Archive for the ‘Orson Welles’ Tag
EL PAN Y EL PERDÓN (1938) de Marcel Pagnol
Hace demasiados años leí una entrevista de André Bazin a Orson Welles -incluida en el libro Buñuel, Dreyer, Welles (1991)- en la que el cineasta estadounidense decía que El pan y el perdón (La femme du boulanger), de Marcel Pagnol, era una de sus películas preferidas. Aunque no volví a oír o leer nada más sobre el film y su responsable, no olvidé la indirecta recomendación de Welles, y hace un tiempo, en una expedición cinéfila por la red, conseguí encontrarlo, lo cual me proporcionó dos horas de carcajadas en compañía de una obra maestra.
El guion del propio Pagnol, inspirado parcialmente en la novela de Jean Giono Jean le Bleu (1932), nos lleva a un pueblo de la Provenza al que acaban de llegar Aimable (Raimu), el nuevo panadero, y Aurélie (Ginette LeClerc), su joven esposa. Los lugareños, muchos de los cuales están enfrentados entre sí, acogen a la pareja y su pan con los brazos abiertos; pero Aurélie no tarda en romper la felicidad general al fugarse con el atractivo Dominique, un pastor al servicio del marqués que manda en el lugar. Ante la decisión del abatido Aimable de no volver a hacer pan mientras su esposa no esté con él, los habitantes del pueblo olvidan sus diferencias, se organizan y, cual griegos hacia Troya en busca de Helena, salen dispuestos a encontrar a los amantes para traer de vuelta a la mujer del panadero.
Entre la simpatía que despierta el confiado e inocentón Aimable y el cachondeo máximo que en torno a su cornamenta se traen sus vecinos, la cámara invisible de Pagnol deja todo el protagonismo a las grandes interpretaciones (descomunal Raimu al frente de un estupendo reparto) y a los brillantísimos diálogos para componer el retrato de un pueblo y de sus personajes típicos -el cura, el maestro, la solterona guardiana de la moral- en el que cada una de sus secuencias, repletas de crítica y de mala baba disfrazadas de cierta ternura, es una oda a la ironía, el doble sentido y el sarcasmo, que alcanzan su máxima expresión en la genial escena final. En las antípodas, por fortuna, de lo políticamente correcto, El pan y el perdón es una joya tan incomprensiblemente olvidada como su director que se me antoja antecedente de la gran comedia italiana y de buena parte del cine de nuestro Berlanga.
LE ROMAN D’UN TRICHEUR (1936) de Sacha Guitry
En la filmografía, hoy demasiado olvidada por no decir casi desconocida, del polifacético Sacha Guitry, probablemente la obra que sigue gozando de mayor prestigio sea Le roman d’un tricheur, una película repleta de gags memorables que siempre nos arrancan una sonrisa y a menudo una carcajada. Es posible que la finalidad de Guitry no fuera más que esa, la de hacernos pasar un buen rato, y que la película no nos deje el poso de otras grandes comedias más populares y quizá más complejas, pertenecientes sobre todo al cine americano y al italiano; pero también puede resultar sorprendente cómo a veces un film sin, a priori, demasiadas pretensiones alberga ideas que posiblemente hayan influido en películas de cineastas mucho más recordados.
La historia que nos cuenta Le roman d’un tricheur, escrita, a partir de su única novela, y protagonizada por el propio Guitry, es la de un simpático embaucador, un jeta cuya trayectoria, desde que se libra de morir junto al resto de su numerosa familia por culpa de unas setas envenenadas -secuencia delirante-, está marcada por el azar y por la presencia de ciertas mujeres de vida no precisamente honrada. Botones de un hotel, miembro involuntario de un grupo terrorista, mago, ladrón, crupier tramposo, maestro del disfraz…, nuestro personaje irá adquiriendo diversas identidades a lo largo de su vida, ilustrada en escenas repletas del humor más inteligente y de la que dejará constancia en un libro de igual título que la película.
En la película hay dos aspectos que, incluso hoy, pueden sorprendernos. El primero es la sustitución de los títulos de crédito iniciales por la presentación, a cargo del propio Guitry, de las personas que han colaborado en la película, desde los intérpretes a los miembros del equipo técnico, recurso que volvió a utilizar, y de manera mucho más extensa, en La poison (1951); el segundo es la utilización de manera omnipresente de la voz en off del protagonista para narrarnos en flashback los fragmentos de su vida, ilustrados por secuencias que remiten al cine mudo, en las que los personajes apenas hablan. A partir de ambos, podemos aventurar la primera de las influencias a que me refería al comienzo, la que quizá ejerció sobre El cuarto mandamiento (The Magnificient Ambersons, 1942), de Orson Welles, que años después trabajaría como actor a las órdenes de Guitry en Si Versalles pudiera hablar (Si Versailles m’était conté, 1954) y en Napoleón (Napoléon, 1955): Welles inicia su segunda obra maestra narrando sobre unas imágenes mudas y la concluye presentando a los componentes de su compañía.
La segunda posible influencia es mucho más subjetiva. En algún lugar leí que a François Truffaut le gustaban las películas de Guitry y me da la impresión de que pudo dejar constancia de esa admiración en una película que me gusta mucho y me resulta divertidísima y mucho más romántica de lo que pueda parecer, El amante del amor (L’homme qui aimait les femmes, 1977), la historia de un hombre, interpretado por un gran Charles Denner, obsesionado por las mujeres y que busca en cada una de ellas una experiencia distinta. En mi imaginario cinéfilo las relaciono, obviamente, por la constante presencia de la voz del protagonista narrador, porque los dos personajes cuentan sus vidas, desde la infancia, y las dejan escritas y por la importancia -mucho mayor, desde luego, en el film de Truffaut- en ambas memorias del papel que juegan las mujeres; pero también y sobre todo porque tengo la sensación de que tanto Guitry como Truffaut adoraban a estos dos tipos y buscaron nuestra complicidad pasando sus quizá poco ejemplares actos por el agradecido filtro de la comedia.
LOS PAPELES DE ASPERN de Henry James / VIVIENDO EL PASADO (1947) de Martin Gabel
Los papeles de Aspern (The Aspern Papers, 1888), basada quizá en el caso real de un editor que intentó conseguir las cartas que el poeta Percy Shelley había enviado a su cuñada Claire Clairmont, es una de las novelas breves de Henry James más reconocidas y una de las muchas muestras de su interés por el encuentro entre la cultura estadounidense y la europea. Su protagonista y narrador, cuyo nombre no conoceremos, es un especialista en la obra del poeta Jeffrey Aspern obsesionado con conseguir unos papeles que el escritor había enviado a su amada Juliana Bordereau y que, supuestamente, siguen en poder de la ya centenaria mujer. Para conseguir su objetivo, alquila por un precio desorbitado y ocultando su verdadera identidad unas habitaciones del palazzo veneciano en que vive la anciana junto a su sobrina Tina, una mujer madura y no demasiado agraciada, a quien el editor intenta seducir y manipular para que lo ayude a encontrar los documentos y que, finalmente, se convierte en el personaje más determinante de la historia.
Al fin pareció darse cuenta de que nos hallábamos frente a frente, a pesar de que llevaba sobre los ojos una suerte de horrible visera verde, que casi le servía de antifaz. Al momento pensé que se la había puesto a propósito para poder espiarme cómodamente detrás de ella, sin que yo pudiera verla, y al mismo tiempo me asaltó la sospecha de que tras aquel extraño velo acaso se ocultara alguna espantosa calavera. La divina Julia, convertida en horrible esqueleto. Y la idea se mantuvo un instante en mi mente, hasta que, al fin, pasó. Después me di cuenta de que era inmensamente vieja, tanto que la muerte se apoderaría de ella de un momento a otro, antes de que me diera tiempo a fraguar mis planes. Luego rectifiqué mis opiniones, lo que ayudó para aclarar la situación. Podría morirse la semana siguiente, podría morirse al otro día. Y, entonces, yo asaltaría sus cosas y entraría a saco en sus cajones. Mientras pensaba todo esto, ella permanecía inmóvil y sin hablar. Era muy pequeña y consumida; estaba inclinada hacia adelante, con las manos sobre el regazo. Vestía de negro y se cubría la cabeza con una especie de velo de encaje, que le ocultaba el pelo.
La emoción no me dejaba articular palabra, y fue ella la primera en hablar. Y la observación que me hizo fue para mí de lo más inesperado.
Traducción de Enrique Campbell.
La mejor adaptación al cine que conozco de la novela de James es Viviendo el pasado (The Lost Moment), la única película dirigida por el actor, habitualmente secundario, Martin Gabel, que trabajó en teatro a las órdenes de Orson Welles y de quien el lector seguramente recordará su interpretación del no demasiado espabilado doctor Eggelhofer en Primera plana (The Front Page, 1974), de Billy Wilder. A partir del guion de Leonardo Bercovici, Gabel realiza una versión muy libre, con un final muy distinto, en la que lo fantástico, ausente en el original literario, adquiere gran importancia en relación con el personaje de Tina (una Susan Hayward, por supuesto, más joven y mucho más atractiva que la mujer creada por James), que cada noche es poseída por el espíritu de la joven Juliana, amante del poeta aquí llamado Jeffrey Ashton, lo que provoca que el editor Lewis Venable (Robert Cummings) se enamore de ella.
Resulta extraño que el film de Gabel -producción estadounidense, buen reparto, Henry James, elementos fantásticos- no sea demasiado conocido; sin llegar a ser una obra maestra, su atmósfera de misterio, gótica y fantasmal (fotografía de Hal Mohr), resulta fascinante y sus mejores momentos, como las apariciones de una irreconocible Agnes Moorehead en el papel de la anciana Bordereau o la escena, maravillosamente escrita, en que Venable muestra su obsesión por Ashton y por revivir su historia de amor («Te quiero porque tu nombre es Juliana») están a la altura de las mejores películas del género.
DOBLE VIDA (1947) de George Cukor
La tragedia de William Shakespeare Otelo no ha tenido tanta suerte al ser trasladada a la pantalla como otras obras del autor inglés; de hecho, ya que no me dicen gran cosa otras versiones de cierto prestigio como la de Stuart Burge de 1965 o la de Sergei Yutkevich de 1956, creo que solo la de 1952 que escribió, dirigió y protagonizó Orson Welles -quién si no- puede considerarse una obra maestra que haga honor al texto original. Pero a los aficionados al teatro de Shakespeare y al séptimo arte siempre nos queda la opción de recurrir a una película que no adapta directamente la historia del Moro de Venecia pero sí se apoya en ella como pieza trascendental de su argumento. La dirigió George Cukor, se titula Doble vida (A Double Life) y es una maravillosa mezcla de drama, cine negro y teatro llevado al cine.
El film de Cukor nos cuenta la historia de Tony (Ronald Colman), una estrella del teatro que vive de manera especialmente intensa los papeles trágicos que interpreta. No sin reservas, acepta el papel de Otelo en un proyecto en el que su exmujer, Britta (Signe Hasso), de la que sigue enamorado, interpretará a Desdémona. En cuanto comienzan las representaciones, Tony empieza a adoptar de manera enfermiza la personalidad de Otelo y a sentir celos de la relación entre Britta y un agente teatral (Edmond O’Brien). Paralelamente, conoce a una atractiva camarera (Shelley Winters) de cuyo asesinato se convierte en sospechoso.
Con un reparto extraordinario del que forman parte también Ray Collins y, en papeles muy breves, Art Smith y Betsy Blair; con música de Miklós Rózsa, fotografía del gran Milton Krasner, guion del matrimonio Garson Kanin-Ruth Gordon y dirección de Cukor, era difícil que no estuviéramos ante una magnífica película; pero lo que la lleva a ocupar un lugar destacado entre mis preferencias es la presencia de una enormidad de actor, uno de mis favoritos de siempre, que por esta interpretación ganó el Oscar y el Globo de Oro: nadie en el cine, ni siquiera Bogart, ha llevado el sombrero y la gabardina como Ronald Colman.
Desde la amabilidad y la simpatía de quien cree haber recuperado a su amada hasta la furia y la violencia provocados por los celos y la desaforada pasión por el teatro, pasando por el desconcierto respecto a su identidad y la vergüenza causada por sus reacciones, la interpretación de Colman hace gala de un despliegue sin fin de matices que nos obliga a centrar nuestra mirada en ella durante todo el metraje y que tiene su cenit durante la que será la última representación de la obra, en la secuencia final del film: mientras vemos a Otelo sobre el escenario, nos damos cuenta de que la personalidad de Tony va ocupando su lugar, de que la interpretación de Colman va variando de lo teatral (la de Otelo) a lo cinematográfico (la de Tony) mientras continúa declamando con su impresionante voz las palabras de Shakespeare, en un alarde de recursos interpretativos que nos dejan con la boca abierta y que desembocan en un plano que ha pasado justamente a la historia del cine.
LA CASA DEL HORROR (1927) de Tod Browning / LONDRES DESPUÉS DE MEDIANOCHE de Augusto Cruz
¿Existe aún alguna copia de La casa del horror (London After Midnight)? Esa es la pregunta que historiadores de cine y buscadores de leyendas se hacen todavía, a pesar de que oficialmente desapareció de manera definitiva en el incendio de un almacén de la Metro en 1967, sobre la que pasa por ser la película perdida más importante de la historia y una de las que más misterios ha levantado a su alrededor. Último film protagonizado por el gran Lon Chaney, que interpreta un doble papel de inspector de policía y de vampiro -impresionante su caracterización con capa alada, sombrero de copa y dientes de sierra-, supone además, al parecer, la primera aparición del personaje del vampiro en el cine norteamericano.
Las críticas de la época no la alabaron en exceso ni la consideraron entre los mejores trabajos de Tod Browning, pero lo cierto es que, a pesar de ello, su fama no ha dejado de crecer desde su estreno en 1927, en parte porque los aficionados al género de terror son muy proclives al culto por determinadas películas y en parte por todas las habladurías que se han generado en torno a ella: desde un crimen pasional en 1928 ordenado, según el asesino, por el vampiro protagonista, hasta el rumor de que existe una copia de la que se han organizado pases privados, pasando por la leyenda de que vampiros auténticos trabajaron en la película y por la maldición de que los cines que la proyectaban acababan destruidos por un incendio.
Y entre tanto misterio y a falta de sorpresa en forma de copia milagrosamente salvada, los cinéfilos podemos conformarnos con el montaje de 46′ -el original era de 72′- que la Turner estrenó en 2002 y que está disponible en la red, a base de fotogramas ordenados según el guion y con acompañamiento musical; con el remake sonoro, protagonizado por Bela Lugosi, que el propio Browning dirigió en 1935, La marca del vampiro (Mark of the Vampire) -film que goza de bastante prestigio, aunque a mí no me parece nada del otro jueves-, o con la lectura de la novela Londres después de medianoche (2014), escrita por el mejicano Augusto Cruz.
La ópera prima de Cruz la disfrutarán especialmente los cinéfilos aficionados también al género negro. Con influencias varias -el propio autor ha reconocido la de Dashiell Hammet y la de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, y la búsqueda de Rosebud-, y una mezcla prácticamente indisoluble de ficción y hechos reales fruto de una profusa investigación, Londres después de medianoche arranca con la entrevista entre Mc Kenzie, antiguo ayudante de J. Edgar Hoover en el FBI, y el famoso historiador cinematográfico y coleccionista Forrest Ackerman -personaje real y uno de los principales admiradores de la película de Browning-, quien quiere contratarlo para que intente encontrar alguna copia de la famosa película. Ritmo trepidante, cultura a raudales y un final sorprendente para una estupenda novela.
Le voy a contar una historia que empezó hace setenta y nueve años, cuando yo acababa de cumplir los once y usted ni siquiera había nacido: la serie de extraños sucesos que han rodeado a Londres después de medianoche, el filme perdido más buscado en la historia del cine.
Se me acusa de haber elevado a Santo Grial 5.692 pies de película de nitrato. De convertirlos, a través de mi revista Famous Monsters of Filmland, en el Necronomicón de nuestros días. De provocar que cientos de adolescentes, como caballeros de la Edad Media en busca de dragones y unicornios, huyeran de sus casas para perseguir con más fe que pruebas científicas esos siete rollos, que, tal como estuvieron por un tiempo las sagradas escrituras del mar Muerto, permanecen ocultos en algún mohoso sótano o protegidos por muerciélagos en un desván lleno de telarañas, en espera de ser recuperados. Pues bien, señor Mc Kenzie, me declaro culpable de todos los cargos.
Publicada por Seix Barral.
¡FELIZ 2018 PARA TODOS!
La melancolía de Jeanne Moreau
Quizá no era la más guapa del baile, pero siempre lo parecía; no sé si fue la mejor actriz, pero tampoco me lo pregunto porque nunca me pareció que actuara. Orson Welles -siempre Welles- dijo que era la más grande.
Solo su presencia hizo soportables las películas de Losey en las que participó; dijo adiós al wéstern clásico junto a Monte Walsh; dio calor al gordo Falstaff mientras escuchaban las Campanadas a medianoche; se jugó sus días a la ruleta junto a La bahía de los ángeles; amó a Jules y Jim y a Truffaut y a Louis Malle y a tantos otros; nadie paseó como ella bajo la lluvia, mientras Maurice Ronet intentaba huir del Ascensor para el cadalso…
La escritora Françoise Sagan dijo que un hombre enamorado de Jeanne debería hacerla reír cuando estuviera melancólica. Desde ayer, la melancolía en el cine ya no es lo que era; la nuestra, en cambio, es cada vez mayor.
EL ESCOLAR PEREZOSO / DESAYUNO de Jacques Prévert
Creo que fue Orson Welles quien dijo que para lo único que valía la pena el cine de Marcel Carné era para demostrar que Jacques Prévert era un gran escritor. Pero como las opiniones de Welles sobre otros cineastas siempre dependían del humor con que le pillaran -cosa que él mismo reconocía-, podemos obviar el estacazo a Carné y quedarnos con el elogio al que fue, además de genial guionista, uno de los poetas más populares -en el más amplio sentido del término- de la literatura francesa, capaz de hablarle al pueblo de lo que sufrían, temían o amaban en su misma lengua, de extraer belleza de las palabras más sencillas. Y ahí siguen sus versos en las voces de Edith Piaf o Yves Montand para recordárnoslo.
Entre las películas que contribuyó a hacer grandes, maravillas como El crimen del Sr. Lange (Le crime de Monsieur Lange, 1936), de Jean Renoir; El muelle de la brumas (Le Quai des Brumes, 1938) o Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945), ambas de Carné.
Y entre sus poemas, aquí os dejo, en francés y traducidos, dos de su libro titulado Palabras (Paroles, 1946).
LE CANCRE
Il dit non avec la tête
mais il dit oui avec le coeur
il dit oui à ce qu’il aime
il dit non au professeur
il est debout
on le questionne
et tous les problèmes sont posés
soudain le fou rire le prend
et il efface tout
les chiffres et les mots
les dates et les noms
les phrases et les pièges
et malgré les menaces du maître
sous les huées des enfants prodiges
avec les craies de toutes les couleurs
sur le tableau noir du malheur
il dessine le visage du bonheur.
EL ESCOLAR PEREZOSO
Dice no con la cabeza
pero dice sí con el corazón
dice sí a lo que quiere
dice no al profesor
está de pie
lo interrogan
le plantean todos los problemas
de pronto estalla en carcajadas
y borra todo
los números y las palabras
los datos y los nombres
las frases y las trampas
y sin cuidarse de la furia del maestro
ni de los gritos de los niños prodigio
con tizas de todos los colores
sobre el pizarrón del infortunio
dibuja el rostro de la felicidad.
DÉJEUNER DU MATIN
Il a mis le café
Dans la tasse
Il a mis le lait
Dans la tasse de café
Il a mis le sucre
Dans le café au lait
Avec la petite cuiller
Il a tourné
Il a bu le café au lait
Et il a reposé la tasse
Sans me parler
Il a allumé
Une cigarette
Il a fait des ronds
Avec la fumée
Il a mis les cendres
Dans le cendrier
Sans me parler
Sans me regarder
Il s’est levé
Il a mis
Son chapeau sur sa tête
Il a mis
Son manteau de pluie
Parce qu’il pleuvait
Et il est parti
Sous la pluie
Sans une parole
Sans me regarder
Et moi j’ai pris
Ma tête dans ma main
Et j’ai pleuré.
DESAYUNO
Echó café
En la taza
Echó leche
En la taza de café
Echó azúcar
En el café con leche
Con la cucharilla
Lo revolvió
Bebió el café con leche
Dejó la taza
Sin hablarme
Encendió un cigarrillo
Hizo anillos
De humo
Volcó la ceniza
En el cenicero
Sin hablarme
Sin mirarme
Se puso de pie
Se puso
El sombrero
Se puso
El impermeable
Porque llovía
Y se marchó
Bajo la lluvia
Sin decir palabra
Sin mirarme
Y me cubrí
La cara con las manos
Y lloré.
En recuerdo de Elsa Martinelli
El día 8 de este mes nos dejó, a los 82 años, la estupenda actriz Elsa Martinelli. Descubierta para Hollywood por Kirk Douglas y conocida en sus inicios como «la Audrey Hepburn italiana» -aunque a mí en muchas fotos me recuerda más a Anna Karina-, para cualquier cinéfilo será siempre la Dallas que trabajaba como fotógrafa a las órdenes de John Wayne -y de Howard Hawks- y en sus ratos libres adoptaba crías de elefante.
Aunque en general su filmografía no está a la altura de su talento, aquí podemos recordarla en cinco magníficas películas: Pacto de honor (The Indian Fighter, 1955), de André de Toth; La noche brava (La notte brava, 1959), de Mauro Bolognini; Un amore a Roma (1960), de Dino Risi; El proceso (The Trial, 1962), de Orson Welles, y, por supuesto, Hatari! (1962), de Howard Hawks.
LAS COSAS QUE HEMOS VISTO. WELLES Y FALSTAFF de Esteve Riambau
–Jesus, the days that we have seen! Ha, Sir John? Said I well?
–We have heard the chimes at midnight, Master Robert Shallow.
Este año se cumplen el centenario del nacimiento de Orson Welles y el 50 aniversario del estreno de Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1965), dos buenos motivos, por si hiciera falta alguno, para volver a mi película favorita de Welles -la que mejor aúna el espectáculo de su cine con el lirismo y el cariño por sus personajes- y para leer el estupendo libro Las cosas que hemos visto. Welles y Falstaff (2015), escrito por Esteve Riambau, uno de los grandes especialistas en la obra del genio de Kenosha y actual director de la Filmoteca de Catalunya. Además, resulta obligado citar una obra cuyo título es el mismo que el de este blog, esas «cosas que hemos visto» -o «The days that we have seen«- de las que hablan Shallow y Falstaff en el inolvidable inicio del film.
Tras unos capítulos introductorios en los que se analiza la presencia de Shakespeare en la obra teatral y cinematográfica de Welles y, especialmente, su temprano interés por el personaje de Falstaff, el libro de Riambau pasa a informarnos de manera exhaustiva de todos los aspectos relacionados con un rocambolesco rodaje en España plagado de jugosas anécdotas que estuvo a punto de irse al traste en varias ocasiones por problemas de todo tipo y que a la postre, por las circunstancias de sobra conocidas que rodearon la carrera del cineasta, dio a luz una de las películas capitales de nuestro cine.
Un rodaje como el de Campanadas a medianoche, desarrollado con los precarios medios del cine español de los años 60, un reparto internacional cuya contratación por debajo de los precios de mercado condicionaba fechas y localizaciones y un calendario de producción que dobló en el tiempo las semanas inicialmente previstas solo podía haber sido acometido por alguien dotado de la grandeza, la experiencia y, por qué no admitirlo, la osadía de Orson Welles. Por un cineasta forjado en el teatro y la radio, que había gozado de privilegiados medios de producción en el Hollywood de principios de los años 40 y que, a partir de 1948, seguiría su carrera en Europa gracias a su capacidad para hacer de la necesidad virtud mediante aptitudes en todos los terrenos de la creación cinematográfica, que él dominaba personalmente hasta los más mínimos detalles. Por un cineasta que, desde hacía 20 años, había alimentado el sueño de encarnar el personaje de Falstaff, su álter ego, primero en teatro -en dos ocasiones- y finalmente en cine mediante una producción no tan boyante como la que hubiese deseado pero de la que supo sacar partido con un talento desmesurado y una extraordinaria habilidad para luchar contra todo tipo de adversidades, desde los ajustes del presupuesto a unas cantidades que superaron, con creces, las inicialmente estipuladas, hasta la gestión de su propio carácter, tan seductor y generoso en ocasiones como colérico y pícaro frente a los contratiempos. Un talante, en definitiva, no muy distinto del de Falstaff.
Publicado por Luces de Gálibo.
LA LEYENDA DE LA CASA DEL INFIERNO (1973) de John Hough
Dentro del cine de terror, el subgénero «casas encantadas» no nos ha deparado precisamente grandes alegrías, a excepción, desde luego, de la magnífica Al final de la escalera (The Changeling, 1980) de Peter Medak y de la obra maestra Suspense (The Innocents, 1961) de Jack Clayton, aunque no dejan de ser dos ejemplos que se apartan bastante de los esquemas genéricos fijados a lo largo de la historia: familia que busca casa y no cree, pobres tontuelos, en maldiciones/grupete de listillos convencidos de poder vencer a las fuerzas del mal. En relación con el segundo, La mansión encantada (The Haunting, 1963) de Robert Wise, basada en la novela de Shirley Jackson, suele considerarse una película canónica, aunque a mí no acaba de convencerme. En 1999, Jan de Bont realizó La guarida (The Haunting), otra adaptación de la misma novela que da mucho miedo pero de lo mala que es.
Es probable que el gran Richard Matheson conociera La mansión encantada cuando escribió La casa infernal (Hell House, 1971), ya que las influencias son claras; en cualquier caso, me parece que la adaptación de John Hough según guion del propio Matheson, titulada La leyenda de la casa del infierno (The Legend of Hell House), ha envejecido mucho mejor que el film de Wise y se mantiene todavía, sin ser una obra redonda, como una de las muestras más conseguidas del subgénero.
Un físico, su esposa y dos médiums (estupendos Roddy McDowall y Pamela Franklin) son contratados por un millonario que acaba de adquirir la mansión Belasco, considerada «el Everest de las casas encantadas», para que descubran el secreto que alberga y por qué murieron los componentes del anterior grupo que fue a investigarla. Una vez instalados en el tenebroso lugar, un espíritu comenzará a hacerles pasar las de Caín, sobre todo al personaje interpretado por Pamela Franklin, que se pasa la película recibiendo estopa y algo más. Vamos, nada que no sepamos.
Aun así, varios elementos consiguen que el film, visto hoy, siga haciéndonos pasar un rato estupendo: un comienzo que no se anda por las ramas y nos mete rápidamente en harina captando nuestro interés; una extraordinaria ambientación siempre desasosegante; un guion que no abusa del susto fácil y que contiene momentos eróticos menos manidos que los de muchas películas de la Hammer, y una dirección nada acomodada que consigue tensar aún más la atmósfera creada gracias a una barroca planificación en la que abundan los picados y contrapicados, la profundidad de campo y los primeros planos. Quizá al bueno de Hough le dio por emular a Orson Welles, a quien había dirigido en La isla del tesoro (Treasure Island, 1972), uno de los muchos proyectos que Welles quiso llevar a cabo y no pudo. Al final se tuvo que conformar con interpretar a John Silver a las órdenes de otro cineasta.
Editada por Fox.