Archive for the ‘Jean-Luc Godard’ Tag

En memoria de Jean-Paul Belmondo

El lunes 6 de septiembre nos dejó, a los 88 años, Jean-Paul Belmondo, un gran actor y, más aún, un icono del cine y de la Nouvelle vague cuyo carisma estuvo muy por encima del grueso de su filmografía, repleta de títulos menores. Para recordarlo, cinco de los mayores, los que más me gustan. Tres son de Jean-Luc Godard: Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960), junto a Jean Seberg; Une femme est une femme (1961), y Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), ambas junto a Anna Karina. Una, de Jean-Pierre Melville, la impresionante El confidente (Le doulos, 1962), que ya pasó por este blog hace años. Y, por último, la adaptación muy especial de Los miserables, de Victor Hugo, que dirigió Claude Lelouch y que en España se tituló Testigo de excepción (Les misérables, 1995).

FORTY GUNS (1957) de Samuel Fuller

La sombra de unos nubarrones se extiende sobre el camino por el que los hermanos Bonnell -trasunto de los Earp- se dirigen a Tombstone. De pronto, como si esos nubarrones cobraran vida, irrumpen al galope, arrasando la pantalla y casi a los Bonnell, Jessica Drummond y sus cuarenta pistoleros, metáfora -una de las muchas del film- de la relación tempestuosa, entre el amor y la muerte, que estallará entre ambos bandos a lo largo de los siguientes setenta y pico minutos. La carga semántica de la escena y la eléctrica planificación con que la construye Fuller hacen del arranque de Forty Guns uno de los más potentes que recuerdo y nos avisan de que probablemente estemos ante una película de lo más singular, advertencia que se cumple con creces. Si tu intención era ver un wéstern típico, coge tu sombrero y abandona la butaca, forastero.

En la filmografía de Fuller abundan los ejemplos de cuánto le gustaba darle varias vueltas de tuerca a los géneros haciendo gala de una sorprendente libertad creativa, lo que hizo que llegara a ser una de las mayores influencias para algunos de los principales cineastas de la nouvelle vague. En ese sentido, Forty Guns se lleva la palma. Con un argumento que cabe en un papel de fumar y que probablemente le importaba bien poco -y a nosotros-, Fuller se pone el wéstern por montera y le mete un gol por la escuadra añadiéndole elementos y soluciones dramáticas extraños a su idiosincrasia y, mediante panorámicas, primerísimos planos, travellings, contrapicados, sobreimpresiones y planos subjetivos, haciendo de la cámara una protagonista omnipresente, la maestra de ceremonias de la función, cuando lo habitual en el género era que esta se deslizara sin que apenas lo advirtiéramos. Cual inconforme niño rebelde, Fuller coloca en el caballete un lienzo clásico y lo cubre de brochazos vanguardistas.

No son pocos los detalles de este wéstern, sobre todo en relación con la puesta en escena, que han dejado huella en posteriores películas. En cuanto al cine estadounidense, quizá podamos relacionar al personaje-cantante -el plano en que su canción acompaña la imagen de la viuda de Wes Bonnell y el coche fúnebre es una maravilla, tan hermoso como valiente- con el que interpreta Nat King Cole en La ingenua explosiva (Cat Ballou, 1965), de Elliot Silverstein, o la escena en que colocan el cadáver de uno de los cuarenta pistoleros en el escaparate, con la que filma Clint Eastwood hacia el final de Sin perdón (Unforgiven, 1992); pero sin duda es en el cine europeo más innovador, desde cuyo punto de vista se podría considerar un film «de autor», donde la presencia de Forty Guns se ve más claramente: desde el diálogo de clara simbología sexual -y no es el único del film- entre Jessica Drummond (Barbara Stanwyck) y Clive Bonnell (Barry Sullivan) en torno a la pistola de este, reproducido casi literalmente en El clan de los sicilianos (Le clan des siciliens, 1969), de Henri Verneuil, pasando por el plano de los ojos de Clive al dirigirse al encuentro del hermano de Jessica, que nos lleva al spaguetti western en general y a Sergio Leone en particular, o por la continuidad en el montaje que se les da a la escena de la boda y a la del funeral, quizá tenida en cuenta por François Truffaut en La novia vestía de negro (La mariée était en noir, 1968), hasta el plano más sorprendente y arriesgado de la película, en el que Wes Bonnell mira a través del cañón de un rifle a la que, tan solo durante unos instantes, será su esposa, homenajeado claramente por Jean-Luc Godard en Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960) y quién sabe si hasta por Francisco Regueiro en la estupenda y olvidada El buen amor (1963) y por Julio Medem en Vacas (1992).

Estamos pues ante un film de difícil encaje, una extravagancia si se quiere, pero que ha ido ganando prestigio con el tiempo hasta ser considerado por muchos una de las obras maestras del género. Particularmente, la lírica que poseen mis wésterns preferidos provoca una comunión emocional con ellos que está ausente, y que seguramente Fuller nunca buscó, en el caso de Forty Guns. Aun así, me parece una travesura admirable que no deja de sorprendernos con nuevos detalles en cada visionado y a la que volveré de visita cada cierto tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

HOMBRE DEL OESTE (1958) de Anthony Mann

Entre 1950 y 1960 Anthony Mann realizó los once wésterns que forman parte de su filmografía. A excepción de dos o tres, se encuentran entre lo mejor de su cine y sitúan al cineasta en la cima del género, siempre un pasito por detrás de, cómo no, John Ford. Elegir uno o dos entre los ocho o nueve magistrales es harto complicado y probablemente sea esa la causa de que no suelan aparecer por las listas de las mejores películas de la historia. En mi caso, quizá el que más disfrute de manera natural, sin darle mucho al coco, sea Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), esa obra maestra absoluta que tanto tiene de cine de aventuras; pero Hombre del Oeste (Man of the West), el único de los once protagonizado por Gary Cooper, en mi opinión, come aparte.

Por supuesto, la historia del otrora sangriento forajido Link Jones (Cooper) -ahora un respetado padre de familia al que en su comunidad le encargan la contratación de una maestra y que, durante el viaje, se reencuentra con su antigua banda, a la que se enfrentará tras fingir que ha vuelto para quedarse- podríamos disfrutarla sin complicarnos la vida, sin ver sus múltiples lecturas, simplemente como «una de vaqueros»; así, ya sería una película estupenda. También podríamos ir un paso más allá y recordar que tipos similares a Jones aparecen en otras obras maestras como Retorno al pasado (Out of the Past, 1947), de Jacques Tourneur, o Sin perdón (Unforgiven, 1992), de Clint Eastwood, o en películas sobrevaloradas como Una historia de violencia (A History of Violence, 2005), de David Cronenberg: tipos que han querido dejar atrás el wild side of life, pero cuyo pasado no acaba de decidirse a dejarlos en paz. Incluso podríamos ponernos un poco más serios y embobarnos con la fotografía de Ernest Haller y con la utilización del cinemascope y la distribución de los personajes en el plano por parte de Mann, a los que sería difícil encontrar parangón. Pero aun así nos haría falta otra vuelta de tuerca para ver en Hombre del Oeste uno de los wésterns más extraños y complejos de cuantos se hayan filmado.

Desconozco si la novela de Will C. Brown en que se basa, The Border Jumpers (1955), ya recorría los mismos caminos sinuosos que la película, pero creo que el guion de Reginald Doce hombres sin piedad Rose y el punto de vista de Mann dejan bastante claro que estamos ante un film alegórico, repleto de irrealidad, en el que la banda de forajidos liderada por Dock Tobin (Lee J. Cobb) no es más que una representación fantasmal y ridícula de lo que fue, las cenizas de una forma de vida en vías de extinción de la que Jones necesita librarse definitivamente: pocas veces la expresión «fantasmas del pasado» fue tan ajustada. Desde el fallido asalto al tren, protegido por un solo agente de la ley, hasta la planificación del robo al banco de un pueblo tan fantasmal como ellos, la banda de Dock, el anciano que continuamente rememora los «buenos tiempos», se nos presenta como un grupo de inútiles que solo sirven para rematar a un compañero herido o para obligar a desnudarse a Billie (magnífica Julie London), la cantante que se queda con Jones al perder el tren tras el asalto. En realidad, el único peligro que supone esta pandilla es el de seguir formando parte de la vida de Jones, el de ser una molesta piedra en el zapato que le dificulta seguir caminando.

El último tramo de la película no solo confirma sensaciones sino que además aporta un par de ideas imprescindibles para la interpretación del film. La primera de ellas parte del duelo entre Link y Claude (John Dehner), su antiguo compañero de armas y el único hombre a las órdenes de Dock con dos dedos de frente. Mann planifica su final mostrándonos a los dos personajes como las dos caras de una misma moneda, colocando a Link sobre la tarima de una veranda y a Claude, herido en una pierna, arrastrándose por debajo, como si fuera su reflejo en un espejo (de madera). Al matar a Claude, Link acaba con su otro yo, con esa parte de sí mismo que aborrecía.

La segunda de esas claves nos la da el enfrentamiento final entre Link y Dock. Tras eliminar a Claude, nuestro protagonista vuelve a campamento para encontrase que el viejo ha abusado de Billie y que lo espera en lo alto de una montaña. Link tendrá que ascender para destruir al padre, al creador, al hombre que hizo de él un asesino y que ahora apenas se defiende, confirmando que durante toda la película le ha estado siguiendo el juego a su hijo predilecto para facilitarle que acabara con la sombra decrépita en que se había convertido. El diálogo y la planificación no hacen sino subrayar un desenlace de reminiscencias mitológicas, bíblicas y hasta filosóficas que se me antoja cercano a la secuencia de Blade Runner en que el Nexus Roy asciende hasta la morada de su creador para matarlo.

¿Demasiado para «una del Oeste»? Godard escribió que Hombre del Oeste era la mejor película de 1958, definiéndola como una lección admirable de cine moderno que reinventaba el wéstern, y aunque algunos siguen creyendo que los films made in Hollywood solo servían para entretener al personal y poco más, lo cierto es que los grandes guionistas y directores del cine de género, con un enorme bagaje cultural a sus espaldas, se las ingeniaban para introducir de manera subliminal en sus argumentos y en su puesta en escena elementos tan complejos y sesudos como los que podemos encontrar en el cine serio. Y con el añadido de que, a diferencia de plastas como Tarkovsky o Antonioni, cineastas como Mann nunca se arrogaron el derecho a aburrirnos.

LAS PELÍCULAS DE MI VIDA (2016) de Bertrand Tavernier

Una de las películas que más he disfrutado este año es el documental Las películas de mi vida (Voyage à travers le cinéma français). De título español obviamente engañoso, el film es un recorrido apasionante para muy cinéfilos por la cinematografía francesa entre 1930 y 1970, tres horas de gran cine que no solo se hacen cortas, sino que dejan con ganas de, al menos, tres horas más.

Al igual que hacía Martin Scorsese en su «viaje» por el cine americano, Tavernier realiza una selección muy personal del cine que más le gusta y no necesariamente del más prestigioso. Así, en el documental tienen cabida desde imprescindibles como Renoir -quien, por cierto, no sale muy bien parado en el plano personal-, Godard, Becker o Carné -a quien Tavernier defiende ante la opinión de muchos de que no era nadie sin Prévert y el resto de sus colaboradores habituales- hasta cineastas demasiado olvidados como Jean Grémillon, Maurice Tourneur o Edmond T. Gréville, pasando por actores como Jean Gabin y músicos como Joseph Kosma, hasta el recuerdo de sus encuentros y colaboraciones con Jean-Pierre Melville o Claude Sautet, entre otros.

En resumen, un viaje a lo largo de cuatro décadas del cine francés para recordar alguna de nuestras películas preferidas y para descubrir a un buen puñado de cineastas que, como acostumbra a pasar, han quedado a la sombra de los grandes nombres.

CARL THEODOR DREYER: MI OFICIO

Estoy sentado en un teatro. Frente a mí se abre una pesada cortina. Las luces se apagan y en la pantalla brota una historia. Puede que me haga reír, o llorar. Puede que ría con lágrimas en los ojos, puede que llore con una sonrisa en la boca. Me elevo en el tiempo y el espacio y olvido la monotonía, hasta que se rompe el hechizo.

        El cine es mi única gran pasión. (Carl Theodor Dreyer)

El documental Carl Theodor Dreyer: mi oficio (Carl Theodor Dreyer: min metier, 1995), dirigido por Torben Skjodt Jensen, repasa la filmografía del cineasta danés desde su debut con El presidente (Praesidenten, 1919) hasta el estreno en París, acompañado por los cineastas franceses que le admiraban, con Truffaut y Godard a la cabeza, de Gertrud (1964), su última película.

        Apoyándose en las imágenes de sus obras, los testimonios de los actores y actrices que trabajaron con él y las jugosas anécdotas que cuentan, la presencia y la voz en off del propio cineasta hablando sobre su forma de filmar y sobre sus proyectos frustrados (entre ellos, la filmación de Medea, que acabó haciendo Lars Von Trier, y de la vida de Jesucristo), y un montaje fabuloso que recrea el ritmo de su cine, se centra en sus películas más famosas y en los largos períodos transcurridos entre ellas, con especial atención, cómo no, para La palabra (Ordet, 1955) y la citada Gertrud, sus dos últimos films, fijos desde hace tiempo en las listas de los mejores de la historia.

        La palabra es la favorita de la mayoría de críticos y aficionados, y la única película sonora de Dreyer que fue un éxito en su momento. Un milagro en sus imágenes y un milagro del cine.

        Gertrud es mi preferida, y uno de mis films imprescindibles. Uno de los grandes retratos que nos ha dejado el arte sobre la libertad y el amor, y sobre la soledad que pueden traer consigo: «Creo en el deseo de la carne y en la irremediable soledad del alma.»

                       Editado en DVD por Filmax.

       

TIEMPO DE AMAR, TIEMPO DE MORIR (1958) de Douglas Sirk

Nunca me ha parecido tan creíble la Alemania en guerra como viendo Tiempo de amar, tiempo de morir, filmada en tiempo de paz. (Jean-Luc Godard)

El cineasta Antonio Drove, responsable de llevar al cine la literatura de Eduardo Mendoza y Ernesto Sábato en La verdad sobre el caso Savolta (1979) y El túnel (1987), escribió uno de los más heterodoxos y apasionados libros sobre cine que conozco: Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk (1994). Con prólogo de Víctor Erice y epílogo de Miguel Marías, el libro es una declaración de amor al cine de Sirk, pero también, y sobre todo, a las películas, los libros y la música que formaron parte de la vida de Drove y a las personas que los compartieron.

        El título del libro hace referencia a Tiempo de amar, tiempo de morir (A time to love and a time to die), uno de los grandes dramas de Sirk, denostados durante demasiado tiempo por sus argumentos imposibles, cercanos a los culebrones televisivos, que a muchos nos le permitió ver, entre otros logros, una puesta en escena elegante como pocas. Basada en la novela de Erich Maria Remarque (que en la película interpreta al profesor Pohlmann) Un tiempo para vivir, un tiempo para morir (Zeit zum leben, zeit zum sterben, 1954), la película está ambientada en un Berlín devastado por los bombardeos, en el que los supervivientes buscan a sus familiares desaparecidos y en el que la comida y un techo bajo el que vivir se convierten en un lujo. En medio de ese caos, similar al que rodó Roberto Rossellini en Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947), el soldado Ernst y Elizabeth se enamoran, pero han de separarse cuando a él se le acaba el permiso y tiene que volver al frente.

        El rostro del soldado congelado en la nieve, el agua llevándose la última carta de Elizabeth, la escena en la estación en la que Elizabeth no llega a tiempo de despedirse de Ernst y Sirk filma la despedida de otra pareja, mientras Elizabeth se queda mirando tras la valla en la que una cruz de madera anticipa la que veremos en la tumba de un soldado, son sólo algunos de los grandes momentos de esta joya del cine.  

                      Editada en DVD por Suevia.

CAMPO DE AMAPOLAS BLANCAS de Gonzalo Hidalgo Bayal

Aunque  Gonzalo Hidalgo Bayal no sea uno de los escritores más populares o, como se dice ahora, mediáticos, y sus argumentos y su forma de narrar no sean especialmente llamativos para el gran público, no quita para que estemos ante una de las personas que mejor escriben en este país, autor de una obra absolutamente coherente desde sus inicios hasta hoy, y con un reducido pero fiel grupo de seguidores.

        Quizás sea Paradoja del interventor (2006) su novela más conseguida y la que ha recibido mejores críticas hasta la fecha, pero yo le tengo un especial cariño a Campo de amapolas blancas (1997), su novela más breve y cercana, posiblemente la más apropiada para empezar a conocer su literatura. El narrador nos traslada a finales de los 60 y nos cuenta su relación con H (no sabremos su nombre), su compañero de estudios, juergas y conquistas no realizadas, junto al que descubrirá la cultura y la libertad de la época en un París irrechazable, y del que irá poco a poco distanciándose.

        El argumento no es, desde luego, nada nuevo, pero sí la manera de enfocarlo. Aquí no encontramos panfletos melancólicos, ni se idealiza una época y una forma de entender la vida, ni se condena sistemáticamente a la desconcertada generación anterior (al padre de H se le dedican algunos de los fragmentos más hermosos de la novela), sino que estamos ante la crónica desapasionada, aunque teñida de nostalgia, de cómo algunas personas se quedan ancladas en una determinada etapa, sin distinguir, o quizás sin querer hacerlo, su entorno y sus inquietudes de su propia vida.

        El jazz, The Beatles, Cortázar, César Vallejo, la nouvelle vague con Godard a la cabeza, aparecen en la novela no sólo como señas culturales de una época sino, y sobre todo, como elementos indispensables de la personalidad de H. De hecho, no cuesta demasiado imaginar este texto llevado al cine, a su muy personal manera, por el mejor Godard de los años 60.

        Y por si alguien quiere conocer de primera mano a Hidalgo Bayal, tenéis una entrevista con él en el enlace Kafka, revista de humanidades.

«Yo regresé a Murania y H se quedó todavía un mes en el vértigo de la libertad, la capital del mundo, que tal vez fuera ciertamente la capitale de la douleur. ¿Qué hizo durante ese tiempo, cómo le fue, tuvo fortuna? Lo ignoro. No hay más testigos de su peripecia que «los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos» (H decía húmedos). Sólo puedo asegurar que, cuando volvió, era otro, probablemente un perseguidor.»

               Publicada por Tusquets.

UN VERANO CON MÓNICA (1952) de Ingmar Bergman

En una escena de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), de François Truffaut, vemos a Antoine Doinel y a su amigo René robando en un cine la foto de una chica tomando el sol, con los ojos cerrados. La chica es la actriz sueca Harriet Andersson, y la foto es un plano de Un verano con Mónica (Sommaren med Monika), una de las primeras grandes películas de Ingmar Bergman.

El film cuenta la historia de Mónica y Harry, una joven pareja de enamorados que deciden romper con su entorno, dejar sus trabajos y a sus familias, y lanzarse a la aventura, a no hacer nada más que disfrutar de su amor y su libertad. Pero tras el verano maravilloso que pasan junto al mar Mónica se queda embarazada, y la pareja ha de volver a la ciudad, a la rutina, a la misma vida que lleva todo el mundo. Harry encuentra trabajo y se hace cargo del bebé, pero Mónica es incapaz de asumir esa nueva vida como madre y esposa y los abandona.

Las imágenes de esa juvenil libertad, de la huida de todo lo impuesto y convencional, en Un verano con Mónica me han parecido, desde la primera vez que la vi, la antesala de los ánimos de cambio, de ruptura con lo establecido, en la cultura francesa en general y en su cine en particular desde finales de los años cincuenta, con Truffaut y Godard a la cabeza de la nouvelle vague. No creo que el cine de Bergman tenga demasiado que ver, ni en sus temas ni en su forma, con el de los dos cineastas franceses, pero apostaría a que tuvieron presente la historia de Mónica y Harry al realizar sus primeras películas, y no sólo, en el caso de Los cuatrocientos golpes, por una foto robada a la entrada de un cine. La libertad, la frescura, los interrogantes y el desconcierto de la Mónica de Bergman están presentes en el Antoine Doinel del film de Truffaut y en la Patricia que interpretó Jean Seberg en Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959), el primer largometraje de Godard. Y hay un detalle que me parece especialmente significativo: el primer plano de Harriet Andersson dirigiendo su mirada hacia la cámara, hacia nosotros, buscando respuestas. Quizá me equivoque pero creo que es la primera vez que ese recurso, luego mil veces utilizado, aparecía en una película. En los planos que cierran los citados films de Truffaut y Godard, Antoine y Patricia también buscan ayuda en la cámara, en los espectadores.

Posiblemente no esté Un verano con Mónica entre las grandes obras maestras de Bergman -lo cual quiere decir que «solo» es una magnífica película-, pero sí creo que es uno de los films más apropiados para comenzar a conocer el universo de un director al que demasiadas veces se ha tachado de difícil. Y además, los que nunca pasamos un verano con esa maravillosa actriz que fue Harriet Andersson, tenemos la ocasión de imaginar que al menos, por una vez y durante un instante, nos dedicó su mirada.

 

 

Editada en DVD por Manga Films.

  

FRITZ LANG. EL CÍRCULO DEL DESTINO

El breve documental Fritz Lang. El círculo del destino (Fritz Lang.lang_dvd Le cercle du destin – Les films allemands, 1998) es un acercamiento al cine del realizador durante sus dos etapas en Alemania. La primera fue la que cimentó su prestigio en todo el mundo, gracias a películas mudas como Metrópolis (Metropolis, 1926) y a su primer film sonoro, M, el vampiro de Düsseldorf (M, mürder inter uns, 1931), que fue objeto de un remake dirigido por Joseph Losey en 1951 que no está nada mal. Cuando el nazismo llega al poder, Lang se marcha a Estados Unidos. Tras su periplo norteamericano, regresa a Alemania y realiza tres películas más, pero en esta ocasión son muy mal recibidas por la crítica alemana. Serán los realizadores y críticos franceses, como en otras ocasiones, los que exalzarán tanto sus films norteamericanos como los de su segunda etapa alemana, homenaje incluido por parte de Godard en su película El desprecio (Le mépris, 1963), según la novela de Alberto Moravia.

        A través de diversas entrevistas con historiadores de cine, amigos y colaboradores del cineasta, los realizadores Volker Schlöndorf y Claude Chabrol, y el propio Lang, el documento, dirigido por Jorge Dana, analiza algunos aspectos de su cine -filosofía, arquitectura- y de su vida, principalmente su relación con el poder, las causas de su marcha a Hollywood, y la muerte de su esposa, de la que Lang fue sospechoso. Especialmente sabrosas son las opiniones del socarrón Chabrol -quien también homenajeó a Lang en su película Dr. M (Docteur M, 1989)- sobre la influencia del cineasta vienés en su cine y en el de Hitchcock, la muerte de la esposa (cree que Lang la asesinó), y el film Spione (1928), al que considera el mejor de la primera etapa.

        «Lo característico de todas mis películas es la lucha contra el destino. No es el destino lo importante, sino la lucha.»

                                                                                             Fritz Lang

              Editado en DVD por Divisa.

 

LILITH (1964) de Robert Rossen

7395-1En 1959 Jean Seberg dio vida a una chica dulce e inocente que recorría los Campos Eliseos vendiendo el New York Herald Tribune, la Patricia de Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959), de Jean-Luc Godard. Cinco años más tarde interpretó a uno de los personajes femeninos más complejos, crueles e inolvidables que ha dado el cine en Lilith (1964), la última película de Robert Rossen y su obra maestra junto a El buscavidas (The hustler, 1961), la mítica película protagonizada por Paul Newman que, de entre las de su autor, es la que suele aparecer en las listas.

Lilith es un film perturbador, una pesadilla, un viaje a lo más oscuro del alma humana, el alma de Lilith y Vincent (Warren Beatty), personajes a los que iremos conociendo y redescubriendo poco a poco a lo largo de la película a través de unas imágenes plenas de belleza y desasosiego, de una luz blanquísima, casi onírica o enfermiza, como la historia que nos cuentan. Las escenas abrumadoras son incontables- la seducción del niño por parte de Lilith, que nos llega a incomodar; los dos momentos en que Vincent se encuentra con su exnovia, precioso el primero, el segundo, terrible; el final del propio Vincent, mostrado con una concisión magistral-, pero la más antológica, y que da la clave del film, es la que sucede en el rio, entre la niebla, cuando Lilith besa su propio reflejo en el agua, haciéndolo desaparecer. «El amor es destructivo», dice Lilith, y Vincent dirá por primera vez su nombre.

Cada vez que uno revisita esta película encuentra nuevos detalles, nuevas lecturas, y el placer es siempre el mismo. Pero el viaje no es fácil. Ver esta película hace daño. Lilith es una flor venenosa, pero en su veneno radica gran parte de su belleza.

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Editada en DVD por Columbia