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EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES de James M. Cain / LE DERNIER TOURNANT (1939) de Pierre Chenal
Como quien más quien menos ya sabrá a estas alturas, la novela de James Mallahan Cain El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1934) es una de las citas ineludibles cuando de novela negra se trata. Epítome de las constantes del género, sobre todo en su variante más ligada al determinismo y al naturalismo, con Zola observando desde su siglo XIX, la historia de la atracción sexual y fatal entre Cora y Frank ha influido y lo sigue haciendo en la mayoría de manifestaciones literarias y cinematográficas cuyo argumento gira en torno a «chica joven casada con hombre mayor al que no ama conoce a chico al que convence para asesinar al cornudo». Pero pocas lo han contado de manera tan directa, cruda y desolada como esta breve obra, magistral desde su inigualable título.
El siguiente fragmento corresponde al final del primer capítulo, ejemplo perfecto de cómo se las gastaba Cain: en tres páginas, presentación del espacio y de la atmósfera en que se desarrollará la mayor parte de la historia, primera caracterización de los personajes y escueta pero suficiente información -atención a la última frase, colocada justo ahí como quien no quiere la cosa- para saber por dónde van a ir los tiros.
Entonces la vi. Hasta ese momento había estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada hosca y los labios y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos.
-Le presento a mi esposa.
Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ni siquiera hubiese estado allí.
Me fui casi enseguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos neumáticos.
-Dígame, ¿cómo se llama?
-Frank Chambers.
-Yo, Nick Papadakis.
Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.
Traducción de Federico López Cruz para Emecé.
La novela de Cain ha sido bastante afortunada en relación con sus cuatro adaptaciones al cine. Dos son estadounidenses: la dirigida por Bob Rafelson, de 1981, con Jack Nicholson y una Jessica Lange pura atracción animal y la mejor Cora posible, y la de Tay Garnett, estrenada en 1946, que a pesar de sus muchos aciertos me parece sobrevalorada por su excesiva «limpieza» y, sobre todo, por una Lana Turner peinada, vestida e iluminada para desfilar por la alfombra roja, no para cocinar y servir mesas en un área de servicio. Ambas cintas, por supuesto, son las adaptaciones más populares, hasta el punto de que durante mucho tiempo se podía leer en no pocos sitios que eran las únicas, cuando en realidad hay dos anteriores.
Ossessione (1943) fue la película con la que debutó en el cine el gran Luchino Visconti. A pesar de contar, con algunas variaciones, la historia que escribió Cain, se permitieron no mencionarlo en los títulos de crédito, por lo que ha quedado como una versión oficiosa. Prohibida en su momento por Mussolini, repleta de naturalismo y negrura y considerada como pionera del neorrealismo, es probablemente la más sórdida de las cuatro adaptaciones.
Le dernier tournant (1939), dirigida por el olvidado Pierre Chenal, fue la primera versión cinematográfica y, con mucho, la menos vista y conocida; incluso en la actualidad, a menudo ni siquiera es citada con relación a la novela, probablemente por ser la menos accesible. Protagonizada por Corinne Luchaire y Fernand Gravey, cuenta con la, cómo no, histriónica e impagable participación de Michel Simon en el papel de Nick, el marido de Cora y víctima de la pareja. En el film, fiel al original aunque elimina alguna escena para ajustarse a sus escasos noventa minutos, se dieron cita varios de los talentos del cine francés de la época, de aquel realismo poético -cuántas etiquetas- que también dejó su huella en el cine negro norteamericano: además de Simon, Charles Spaak en el guion y Christian Matras y Claude Renoir, hijo del actor Pierre Renoir y sobrino del cineasta Jean Renoir, en la fotografía. El resultado es un film estupendo que no tiene nada que envidiar, más bien al contrario, a las tres posteriores y más prestigiosas adaptaciones.
CUTTER Y BONE de Newton Thornburg
La literatura que reflejó las secuelas de la guerra de Vietnam en la sociedad estadounidense llegó a convertirse prácticamente en un nuevo género cuya manifestación más prestigiosa fue Dog Soldiers (1974), de Robert Stone, que de la mano del cineasta Karel Reisz se convirtió en una buena película titulada Nieve que quema (Who’ll Stop the Rain, 1978). Aunque la novela de Stone me parece estupenda, me gusta mucho más Cutter y Bone (Cutter and Bone, 1976), escrita por Newton Thornburg y llevada al cine por Ivan Passer con el título Cutter’s Way (1981), un film desigual protagonizado por Jeff Bridges y John Heard que en su momento fue apaleado por la crítica en general y que con los años se ha ido revalorizando hasta convertirse en película de culto.
No era la primera vez que Richard Bone se afeitaba con una Lady Remington, y tampoco esperaba que fuese la última. Sin embargo, sintió un inconfundible ramalazo de asco mientras movía el instrumento arriba y abajo por encima del labio, y no estaba seguro de si era porque detectaba en él algún leve residuo de almizcle de axila femenina o si el problema era sencillamente la imagen del espejo, un niño bonito entrado en años, todo bronceado, estilizado y en forma. Menuda mentira, ese reflejo. Un espejo sincero le habría devuelto algo más parecido a Cutter, tenía la impresión, una figura de miembros amputados, ojo de cristal y una sonrisa como el rictus de un grito. Bone imaginó distrído la reacción de la propietaria de la maquinilla si supiese un poco mejor cómo era él en verdad; si supiese, por ejemplo, que no estaba tan preocupado por mantener bronceado y en forma ese viejo cuerpo como lo estaba por mantenerlo simplemente con vida, por alimentarlo y vestirlo; por controlar el impulso pasajero de adentrarse a nado en el canal cien tentadores metros demasiado lejos, o de lanzar su senil MG por una curva a unas cuantas revoluciones por encima de lo debido. Espera, se repetía a sí mismo. Ten paciencia. Algo pasará. Algo cambiará.
Los protagonistas de la novela son Richard Bone, un gigoló de vuelta de todo que vive al día con lo que gana acostándose con mujeres adineradas en la ciudad de Santa Bárbara, y Alex Cutter, un tipo trastornado cuyo cuerpo está marcado por las secuelas de la guerra de Vietnam y que no hace más que beberse y fumarse el dinero de la pensión de invalidez. Una noche, mientras se dirige en su coche a la casa en que Cutter vive con su mujer y su hijo, ve a un hombre que saca un bulto de su coche de lujo y lo abandona en unos cubos de basura. Al poco tiempo se entera de que era el cuerpo de una joven asesinada y le comenta a su amigo que cree haber reconocido en el hombre del coche al magnate J. J. Wolfe. El tuerto y tullido Cutter pone entonces su mente a trabajar y elabora un plan para chantajear al posible asesino, en el que participará también la hermana de la víctima.
Caracterizados por Thornburg como si fueran las dos caras complementarias de esa misma moneda a la que los estadounidenses llaman América, desquiciada y amputada moralmente por dentro aunque hermosa y prometedora de sueños y placeres por fuera, los réprobos Cutter y Bone se lanzan sin nada que perder a una huida hacia adelante, a una partida en la que irán de farol contra quien tiene todos los ases, contra quien representa el éxito a cualquier precio y la inmunidad del poder en un país, el suyo, en el que se sienten extraños porque no encuentran en él ya nada a lo que aferrarse. Por el camino, mientras guían su nave a la deriva hacia el inevitable final, tan seco y desolador como portentosamente escrito, serán protagonistas de situaciones y diálogos antológicos a menudo teñidos de un humor cínico tras el que no encontraremos ni un solo atisbo de felicidad. Una obra maestra absoluta de la literatura de género y de cualquier literatura.
-¿Pillas la secuencia, Richard? Digamos que tú eres Wolfe. Has estado en un cóctel, llevas cinco o seis copas en el buche. Y como es tu costumbre, recoges a una autostopista adolescente. La matas y tiras su cuerpo por Dios sabe qué razón, un accidente, tal vez, pero da igual; sea cual sea el motivo, ya no importa. Lo que importa es que tienes un coche alquilado y que hay sangre en él. Y no sabes si te ha visto alguien con la chica, ya sea cuando estaba viva o cuando te estabas deshaciendo de su cuerpo. Así que ¿qué haces? ¿Corres a la habitación del motel, coges una bayeta y te pones a limpiar el coche? ¿Te cruzas de brazos y esperas lo mejor? No si eres lo bastante hábil como para convertir una granja de pollos de las Ozark en un imperio. No: coges directamente un par de bidones de gasolina, bañas el coche con uno de ellos, dejas el otro abierto y tiras una cerilla por la ventanilla. Y luego clamas que ha sido un militante. Afirmas que algún ecologista chiflado como Erickson va a por ti, para asustarte. Y por supuesto la policía, el FBI, los medios, y todo el mundo te cree. Porque tú tienes la pasta. Tú tienes el poder y la gloria, la prueba otorgada por Dios de tu rectitud por los siglos de los siglos amén.
Traducción de Inga Pellisa para Sajalín editores.
EL COMPLOT MONGOL de Rafael Bernal
Debería haber una facultad para pistoleros. Experto en pistolerismo. Experto en joder al prójimo. Experto en hacer fieles difuntos. Un año de estudios para aprender a no acordarse de los muertos que se van haciendo. Y otro para que, aunque se acuerde uno, le importe una pura y dos con sal.
Desde hace unos meses los aficionados a la novela negra podemos disfrutar de la estupenda El complot mongol (1969), la obra de Rafael Bernal que, al parecer, inauguró el género en Méjico y se fue convirtiendo en un clásico del que apenas se tenía noticia en nuestro país y en una gran influencia para autores como Élmer Mendoza o Yuri Herrera, autores del prólogo y el posfacio, respectivamente, de esta edición.
El argumento sobre el que gira la novela es la investigación de un presunto plan de China para asesinar al presidente de Estados Unidos durante una visita oficial a Méjico, alucinante historia que, como creo que suele ocurrir en muchas de las mejores obras del género, enseguida olvidamos para centrarnos en los magníficos diálogos y situaciones, repletos de sarcasmo y humor negro, y en la variopinta galería de personajes, mediante los cuales el autor refleja, siguiendo los clásicos modelos norteamericanos, la situación social de un país, extrapolable a cualquier otro y a cualquier otra época, en la que la delincuencia, como la muerte, puede igualar a todas las clases sociales y en la que las máscaras del poder no conocen límites a la hora de conseguir sus objetivos. Y es que la novela negra a menudo tiene un ojo crítico puesto en la realidad.
Al frente de ese grupo de personajes al que hacía referencia, un protagonista inolvidable llamado Filiberto García, un pistolero a sueldo del gobierno de los que nunca hacen preguntas, un profesional solitario de vuelta de todo encargado de limpiar la mierda del poder que, a fuerza de cinismo y desencanto, va cargando con su pasado hasta que encuentra una razón para abandonar esa vida, un motivo que le llevará, por una vez, a buscar respuestas y a matar por venganza. Su magnífica presentación, con la que Bernal inicia la novela, nos muestra sin preámbulos innecesarios el terreno que pisamos y nos engancha irremediablemente a su historia.
A las seis de la tarde se levantó de la cama y se puso los zapatos y la corbata. En el baño se echó agua en la cara y se peinó el cabello corto y negro. No tenía por qué rasurarse; nunca había tenido mucha barba y una rasurada le duraba tres días. Se puso una poca de agua de colonia Yardley, volvió al cuarto y del buró sacó la cuarenta y cinco. Revisó que tuviera el cargador en su sitio y un cartucho en la recámara. La limpió cuidadosamente con una gamuza y se la acomodó en la funda que le colgaba del hombro. Luego tomó su navaja de resorte, comprobó que funcionaba bien y se la guardó en la bolsa del pantalón. Finalmente se puso el saco de gabardina beige y el sombreo de alas anchas. Ya vestido volvió al baño para verse al espejo. El saco era nuevo y el sastre había hecho un buen trabajo; casi no se notaba el bulto de la pistola bajo el brazo, sobre el corazón. Inconscientemente, mientras se veía en el espejo, acarició el sitio donde la llevaba. Sin ella se sentía desnudo. El Licenciado, en la cantina de La Ópera, comentó un día que ese sentimiento no era más que un complejo de inferioridad, pero el Licenciado, como siempre, estaba borracho y, de todos modos, ¡al diablo con el Licenciado! La pistola cuarenta y cinco era parte de él, de Filiberto García, tan parte de él como su nombre o su pasado. ¡Pinche pasado!
Publicada por Libros del Asteroide.
AVARICIA de Frank Norris
El mayor proyecto cinematográfico del gran Erich von Stroheim, y uno de los más colosales de la historia del arte, se convirtió en una empresa mastodóntica e imposible para la época que en la sala de montaje se iba a las ocho o nueve horas de metraje. Finalmente, Avaricia (Greed, 1924) se estrenó en una versión censurada de algo más de dos horas y media -al parecer existe otra de unas cuatro horas- y aun así fue suficiente para que se la considere una de las más importantes películas de la historia, un compendio de la narrativa del cine, de las pasiones humanas del drama y de la integración de diversos escenarios y géneros a partir de la evolución de los personajes.
Como suele ocurrir en estos casos, la novela en que se basa es mucho menos conocida que el film de Stroheim. Traducida al español hace unos pocos años con su título cinematográfico, Avaricia (McTeague, 1899) es uno de los ejemplos maestros del naturalismo norteamericano, que proviene en buena parte de la literatura de Zola y que, junto a la novela de detectives, tanto influyó en la posterior aparición del género negro. Autores como, por ejemplo, James M. Cain tienen su escuela, sin duda, en la novela naturalista.
Plagada de simbología perfectamente integrada en el relato, Avaricia se desarrolla casi por completo en un espacio urbano y se traslada, en su parte final, a las minas de oro de las montañas y al desierto, donde la historia alcanza su clímax con situaciones próximas al wéstern. Entre ambos ambientes, la novela nos muestra cómo el deseo, la envidia, la pobreza y la codicia pueden llevar a las personas, incluso a las más bondadosas, al engaño, el robo y el crimen; cómo los instintos más primarios aparecen de repente para acabar con la amistad y el amor y desembocar en la muerte.
Los dos hombres se abrazaron de repente y, a renglón seguido, empezaron a rodar y forcejear sobre la superficie caliente y blanca. McTeague empujó a Marcus hacia atrás, hasta que éste tropezó y cayó sobre el cuerpo del mulo muerto. La jaulita del pájaro se zafó de la silla con la violencia de la caída y rodó por el suelo; los sacos de harina se escurrieron. McTeague le quitó el revólver a Marcus y lo blandió a ciegas. Los dos luchadores quedaron envueltos en unas asfixiantes nubes de polvo de álcali, fino y penetrante.
McTeague no supo cómo mató a su enemigo, pero, de repente, Marcus quedó inmóvil bajo sus golpes. Después tuvo un último arrebato de energía. La muñeca derecha de McTeague quedó atrapada; algo se cerró con un clic en torno a ella; luego, el cuerpo que forcejeaba quedó mustio e inmóvil tras una expiración profunda.
Al ponerse de pie, McTeague sintió un tirón en la muñeca; estaba amarrada a algo. Cuando miró hacia abajo vio que Marcus, en es último forcejeo, había encontrado fuerzas para esposarle las muñecas. Marcus estaba muerto; McTeague estaba atado a su cuerpo. Todo lo que lo rodeaba, inmenso, interminable, desplegaba las leguas inconmensurables del Valle de la Muerte.
McTeague se quedó mirando a su alrededor con ojos estúpidos, primero al horizonte lejano, luego al suelo, luego al canario medio muerto que gorjeaba débilmente en su pequeña prisión dorada.
Traducción de Olga Martín Maldonado.
Publicada por La otra orilla.
LOS HUESOS DEL INVIERNO de Daniel Woodrell
El éxito de determinadas adaptaciones cinematográficas propicia, por fortuna, que la literatura de algunos estupendos y desconocidos novelistas, como es el caso de Daniel Woodrell, llegue a ver la luz en nuestro país.
Aunque Ang Lee ya había llevado al cine la novela Woe to Live On (1987) en la decepcionante Cabalga con el diablo (Ride with the Devil, 1999), el reconocimiento le llega a Woodrell tras el estreno y las nominaciones al Oscar de Winter’ s Bone (2010), estupenda adaptación, dirigida por Debra Granik, de la novela publicada en 2006 y traducida aquí bajo el título Los huesos del invierno.
El argumento gira en torno al personaje de Ree Dolly, una joven de 16 años que ha de hacerse cargo de una madre trastornada y de sus dos hermanos pequeños y cuyo padre, un delincuente en libertad condicional, lleva días desaparecido. Si no consigue encontrarlo o demostrar que ha muerto antes de treinta días, la ley les quitará la casa y los dejará en la calle.
Esa búsqueda la llevará a pedir ayuda al patriarca del clan familiar, solo para descubrir un microcosmos en el que imperan las drogas, el alcohol y la violencia, regido por antiguas y sagradas reglas que no deben romperse y donde es mejor no hacer demasiadas preguntas y mirar hacia otro lado.
Ambientada, al igual que otras novelas de Woodrell, en las nevadas y gélidas montañas de Ozark, en Missouri, Los huesos del invierno nos muestra, bajo los códigos narrativos del género negro (el propio Woodrell etiquetó su estilo como country-noir) una sociedad rural cerrada en sí misma, que dicta sus propias leyes y soluciona sus problemas de manera endogámica, por encima de una autoridad policial que no se inmiscuye y en la que los jóvenes tienen su destino marcado por la tradición familiar y por una forma de vida dominada por la pobreza y los instintos más primarios, tan dura y despiadada como el clima que la rodea.
Afortunadamente, en contraste con la historia que nos cuenta, la trabajadísima prosa de Woodrell, de las que te obligan a releer y apreciar detenidamente cada detalle, consigue extraer poesía de cada una de sus escogidas palabras, creando con ellas la belleza que probablemente Ree y sus hermanos nunca conozcan. Quienes gusten de la literatura del gran Cormac McCarthy, con toda seguridad encontrarán en Los huesos del invierno muchos y buenos motivos para disfrutarla.
Las laderas tejidas de hielo se deshacían. El hielo resbalaba por todas partes, ramas, tallos, tocones, piedras, y caía tintineando al suelo. La bruma se levantaba por encima de las hondonadas y se posaba en los raíles, aunque no se elevaba mucho más arriba de la cabeza de Ree. Le tiznaba las mejillas de churretones como lágrimas aplastadas. Veía el cielo, pero con los pies envueltos en bruma. Las macizas traviesas, humedecidas, olían a alquitrán; Ree las iba pisando y aspirando el alquitrán en la niebla y oyendo el sonido cristalino del hielo en los árboles y el chasquido al quebrarse. Se limpió de las mejillas la niebla que parecía lágrimas y se encasquetó la capucha. Trozos de hielo más grandes caían sordamente a tierra. Riachuelos de hielo fundido abrían pequeños canales en la nieve de la ladera. Se oía el hielo, se oían los regueros y las botas hacían ruido al pisar. Se detuvo en un puente que cruzaba un arroyo helado. Quería ver la profundidad del agua a través de los agujeros de la capa de hielo. Estaba extrañamente quieta, observando, quieta y observando en el puente, hasta que comprendió que buscaba un cuerpo debajo del hielo, y se puso de rodillas y lloró, lloró hasta que las lágrimas le llegaron al pecho.
Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
Publicada por Alba Editorial.
MÁTALOS SUAVEMENTE de George V. Higgins
La primera y más influyente novela de George V. Higgins, una obra maestra que dejó huella en el género negro titulada Los amigos de Eddie Coyle (The Friends of Eddie Coyle, 1970), ya pasó por aquí hace tiempo a raíz de la reseña de su adaptación cinematográfica titulada El confidente (1973), dirigida por Peter Yates y protagonizada por Robert Mitchum. Ahora le toca el turno a Mátalos suavemente (Cogan´s Trade, 1974), editada en España el año pasado aprovechando el tirón de la película de Andrew Dominik, con Brad Pitt a la cabeza de un reparto estelar.
Sin ser tan redonda como la primera de sus novelas, sobre todo por la ausencia de un personaje antológico como el entrañable Eddie Coyle, Mátalos suavemente es otra estupenda muestra del «estilo Higgins»: protagonismo absoluto de los delincuentes -en este caso ladrones de poca monta que se meten en un terreno controlado por mafiosos y asesinos profesionales-, a los que el autor muestra como personajes comunes con sus problemas cotidianos, y por encima de todo unos diálogos brillantísimos, realistas y a menudo desternillantes que admiten pocas comparaciones en el género, una montaña rusa que no da tregua al lector, que ocupa la mayor parte de la novela y que ha influido en un buen número de escritores posteriores. Leyendo a Higgins uno se da cuenta de a qué escuela fueron el Nicholas Pileggi que escribió junto a Scorsese Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) o los Price, Pelecanos, Lehane y compañía que crearon los portentosos diálogos de The Wire y varias magníficas novelas.
-Ay, amigo mío. ¿Conoces a Connie, mi mujer? Prepara un asado de cerdo buenísimo. Relleno, ¿sabes? Está buenísismo, en serio. La otra noche guisó cerdo asado. Por primera vez desde que he vuelto a casa. No me lo pude comer. Le dije: «Connie, no me des cerdo nunca más». Pero antes me encantaba, le decía siempre que era su mejor plato, ella es una gran cocinera. Cocina muy bien, la verdad. Por eso está siempre tan gorda, joder: le gusta comer y le gusta cocinar y cocina de muerte y se lo come. Le dije: «Beicon, jamón, no me importa si sale de un cerdo. Pero no quiero cerdo asado. Me haces unas alubias, ¿vale? No me las pongas con cerdo. Las alubias me las comeré. El cerdo, no». Y me fui al puesto de almejas del puerto y cené en el puto coche y eso que solo hacía un mes que volvía a comer con la familia, después de casi siete años en el trullo. Cené en el puesto del puerto. Una vez se jodieron las cosas, ¿te acuerdas, Frankie? Elegí al tipo equivocado, todos teníamos prisa, había que moverse, necesitábamos la pasta, lo de siempre, el tío lo hará bien y yo estaba peor que todos vosotros. Así que acepté y lo sabía, sabía que el tío no me convencía. No puedo explicar por qué, pero lo sabía, aquel era el tipo equivocado. Pero lo acepté igualmente. Y vaya si era el tipo equivocado, joder: me pasé casi siete años comiendo cerdo grasiento de mierda, casi todos los días, y mientras mis hijos crecían y mi negocio iba tirando, yo estaba en el talego. Y ahora no puedo volver atrás, ¿sabes? Ahora ya no puedo comer mi plato favorito por todo lo que me remueve. Conque de ahora en adelante me lo tomaré con calma, eso es lo que hay. Me la traen floja tú y tus problemas. Si podemos hacer algo grande, lo haremos. Si lo podemos hacer con garantías, sin cagarla, sin volver a pringar. Yo ya he comido el último cerdo asado de mi vida. Ya la he jodido por última vez. Llámame el jueves. El jueves lo sabré. Te lo diré.
Traducción de Magdalena Palmer.
Publicada por Libros del Asteroide.
LA CAPITAL DEL OLVIDO de Horacio Vázquez-Rial
El hecho de que cada uno de los capítulos de La capital del olvido (2004) esté encabezado por una cita de algunos de los grandes de la novela negra y que el primero de esos capítulos sea un homenaje explícito a El sueño eterno de Chandler y Hawks puede hacernos pensar de entrada que estamos simplemente ante un sencillo, sincero y entretenido homenaje a los clásicos, en la línea de la también chandleriana Triste, solitario y final (1973) de Osvaldo Soriano. Pero, aunque dicho homenaje siempre está presente, esa primera impresión no tarda en desaparecer. En cuanto la trama nos transporta al pasado, a la época de la dictadura militar en Argentina, de las desapariciones y de la venta de niños
secuestrados, la novela se endurece y nos adentra en la búsqueda del pasado y, a la vez, en el intento de olvidarlo, a través de unos personajes que buscan el silencio, el perdón, la justicia o la venganza, y que vuelven de entre los muertos para remover la conciencia de los vivos.
Sin apenas descripciones, sin la presencia constante de un narrador, sus extraordinarios y vertiginosos diálogos y escenas hacen de La capital del olvido, ganadora del V Premio Fernando Quiñones, una novela eminentemente cinematográfica, de las que agradecemos tener a mano en una larga noche de verano.
«Ah, claro, es de eso que no querés acordarte, Guido. No es que no te acordés de ella, no. Pero estabas en casa, yo lo sé, oí llegar el coche y a los tipos que bajaron armando despelote para que vos y yo y los demás cerráramos los ojos o no los cerráramos pero hiciéramos como si. Yo miré por entre los listones de la persiana, que estaba bajada, pero no del todo, y vi la calle, y vi tu persiana, exactamente enfrente de la mia, y vi cómo apagabas la luz y estuve seguro de que estabas ahí igual que yo, mirando sin hacer nada, como una vaca detrás de la alambrada, que ve pasar el tren y sigue rumiando. Y la sacaron a la Myriam. El viejo Paley se arrastró detrás de ellos, pedía a gritos que no se la llevaran, hasta que uno le dio con algo, no sé, un palo o una culata, en la cabeza le dio y lo dejó sangrando tirado en la vereda y cerraron con tres portazos, porque el chófer no se había movido y salieron rajando con la piba a cuestas. Cuando vino el chico, que algún alma buena lo habría llamado, el pibe, Isaac, digo, el hermano de la Myriam, que ya estaba casado, se encontró a la madre arrodillada en el suelo, mirando a su marido, que seguía como muerto. Estaba vivo, pero como muerto. Vos lo viste a Isaac, Guido, lo viste igual que yo, porque te quedaste igual que yo detrás de la persiana, esperando algo, que pasara algo, que bajara del cielo un ángel, o Perón, quién sabe, o un hada, y arreglara todo lo desarreglado. A lo mejor, el que manejaba el coche era Mardones. O Mardones se reunió con ellos en otro sitio. De la Myriam nunca más se supo. Bueno, sí, se supo, porque cuando salió el informe, cuando los juicios, lo leímos, Guido. Vos y yo lo leímos. Leímos que la habían visto en un chupadero y que la habían trasladado. Y ahora te olvidaste. ¿Cómo podés haberte olvidado? ¿Tampoco te acordás de que te conté que lo había vuelto a ver a Mardones? Viejo y pelado, pero bien vestido. En la plaza lo vi. En la plaza de Mayo, el día en que Alfonsín nos tuvo esperando mientras él arreglaba con los milicos y después vino y dijo que la casa estaba en orden y que felices pascuas. Yo no había entendido lo que había dicho, y miré a la gente que tenía alrededor y pregunté qué dijo y una vieja dijo felices pascuas y yo no me lo creí y seguí mirando, y de pronto vi una cara conocida, la del único hijo de puta que sonreía en ese momento, y era la de Mardones. Te lo conté, Guido, aquella misma noche. ¿No te acordás de eso? ¿Tampoco de eso? No, no te lo reprocho, no sos el único que no se acuerda de esas pascuas. A lo mejor, es que aquel día empezó el olvido y la Myriam entonces desapareció de verdad, definitivamente.»
Publicada por Alianza.
TRAIDORES A TODOS de Giorgio Scerbanenco
Ahora que la novela negra arrasa en las ventas, sobre todo gracias a los autores nórdicos, algunas editoriales se han propuesto recuperar la obra de autores clásicos del género, como el italiano Giorgio Scerbanenco, del cual ya habían sido publicadas algunas novelas en ediciones quiosqueras de bolsillo.
Traidores a todos (Traditori di tutti, 1966), una de sus últimas novelas, resulta todo un descubrimiento para los que no conocíamos a este autor. Con un inicio que te atrapa absolutamente gracias a un personaje del que no se nos da información pero que al final será trascendental en la resolución del caso, la novela va mostrando sus cartas poco a poco, moviéndose entre el misterio de tres asesinatos similares pero quizá por razones distintas, la aparición de una banda dedicada al tráfico de armas y de drogas, y una venganza que viene desde muy lejos y que aportará una luz definitiva a unos hechos que tienen su origen en la 2ª Guerra Mundial.
Con diálogos que no renuncian al humor pero escritos en carne viva, y con escenas violentísimas y sin anestesia, Scerbanenco se sitúa en la línea más dura del género, sin cortarse a la hora de criticar el sistema judicial italiano y creando un protagonista cuyas opiniones y forma de actuar pueden hoy en día escandalizar a más de uno. Y todo ello con un talento narrativo innegable, así que esperemos que la reedición de su obra no se quede sólo en esta magnífica novela.
«Se lo dijo a los dos que estaban detrás, los dos a los que tenía que matar, y se bajó sin esperar respuesta, aunque ellos, amablemente, adormecidos por la comilona y también por la edad, dijeron con voz ronca que sí, que se bajase, y, libres de su presencia, se dispusieron a dormir mejor, viejos y gordos como estaban, los dos con sus impermeables blancos, y ella con la bufanda de lana alrededor del cuello, de un color habano hepático, semejante al del cuello, que le hacía más gorda, y una cara parecida a la de una enorme rana, pero que, en cambio, tiempo atrás, millones de años antes, cuando todavía no había terminado la guerra, la Segunda Guerra Mundial, había sido muy hermosa. Así se lo dijo, y ella, ahora, iba a matarla, junto con su compañero. Alguien, oficialmente, la llamaba Adele Terrini, y en Buccinasco, en cambio, en Ca`Tarino, donde había nacido y sabían muchas cosas de ella, la llamaban Adele la Ramera, aunque su padre, que era norteamericano y tonto, la había llamado Adele la Esperanza.»
Traducción del equipo editorial con la colaboración de Cuqui Weller.
Publicada por Ediciones Akal.
BAY CITY BLUES de Raymond Chandler
Además de sus grandes novelas protagonizadas por el detective Philip Marlowe, capitaneadas por la imprescindible El largo adiós (The long goodbye, 1953), Raymond Chandler escribió numerosos relatos policiacos que publicaba en revistas como Black Mask o Dime Detective Magazine. Cuatro de ellos están reunidos en el volumen Asesino bajo la lluvia y otros relatos, entre los que destaca Bay City Blues (1938), una gozada protagonizada por el detective Johnny Dalmas, pero en la que secundarios como el patrullero corrupto Al De Spain, el poli de homicidios Violetas M´Gee, y el periodista Muñeco Kincaid le comen la merienda literaria.
No importa demasiado si uno acaba perdiéndose en la trama (con Chandler no es extraño), porque lo que realmente deslumbra es la descripción de los ambientes, la caracterización de sus personajes, y los diálogos, que son joyas del humor más sarcástico. Y en cuanto a diálogos, a Bay City Blues hay que darle de comer aparte. Chandler está considerado como uno de los grandes de la novela negra, pero debería aparecer también en cualquier antología del humor en la literatura. Sin ir más lejos, la película El sueño eterno (The big sleep, 1946) siempre me ha parecido, antes que una gran obra del cine negro, una de las mejores comedias de Howard Hawks.
«Apoyé un brazo en el mostrador, y un hombre de paisano sin chaqueta y con una sobaquera que parecía del tamaño de una pata de palo sujeta a las costillas apartó un ojo de su periódico, dijo «¿Sí?» y acertó de lleno en una escupidera sin mover la cabeza ni una pulgada.
-Busco a un tipo que se llama Muñeco Kincaid -dije.
-Ha salido a comer. Yo le guardo el sitio -dijo con voz firme y sin emociones.
-Gracias. ¿Tienen aquí una sala de prensa?
-Sí. También tenemos retrete. ¿Quiere verlo?
-Tranquilo, hombre -dije-. No pretendo meterme con su ciudad.
Hizo sonar de nuevo la escupidera.
-La sala de prensa está al final del pasillo. No hay nadie. Muñeco estará a punto de volver, si no se ha ahogado en una gaseosa.»
Traducción de Juan Manuel Ibeas.
Asesino bajo la lluvia y otros relatos está publicado por Alianza Editorial.