especial para Wilfrid Lawson, que interpreta al aprovechado padre de Eliza. Todo ello para una enorme comedia que merece situarse mucho más cerca, en cuanto a prestigio, de su hermana cantada y en colores.
EL BANQUETE DE LOS GENIOS de Manuel Hidalgo
En noviembre de 1972, el cineasta George Cukor organizó en su mansión de Hollywood una comida en homenaje a Luis Buñuel, cuya película El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972) ganaría el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en marzo de 1973. Buñuel acudió a la comida acompañado de su hijo Rafael, de su guionista Jean-Claude Carrière y del productor Serge Silberman. Cukor, a su vez, invitó a unos cuantos amigos y compañeros de profesión: Billy Wilder, George Stevens, William Wyler, Alfred Hitchcock, Rouben Mamoulian, Robert Wise, Robert Mulligan, John Ford y Fritz Lang, quien no pudo acudir debido a su delicado estado de salud.
De la reunión se conservan varias fotos de los invitados conversando y unas cuantas del grupo posando para la cámara. Estas últimas, a pesar de que en ellas no aparece Ford porque tuvo que retirarse, indispuesto, antes de tiempo, muestran la que todavía hoy está considerada como la mayor concentración de talento cinematográfico que se haya visto.
El novelista, guionista y crítico de cine Manuel Hidalgo ha querido recordar aquel momento histórico en su estupendo libro El banquete de los genios (2013). En él realiza un exhaustivo análisis de El discreto encanto de la burguesía, repasa las personalidades y las filmografías de los invitados y su posible relación con las de Buñuel y, por supuesto, se centra en recuperar las sabrosas anécdotas relacionadas con la reunión. Una invitación en toda regla, que se lee de una sentada, para cualquier buen amante del cine.
En esta foto aparecen conversando George Stevens y Billy Wilder mientras, fumando sentado, John Ford los escucha.
Y aquí la foto de familia. De pie, de izquierda a derecha: Robert Mulligan, William Wyler, George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière y Serge Silberman. Sentados, de izquierda a derecha: Billy Wilder, George Stevens, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian.
Publicado por Ediciones Península.
MATAR O NO MATAR, ÉSTE ES EL PROBLEMA (1973) de Douglas Hickox
Adaptaciones más o menos fieles de sus obras; películas que las incluyen como parte importante de su argumento (ahí están, por ejemplo, dos joyas como Ser o no ser (To Be or Not To Be, 1942) de Lubitsch y Doble vida (A Double Life, 1947) de Cukor); guiones de género que recurren a ellas como disimulada fuente de inspiración… El cine de todas las épocas ha tenido siempre en el teatro de Shakespeare un clavo al que agarrarse, un inagotable seguro de vida al que los guionistas continúan acudiendo.
Una de las más originales y disparatadas películas de las que han recuperado al dramaturgo inglés es Matar o no matar, éste es el problema (Theatre of Blood) de Douglas Hickox, un cineasta cuya filmografía no da motivos, precisamente, para montar una fiesta y que consigue aquí su mejor trabajo, aunque en manos de otro director más avezado la cosa habría dado aún para mucho más.
La historia que nos cuenta es la de Edward Lionheart (Vincent Price), un veterano actor teatral especializado en Shakespeare que se suicida tras ser injustamente ignorado en la entrega de los premios anuales que conceden los críticos londinenses. Dos años más tarde, esos críticos van apareciendo asesinados, emulando los crímenes de las tragedias shakesperianas.
El film es una mezcla del género de terror con la comedia negra de trazo grueso, y en ambas líneas nos ofrece momentos estupendos: el primer asesinato, representando la muerte de Julio César; la aparición en un cementerio de un caballo al galope arrastrando el cadáver sanguinolento de uno de los críticos (posiblemente la imagen más perdurable); la divertida escena en que Lionheart/Price se hace pasar por peluquero afeminado para acabar con la única mujer del grupo, o la recreación de una de las muertes de Tito Andrónico, en la que uno de los críticos, amante de la buena mesa, termina siendo obligado a comer hasta ahogarse, y que vete a saber si no la tuvo en cuenta el gran David Fincher para el primero de los crímenes de Seven (1995).
Sin ser ninguna obra maestra, Matar o no matar… es una rareza ideal para pasar un rato estupendo y una película imprescindible para los fans de un Vincent Price que disfruta como un niño en una juguetería con un papel que guarda bastante parecido con el que interpretó para Robert Fuest en El abominable Doctor Phibes (The Abominable Dr. Phibes, 1971).
Editada en DVD por Metro Goldwyn Mayer.
25 años sin Cary Grant
El pasado 29 de noviembre se cumplieron 25 años desde que nos dejó el actor inglés Cary Grant, nacido Archibald Alexander Leach, para muchos y muchas el más grande que se haya puesto ante una cámara. Aquí lo recuerdo en las que para mí son sus mejores películas: La pícara puritana (The Awful Truth, 1937) y Tú y yo (An Affair to Remember, 1957) de Leo McCarey, Sólo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) y Luna nueva (His Girl Friday, 1940) de Howard Hawks, Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, 1940) de George Cukor, Encadenados (Notorious, 1946), Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief, 1955) y Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) de Alfred Hitchcock, y por último Charada (Charade, 1963) de Stanley Donen, mi preferida de todas ellas.
Cary Grant
(Bristol, 18 de enero de 1904 – Davenport, Iowa, 29 de noviembre de 1986)
ATRACO A LAS TRES (1962) de José María Forqué
Mientras la gran comedia italiana llegaba a ser considerada casi como un género en sí misma, y cineastas como Germi, Monicelli o Risi, y actores como Gassman, Mastroianni o Sordi eran (justamente) exalzados por la crítica, las mejores comedias españolas, sus directores y sus actores quedaban siempre en un segundo plano (Berlanga aparte), como si en nuestro país fuera imposible tomarse en serio lo que nos hace reír. Afortunadamente, una magistral comedia como es Atraco a las tres ya es hoy en día una película revalorizada y considerada a la altura de los grandes films italianos del género.
Es una pena que entre tanta película presuntamente divertida de nuestro último cine no haya ninguna heredera de este hilarante atraco organizado por los trabajadores de una sucursal bancaria, que tiene un ritmo que no decae, unos diálogos que no han perdido ni un gramo de genialidad y unas interpretaciones insuperables, que no renuncia a hacer un retrato crítico de la época, y en el cual quizás sólo hecho en falta un pelín más de mala leche.
En el reparto, algunos de nuestros mejores actores de siempre y, entre ellos, dos que nos dejaron recientemente: Vicente Alexandre y José Luis López Vázquez. Mientras el primero fue uno de los grandes secundarios del cine y hacía mejor cada película en la que participaba (en Atraco a las tres su personaje tiene algunos de los momentos más divertidos, sobre todo los que protagoniza junto a Gracita Morales), el segundo llegó a ser el intérprete principal e insustituible de algunos films magistrales de nuestro cine. De él dijo el cineasta George Cukor, tras trabajar juntos en Viajes con mi tía ( Travels with my aunt, 1973), que era el mejor actor del mundo. En mi opinión fue, por lo menos, el mejor que ha habido en nuestro país. Que un actor habituado a papeles cómicos sea capaz de conmover como él lo hizo en, por ejemplo, El bosque del lobo (1970) de Pedro Olea, Mi querida señorita (1971) de Jaime de Armiñán, o La prima Angélica (1973) de Carlos Saura, es algo al alcance de muy pocos.
Sobran las palabras
Editada en DVD por Divisa.