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BAJO CIELOS INMENSOS de A. B. Guthrie, Jr.

De repente, mientras el resto observaba, el indio con el pelo corto dejó escapar un grito y espoleó a su caballo hasta ponerlo al galope directamente hacia ellos. Cabalgaba agachado sobre el caballo, sólo asomaba el borde superior de la cabeza y las piernas a los lados.
Summers se apoyó en una rodilla de nuevo y apuntó con el rifle, y nada parecía moverse en él a excepción del extremo de su cañón, que seguía la trayectoria del jinete. Boone también se había agachado, con el rifle hacia arriba, y miraba las pezuñas extendidas del caballo y los belfos resoplando. Estaría encima de ellos en un segundo. El caballo se ralentizó levemente y la cabeza rapada se movió, y el agujero negro del cañón apuntó al cuello del caballo. El rifle de Summers estalló, y en lo que dura un pestañeo el caballo corría libre, huyendo en círculo y regresando con el resto. El indio se quedó tirado boca abajo. No se movía.
-Ahí va uno para los lobos -dijo Summers. Alargó el brazo y pasó a Boone el rifle vacío y tomó el cargado y disparó-. ¡Carga rápido!
Parafraseando lo que dijo John Ford en cierta ocasión, el tipo de la foto se llamaba A. B. Guthrie Jr. y escribía wésterns. Novelas y guiones, para ser más exactos. Entre los segundos, el más conocido es el de Raíces profundas (Shane, 1953), de George Stevens, a partir de la novela de Jack Schaefer; entre las primeras, Bajo cielos inmensos (The Big Sky, 1947), que inspiró el film de Howard Hawks Río de sangre (The Big Sky, 1952); The Way West (1949), llevada al cine por Andrew V. McLaglen en la no demasiado destacable Camino de Oregón (The Way West, 1967), o These Thousand Hills (1956), que Richard Fleischer convirtió en una película a menudo injustamente menospreciada y que aquí se tituló Duelo en el barro (These Thousand Hills, 1959).

El inicio de Bajo cielos inmensos -de las pocas veces que el título español mejora el original- nos sitúa en 1830. Un muchacho llamado Boone Caudill, harto de soportar a su padre y fascinado por los relatos que ha oído de su tío Zeb Calloway, se escapa de su casa en Kentucky con la intención de encontrar a su tío y emular su vida aventurera. Pronto, en el camino, se encuentra con otro chico, Jim Deakins, y juntos deciden viajar a las zonas inexploradas del oeste. Su aprendizaje a bordo de la barcaza Mandan, que remonta el Misuri para intentar comerciar con los belicosos indios pies negros; su amistad con el experimentado cazador Dick Summers; las luchas con los indios y con la naturaleza salvaje; la caza del búfalo y del castor; las rendezvous que se celebran entre los diferentes grupos de aventureros para comerciar y divertirse, y la relación de ambos con la squaw pies negros Ojos de Cerceta, decisiva en el desenlace, irán desfilando a lo largo de los siguientes trece años y de las quinientas páginas de esta novela portentosa, mientras vemos cómo ambos protagonistas van convirtiéndose, como Summers y el tío Zeb, en auténticos mountain men y cómo el mundo libre y salvaje que conocen comienza a retroceder ante la civilización y el progreso.
Elegía de una época que se acaba, novela iniciática y aventurera, Bajo cielos inmensos es una obra maestra de la literatura wéstern y de cualquier literatura cuyo espíritu, en relación con el cine, debemos buscar más en esa maravilla de William A. Wellman titulada Más allá del Missouri (Across the Wide Missouri, 1951) que en la desangelada, reducida, postiza y edulcorada adaptación de Hawks escrita por Dudley Nichols, en la que no queda ni un atisbo de la riqueza y el atractivo de sus memorables personajes, de la épica y la lírica que desprende a raudales la extraordinaria prosa de Guthrie.
Todavía no había oscurecido tanto como para que Summers no pudiera ver. Boone se llevó la copa a los labios. Sus ojos estaban dirigidos a la lejanía, contemplando el Teton, imaginó Summers, y las montañas y los búfalos, y viendo también a ojos de Cerceta, aunque no hablase de ella. Durante unos segundos Summers también lo vio todo, y sintió que se le encogía el estómago, con el deseo de vivir solo de nuevo, y libre, con el deseo de ver indios con plumas en el pelo y squaws con capas escarlata. Y luego el sentimiento se apagó, dejando una pequeña herida que no le molestaba demasiado si no la apretaba. Ahora estaba demasiado viejo, tenía una mujer blanca y pronto también un bebé, y el ayer ya se había perdido, de alguna manera. Trabajar el campo era la forma de vida más adecuada para él cuando se paró a pensar en ello fríamente.
Traducción de Marta Lila Murillo para Valdemar.
En recuerdo de Elsa Martinelli
El día 8 de este mes nos dejó, a los 82 años, la estupenda actriz Elsa Martinelli. Descubierta para Hollywood por Kirk Douglas y conocida en sus inicios como «la Audrey Hepburn italiana» -aunque a mí en muchas fotos me recuerda más a Anna Karina-, para cualquier cinéfilo será siempre la Dallas que trabajaba como fotógrafa a las órdenes de John Wayne -y de Howard Hawks- y en sus ratos libres adoptaba crías de elefante.
Aunque en general su filmografía no está a la altura de su talento, aquí podemos recordarla en cinco magníficas películas: Pacto de honor (The Indian Fighter, 1955), de André de Toth; La noche brava (La notte brava, 1959), de Mauro Bolognini; Un amore a Roma (1960), de Dino Risi; El proceso (The Trial, 1962), de Orson Welles, y, por supuesto, Hatari! (1962), de Howard Hawks.
ATTACK THE BLOCK (2011) de Joe Cornish
En uno de los tantas veces recordados diálogos de Casablanca (1942) de Michael Curtiz, el mayor Strasser le pregunta a Rick su opinión sobre la posibilidad de que el ejército alemán invada Nueva York, y Rick le contesta que hay barrios de Nueva York en los que no les aconsejaría que se metieran. A saber si Joe Cornish pensó en la desafiante respuesta a la hora de escribir y filmar su primera película, pero sin duda le viene como anillo al dedo.
En Attack the Block no son los nazis sino un nutrido grupo de extraterrestres con malas pulgas y aspecto de mono peludo el que ataca a todo lo que se mueve en un barrio londinense. Pero a él se enfrenta una banda de duros adolescentes orgullo de cualquier madre: fuman droga, trafican con ella, atracan a jóvenes indefensas, tienen armas y saben qué hacer con ellas. Vamos, un ejemplo de corrección. Igualitos a los protagonistas de esa ñoñez -eso sí, estupendamente filmada- que J.J. Abrams estrenó también en 2011 y que responde al título de Super 8.
Con muchos menos medios y poco ánimo de trascender, pero dispuesto a que nadie se aburra ni un instante, Cornish nos ofrece en 80 minutos un cóctel de acción, comedia, transgresión, mala baba y sentido del ritmo cinematográfico, aderezado todo ello con unas gotas de sangre y la influencia, perfectamente asimilada, de las pelis de bichos foráneos filmadas por Spielberg o Joe Dante y de cualquier wéstern o policiaco en el que Hawks, su alumno aventajado Carpenter y algunos otros mostraban a un grupo de personas asediadas en un espacio cerrado. De momento, Cornish sólo es un discípulo de todos ellos que ha realizado una estupenda ópera prima, pero apuesto a que será conveniente seguirle la pista.
Editada en DVD por Avalon.
NO TOQUÉIS LA PASTA (1954) de Jacques Becker
No toquéis la pasta (Touchez pas au grisbi) es un film negro, de gánsters, de atracadores, pero no hay en él apenas acción ni escenas violentas, ni siquiera el típico tenaz policía que ejerza de contrapunto asomando las narices. De hecho, Becker ni se molesta en mostrarnos el atraco que desencadena la historia que nos cuenta. Lo que a él le importa, ante todo, es el retrato de Max (Jean Gabin), un delincuente ya maduro, de los de la vieja escuela, amante de las mujeres, de la buena música, del buen comer y del mejor beber, a quien ya no atrae la vida nocturna y que sólo piensa en retirarse tras cambiar el oro obtenido en el atraco por dinero en metálico. Un personaje que tiene varios puntos en común con el que interpretaría poco después Roger Duchesne en Bob el jugador (Bob le fambleur, 1956) de Jean-Pierre Melville.
Pero al pobre Max, como no podía ser menos, se le complican las cosas. Su compinche en el atraco, su gran amigo Ritón, le cuenta el asunto a su novia (una jovencísima Jeanne Moreau), propiciando la entrada en escena del amante, un nuevo gánster con el careto de, quién si no, Lino Ventura, el cual secuestra a Ritón y ofrece su vida a cambio del oro. Para Max, la amistad está por encima de todo. Esa amistad que hemos visto tantas veces en las películas de Howard Hawks, la que no necesita de gestos o palabras, sólo de hechos. Así, con la colaboración de otro par de amigos, accede al intercambio, pero es traicionado. Es entonces cuando Becker abre un paréntesis en la tranquila vida de Max y nos regala una trepidante persecución nocturna a tiro limpio impresionantemente filmada.
Son sólo unos pocos minutos dentro de una película austera y pausada, sin detalles de cara a la galería, cuya huella creo que está presente en posteriores films franceses del género -sobre todo en las grandes obras de Melville- y que nos ofrece uno de los grandes personajes creados por el enorme Jean Gabin. Raymond Chandler dijo de Bogart que todo lo que tenía que hacer para dominar una escena era entrar en ella. Gabin no necesitaba más.
25 años sin Cary Grant
El pasado 29 de noviembre se cumplieron 25 años desde que nos dejó el actor inglés Cary Grant, nacido Archibald Alexander Leach, para muchos y muchas el más grande que se haya puesto ante una cámara. Aquí lo recuerdo en las que para mí son sus mejores películas: La pícara puritana (The Awful Truth, 1937) y Tú y yo (An Affair to Remember, 1957) de Leo McCarey, Sólo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) y Luna nueva (His Girl Friday, 1940) de Howard Hawks, Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, 1940) de George Cukor, Encadenados (Notorious, 1946), Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief, 1955) y Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) de Alfred Hitchcock, y por último Charada (Charade, 1963) de Stanley Donen, mi preferida de todas ellas.
Cary Grant
(Bristol, 18 de enero de 1904 – Davenport, Iowa, 29 de noviembre de 1986)
UN LUGAR EN EL MUNDO (1992) de Adolfo Aristarain
Casi todas mis películas preferidas pertenecen a una época en la que yo aún no había nacido. Las he visto en pases por televisión (a menudo de madrugada, el mejor momento para el cine), gracias al vídeo y al dvd, en larguísimas sesiones de Filmoteca o en algún cine de reestreno por desgracia ya desaparecido. Así, desde que comencé a darme el gustazo de ir al cine, a finales de la década de los 80, he visto un buen puñado de obras maestras en el momento de su estreno, pero pocas están entre mis absolutamente imprescindibles. Una de esas pocas es, sin duda, Un lugar en el mundo. La vi un par de veces en el cine, unas cuantas más en formato doméstico a pesar de la horrorosa edición disponible, y sigue teniendo, cada vez que vuelvo a ella, la magia de la primera vez, la que sólo conservan las más grandes.
En Un lugar en el mundo confluyen historias de aprendizaje, de amor, de amistad, de orgullo por mantener los ideales y hacer, contra viento y marea, aquello que debe hacerse. Historias que pertenecen por derecho propio al mejor cine norteamericano clásico y, en especial, al western. El mejor film de Aristarain es, desde luego, un western pampero, como lo son muchos otros sin pertenecer de manera explícita al género. Aquí no son necesarios los duelos entre pistoleros porque los hay entre un caballo y un tren, entre una forma de entender la vida que desaparece y otra que lo arrasa todo a su paso.
Las referencias son muchas e inmejorables: la camaredería y el humor del cine de Howard Hawks; el paralelismo con los personajes de Raíces profundas (Shane, 1953) de George Stevens, en la que un extranjero conoce a una familia con problemas, mantiene una relación especial con el hijo, se hace amigo de un hombre que representa todo lo que él ya no será y se enamora de su esposa; y por encima de todo, las películas de John Ford. Después de muchos infructuosos intentos de continuar su escuela por parte de varios cineastas norteamericanos, tuvo que llegar un director argentino para recuperar el cine del gran tuerto. La borrachera que agarran Mario y Hans, que comienza siendo divertidísima y culmina en uno de los momentos más hermosos de la película, es digna heredera de las muchas que aparecían en los films de Ford. La escena en que Mario quema la lana de la cooperativa, el trabajo y la ilusión de tanto tiempo, me recuerda aquella en que Tom Doniphon (John Wayne) hace arder la casa que había construído para Hallie (Vera Miles) en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962): ambos personajes son derrotados y renuncian a su sueño. Y ambas películas nos cuentan una pequeña historia, importante sólo para unos pocos, que es necesario recordar, y vaya si lo haremos. En esta historia Mario, Hans, Ana, la monja Nelda y el joven Ernesto comparten diálogos maravillosamente escritos mientras, como aquellos personajes a los que Ford dotó de la mayor humanidad, ven, sienten y comprenden, y nosotros con ellos, todo aquello que de verdad importa sin decir una sola palabra.
Con la ayuda de unos prodigiosos Federico Luppi, José Sacristán, Cecilia Roth, Leonor Benedetto y Gastón Batyi, que más que interpretar parece que son sus personajes, Aristarain consigue una obra maestra para la historia, y firma con ella una declaración de amor a un cine que ya apenas existe.
Editada en DVD por Tesela.
LA COSA (1982) de John Carpenter
No es nada habitual que un remake supere a la película original, y menos cuando ésta ya era tan buena como El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, 1951), dirigida por Christian Niby y producida por Howard Hawks, quien al parecer también colaboró en la dirección. John Carpenter lo consiguió con La cosa (The Thing), su mejor película junto a Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976), que también actualizaba otro clásico de Hawks, Río Bravo (1959). Y es que el universo hawksiano ha estado muy a menudo presente en el cine de Carpenter, y La cosa no es una excepción.
La primera parte del film es un prodigio narrativo y de elipsis cinematográfica, una obra maestra por sí sola. Cada una de las escenas protagonizadas por ese perro que huye por la nieve de un helicóptero desde el que le disparan, que observa a través de una ventana a los humanos, que entra en una habitación en la que sólo vemos la sombra de una persona y un fundido en negro, y que, finalmente, es encerrado con los demás perros para mostrarse realmente tal y como es, produce mucho más desasosiego que los sangrientos fragmentos en los que aparece el monstruo alienígena.
Aún así, el resto de la película sigue siendo un magnífico ejemplo de narrativa clásica al servicio del terror comercial, sin una sola concesión al susto palomitero y que encima se permite un final absolutamente singular. La alternancia de música y silencios claustrofóbicos, la impresionante utilización de la pantalla ancha (aspecto en el que Carpenter ha sido siempre un maestro), los pequeños homenajes al western, la dosificada tensión que va aumentando entre los componentes de la expedición (¿el montruo como metáfora?), nos muestran a un cineasta heredero de los grandes, que sabe sacar el mismo partido a cuatro paredes que a los grandes exteriores. A pesar de los muchos altibajos de su filmografía y de haberse dedicado casi por completo a un género no siempre bien visto por buena parte de la élite cinéfila, Carpenter me parece, junto a Eastwood, Erice, Aristarain o Shyamalan, uno de los últimos clásicos del cine.
Editada en DVD de manera lamentable por Universal.
LA CAPITAL DEL OLVIDO de Horacio Vázquez-Rial
El hecho de que cada uno de los capítulos de La capital del olvido (2004) esté encabezado por una cita de algunos de los grandes de la novela negra y que el primero de esos capítulos sea un homenaje explícito a El sueño eterno de Chandler y Hawks puede hacernos pensar de entrada que estamos simplemente ante un sencillo, sincero y entretenido homenaje a los clásicos, en la línea de la también chandleriana Triste, solitario y final (1973) de Osvaldo Soriano. Pero, aunque dicho homenaje siempre está presente, esa primera impresión no tarda en desaparecer. En cuanto la trama nos transporta al pasado, a la época de la dictadura militar en Argentina, de las desapariciones y de la venta de niños
secuestrados, la novela se endurece y nos adentra en la búsqueda del pasado y, a la vez, en el intento de olvidarlo, a través de unos personajes que buscan el silencio, el perdón, la justicia o la venganza, y que vuelven de entre los muertos para remover la conciencia de los vivos.
Sin apenas descripciones, sin la presencia constante de un narrador, sus extraordinarios y vertiginosos diálogos y escenas hacen de La capital del olvido, ganadora del V Premio Fernando Quiñones, una novela eminentemente cinematográfica, de las que agradecemos tener a mano en una larga noche de verano.
«Ah, claro, es de eso que no querés acordarte, Guido. No es que no te acordés de ella, no. Pero estabas en casa, yo lo sé, oí llegar el coche y a los tipos que bajaron armando despelote para que vos y yo y los demás cerráramos los ojos o no los cerráramos pero hiciéramos como si. Yo miré por entre los listones de la persiana, que estaba bajada, pero no del todo, y vi la calle, y vi tu persiana, exactamente enfrente de la mia, y vi cómo apagabas la luz y estuve seguro de que estabas ahí igual que yo, mirando sin hacer nada, como una vaca detrás de la alambrada, que ve pasar el tren y sigue rumiando. Y la sacaron a la Myriam. El viejo Paley se arrastró detrás de ellos, pedía a gritos que no se la llevaran, hasta que uno le dio con algo, no sé, un palo o una culata, en la cabeza le dio y lo dejó sangrando tirado en la vereda y cerraron con tres portazos, porque el chófer no se había movido y salieron rajando con la piba a cuestas. Cuando vino el chico, que algún alma buena lo habría llamado, el pibe, Isaac, digo, el hermano de la Myriam, que ya estaba casado, se encontró a la madre arrodillada en el suelo, mirando a su marido, que seguía como muerto. Estaba vivo, pero como muerto. Vos lo viste a Isaac, Guido, lo viste igual que yo, porque te quedaste igual que yo detrás de la persiana, esperando algo, que pasara algo, que bajara del cielo un ángel, o Perón, quién sabe, o un hada, y arreglara todo lo desarreglado. A lo mejor, el que manejaba el coche era Mardones. O Mardones se reunió con ellos en otro sitio. De la Myriam nunca más se supo. Bueno, sí, se supo, porque cuando salió el informe, cuando los juicios, lo leímos, Guido. Vos y yo lo leímos. Leímos que la habían visto en un chupadero y que la habían trasladado. Y ahora te olvidaste. ¿Cómo podés haberte olvidado? ¿Tampoco te acordás de que te conté que lo había vuelto a ver a Mardones? Viejo y pelado, pero bien vestido. En la plaza lo vi. En la plaza de Mayo, el día en que Alfonsín nos tuvo esperando mientras él arreglaba con los milicos y después vino y dijo que la casa estaba en orden y que felices pascuas. Yo no había entendido lo que había dicho, y miré a la gente que tenía alrededor y pregunté qué dijo y una vieja dijo felices pascuas y yo no me lo creí y seguí mirando, y de pronto vi una cara conocida, la del único hijo de puta que sonreía en ese momento, y era la de Mardones. Te lo conté, Guido, aquella misma noche. ¿No te acordás de eso? ¿Tampoco de eso? No, no te lo reprocho, no sos el único que no se acuerda de esas pascuas. A lo mejor, es que aquel día empezó el olvido y la Myriam entonces desapareció de verdad, definitivamente.»
Publicada por Alianza.
DETECTIVE SIN LICENCIA (1971) de Stephen Frears
Las películas que son un claro homenaje al cine negro clásico, al universo de Hammett y Chandler, suelen deparar, aunque no sean ninguna maravilla, suficientes elementos (un personaje secundario, una línea de diálogo, una buena canción en el momento oportuno) como para que el aficionado al género dé por bueno el tiempo empleado en la visita y quede agradecido. Detective sin licencia (Gumshoe), el primer largometraje de Stephen Frears, sin ser una cima del género ni pretenderlo, nos ofrece mucho más que eso.
El gran Albert Finney interpreta a Eddie Ginley, animador de un club nocturno y aficionado a las novelas policiacas que un buen día decide darle un giro a su vida, emular a sus héroes de ficción y anunciarse en la prensa como detective privado. Al poco tiempo recibe una llamada de su primer cliente para ocuparse de un caso que, como siempre, no es lo que parece y acaba complicándose. ¿De qué va el asunto? Eso es lo de menos. Aquí lo que importa es tener delante, durante hora y media, a un tipo soñador, romántico y socarrón, a un vivalavirgen que ha de habérselas con unos magníficos secundarios (incluidos un tipo gordo que podría haber sido, treinta años antes, Sidney Greenstreet y un pistolero a sueldo, bastante inútil por cierto, que es la viva imagen del mismísimo Dashiell Hammett) mientras suena la magnífica música de Andrew Lloyd Webber y no nos dan tregua los rotundos y divertidísimos diálogos (más que dichos, disparados) escritos por Neville Smith.
Y para que quede claro que estamos de homenaje y nos sintamos como en casa, nos regalan la escena en la libreria, Eddie coqueteando con la dependienta. Los aficionados recordarán enseguida la escena de El sueño eterno (The Big Sleep, 1946) de Howard Hawks, aquella en la que saltaban chispas entre Bogart y una jovencísima Dorothy Malone. Vive le noir!
Editada en DVD por Columbia.
ADIÓS, MUÑECA (1975) de Dick Richards
Aunque pueda parecer extraño, repasando las adaptaciones cinematográficas de las novelas de Raymond Chandler uno se da cuenta de que no hay mucho donde agarrarse, exceptuando, faltaría más, El sueño eterno (The big sleep, 1946) de Howard Hawks, una obra maestra a pesar de que sólo respeta a medias el espíritu de la novela, con un Philip Marlowe con la cara de Humphrey Bogart más duro que el literario y con un tono que la aleja por momentos del género negro y la mete de lleno en la comedia. Y es que, tratándose de Hawks, casi cualquier película de cualquier género deja sitio para echarse unas risas.
Aparte del film de Hawks, mi preferido es Adiós, muñeca (Farewell, my lovely), tercera adaptación de la novela homónima tras The falcon takes over (1942), película de Irving Reiss absolutamente olvidada en la que Marlowe no aparece y el argumento sólo es utilizado como base para una aventura del detective The Falcon, y la dirigida por Edward Dmytryk Historia de un detective (Murder, my sweet, 1944), que goza de bastante prestigio pero que a mí no me entusiasma, en parte porque Dick Powell no me convence en la piel de Marlowe.
Adiós, muñeca no es tampoco ninguna obra maestra, ni siquiera creo que sea una gran película. A la dirección de Richards le falta nervio, la ausencia de ritmo interno en varias escenas clama al cielo, la voz en off , aunque respeta al máximo la primera persona de la novela, resulta excesiva y, en muchos momentos, gratuita y los personajes secundarios actúan como si supieran que lo son, sin ofrecer una réplica consistente al protagonista. Y aún así la película se disfruta, y mucho, básicamente por el envoltorio. La música de jazz, la magnífica ambientación, el vestuario, la presencia de Robert Mitchum encarnando a un Marlowe cansado y cínico pero muy humano, hacen que desde la primera escena reconozcamos el territorio Chandler más que en ninguna otra adaptación, y nos encontremos en casa. Richards, a saber si consciente de sus limitaciones o demasiado respetuoso con el material que maneja, no intenta dejar su sello, sino que se muestra absolutamente fiel al original y consigue con oficio que, a pesar de sus defectos, la cosa llegue a buen puerto.
Mitchum tuvo la desgracia de volver a interpretar el personaje en Detective privado (The big sleep, 1978), una nueva versión de la primera novela de Chandler a cargo del terrorífico Michael Winner. Con las deficiencias de Adiós, muñeca multiplicadas por mil y ninguna de sus virtudes, el tipo en cuestión logra lo imposible, convertir una gran novela y un reparto de campanillas que incluye, entre otros, a James Stewart y Richard Boone, en material de derribo. A su lado el film de Richards e incluso las más que discutibles adaptaciones del universo chandleriano que relizaron, entre otros, Robert Montgomery, Paul Bogart, Robert Altman y Bob Rafelson son música celestial.
Editada (por decir algo) en DVD por Sogemedia.