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SÍNTOMAS (1974) de José Ramón Larraz

MV5BMDRhYTlkMzktYmM4OS00ZTUyLWE1NjEtZTM0YTZhMmY2ZjZlXkEyXkFqcGdeQXVyMzU4ODM5Nw@@._V1_Quien eche un vistazo a la filmografía de José Ramón Larraz se encontrará con atentados al cine como Polvos mágicos (1979), Juana la loca… de vez en cuando (1983) o Sevilla Connection (1992), entre otros presumibles espantos que suelen moverse entre el terror y el erotismo y que invitan a que salgamos corriendo, aunque sea acompañados de un montón de prejuicios. Pero al igual que no pocos directores de este tipo de productos, Larraz también demostró que, si se daban las circunstancias necesarias, podía hacer buenas películas. En su caso, lo logró al menos con Síntomas (Symptoms), que firmó con el seudónimo Joseph Larraz y que compitió bajo bandera inglesa por la Palma de Oro de Cannes.

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Síntomas nos cuenta la historia de Helen (Angela Pleasence, a quien no le hace falta el apellido para ver de quién es hija), una joven que vive sola en una gran mansión en el campo con la ayuda de una asistenta que va a hacer la limpieza y de un hombre, Brady (Peter Vaughan, al que algunos recordarán en su papel de padre del personaje interpretado por Anthony Hopkins en Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), de James Ivory), que se ocupa del mantenimiento. Cuando comienza el film, nuestra protagonista ha invitado a una amiga suya, Anne (Lorna Eilbron), para que pase unos días con ella en la mansión; pero en medio de la aparente tranquilidad de que disfrutan, Anne comienza a sentir una extraña presencia, quizá relacionada con Cora, otra amiga de Helen que también estuvo en la casa y que mantuvo una relación sexual con Brady.

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La película de Larraz es de las que se cuece a fuego lento, de las que se toma su tiempo preparando el terreno para los cadáveres y la hemoglobina, de la cual, por cierto, no abusa. Ocupa aproximadamente la primera mitad de su hora y media en ponernos en situación: lugar apartado de la civilización, atmósfera desasosegante, presencia ominosa de Brady, apariciones fantasmales… Calma tensa. En todo momento con buen gusto y cierto clasicismo en la puesta en escena. Sin apartarse de ellos, la segunda parte nos muestra las cartas de sus probables influencias –Psicosis (Psycho, 1960), de Hitchcock; Repulsión (Repulsion, 1965), de Polanski, y quién sabe si incluso Un reflejo del miedo (A Reflection of Fear, 1972), de Fraker, o Suspense (The Innocents, 1961), de Clayton- y nos termina de descubrir, a golpe de cuchillo, un mundo ya sugerido de paranoica soledad, celos enfermizos y represión sexual, ofreciéndonos de paso un puñado de planos magistralmente compuestos. Síntomas no es, desde luego, ninguna obra maestra, pero posiblemente sí sea una de las mejores películas del género entre las que permanecen olvidadas.

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LOS JUICIOS DE RUMPOLE de John Mortimer

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John Mortimer -padre de la actriz y cineasta Emily Mortimer- fue abogado, dramaturgo, novelista, guionista y, sobre todo, el creador del divertido Horace Rumpole. En el cine, por ejemplo, colaboró en el guion de Suspense (The Innocents, 1961), dirigida por Jack Clayton y una de mis películas imprescindibles, y escribió junto a su primera esposa el de El rapto de Bunny Lake (Bunny Lake is Missing, 1965), un film que no le acabó de salir del todo bien a Otto Preminger.

Su personaje más popular, el abogado Horace Rumpole -inspirado, al parecer, en la figura de su padre- se dio a conocer en Inglaterra por medio de una serie de televisión y de los relatos que, desde hace unos años, está publicando en español la editorial Impedimenta. Literatura quizá no genial, pero siempre elegante, inteligente, divertida y muy, muy lúcida.

51Gqges9jTL._SX330_BO1,204,203,200_Hasta el momento, he leído el segundo volumen, titulado Los juicios de Rumpole (The Trials of Rumpole, 1979), una serie de casos judiciales, narrados por el propio Rumpole en su papel de abogado defensor, en cuyas páginas tienen también cabida las peripecias de sus colegas de trabajo, sus asiduas libaciones en el bar Pommeroy y su especial relación con su esposa, a la que nombra, como si fuera una diosa mitológica, con la expresión «Ella, la que Ha de Ser Obedecida». Y, por encima de todo, en ellas encontramos la crítica sarcástica e implacable hacia todos aquellos aspectos que le desagradan de una sociedad -la inglesa o, ya puestos, la de cualquier otro país de los que se consideran a sí mismos tan modernos y civilizados- retrógrada e hipócrita.

Como muestra, un par de fragmentos. El primero, en el que cita a Voltaire para referirse a la libertad de expresión, pertenece al relato «Rumpole y el animal fascista».

-¿No es este un país libre, queridos miembros del jurado? ¿No es este un país en el que el capitán Parkin y otros excéntricos como él pueden dar rienda suelta a sus majaderías? Puede que no esté de acuerdo con lo que el capitán Parkin dijo en aquella tarda aciaga… Es muy fácil defender la libertad de expresión cuando uno está de acuerdo con lo que se dice, pero alguien una vez, un sabio francés, nos dio la respuesta… «No estoy de acuerdo con nada de lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo.»

El segundo forma parte de «Rumpole y el camino del verdadero amor»: educación pública versus educación privada y postureo político.

Por lo que afirmaba mi cliente, la escuela John Keats era el ejemplo perfecto de una escuela de secundaria moderna, pues estaba diseñada para ensalzar el buen nombre de la educación pública y dejar vacíos los colegios privados, salvo por un grupo de sadomasoquistas y por los hijos de banqueros asiáticos. La educación en la John Keats era, al parecer, tan libre y, al mismo tiempo, tan disciplinada; y las instalaciones eran tan buenas y el personal estaba tan preocupado por los alumnos (no como en mi internado privado, donde desde luego no había preocupación alguna por si estabas vivo o muerto); y era tan genuinamente civilizada, que muchos parlamentarios laboristas e incluso algunos ministros se compraban una casa en aquella zona de Hertfordshire para poder disfrutar de la doble ventaja de, por un lado, dotar a sus hijos de una educación excelente y, por otro, tener la conciencia tranquila cuando se presentaran ante el pueblo como personas cercanas. Al fin y al cabo, sus hijos iban a la escuela pública.

Traducción de Sara Lekanda Teijeiro para Impedimenta.

LA LEYENDA DE LA CASA DEL INFIERNO (1973) de John Hough

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Dentro del cine de terror, el subgénero «casas encantadas» no nos ha deparado precisamente grandes alegrías, a excepción, desde luego, de la magnífica Al final de la escalera (The Changeling, 1980) de Peter Medak y de la obra maestra Suspense (The Innocents, 1961) de Jack Clayton, aunque no dejan de ser dos ejemplos que se apartan bastante de los esquemas genéricos fijados a lo largo de la historia: familia que busca casa y no cree, pobres tontuelos, en maldiciones/grupete de listillos convencidos de poder vencer a las fuerzas del mal. En relación con el segundo, La mansión encantada (The Haunting, 1963) de Robert Wise, basada en la novela de Shirley Jackson, suele considerarse una película canónica, aunque a mí no acaba de convencerme. En 1999, Jan de Bont realizó La guarida (The Haunting), otra adaptación de la misma novela que da mucho miedo pero de lo mala que es.

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Es probable que el gran Richard Matheson conociera La mansión encantada cuando escribió La casa infernal (Hell House, 1971), ya que las influencias son claras; en cualquier caso, me parece que la adaptación de John Hough según guion del propio Matheson, titulada La leyenda de la casa del infierno (The Legend of Hell House), ha envejecido mucho mejor que el film de Wise y se mantiene todavía, sin ser una obra redonda, como una de las muestras más conseguidas del subgénero.

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Un físico, su esposa y dos médiums (estupendos Roddy McDowall y Pamela Franklin) son contratados por un millonario que acaba de adquirir la mansión Belasco, considerada «el Everest de las casas encantadas», para que descubran el secreto que alberga y por qué murieron los componentes del anterior grupo que fue a investigarla. Una vez instalados en el tenebroso lugar, un espíritu comenzará a hacerles pasar las de Caín, sobre todo al personaje interpretado por Pamela Franklin, que se pasa la película recibiendo estopa y algo más. Vamos, nada que no sepamos.

Aun así, varios elementos consiguen que el film, visto hoy, siga haciéndonos pasar un rato estupendo: un comienzo que no se anda por las ramas y nos mete rápidamente en harina captando nuestro interés; una extraordinaria ambientación siempre desasosegante; un guion que no abusa del susto fácil y que contiene momentos eróticos menos manidos que los de muchas películas de la Hammer, y una dirección nada acomodada que consigue tensar aún más la atmósfera creada gracias a una barroca planificación en la que abundan los picados y contrapicados, la profundidad de campo y los primeros planos. Quizá al bueno de Hough le dio por emular a Orson Welles, a quien había dirigido en La isla del tesoro (Treasure Island, 1972), uno de los muchos proyectos que Welles quiso llevar a cabo y no pudo. Al final se tuvo que conformar con interpretar a John Silver a las órdenes de otro cineasta.

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Editada por Fox.

Las 100 mejores películas de terror según Cinemanía

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En su número de marzo, la revista Cinemanía nos propone su lista de las 100 mejores películas de terror de todos los tiempos, con la que nos podemos entretener un rato buscando nuestras preferidas y el puesto que ocupan o criticando la inclusión en ella de las que no nos gustan nada. Al fin y al cabo, se hacen sobre todo para eso.

Más allá de que, como a todos, me sobran bastantes de las citadas y me faltan otras tantas, en lo que menos estoy de acuerdo es en que el primer puesto lo ocupe El resplandor (The Shining, 1980) de Stanley Kubrick, una película que no me entusiasma; para mi gusto, ese lugar de honor debería ocuparlo Suspense (The Innocents, 1961) de Jack Clayton, que aquí aparece tan solo en el nº 59.

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A continuación, y a bote pronto, propongo unos cuantos títulos que no están en la lista de Cinemanía y que yo incluiría. Algunos responden simplemente a gustos muy personales; otros me parecen, además, imprescindibles del género.

Por orden cronológico:

La carreta fantasma (1921) de Victor Sjöström.

Yo anduve con un zombie (1943) de Jacques Tourneur.

El retrato de Dorian Gray (1945) de Albert Lewin.

Las diabólicas (1955) de Henri-Georges Clouzot.

Dementia (1955) de John Parker.

La noche del demonio (1957) de Jacques Tourneur.

El fotógrafo del pánico (1960) de Michael Powell.

La máscara del demonio (1960) de Mario Bava.

Ojos sin rostro (1960) de Georges Franju.

El péndulo de la muerte (1961) de Roger Corman.

El carnaval de las almas (1962) de Herk Harvey.

Las tres caras del miedo (1963) de Mario Bava.

Onibaba (1964) de Kaneto Shindô.

El caso de Lucy Harbin (1964) de William Castle.

Frankenstein creó a la mujer (1967) de Terence Fisher.

A las nueve cada noche (1967) de Jack Clayton.

Nervios rotos (1968) de Roy Boulting.

La hora del lobo (1968) de Ingmar Bergman.

El gato negro (1968) de Kaneto Shindô.

La residencia (1969) de Narciso Ibáñez Serrador.

El fantasma del paraíso (1974) de Brian De Palma.

Asesinato por decreto (1979) de Bob Clark.

En compañía de lobos (1984) de Neil Jordan.

Carretera al infierno (1986) de Mark Harmon.

Tras el cristal (1987) de Agustí Villaronga.

Jeepers Creepers (2001) de Victor Salva.

 

 

 

NUNCA ACEPTES DULCES DE UN EXTRAÑO (1960) de Cyril Frankel

never take sweets from a strangerAdemás de actualizar con unas gotas de sangre y de erotismo los mitos del terror de la Universal, la Hammer produjo unas cuantas películas de misterio nada desdeñables que el paso del tiempo se ha encargado de ocultar tras colmillos rojizos, vendas faraónicas y noches de luna llena.

Nunca aceptes dulces de un extraño (Never Take Candy from a Stranger), adaptación de la obra homónima de Roger Garis, se adentra en un tema tan peliagudo y espinoso como la pederastia y el escándalo que provoca en una pequeña comunidad al contarnos la historia de Jean, una niña de once años que confiesa a sus padres haber sido objeto de abusos sexuales por parte de un anciano que la había atraído ofreciéndole dulces. La familia, recién llegada a la localidad, denuncia el hecho a la policía, pero se encuentra con el rechazo y la oposición de las autoridades y de sus vecinos, ya que el acusado es el patriarca de la familia más popular y poderosa del pueblo.

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La parte central del film, que muestra la lucha de la familia Carter contra la hipocresía local y el simulacro de juicio que se celebra contra el anciano Olderberry, es la menos destacable, con una dirección demasiado convencional y falta de nervio que impide que la película sea aún mejor de lo que es. En cambio, esta levanta el vuelo y de qué manera en las escenas de mayor tensión, en las que la amenaza se cierne sobre la pequeña Jean: el excepcional arranque en el bosque, con ese plano con el columpio en primer término y la silueta de la niña dirigiéndose al caserón, dejando atrás la inocencia; la pesadilla que tiene Jean la noche después del suceso, de la que se despierta gritando en la oscuridad, o el largo fragmento final que transcurre entre el bosque y el embarcadero, realmente excepcional y terrorífico.

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Es en esos momentos -algunos de ellos recordarán al espectador la obra maestra de 1958 titulada El cebo, de Ladislao Vajda- donde la dirección de Cyril Frankel y la fotografía del gran Freddie Francis, que al año siguiente trabajaría con Jack Clayton en esa enormidad que es Suspense (The Innocents, 1961), rayan a gran altura, consiguiendo que el film sea una visita más que recomendable para los amantes del género.

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Editada en DVD por Columbia.

 

¿QUIÉN PUEDE MATAR A UN NIÑO? (1976) de Narciso Ibáñez Serrador

El periodista y escritor Juan José Plans, especializado en el género fantástico y ocasional contertulio del desaparecido programa ¡Qué grande es el cine!, publicó en 1976 la novela El juego de los niños. A partir de ella, y con la colaboración de Luis Peñafiel en el guión, Narciso Ibáñez Serrador dirigió ¿Quién puede matar a un niño?, posiblemente la mejor película de terror de nuestro cine.

        Tras los títulos de crédito, en los que unos noticiarios nos recuerdan las barbaridades cometidas contra los niños en las guerras de los mayores, vemos a un matrimonio de turistas ingleses que se disponen a pasar unos días en una isla. Al llegar a ella, se dan cuenta de que los únicos habitantes son niños, y no precisamente muy simpáticos a pesar de sus sonrisas. Pronto empiezan a aparecer los cadáveres de los adultos, y a sucederse las escenas que, con pocos medios y a base de talento, nos ponen la piel de gallina. No conviene revelar demasiado de ellas a quien no la haya visto, pero basta con recordar el momento, hacia el final del film, protagonizado por la esposa embarazada (detalle importante), planificado de manera extraordinaria.

        Abierta a diversas lecturas, a pesar de que su última parte pierde, desgraciadamente, mucho de su misterio y su ambigüedad, me resulta especialmente original y desasosegante por el hecho de que casi todas sus escenas suceden durante el día, apartándose de lo que es común en el género, consiguiendo que el terror nos parezca más cotidiano y real, más creíble, de parte de unos niños que por la noche duermen, como todos, y durante el día se dedican a «jugar»: una especie de Verano azul sin Chanquete y teñido de rojo.

        En cuanto a las referencias, muchas y muy buenas: desde El pueblo de los malditos (Village of the damned, 1960) de Wolf Rilla, sobre todo en la escena que transcurre en la cabaña de pescadores, hasta El otro (The other, 1972) de Robert Mulligan, otra de miedo campestre y diurno con niño, pasando por Suspense (The innocents, 1961) -su melodía O willow waly se parece muchísimo a la que suena en esta película, y creo recordar que el director ya la había rescatado para un episodio, también sobre una niña no muy de fiar, de Historias para no dormir– y A las nueve cada noche (Our mother´s house, 1967), ambas de Jack Clayton. Y como curiosidad, señalar que en 1984 se estrenó Los chicos del maíz (Children of the corn) de Frietz Kiersch, un film con una premisa demasiado parecida al de Ibáñez Serrador, basado en un relato del ínclito Stephen King que forma parte del libro El umbral de la noche (Night shift), publicado en 1978. Fíjate en las fechas, piensa mal…

               Editada en DVD por Manga Films.

EL OTRO (1972) de Robert Mulligan

Robert Mulligan ya había coqueteado con el cine de terror en algunas escenas de Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962), su película más reconocida, y en ese western tan heterodoxo como magnífico que es La noche de los gigantes (The Stalking Moon, 1968), pero donde se soltó definitivamente el pelo con el género fue al adaptar la novela El otro (The Other, 1971), escrita por Thomas Tryon, autor también del guion y a quien pudimos ver en su faceta de actor protagonizando El cardenal (The Cardinal, 1963), de Otto Preminger.

Esta rara avis del género -cuya clara influencia se puede rastrear en la interesante película mexicana Veneno para las hadas (1984), de Carlos Enrique Taboada-, que se desarrolla en un ambiente campestre nada amenazador (más cercano a La casa de la pradera que a La matanza de Texas, para entendernos), cuenta la extraña relación de Niles con su hermano gemelo Holland y con su abuela Ada (Uta Hagen, la gran actriz de teatro, autora de libros sobre interpretación y profesora de, entre otros, Al pacino o Jason Robards), y el juego que llevan a cabo a tres bandas, que resulta ser muy poco inocente y que será el causante de varios crímenes. Aderezada con elementos religiosos (el ángel de la muerte), mágicos (la escena del circo ambulante, o aquella en la que Ada induce a Niles a unirse al cuervo en su vuelo, y que me recuerda a la de Merlín y Arturo en Camelot (1967) de Joshua Logan), y de los cuentos infantiles, que se van introduciendo a lo largo del film y que cobrarán todo su sentido en la sobrecogedora escena final, El otro es una de las grandes películas sobre la maldad infantil, y su plano final de un rostro, al que se va acercando la cámara, mirando a través de una ventana, es de los que no se olvidan.

Es una pena que la fotografía, en la que los matices brillan por su ausencia y que parece más propia de un telefilm, no esté a la altura de la historia y de la dirección de Mulligan. Aun así, es una cita obligada para los que disfrutaron con Suspense (The Innocents, 1961), de Jack Clayton, y para quienes quieran darle otra oportunidad a este tipo de historias tras aburrirse con La mala semilla (The Bad Seed, 1956), aquella obra de teatro que Mervin LeRoy no supo convertir en cine.