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HAY UN MOMENTO PARA CADA COSA de Alistair MacLeod

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Para recibir la Navidad de este año os dejo un fragmento del breve y estupendo relato de Alistair MacLeod titulado Hay Isla_todos-los-cuentosun momento para cada cosa, publicado originalmente en 1977 y posteriormente en el libro Los pájaros traen el sol (As Birds Bring Forth the Sun and Other Stories, 1986) y en la recopilación Isla: todos los cuentos (Island. Collected Stories, 2000).

     El recuerdo de la Navidad a los once años, el regreso a casa por unos días del hermano mayor, los regalos tras la cena de Nochebuena con los más pequeños de la familia ya en la cama, y la sensación de que la infancia se acaba y el mundo de los adultos comienza a abrirse ante nuestros ojos.

     Después de estabular al caballo, charlamos con nuestros padres y comemos la cena que ha preparado mi madre. Y entonces me entra sueño, es hora de que los pequeños se vayan a la cama. Esta noche, sin embargo, mi padre me dice:

     -Nos gustaría que te quedaras un rato con nosotros.

     Así pues, me quedo en silencio con los miembros mayores de la familia.

     Cuando en el piso de arriba todo queda en silencio, Neil trae las cajas de cartón que contienen sus «ropas» y comienza a abrirlas una por una. Desata con rapidez los complicados nudos marineros, que se deshacen ante la agilidad de su dedos. Las cajas están repletas de regalos perfectamente envueltos, cada uno con su correspondiente etiqueta. En los de mis hermanos pequeños pone «de parte de Santa Claus». Los míos resulta que no se encuentran entre ellos, y de pronto sé con certeza que nunca volverán a estarlo. No estoy demasiado sorprendido, pero siento un latigazo de dolor al estar ahí, en la parte del mundo que corresponde a los adultos. Es como si de pronto me hubiera desplazado a otra habitación y hubiera escuchado una puerta que se cerrase para siempre a mis espaldas. Me cerca mi propia herida por todas partes.

     Miro entonces a los que tengo delante. Miro a mis padres, muy juntos ante el árbol de Navidad. Mi madre tiene la mano sobre el hombro de mi padre, y él sostiene su pañuelo siempre omnipresente. Miro a mis hermanas, que han cruzado el umbral antes que yo y que ahora cada día que pasa se alejan más de las vidas que conocieron de niñas. Miro a mi mágico hermano mayor, que ha venido a estar con nosotros en Navidad recorriendo medio continente, trayendo consigo todo cuanto tiene y todo cuanto es. Todos ellos están capturados en el retrato de su afecto.

     -Todos los hombres siguen su camino -dice mi padre en voz baja, y es como si se refiriese a Santa Claus-, pero no hay por qué apenarse. Siempre dejan cosas buenas atrás.

      Traducción de Miguel Martínez Lage.

      Publicado por RBA.

      ¡¡¡¡¡¡¡ FELIZ NAVIDAD PARA TODOS !!!!!!!

SALIR A ROBAR CABALLOS de Per Petterson

Trond, un anciano de 67 años que comienza a tener sus achaques, se traslada a vivir con su perra Lyra a una cabaña cercana a la frontera entre Noruega y Suecia. Tiene por vecino a Lars, otro anciano solitario pocos años más joven. Mientras espera preocupado las primeras nieves y comienza a relacionarse con su vecino, rememora el verano que pasó en esa misma cabaña a los quince años: su amistad con Jon, con quien iba a cabalgar y a eso les gustaba llamarlo «salir a robar caballos»; el episodio en que Lars, su actual vecino, mató por accidente a su hermano gemelo al disparársele una escopeta; su alegría y su esfuerzo ayudando en las labores del campo y, sobre todo, la relación con un padre extraño, amante de la madre de Jon, colaborador de la resistencia contra los nazis, que tras ese verano se fue de casa para no volver jamás.  

        En Salir a robar caballos (Ut og stjaele hester, 2003), una de las mejores y más sensibles novelas que he leído en mucho tiempo, Per Petterson escribe sobre la memoria, sobre cómo ocurrieron o cómo recordamos los hechos que marcaron nuestra vida y, sin necesidad de mencionarlo, sólo a través de las palabras, los silencios y los actos de los personajes, sobre el aprendizaje de un niño y su paso a la edad adulta, y también, por qué no, sobre el conocimiento de un anciano de sí mismo a través de sus recuerdos.

         «Cierro los ojos. De pronto me acuerdo de algo que he soñado esta noche. Es raro, no lo tenía presente al despertar, pero ahora me viene a la memoria con absoluta claridad. Estaba en un dormitorio con mi primera mujer, no era nuestro dormitorio, y teníamos mucho menos de cuarenta años, de eso estoy seguro, lo sentía en mi cuerpo. Acabábamos de hacer el amor, yo me había esmerado al máximo, y eso solía ser más que suficiente, o al menos eso creía. Ella yacía en la cama, y yo estaba de pie junto a la cómoda donde me veía entero en el espejo salvo por la cabeza, y en el sueño presentaba buen aspecto, mejor que en la realidad. De pronto ella echó el edredón a un lado y debajo estaba desnuda, y también presentaba buen aspecto, estaba espectacular, casi desconocida en realidad, y no parecía exactamente la misma con la que acababa de acostarme. Me dedicó una mirada que yo siempre había temido y dijo:

        -Hombre, no eres más que uno de tantos. -Se incorporó, desnuda y pesada, tal como yo la conocía, y me produjo un asco que me subió hasta la garganta, y al mismo tiempo me invadió el pánico.

        -No, nunca -grité, y luego rompí a llorar, porque siempre había sabido que aquel día iba a llegar tarde o temprano, y comprendí que lo que más me aterraba en el mundo era ser aquel del cuadro de Magritte que se mira a sí mismo en el espejo y solamente ve su propia nuca, una y otra vez.»

                  Traducción de Cristina Gómez Baggethun.

                  Publicada por Bruguera.

MATAR UN RUISEÑOR de Harper Lee

Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1960), la única novela que escribió Nelle Harper Lee y que le valió el Pulitzer de 1961, sigue siendo hoy en día, a los cincuenta años de su aparición, una de las novelas norteamericanas más populares y apreciadas. Basada, al parecer, en recuerdos de infancia de la propia autora, puestos en la voz de la narradora y protagonista Jean Louise Finch, alias Scout, su historia de aprendizaje, educación y comprensión hacia los demás, hacia los que no son como nosotros, dentro de una comunidad donde aún imperan los prejuicios raciales y el miedo a lo diferente, ha sido siempre puesta como modelo de lectura a compartir entre grandes y pequeños, como ejemplo de una literatura que puede entretener a los más jóvenes y, a la vez, mostrarles ciertos valores.

         Pero además de eso, y sobre todo, Matar un ruiseñor es una de las grandes obras sobre los miedos de la infancia y el paso a la edad adulta, teñida de ternura y de nostalgia, que mezcla la aventura, el terror, el humor, el drama social y la novela judicial para convertirse en un texto atemporal que habla sobre las personas y sus sentimientos. Una obra maestra, en fin, que se lee de una sentada, que no ha perdido ni una pizca de su fuerza narrativa gracias, como siempre, a su claridad y sencillez, y que, según cuenta la leyenda, puso celoso al mismísimo Truman Capote, amigo íntimo de la autora.

 

 

 

 

 

 

 

 

          Al adaptarla al cine en 1962, Robert Mulligan realizó la película más representativa de su filmografía, otra obra maestra a la altura de la novela y que apenas necesita ya presentación. Gregory Peck ganó el Oscar por su interpretación del padre y abogado Atticus Finch (posiblemente su personaje más recordado), y en un papel secundario pero crucial encontramos a un jovencísimo Robert Duvall. 

        «Atticus fue a replicar, pero pero se abstuvo. Quitó el pulgar de la páginas, hacia la mitad del libro, y retrocedió al principio. Me acerqué y apoyé la cabeza en su rodilla.

        -Ummm -dijo-. El fantasma gris, por Seckatary Hawkins. Capítulo primero…

        Yo me esforcé en continuar despierta, pero la lluvia era tan suave, el cuarto estaba tan templado, la voz de mi padre era tan profunda y su rodilla tan cómoda, que me dormí.

        Poco después, Atticus me ayudó a incorporarme y me llevó a su cuarto.

        -He oído todolo que has leído -murmuré-. No creas que estaba dormida; la historia habla de un barco y de Fred Tres-Dedos y de Kid Pedradas…

        Atticus me desató el mono, me apoyó contra sí y me lo quitó. Luego me sostuvo con una mano, mientras con la otra cogía el pijama.

        -Sí, y todos creían que Kid Pedradas ponía patas arriba el local de su club y lo ensuciaba todo y…

        Me guió hasta la cama y me hizo sentar en el borde. Me levantó las piernas y las colocó debajo de la sábana.

        -Y lo persiguieron, pero no podían atraparlo porque no sabían qué aspecto tenía, y cuando por fin lo encontraron, resultó que no había hecho nada de todo aquello… Atticus, era un chico bueno de veras…

        Las manos de mi padre estaban debajo de mi barbilla, subiendo la manta y arropándome bien.

        -La mayoría de las personas lo son, Scout, cuando por fin las ves.

        Atticus apagó la luz y regresó al cuarto de Jem. Allí estaría toda la noche, y allí seguiría cuando Jem despertase por la mañana.»

                        Traducción de Baldomero Porta.

                        Publicada por Ediciones B.

 

ECOS de Ángel Bonomini

Crítico de arte, poeta y cuentista, Ángel Bonomini (1929-1994) no es un escritor demasiado conocido en nuestro país, a pesar de que la literatura argentina siempre ha contado entre nosotros con numerosos seguidores. Admirado, al parecer, por Borges y Bioy, sus relatos suelen participar por igual de lo fantástico y lo real, introduciendo a menudo un componente onírico que los hace perfectamente reconocibles.

       Ecos es uno de los mejores relatos del libro Los lentos elefantes de Milán (1978). El autor-narrador nos recuerda en sus páginas algunos episodios de su infancia, para terminar preguntándose si la memoria recupera realmente lo ocurrido o no es más que otra herramienta para crear una ficción.

        El primer fragmento del relato es suficiente para mostrarnos el gran talento de un autor por descubrir. Creo que merece la pena, así que aquí os lo dejo.

«A la hora de la siesta iba a lo de las Berro, que vivían al lado. La madre, Georgina, era francesa y tocaba el violín por las tardes. Las chicas, Nélida y Amalia, tendrían unos veinte años, yo diez. Me querían mucho en esa casa, me ayudaban a hacer los deberes del colegio y entraba y salía de allí cuando quería.

        En lo de las Berro, en un patio central, había una escalera de caracol que conducía al cuarto de costura. Subí. Golpeé la ventana.

        Nélida contestó. Me dijo que estaban durmiendo y que volviera más tarde. Oí que Amalia le decía a la hermana que me dejara entrar. A mí la idea de tener que esperar me disgustaba tanto como la de irme. Pero, en seguida oí los pasos de unos pies descalzos y un cerrojo que se descorría.

        Entrá, me dijo Amalia, desnuda, con un triángulo de vello oscuro debajo del vientre y sus pechos culminados en dos puntas violetas. Y agregó: desnudate y metete en la cama.

        Todo fue muy rápido, como cuando a uno le muestran y le esconden una fotografía en un mismo ademán. Mareado de peligro no atiné más que a obedecer. Me desnudé y me metí en la cama.

        Nélida simulaba dormir y dejaba ver su espalda, la cintura, los muslos, el pelo revuelto. Amalia se acomodó y empezó el suplicio del silencio. Al pie de la cama estaba amontonada, como una cordillera de flores, la colcha de cretona.

        En un rincón del cuarto había otra forma de mujer, también desnuda, que siempre me causaba zozobra. Era un maniquí sin cabeza sostenido por una barra que terminaba en un trípode.

        A medida que pasaban los segundos mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra. Había una luz tenue que a todos nos envolvía. A mi derecha, Nélida tenía la espalda quebrada en la cintura y las nalgas sombreadas, y todas esas formas de piel nacarada se ondulaban levemente con la respiración. A mi izquierda, Amalia había volcado sus pechos hacia mí y una de las puntas violáceas me rozaba el brazo.

        Yo sabía que nadie dormía en ese cuarto. Hasta el maniquí era como un vigía atento. La máquina de coser tenía una cabeza negra y cromada parecida a la de un dragón alerta.

        Yo estaba inmóvil. Las dos mujeres irradiaban un calor que casi quemaba. Y de pronto, como un ruido de súbita tormenta, oí que Nélida y Amalia estallaban en una risa que borraba la vida.

        Tuve la sensación de que las escaleras de caracol nunca terminan.»

                              Publicado por Reverso Ediciones.

LA NOCHE DEL CAZADOR de Davis Grubb

La noche del cazador (The night of the hunter, 1955), la única película que dirigió el gran Charles Laughton, apenas necesita ya presentación. Hace muchos años que ocupa un lugar de privilegio en las listas de las mejores de la historia y que se la reconoce como una película única, que no se parece a ninguna otra, que crea prácticamente un nuevo género al que sólo ella pertenece y que, por más veces que se vea, sigue provocando sorpresa e incluso cierto desconcierto. Para darnos cuenta por completo del talento de Laughton y de lo alucinantes e inusuales que son las imágenes que creó basta con ver la versión que dirigió un tal David Greene para la televisión, estrenada en 1991 y con Richard Chamberlain como protagonista: las comparaciones nunca han resultado tan odiosas como en esta ocasión. Por mi parte, se pueden contar con los dedos de una mano las películas que me gustan tanto como ésta. 

        La novela en la que está basada, escrita por Davis Grubb y publicada en 1953, no es ni mucho menos tan conocida como el film, a pesar de que en ella encontramos de manera igualmente extraordinaria todo lo que Laughton puso en escena, la misma magia y la misma ambigüedad, con algunos aspectos, como la sexualidad de las mujeres y el pecado que lleva consigo a ojos del Predicador, expuestos de una forma que el cine de la época no permitía. Sólo por la creación de un personaje como Harry Powell, quizá una versión diabólica y distorsionada de otros predicadores de la narrativa norteamericana creados por Sinclair Lewis, Erskine Caldwell o Flannery O´Connor, Davis Grubb merece un puesto de honor en la literatura.

        Aquí os dejo algunos fragmentos de la novela, acompañados por las imágenes correspondientes de la película. Dos lujos.

        «Hizo una pausa, para escuchar qué hacía Harry, y luego pensó: Pero todavía no es suficiente. Debo sufrir aún más, y eso es lo que él está preparándome: la última y definitiva penitencia; después quedaré limpia.

        ¡Alabado sea Dios!, esclamó ella mientra Harry bajaba la persiana; y luego, después que la pagana luna desapareció, algo chasqueó y sonó ligeramente al abrirse, y Willa escuchó el veloz e impetuoso murmullo de los pies descalzos de Harry en el suelo al atravesar la oscuridad para ir a la cama, y pensó: Es una especie de navaja de afeitar. ¡Supe lo que era la primera noche!»

        «Allí fue donde lo vi, Bess. En el fondo del agua. ¡El viejo Ford T de Ben Harper con ella dentro…! ¡Que Dios me proteja…! ¡Con ella dentro…! Sentada allí con un vestido blanco y mirándome a los ojos, con una enorme raja bajo la barbilla tan nítida como las agallas de un siluro… ¡Oh, Dios Todopoderoso…! Y su pelo ondeaba suave y perezosamente como la hierba en un prado inundado por las aguas. ¡Willa harper, Bess! ¡Era ella! Allá abajo, en la poza profunda, dentro de aquel viejo Ford T, con los ojos muy abiertos y una raja en la garganta como si tuviera una boca extra. ¿Me oyes, Bess? ¿Estás escuchando, mujer? ¡Dulce Jesús, sálvanos!»

        «¡Descansar, descansar! ¡A salvo de todo mal!

        ¡Descansar, descansar! ¡Descansar en los brazos eternos!

        John contuvo la respiración para escuchar mejor, luego espiró rápidamente y volvió a aspirar, y a contener la respiración, a fin de escuchar de nuevo, con los ojos escocidos y cansados de mirar el halo luminoso de la luna, dispuesto a no dejar pasar el más mínimo movimiento en la vasta llanura que se extendía entre el granero y el río. Se oía con tanta claridad y nitidez como si la vocecita estuviera en la montaña de heno bajo su codo, y, de repente, John lo vio a lo lejos, en la carretera; surgió de pronto por detrás de un alto ciclamor como a medio kilómetro de distancia: un hombre montado en un gran caballo, que avanzaba a paso lento y con una horrible y laboriosa parsimonia por el liviano polvo del camino del río.»

        «El Predicador se enjugó con el dorso de la mano las lágrimas que surcaban sus curtidas mejillas. Fue entonces cuando Rachel vio las letras tatuadas formando la palabra ODIO y se estremeció, y en las alacenas oscuras de su mente se agolparon las advertencias del viejo sentido común, que chillaban como ratones asustados. Él se dio cuenta de su mirada despavorida, e inmediatamente comenzó a explicarse. Lo escuchó impasible mientras la voz cada vez más fuerte del Predicador describía la guerra entre el bien y el mal en el interior del corazón humano y sus nudillos crujieron y chirriaron al entrelazar las manos y los dedos se enroscaron y lucharon.

        Soy un hombre de Dios, dijo al fin.»

                        Traducción de Juan Antonio Molina Foix.

                        Publicada por Anagrama.

ADIÓS, HASTA MAÑANA de William Maxwell

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La popularidad de William Maxwell no está, ni mucho menos, a la altura de su maestría como narrador y de su ascendiente sobre otros grandes autores norteamericanos. Editor de ficción durante más de cuarenta años en The New Yorker, donde ayudó a orientar su literatura a escritores como Cheever, Salinger o Updike, Maxwell compaginó este trabajo con la creación de una breve obra narrativa en la que están muy presentes sus recuerdos autobiográficos, y en la que la infancia, el paso a la adolescencia, la familia, y la muerte de los seres queridos ocupan un lugar predominante.

        En Adiós, hasta mañana (So long, see you tomorrow, 1980), que me parece su meadis_hasta_maana_medjor novela y que ganó el American Book Award, el narrador nos cuenta una historia que vivió siendo niño, en la que la amistad entre dos familias desemboca en un adulterio y un crimen. La relación entre el narrador, un chico huérfano de madre -posiblemente el propio Maxwell, que perdió a la suya a los diez años-, y Cletus, el hijo del homicida, se rompe a partir de ese suceso.

        Maxwell nos habla en esta obra sobre la recuperación del pasado, sobre los sucesos repentinos que alteran toda una vida y, ante todo, sobre cómo un gesto no realizado o una palabra no dicha pueden volver desde la memoria para hacernos entender toda su importancia. Novela en la que los sentimientos, más que mostrarse, se insinúan bajo la superficie de las palabras, Adiós, hasta mañana es otro ejemplo mayor de cómo lograr, en voz baja, la mejor literatura.

«El caso es que cuando nos sentábamos a mirar el barrio desde las alturas, nunca le hablé a Cletus de mi naufragio particular, y él tampoco me habló del suyo. Cuando el tono del cielo nos indicaba que se acercaba la hora de cenar, bajábamos, nos decíamos «Adiós» y «Hasta mañana», y nos adentrábamos en la oscuridad cada uno por su lado. Y una tarde esa despedida cotidiana resultó ser la última. Aquel disparo nos separó para siempre.»

                    Traducción de Gabriela Bustelo.

                    Publicada por Libros del Asteroide.