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LEJOS DEL BOSQUE de Chris Offutt
Kay se echó a llorar. Los hermanos se marcharon y Gerald se sentó en el sofá junto a ella. Abrazada a las rodillas y mordisqueándose la uña de un pulgar, emitía un jadeo gutural que a Gerald le hizo pensar en los sonidos que se le escapaban en la cama. Extendió la mano para consolarla. Ella se encogió para evitar el contacto, luego se rindió a sus caricias.
-Nadie entiende por qué se fue -dijo Kay-. No había hecho ninguna trastada y no tenía cuentas pendientes con nadie. Nunca dio explicaciones. Cogió y se largó sin más. En otoño hará ya diez años.
Si hay algo en literatura que me sigue sorprendiendo, es la gran cantidad de escritores norteamericanos que son maestros del relato corto; en concreto, de ese tipo de relato que en una sola escena, en un diálogo, en una anécdota, con la mayor economía narrativa, es capaz de comunicarnos sobre los personajes, su carácter y su mundo mucho más de lo que nos dicen las palabras.
El último de esos autores que he descubierto es el estadounidense Chris Offutt. De sus obras traducidas al castellano, hasta ahora he leído una estupenda novela titulada Noche cerrada (Country Dark, 2018) y dos libros de relatos: el magnífico Kentucky seco (Kentucky Straight, 1992) y Lejos del bosque (Out of the Woods, 1999), que me parece aún mejor, una obra maestra compuesta por ocho historias cuyos protagonistas van pasando de puntillas por la vida, acostumbrados a sus particulares derrotas y frustraciones y conformes con seguir cargando con ellas, ajenos por completo a las promesas del sueño americano.
El fragmento del inicio y el siguiente pertenecen al relato que da título a la colección, uno de mis preferidos. Su protagonista, Gerald, ha de viajar de Kentucky a Wahoo, Nebraska, para traer de vuelta a uno de los hermanos de su esposa, Kay, al que creen en un hospital herido por un disparo. Al llegar a Wahoo, Gerald se encuentra con que su cuñado ha muerto y decide llevarse el cadáver de regreso a Kentucky en su camioneta.
Se apeó de la camioneta y esperó. Todo seguía igual: la casa, los árboles, la gente. Reconoció las hojas y la silueta de las ramas recortadas contra el cielo. Sabía de qué modo caería la luz y hacia dónde se proyectarían las sombras. El olor del bosque le resultaba familiar. Y sería así siempre. De golpe y porrazo, como si le hubiesen arrojado un cubo de agua, entendió por qué Ory se había largado.
Traducción de Javier Lucini para Sajalín editores.
CABALLERÍA ROJA de Isaak Bábel
La mujer levanta del suelo sus delgadas piernas, alza el vientre abultado y retira la manta que cubre al hombre dormido. El viejo yace muerto, tumbado de espaldas. Tiene el gaznate arrancado, la cara cortada por la mitad de un tajo, y la sangre azul cubre su barba como un pedazo de plomo.
–Pan -me dice la judía y sacude el colchón-. Han sido los polacos, y mientras tanto él les suplicaba: matadme en el patio trasero, que mi hija no vea cómo muero. Pero ellos hicieron lo que les vino en gana. Expiró en este cuarto, y pensaba en mí… Y yo ahora quiero saber -dijo de pronto la mujer con una fuerza terrible-, quiero saber en qué otro lugar de la tierra se podría encontrar un hombre como mi padre…
Este fragmento pertenece a «El paso del Zbruch», el relato que da inicio a la recopilación titulada Caballería roja (Konarmia, 1926), seguramente el libro más conocido de Isaak Bábel, el gran escritor ucraniano protegido de Gorki, que sufrió enormes discriminaciones por su condición de judío y que llegó a convertirse en el gran cronista de la Unión Soviética hasta que, en 1940, fue ejecutado por orden de Stalin y sus libros fueron prohibidos.
En los cuentos de Caballería roja, Bábel nos deja el estremecedor testimonio de sus experiencias en el frente durante la guerra polaco-soviética, entre 1919 y 1921. La miseria, el hambre, el frío, los enfrentamientos contra el enemigo y entre los propios compañeros, la ferocidad de los cosacos, las victorias y las derrotas y la muerte se nos narran en breves estampas de la manera más realista, sin atisbo de gloria ni triunfalismos, mostrándonos de manera cruda y explícita hasta dónde puede llegar la crueldad de los hombres en situaciones extremas, con un estilo depuradísimo que abarca desde el lenguaje coloquial de las conversaciones hasta la maravillosa poesía de las descripciones, hasta la belleza que la literatura es capaz de crear allí donde no puede hallarse.
El siguiente fragmento es del relato titulado «Después de la batalla».
La aldea surcaba las aguas y se hinchaba, un barro amoratado fluía de sus tristes heridas. La primera estrella brilló sobre mi cabeza y cayó en las nubes. La lluvia azotó los sauces hasta agotarse. La tarde alzó su vuelo hacia el cielo como una bandada de pájaros, y las tinieblas me cubrieron con su corona mojada. Y yo, exhausto y doblado bajo la fúnebre corona, seguí adelante mi camino implorando al destino que me enseñara el más simple de los saberes: saber matar a un hombre.
Traducción de Ricardo San Vicente para Galaxia Gutenberg.
AYER VINO UNA DEBILIDAD… de Franz Kafka
Entre los relatos muy breves de Kafka, el poco conocido «Ayer vino una debilidad…» (Gestern kam eine Ohnmacht…, 1917) es uno de mis preferidos. Aquí os lo dejo.
Ayer vino una debilidad a mi casa. Vive en la casa de al lado, con frecuencia la he visto desaparecer agachándose por la puerta. Una gran dama con un vestido largo y ondulante, tocada con un sombrero ancho adornado de plumas. Llegó con prisas, atravesando susurrante la puerta, como un médico que teme haber llegado demasiado tarde a visitar a un enfermo que se apaga.
-¡Anton! -exclamó con voz profunda, aunque jactanciosa-, ya llego, ya estoy aquí.
Se dejó caer en el sillón que le señalé.
-Vives muy alto, muy alto -dijo suspirando.
Hundido en mi butaca, asentí. Innumerables, uno detrás de otro, saltaron ante mi vista los peldaños de la escalera que conducía a mi habitación, pequeñas olas incansables.
-¿Por qué hace tanto frío? -preguntó, y se quitó los viejos y largos guantes de esgrima, a continuación los arrojó sobre la mesa y me miró con la cabeza inclinada, parpadeando.
Me parecía como si yo fuera un gorrión que ejercitara en la escalera mis saltos y ella descompusiera mi suave plumaje gris.
-Siento con toda el alma que me anheles tanto. Sumida en la tristeza, he visto tu rostro con frecuencia, consumido de pena, cuando estabas en el patio y mirabas hacia mi ventana. Bueno, no me caes mal y aún no tienes mi corazón, así que puedes conquistarlo.
Traducción de José Rafael Hernández Arias.
Publicado por Valdemar.
DESENGAÑO de Joyce Carol Oates
Desmembrado (Dismember, 2017) es la última colección de relatos de Joyce Carol Oates traducida al castellano, siete piezas que oscilan entre lo estupendo y lo prescindible y que fueron publicadas previamente en diversas revistas estadounidenses. En general, no me parece que esté entre lo mejor de la ingente producción de su autora; pero, aun así, no cabe duda de que la literatura de esta casi octogenaria escritora, perpetua candidata al Nobel, conserva intacta su capacidad para crear atmósferas inquietantes y malsanas y para adentrarse en los rincones más incómodos de la condición humana. Si haces reverencias a lo políticamente correcto, esto no es para ti.
Mi relato preferido, «Desengaño», cuenta la historia de Steff, una adolescente cuyos celos de su hermana Caitlin y su primo Hunt desembocan en una obsesión de trágicas consecuencias. Tiene en común con otros cuentos del libro el protagonismo femenino y la narración en primera persona, pero creo que es aquí donde más brilla la maestría de Oates a la hora de trabajar el punto de vista narrativo que nos obliga a dudar de los pensamientos y de las impresiones de la protagonista -probable herencia de Henry James- y de ir sembrando detalles aquí y allá que van cobrando su importancia a medida que nos acercamos al desenlace.
Este es el inicio del relato:
La pistola se guardaba en el primer cajón de la cómoda de mi padrastro. Descargada.
Me llegaban unas carcajadas de la parte trasera de la casa. Mi hermana Caitlin, con aquella risa que sonaba como un cristal que se hiciera añicos, y mi primo Hunt Lesinger, que había traído consigo su rifle calibre 22 a petición de Caitlin.
Le daba clases de tiro. Pero a mí no, a mí ni siquiera me miraba.
Intentaba impresionar a Caitlin, eso es lo que hacía. Y Caitlin a él.
En el espejo que había sobre la cómoda, yo veía un rostro borroso y sonrojado. Había aprendido a apartar rápidamente la mirada de aquel rostro, pues a menudo odiaba lo que veía.
¡Tenía en la mano la pistola (prohibida) del señor Lesinger! Pesaba más de lo que habría imaginado.
Traducción de Patricia Antón.
Publicado por Gatopardo ediciones.
EL SECRETO de Junichiro Tanizaki / M. BUTTERFLY (1993) de David Cronenberg
Usted no está enamorado de mí, sino de una mujer misteriosa, la mujer de un sueño.
«El secreto» (Himitsu, 1911), uno de mis relatos preferidos de Junichiro Tanizaki, cuenta la historia de un hombre que, aburrido de su monótona vida y seducido por sus lecturas de novelas policiacas y de aventuras exóticas, busca el placer y el morbo de lo desconocido saliendo de noche por la ciudad disfrazado de mujer. Durante una de esas noches se encuentra con una mujer con la tuvo una relación efímera en el pasado durante la que ni siquiera intercambiaron sus nombres. Ambos deciden retomar esa relación con una condición pactada: el hombre accederá a ser trasladado a la residencia de la mujer con los ojos vendados para que no pueda descubrir dónde vive y cuál es su identidad.
Incluido en el volumen Cuentos de amor, es un perfecto ejemplo de la literatura de uno de los grandes escritores japoneses: el amor, el sexo, el erotismo y el fetichismo en sus vertientes más turbadoras, misteriosas y transgresoras; la búsqueda del lado oscuro de las relaciones humanas servida con sensualidad y elegancia.
Durante un buen rato estuve a merced de los tumbos del vehículo. Era evidente que la mujer sentada a mi lado era «ella», la dama T, aunque no abrió los labios y permaneció todo el tiempo inmóvil. Su presencia probablemente se debía a que deseaba asegurarse de que llevaba los ojos bien tapados. Una precaución innecesaria, pues, aun sin vigilancia, no me habría quitado la venda. La joven conocida en alta mar, el refugio bajo la capota de un rikisha en una noche de lluvia feroz, el secreto de la ciudad nocturna, la ceguera, el silencio…, todos esos elementos se conjugaron para formar la bruma pura de misterio en cuya espesura yo decidí lanzarme de cabeza.
Traducción de Akihiro Yano y Twiggy Hirota.
Publicado por Alfaguara.
En una de esas relaciones entre las diversas artes que nos llegan de improviso, al releer el relato de Tanizaki me vino a la memoria la estupenda película de David Cronenberg M. Butterfly. No tienen nada que ver en su argumento y en su tono, pero sí comparten la huida por parte de sus protagonistas de una vida rutinaria y acomodada, atraídos por oscuras y desconocidas formas del amor y del sexo ajenas a las convenciones de su mundo y por «la mujer misteriosa, la mujer de un sueño». Cómo no recordar a René Gallimard, encarnado por un portentoso Jeremy Irons, el diplomático en busca de su Butterfly particular que acaba convirtiéndose precisamente en la dama mitificada a la que buscaba en la secuencia en que, vestido de mujer, representa su tragedia ante los presos de la cárcel. En mi opinión, uno de los momentos más hermosos y tristes que nos haya dejado el cine.
MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA de Lucia Berlin
Los suspiros, el ritmo de nuestros latidos, las contracciones de parto, los orgasmos, acaban todos por acompasarse, igual que los relojes de péndulo colocados uno cerca del otro pronto sincronizan su vaivén. Las luciérnagas en un árbol se encienden y se apagan como una sola. El sol sale y se pone. La luna crece y mengua y el periódico suele caer en el porche a las seis y treinta y cinco de la mañana.
El tiempo se detiene cuando alguien muere. Por supuesto se detiene para ellos, quizá, pero para los que sufren la pérdida el tiempo se desquicia. La muerte llega demasiado pronto. Olvida las mareas, los días que se alargan y se acortan, la luna. Hace trizas el calendario. No estás en tu escritorio o en el metro o preparando la cena para los niños. Estás leyendo People en la sala de espera de un quirófano, o temblando en un balcón mientras fumas toda la noche. Miras al vacío, sentada en el cuarto de tu infancia con el globo terráqueo sobre la mesa. Persia, el Congo Belga. El problema es que cuando vuelves a la vida normal, todas las rutinas, las marcas del día a día parecen mentiras sin sentido. Todo es sospechoso, una trampa para adormecernos, para volver a arroparnos en la plácida inexorabilidad del tiempo.
El mejor libro que leí en 2017 -y en muchos años- se titula Manual para mujeres de la limpieza (A Manual for Cleaning Women: Selected Stories, 2015), de la olvidada y, afortunadamente, redescubierta autora Lucia Berlin, una cita inexcusable para quien guste de la mejor literatura y, sobre todo, para los amantes de ese pozo sin fondo de obras maestras que es el relato norteamericano. Cómo no, la prosa de Berlin ha sido comparada inevitablemente con la de Chéjov o la de Carver, entre otros. De manera muy personal, por su libertad expresiva y sus sorprendentes imágenes me ha devuelto a Cortázar; por su sinceridad y su capacidad para impresionar con una sola frase o un corto párrafo, a John Cheever.
De todas formas, al hablar de Lucia Berlin las comparaciones resultan bastante ociosas; sus relatos, muy a menudo autobiográficos, no aceptan fácilmente parangón. Su prosa a flor de piel, su cadencia de grito silencioso, el humor que enmascara la tristeza, la engañosa espontaneidad que oculta el esfuerzo de pulir los textos o su pasmosa facilidad para pintar escenas cotidianas, bodegones de la rutina, entre cuyos objetos se cuelan sus sentimientos consiguen la ineludible sensación de encontrarnos ante una literatura completamente nueva, de no haber leído nunca nada similar.
El fragmento que encabeza la entrada es el inicio del relato «Espera un momento», uno de mis favoritos de la antología, en el que recuerda a su hermana, fallecida víctima de un cáncer en Ciudad de México. Aquí os dejo el final.
La última vez llegaste unos días después de la ventisca. El hielo y la nieve todavía cubrían el suelo, pero casualmente hubo un día de calor. Las ardillas y las urracas parloteaban y los gorriones y los pinzones cantaban en los árboles desnudos. Abrí todas las puertas y las cortinas. Tomé el té en la mesa de la cocina, sintiendo la caricia del sol en la espalda. Las avispas salieron del nido del porche, flotaban somnolientas por mi casa, zumbando en círculos lentos de un lado a otro de la cocina. Justo en ese momento se agotó la batería de la alarma de incendios, así que empezó a chirriar como un grillo en verano. El sol caía sobre la tetera y el tarro de la harina, el jarrón plateado de los esquejes.
Una iluminación perezosa, como una tarde mexicana en tu habitación. Pude ver el sol en tu cara.
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino.
Publicado por Alfaguara.
DE NOCHE, BAJO EL PUENTE DE PIEDRA de Leo Perutz
Entre las novedades editoriales que nos ha traído el 2016, la recuperación de De noche, bajo el puente de piedra (Nachts unter der steinernen Brücke, 1953) ocupa uno de los puestos de honor. Su autor, Leo Perutz, escritor austriaco nacido en Praga, cultivó sobre todo la novela histórica teñida de fantasía y misterio, y fue admirado por escritores y cineastas como Borges, Musil, Graham Greene, Murnau o Hitchcock.
Esta colección de relatos entrelazados nos sitúa en la Praga de finales del siglo XVI, bajo el reinado del derrochador y veleidoso Rodolfo II, sobrino de Felipe II y amante de las artes y la magia. Junto a él, otros personajes históricos y ficticios -matemáticos, alquimistas, cómicos ambulantes, prestamistas, estudiantes, aparecidos- cuyas andanzas entre la Corte y el barrio judío y su cementerio nos devuelven una literatura entre la realidad y la leyenda ya casi extinguida, la magia de las palabras para ser leídas y escuchadas de noche al calor de un fuego.
Este es el inicio de «La jarra de aguardiente», un cuento a caballo entre el misterio del más allá y la juerga y el humor del más acá ambientado en las fechas de Año Nuevo.
Durante los días que median entre la fiesta de Año Nuevo y el Día del Perdón, llamado de Expiación, una noche de pálida luna nueva los muertos del año anterior se levantan de sus tumbas en el cementerio judío de Praga para alabar a Dios. Como a los vivos, se les permite celebrar el Año Nuevo, y lo hacen reuniéndose en la Sinagoga Vieja-Nueva, la antigua casa de Dios, hundida en la tierra hasta la mitad de sus muros. Tras entonar el cántico de alabanza Ovinu Malkenu, «Nuestro Padre y Rey», y de dar tres veces la vuelta al Almenor, se anuncia la lectura de la Torá. Aquellos cuyos nombres se citan entonces continúan en el reino de los vivos, pero deben obedecer la llamada y reunirse con los muertos allí congregados antes de que transcurra un año, pues el cielo ya ha decretado su muerte.
Aquella noche, ya muy tarde, los dos músicos y cómicos ambulantes, Jäckele-Narr y Koppel-Bär, dos ancianos ya cansados, recorrían las calles del barrio judío riñendo e insultándose. Habían estado tocando en una boda en la ciudad vieja por un cuarto de florín, Jäckele-Narr con su violín y Koppel-Bär con el timbal. Lo cristianos apreciaban mucho a los músicos judíos, ya que estos conocían todas las danzas nuevas. Sucedió entonces que, después de la media noche, tuvo lugar una pelea entre los invitados: algunos de ellos se habían propasado con la potente cerveza praguense y más tarde con el aguardiente. Al ver volar por el aire la primera jarra de cerveza, los dos músicos decidieron esfumarse, pues, como dijeron, cuando Esaú bebe, Jacob recibe los palos.
Publicado por Libros del Asteroide.
Traducción de Cristina García Ohlrich.
¡FELIZ 2017 PARA TODOS!
NUNCA APAGABA LA LUZ de Lázaro Covadlo
Nadie desaparece del todo (2014) -el volumen que me descubrió al gran escritor argentino Lázaro Covadlo- es una selección de los relatos que formaban parte de Agujeros negros (1997) y Animalitos de Dios (2000), a los que se añaden otros nunca antes recogidos en libro.
Aprovechando su brevedad, aquí os dejo íntegro «Nunca apagaba la luz», uno de mis preferidos.
Noche tras noche me resistía a mirar en dirección a la ventana. Nunca apagaba la luz, y detrás de aquel vidrio la oscuridad exterior era un telón negro. Cerraba los párpados e intentaba dormir, y en tanto no llegaba el sueño yo rezaba. Le suplicaba a Dios no estar despierto cuando llegara el momento.
¿Cómo me costaba sustraerme a la vigilia y encontrar refugio en la inconsciencia del sueño más profundo! Muchas noches de invierno sentía por allá afuera, girando alrededor de la casa, la queja del viento. En ocasiones me daba por imaginar que el viento penaba por su propio desamparo, por no serle permitida la entrada a los hogares. Daba por seguro que de noche, cualquier ser, objeto o elemento que estuviese a la intemperie debía de vivir atormentado: de noche el mundo externo era un terrible abismo. En cambio, ¡era tan cálido mi cuarto! En las paredes, de color azul celeste, mamá había pintado conejitos, jirafas y elefantes. El cielo raso también era de color azul, aunque era un azul más luminoso. Paseaba mis ojos por aquellas superficies amables y me empeñaba en apartarlos de la negrura de la ventana desprovista de cortinas. Me abrazaba a mi osito tibio, peludo y gordinflón, y entonces él y yo nos sumergíamos en el amigable mundo que hay debajo de las mantas. Pero al cabo de un tiempo sacaba la cabeza y no podía evitar que mis ojos se fijaran en la ventana. Entonces veía ese rostro que cada noche asomaba desde un ángulo y se ponía a espiar. Era una visión fugaz, pues el mirón, al sentirse descubierto, rápidamente volvía a esconderse entre las sombras del abismo. Sin embargo, aun cuando no alcanzaba a descubrir su identidad, no podía dejar de ver el brillo ansioso de sus ojos acechantes. Algunas veces también creí ver su brazo, y su puño sosteniendo el relámpago de una hoja de metal.
Las primeras noches grité y reclamé la presencia de mi madre, pero dejé de hacerlo al cabo de muchas reprimendas. Ella amenazó con apagar la luz si insistía en inventar historias; eso fue lo que dijo.
Si alguna vez hubo algo o alguien allí afuera yo lo esperé en vano, pues pasaron los años y nunca vino a por mí. Terminé convenciéndome de que lo que había creído ver no existía fuera de mi imaginación. Después me hice adulto y enfilé por los carriles trazados para nuestra especie: me casé y tuve un hijo. Mi hijo también empezó a ver cada noche el rostro del espía tras los cristales de su ventana.
Cierto atardecer salí de casa y quedé a la espera. El puñal que llevaba conmigo daría cuenta de cualquiera que se dedicara a asustar a mi niño. Pasaron las horas y al final me asomé a la ventana del cuarto iluminado. Era enternecedor ver a mi hijo abrazado a su osito de peluche. De pronto sus ojos se encontraron con los míos, y antes de que pudiera esconderme, en los suyos alcancé a descubrir el terror.
Publicado por Galaxia Gutenberg.
OCHO ESCENAS DE TOKIO de Osamu Dazai
Me devoraba un demonio que se ocultaba y me llamaba sin cesar.
Osamu Dazai, seudónimo de Tsushima Shuji, es uno de los escritores japoneses más controvertidos del siglo XX, una apasionante figura cuya caótica vida dominada por la autodestrucción quedó reflejada en sus relatos y novelas.
Nacido en el seno de una familia acomodada en 1909, estudió literatura francesa en la universidad de Tokio; pero su falta de interés por las clases le hizo abandonarla y, poco después, se enroló en el comunismo clandestino, por lo que fue encarcelado y torturado. Desheredado por culpa de su relación con una geisha, adicto a la morfina y al alcohol, intentó suicidarse varias veces hasta que lo consiguió, junto a su amante, en 1948, poco después, precisamente, de alcanzar el reconocimiento por su obra más famosa, la novela Indigno de ser humano (Ningen shikkaku, 1948).
Ocho escenas de Tokio es una selección de relatos -el género que más cultivó Dazai- en los que el autor japonés se muestra en carne viva, desnudándose como personaje. Su vida nocturna, las geishas, el alcohol, las tentativas de suicidio, las penurias económicas, el miedo al fracaso o la dificultad de organizarse para escribir forman parte de una literatura, a menudo teñida de erotismo y de un humor paradójicamente triste, en la que el protagonista muestra sus cicatrices y vuelca todas sus dudas existenciales. La belleza de los relatos de Dazai proviene no solo de las palabras sino también, y sobre todo, de la sensación de vacío que nos deja, de aquello que podemos leer sin que esté escrito, como suele ocurrir en la obra de los mejores escritores del género.
Este fragmento pertenece a Tokyo hakkei (1941), el relato que da título al libro.
Recuerdos se considera ahora mi obra inaugural. Quería poner en claro, sin el más mínimo ornamento, todas las cosas terribles que había hecho desde mi infancia. Lo escribí en el otoño de mis veinticuatro años. Me sentaba junto a la ventana de la casita y miraba el jardín abandonado, completamente cubierto de malas hierbas, incapaz de una simple sonrisa. De nuevo, mi única intención era morir. Llamadlo afectación si queréis, pero estaba harto de mí mismo. Veía la vida como un drama. Mejor: veía el drama como la vida. Ya no era útil a nadie. H., que había sido todo lo que yo podía considerar mío, tenía las manos marcadas. No existía un solo motivo para continuar viviendo. Decidí que yo, uno de los necios, uno de los condenados, interpretaría fielmente el papel que el destino me tenía reservado; el triste y servil papel de uno que inevitablemente tiene que perder.
Pero la vida, como quedó demostrado, no era un drama. Nadie sabe con seguridad qué va a ocurrir en el segundo acto. El personaje señalado por la autodestrucción permanece a veces sobre el escenario hasta que cae el telón. Había escrito mi pequeña nota de suicidio, el testamento de mi niñez, el relato de primera mano sobre un chaval odioso que, en lugar de liberarme, se convirtió en una abrasadora obsesión que proyectaba una tenue luz en el vacío de la oscuridad. Aún no podía morir. Recuerdos no era suficiente.
Selección de Daniel Osca.
Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.
Publicado por Sajalín Editores.