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Adiós a James Caan: EL DORADO (1966) de Howard Hawks
Consecuencia de la desconexión vacacional, me entero con varios días de retraso del fallecimiento, a los 82 años, de James Caan, un estupendo actor que decidió alargar su ya de por sí irregular carrera intentando dar algo de lustre a un buen número de películas infumables. Ignorémoslas y centrémonos en las buenas.
De su extensa filmografía, creo que de entrada valdría la pena rescatar algunos films hoy bastante olvidados, como El jugador (The Gambler, 1974), de Karel Reisz, en la que interpretaba a un profesor de literatura adicto al juego, con Dostoievski como fuente de inspiración; Llega un jinete libre y salvaje (Comes a Horseman, 1978), de Alan J. Pakula, un wéstern tan atípico como, por momentos, magnífico; la excesiva pero repleta de aciertos Los unos y los otros (Les uns et les autres, 1981), de Claude Lelouch, o Ladrón (Thief, 1981), el debut en cine de Michael Mann.
Quizá su último gran éxito fue su interpretación del escritor Paul Sheldon en Misery (1990), de Rob Reiner, una de las mejores adaptaciones de Stephen King. Con Peckinpah tuvo mala suerte, ya que protagonizó la peor película del cineasta, la espantosa Los aristócratas del crimen (The Killer Elite, 1975). Con Coppola, en cambio, le fue mucho mejor. Trabajó con él en Llueve sobre mi corazón (The Rain People, 1969), una debilidad mía; en Jardines de piedra (Gardens of Stone, 1987), una debilidad de casi nadie, y, por supuesto, en El padrino (The Godfather, 1972), una debilidad de casi todos, entre los que no me encuentro, lo cual probablemente represente mi mayor herejía cinéfila.
Así pues, como no soy un incondicional del mastodóntico film de Coppola, mi película preferida de la filmografía de Caan es, con diferencia, la recreación, tras múltiples variaciones, de la historia que Howard Hawks ya había filmado en Río Bravo (1959), es decir, El Dorado, una de las cimas del wéstern, mi film favorito de Hawks y, para mí -ya sé que estoy en franca minoría-, superior a su antecesor por varias razones, de las que solo una -no de las más importantes- viene a cuento: la presencia de James Caan en lugar de un Ricky Nelson que en Río Bravo estaba para cantar junto a Dean Martin y poco más. Siempre que recuerde a Caan será en su interpretación de Alan Berilion Trejern, alias Mississippi, el joven hábil con el cuchillo y desastroso con el revólver que se une a Thornton (John Wayne) y a Harrah (Robert Mitchum) para defender a la familia McDonald mientras recita a Edgar Allan Poe, siempre cabalgando en busca de El Dorado.
MÁTALOS SUAVEMENTE de George V. Higgins
La primera y más influyente novela de George V. Higgins, una obra maestra que dejó huella en el género negro titulada Los amigos de Eddie Coyle (The Friends of Eddie Coyle, 1970), ya pasó por aquí hace tiempo a raíz de la reseña de su adaptación cinematográfica titulada El confidente (1973), dirigida por Peter Yates y protagonizada por Robert Mitchum. Ahora le toca el turno a Mátalos suavemente (Cogan´s Trade, 1974), editada en España el año pasado aprovechando el tirón de la película de Andrew Dominik, con Brad Pitt a la cabeza de un reparto estelar.
Sin ser tan redonda como la primera de sus novelas, sobre todo por la ausencia de un personaje antológico como el entrañable Eddie Coyle, Mátalos suavemente es otra estupenda muestra del «estilo Higgins»: protagonismo absoluto de los delincuentes -en este caso ladrones de poca monta que se meten en un terreno controlado por mafiosos y asesinos profesionales-, a los que el autor muestra como personajes comunes con sus problemas cotidianos, y por encima de todo unos diálogos brillantísimos, realistas y a menudo desternillantes que admiten pocas comparaciones en el género, una montaña rusa que no da tregua al lector, que ocupa la mayor parte de la novela y que ha influido en un buen número de escritores posteriores. Leyendo a Higgins uno se da cuenta de a qué escuela fueron el Nicholas Pileggi que escribió junto a Scorsese Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) o los Price, Pelecanos, Lehane y compañía que crearon los portentosos diálogos de The Wire y varias magníficas novelas.
-Ay, amigo mío. ¿Conoces a Connie, mi mujer? Prepara un asado de cerdo buenísimo. Relleno, ¿sabes? Está buenísismo, en serio. La otra noche guisó cerdo asado. Por primera vez desde que he vuelto a casa. No me lo pude comer. Le dije: «Connie, no me des cerdo nunca más». Pero antes me encantaba, le decía siempre que era su mejor plato, ella es una gran cocinera. Cocina muy bien, la verdad. Por eso está siempre tan gorda, joder: le gusta comer y le gusta cocinar y cocina de muerte y se lo come. Le dije: «Beicon, jamón, no me importa si sale de un cerdo. Pero no quiero cerdo asado. Me haces unas alubias, ¿vale? No me las pongas con cerdo. Las alubias me las comeré. El cerdo, no». Y me fui al puesto de almejas del puerto y cené en el puto coche y eso que solo hacía un mes que volvía a comer con la familia, después de casi siete años en el trullo. Cené en el puesto del puerto. Una vez se jodieron las cosas, ¿te acuerdas, Frankie? Elegí al tipo equivocado, todos teníamos prisa, había que moverse, necesitábamos la pasta, lo de siempre, el tío lo hará bien y yo estaba peor que todos vosotros. Así que acepté y lo sabía, sabía que el tío no me convencía. No puedo explicar por qué, pero lo sabía, aquel era el tipo equivocado. Pero lo acepté igualmente. Y vaya si era el tipo equivocado, joder: me pasé casi siete años comiendo cerdo grasiento de mierda, casi todos los días, y mientras mis hijos crecían y mi negocio iba tirando, yo estaba en el talego. Y ahora no puedo volver atrás, ¿sabes? Ahora ya no puedo comer mi plato favorito por todo lo que me remueve. Conque de ahora en adelante me lo tomaré con calma, eso es lo que hay. Me la traen floja tú y tus problemas. Si podemos hacer algo grande, lo haremos. Si lo podemos hacer con garantías, sin cagarla, sin volver a pringar. Yo ya he comido el último cerdo asado de mi vida. Ya la he jodido por última vez. Llámame el jueves. El jueves lo sabré. Te lo diré.
Traducción de Magdalena Palmer.
Publicada por Libros del Asteroide.
Recordando a Charles Laughton
El día 15 de diciembre se cumplieron 50 años de la muerte de Charles Laughton, uno de los grandes genios de la historia del cine. Lo fue detrás de la cámara a pesar de dirigir una sola película en toda su vida, pero siendo ésta La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955) no le hizo falta más. Y lo fue, por supuesto, en su faceta de actor. Pocos como él conseguían robarles el plano a sus compañeros de reparto, por grandes que fueran, como si la cámara sólo tuviera ojos para su interpretación.
Aquí lo recordamos en algunos de los mejores momentos de su filmografía y en las palabras que le dedicó Billy Wilder, quien lo consideraba el mejor actor con el que había trabajado, en la extensa entrevista con Hellmuth Karasek, publicada en España con el título Nadie es perfecto (Billy Wilder, 1992) en traducción de Ana Tortajada.
En Esmeralda la zíngara (The Hunchback of Notre Dame, 1939) compuso para William Dieterle el mejor Quasimodo que se ha visto.
Junto al gran Jean Renoir, para quien protagonizó Esta tierra es mía (This Land is Mine, 1943). Su discurso final quedó para la historia de la interpretación.
En un descanso del rodaje de La noche del cazador, señalando a Robert Mitchum cómo colocar las manos más famosas de la historia del cine.
Elsa Lanchester (su esposa en la vida real) interpretaba a su insufrible enfermera en la inolvidable Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), la mejor adaptación de Agatha Christie de parte de Billy Wilder.
Despidiéndose de Varinia (Jean Simmons) y de Batiato (Peter Ustinov) antes de suicidarse en Espartaco (Spartacus, 1960) de Kubrick. Mi película de romanos preferida no sería tan buena sin su interpretación de Sempronio Graco.
Discutiendo con Walter Pidgeon en una escena de Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962) de Otto Preminger. El mejor film ambientado en el mundo de la política fue su testamento cinematográfico.
Laughton y Preminger, dos genios jugando al póquer.
Cuando cinco años más tarde, en 1962, empecé a planear Irma la dulce, quise tener para el tercer papel protagonista, el del encargado del bistro Moustache, a Charles Laughton. Pero Laughton en aquella época ya estaba marcado por la muerte. Tenía cáncer. Poco antes de su muerte me recibió en su casa. Estaba sentado a la sombra, se había maquillado de un tono rosado y cuando me acerqué se levantó y se me acercó charlando, como si aquel hombre gordo, con el rostro arrugado, quisiera demostrarme con su agilidad lo recuperado que estaba. Interpretaba el papel del hombre sano o convaleciente perfectamente, con demasiada perfección. Lo hacía de un modo casi exagerado. Quería hacerme creer que al cabo de poco tiempo volvería a estar en situación de interpretar el papel del encargado del Moustache. Lo que realmente me demostró, fue su inmensa fuerza de voluntad. El admirable egoísmo de un actor que quiere actuar a cualquier precio. Fue su mejor papel. Poco después murió. En Irma la dulce le eché mucho de menos, a pesar de que Lou Jacobi interpretó muy bien el papel, que acorté considerablemente.
ADIÓS, MUÑECA (1975) de Dick Richards
Aunque pueda parecer extraño, repasando las adaptaciones cinematográficas de las novelas de Raymond Chandler uno se da cuenta de que no hay mucho donde agarrarse, exceptuando, faltaría más, El sueño eterno (The big sleep, 1946) de Howard Hawks, una obra maestra a pesar de que sólo respeta a medias el espíritu de la novela, con un Philip Marlowe con la cara de Humphrey Bogart más duro que el literario y con un tono que la aleja por momentos del género negro y la mete de lleno en la comedia. Y es que, tratándose de Hawks, casi cualquier película de cualquier género deja sitio para echarse unas risas.
Aparte del film de Hawks, mi preferido es Adiós, muñeca (Farewell, my lovely), tercera adaptación de la novela homónima tras The falcon takes over (1942), película de Irving Reiss absolutamente olvidada en la que Marlowe no aparece y el argumento sólo es utilizado como base para una aventura del detective The Falcon, y la dirigida por Edward Dmytryk Historia de un detective (Murder, my sweet, 1944), que goza de bastante prestigio pero que a mí no me entusiasma, en parte porque Dick Powell no me convence en la piel de Marlowe.
Adiós, muñeca no es tampoco ninguna obra maestra, ni siquiera creo que sea una gran película. A la dirección de Richards le falta nervio, la ausencia de ritmo interno en varias escenas clama al cielo, la voz en off , aunque respeta al máximo la primera persona de la novela, resulta excesiva y, en muchos momentos, gratuita y los personajes secundarios actúan como si supieran que lo son, sin ofrecer una réplica consistente al protagonista. Y aún así la película se disfruta, y mucho, básicamente por el envoltorio. La música de jazz, la magnífica ambientación, el vestuario, la presencia de Robert Mitchum encarnando a un Marlowe cansado y cínico pero muy humano, hacen que desde la primera escena reconozcamos el territorio Chandler más que en ninguna otra adaptación, y nos encontremos en casa. Richards, a saber si consciente de sus limitaciones o demasiado respetuoso con el material que maneja, no intenta dejar su sello, sino que se muestra absolutamente fiel al original y consigue con oficio que, a pesar de sus defectos, la cosa llegue a buen puerto.
Mitchum tuvo la desgracia de volver a interpretar el personaje en Detective privado (The big sleep, 1978), una nueva versión de la primera novela de Chandler a cargo del terrorífico Michael Winner. Con las deficiencias de Adiós, muñeca multiplicadas por mil y ninguna de sus virtudes, el tipo en cuestión logra lo imposible, convertir una gran novela y un reparto de campanillas que incluye, entre otros, a James Stewart y Richard Boone, en material de derribo. A su lado el film de Richards e incluso las más que discutibles adaptaciones del universo chandleriano que relizaron, entre otros, Robert Montgomery, Paul Bogart, Robert Altman y Bob Rafelson son música celestial.
Editada (por decir algo) en DVD por Sogemedia.
LA NOCHE DEL CAZADOR de Davis Grubb
La noche del cazador (The night of the hunter, 1955), la única película que dirigió el gran Charles Laughton, apenas necesita ya presentación. Hace muchos años que ocupa un lugar de privilegio en las listas de las mejores de la historia y que se la reconoce como una película única, que no se parece a ninguna otra, que crea prácticamente un nuevo género al que sólo ella pertenece y que, por más veces que se vea, sigue provocando sorpresa e incluso cierto desconcierto. Para darnos cuenta por completo del talento de Laughton y de lo alucinantes e inusuales que son las imágenes que creó basta con ver la versión que dirigió un tal David Greene para la televisión, estrenada en 1991 y con Richard Chamberlain como protagonista: las comparaciones nunca han resultado tan odiosas como en esta ocasión. Por mi parte, se pueden contar con los dedos de una mano las películas que me gustan tanto como ésta.
La novela en la que está basada, escrita por Davis Grubb y publicada en 1953, no es ni mucho menos tan conocida como el film, a pesar de que en ella encontramos de manera igualmente extraordinaria todo lo que Laughton puso en escena, la misma magia y la misma ambigüedad, con algunos aspectos, como la sexualidad de las mujeres y el pecado que lleva consigo a ojos del Predicador, expuestos de una forma que el cine de la época no permitía. Sólo por la creación de un personaje como Harry Powell, quizá una versión diabólica y distorsionada de otros predicadores de la narrativa norteamericana creados por Sinclair Lewis, Erskine Caldwell o Flannery O´Connor, Davis Grubb merece un puesto de honor en la literatura.
Aquí os dejo algunos fragmentos de la novela, acompañados por las imágenes correspondientes de la película. Dos lujos.
«Hizo una pausa, para escuchar qué hacía Harry, y luego pensó: Pero todavía no es suficiente. Debo sufrir aún más, y eso es lo que él está preparándome: la última y definitiva penitencia; después quedaré limpia.
¡Alabado sea Dios!, esclamó ella mientra Harry bajaba la persiana; y luego, después que la pagana luna desapareció, algo chasqueó y sonó ligeramente al abrirse, y Willa escuchó el veloz e impetuoso murmullo de los pies descalzos de Harry en el suelo al atravesar la oscuridad para ir a la cama, y pensó: Es una especie de navaja de afeitar. ¡Supe lo que era la primera noche!»
«Allí fue donde lo vi, Bess. En el fondo del agua. ¡El viejo Ford T de Ben Harper con ella dentro…! ¡Que Dios me proteja…! ¡Con ella dentro…! Sentada allí con un vestido blanco y mirándome a los ojos, con una enorme raja bajo la barbilla tan nítida como las agallas de un siluro… ¡Oh, Dios Todopoderoso…! Y su pelo ondeaba suave y perezosamente como la hierba en un prado inundado por las aguas. ¡Willa harper, Bess! ¡Era ella! Allá abajo, en la poza profunda, dentro de aquel viejo Ford T, con los ojos muy abiertos y una raja en la garganta como si tuviera una boca extra. ¿Me oyes, Bess? ¿Estás escuchando, mujer? ¡Dulce Jesús, sálvanos!»
«¡Descansar, descansar! ¡A salvo de todo mal!
¡Descansar, descansar! ¡Descansar en los brazos eternos!
John contuvo la respiración para escuchar mejor, luego espiró rápidamente y volvió a aspirar, y a contener la respiración, a fin de escuchar de nuevo, con los ojos escocidos y cansados de mirar el halo luminoso de la luna, dispuesto a no dejar pasar el más mínimo movimiento en la vasta llanura que se extendía entre el granero y el río. Se oía con tanta claridad y nitidez como si la vocecita estuviera en la montaña de heno bajo su codo, y, de repente, John lo vio a lo lejos, en la carretera; surgió de pronto por detrás de un alto ciclamor como a medio kilómetro de distancia: un hombre montado en un gran caballo, que avanzaba a paso lento y con una horrible y laboriosa parsimonia por el liviano polvo del camino del río.»
«El Predicador se enjugó con el dorso de la mano las lágrimas que surcaban sus curtidas mejillas. Fue entonces cuando Rachel vio las letras tatuadas formando la palabra ODIO y se estremeció, y en las alacenas oscuras de su mente se agolparon las advertencias del viejo sentido común, que chillaban como ratones asustados. Él se dio cuenta de su mirada despavorida, e inmediatamente comenzó a explicarse. Lo escuchó impasible mientras la voz cada vez más fuerte del Predicador describía la guerra entre el bien y el mal en el interior del corazón humano y sus nudillos crujieron y chirriaron al entrelazar las manos y los dedos se enroscaron y lucharon.
Soy un hombre de Dios, dijo al fin.»
Traducción de Juan Antonio Molina Foix.
Publicada por Anagrama.
LA COMEDIA HUMANA de William Saroyan
A quien recuerde una antigua y edulcorada película titulada La comedia humana (The human comedy, 1943), dirigida por Clarence Brown a mayor gloria del temible Mickey Rooney, probablemente no le queden muchas ganas de conocer la novela de William Saroyan en que se basó, lo cual no deja de ser comprensible pero también una pena.
Publicada también en 1943, narra el día a día de una pequeña población californiana llamada Ithaca, donde vive el joven Homer Macauley junto a su madre, su hermana Bess y su hermano pequeño Ulysses, esperando el regreso del frente del hermano mayor, Marcus. Homer, de 14 años, trabaja como mensajero para la compañía de telégrafos, y entre sus obligaciones está la de llevar a sus vecinos los telegramas en los que se notifica la muerte en la guerra de sus hijos.
La comedia humana, como toda la literatura de Saroyan, hace gala de una sencillez y una depuración extraordinarias, alejadas de cualquier exhibicionismo retórico. El dolor, la compasión y la calidez de los personajes, magníficamente descritos en sus pequeños detalles cotidianos, nunca pasan a un primer plano, sino que quedan reflejados a media voz entre sus líneas. Lo que queda en la superficie son los silencios, las preguntas de difícil respuesta del pequeño Ulysses, los juegos de la panda de amigos, las pequeñas y simpáticas anécdotas que hacen más llevadera la espera, las palabras que insinúan más de lo que dicen, los gestos que dicen lo que las palabras no pueden, la magia literaria de un grandísimo autor.
«Su madre estaba en el jardín, echando pienso a los pollos. Vio que el niño tropezaba y se caía, luego se levantaba y volvía a dar brincos. Ulysses llegó enseguida y sin decir nada se plantó a su lado, después fue al nido de la gallina en busca de huevos. Encontró uno. Se lo quedó mirando un momento, se lo llevó a su madre y se lo entregó con mucho cuidado, con lo cual quería decir lo que ningún hombre puede adivinar y ningún niño recuerda para contarlo.»
«En la esquina que tenía delante, a treinta metros, había una chica de dieciocho o diecinueve años, de aspecto solitario y tímido, cansada, silenciosa y por tanto preciosa. Estaba esperando a que pasara un autobús para llevarla a su casa después del trabajo. Aunque estaba corriendo, a Spangler le resultó imposible no percibir la soledad de la chica. Y aunque tenía mucha prisa, le dio la impresión de que aquella soledad era como la soledad de todas las cosas, que se encuentran aisladas entre sí. Sin hacer el payaso y sin premeditación, con ágil naturalidad, fue a donde estaba la chica, se paró un momento y la besó en la mejilla. Antes de continuar su camino, le dijo la única cosa que era posible decirle:
-¡Eres la mujer más encantadora del mundo!»
Y como curiosidad, sobre todo para los más cinéfilos, la canción que, en el capítulo 32, canta Marcus junto al resto de soldados en el tren, un himno eclesiástico titulado Leaning on the Everlasting Arms. Es la misma que cantaba el predicador Harry Powell en La noche del cazador, en la novela de Davis Grubb y en las incomparables imágenes creadas por Charles Laughton a mayor gloria (esta vez sin ironía) de Robert Mitchum:
What a fellowship, what a joy divine,
Leaning on the everlasting arms;
What a blessedness, what a peace is mine,
Leaning on the everlasting arms.
Traducción de Javier Calvo.
Publicada por Acantilado.
EL CONFIDENTE (1973) de Peter Yates
El día 9 de este mismo mes nos dejaba el cineasta norteamericano Peter Yates, recordado sobre todo por ser el realizador de Bullitt (1968) y de su persecución de coches por las calles de San Francisco.
Lejos de la espectacularidad del film protagonizado por Steve McQueen se encuentra mi película preferida de Yates, El confidente (The Friends of Eddie Coyle), basada en la excepcional novela de George V. Higgins y que podría opositar sin problemas al policiaco más austero de la historia del cine. En la trama de El confidente está la policía, los traficantes de armas y los atracadores de bancos de turno, pero en sus casi dos horas apenas hay dos o tres disparos y un par de muertos, lo imprescindible para un film en el que, sobre todo, se habla mucho y bien. En la mayor parte de sus escenas encontramos a dos personajes diciendo unos diálogos magníficamente escritos, que otorgan al film una sensación de realidad como pocas veces en el género, reforzada por unos actores que nunca buscan parecerlo y por una fotografía fría y oscura. En El confidente no hay héroes ni grandes villanos, ni grandes gestos de cara a la galería, sólo unos personajes que se buscan la vida como pueden, que hacen lo que tienen que hacer sin mirar a los lados, sin preocuparse por lo que pueda ocurrirle al vecino, y mañana será otro día.
Mención aparte, cómo no, para el grande entre los grandes Robert Mitchum, en un papel muy alejado de los que nos tiene acostumbrados. Su Eddie Doyle es la cruda imagen del perdedor, un patético traficante de armas que se ve obligado a convertirse en chivato de la policía para evitar ir a la cárcel y que acaba siendo manipulado y traicionado por todos. Su mirada es la viva nostalgia de otros tiempos, y su presencia, como siempre, una razón más que suficiente para la visita.
Editada en DVD por Paramount.
El mejor cine de Sydney Pollack: LAS AVENTURAS DE JEREMIAH JOHNSON (1972) / YAKUZA (1975)
A punto de terminar la década de los 60 Sydney Pollack dirigió Danzad, danzad, malditos (They shoot horses, don´t they?, 1969), su primera gran película, basada en una magnífica novela de Horace McCoy, publicada en España con el título ¿Acaso no matan a los caballos? Pocos años más tarde, el cineasta norteamericano realizaría las que me parecen, de largo, sus dos obras maestras, dos films que, en una época de profundos cambios en el cine de Hollywood, aún conservan el aroma del cine clásico, algo que, en el fondo, Pollack mantuvo, con mayor o menor acierto, durante toda su filmografía.
En Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson), con un soberbio guión de John Milius y Edward Anhald, Pollack nos narra la historia de un hombre -interpretado por Robert Redford- que huye de la naciente civilización hacia las montañas para vivir en soledad, enfrentándose al frío, la nieve y los indios. Con un empleo magistral del scope (p.e. el encuadre de la cruz en la tumba, Jeremiah Johnson, y la mujer que ha enloquecido tras el ataque de los indios), Pollack demuestra que siendo un buen narrador puedes moverte en cualquier género (cómo evoluciona la relación entre Johnson, la india con la que es obligado a casarse, y el niño huérfano que ha perdido el habla, sólo a base de miradas, hasta el momento en que vuelve a quedarse solo), y consigue uno de esos westerns sin fisuras que se nos acaban sin darnos cuenta.
Yakuza (The Yakuza), con otro fantástico guión, firmado por los también directores Paul Schrader -admirador del cine japonés y autor de uno de los estudios más conocidos sobre el cineasta Yasujiro Ozu- y Robert Towne, y con Robert Mitchum en uno de sus últimos grandes papeles, es una historia de honor, deber, renuncia y soledad con el marco de la mafia japonesa como telón de fondo, en la que el tratamiento de los personajes y de la violencia bebe tanto del cine clásico americano como del japonés (en el fondo, directores como Ford o Mizoguchi hablaban idiomas parecidos). La larga escena de la última lucha, impresionante, recuerda el final de la película Harakiri (Seppuku, 1962), una de las mejores obras de Masaki Kobayashi, y no me extrañaría su influencia en la sobrevalorada Kill Bill (2003/2004) de Quentin Tarantino.
Editadas en DVD por Warner.
ANATOMÍA DE UN ASESINATO (1959) de Otto Preminger
La película que suele llevarse todos los honores en la filmografía de Preminger, y la única que asoma de vez en cuando por las listas de las mejores de la historia, es esa maravilla del cine negro titulada Laura (1944). Aunque me parece una de las cimas de su género, el consenso me resulta excesivo y aburrido. Preminger realizó otras magníficas películas que no tienen mucho que envidiarle, como Cara de ángel (Angel Face, 1952), otro film negrísimo con un Robert Mitchum perdido por los encantos de una fatal Jean Simmons; Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), posiblemente la mejor muestra que ha dado el cine sobre los entresijos de la política norteamericana, y, sobre todo, Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder), para mi gusto el mayor film del género judicial junto a Testigo de cargo (Witness for the prosecution, 1957) de Billy Wilder.
Con un guion portentoso escrito por Robert Traver, autor de la novela, y Wendell Mayes, colaborador asiduo de Preminger y que ese mismo año escribiría para Delmer Daves El árbol del ahorcado (The Hanging Tree); con un extraordinario, como siempre, James Stewart como abogado defensor (el duelo que mantiene en el juicio con el fiscal interpretado por George C. Scott es antológico); con la banda sonora a ritmo de jazz de Duke Ellington (quien también aparece en la película) y los títulos de crédito del gran Saul Bass (su trono es, posiblemente, el único que no se discute en la historia del cine), Preminguer consigue el que para mí es su mejor film, una obra maestra ejemplo de narrativa y ritmo cinematográficos que tuvo la mala suerte de coincidir en la entrega de Oscars con Ben-Hur, de William Wyler. Al menos el póster de la película ha sido reconocido como el mejor de la historia por la revista Premiere. Algo es algo.
Editada en DVD por Columbia.
RETORNO AL PASADO (1947) de Jacques Tourneur
El director francés afincado en Hollywood Jacques Tourneur manejó casi todos los géneros durante su carrera cinematográfica. Realizó buenos westerns, magníficas cintas de aventuras, y alcanzó popularidad principalmente gracias a la serie de películas de terror de bajo presupuesto que, junto al productor Val Lewton, dirigió para esa fábrica inagotable de obras maestras en blanco y negro que fue la RKO, con La mujer pantera (Cat people, 1942) -homenajeada en Cautivos del mal (The bad and the beautiful, 1952), de Vincente Minnelli- y Yo anduve con un zombie (I walked with a zombie, 1943) como citas ineludibles. Años más tarde, en Inglaterra, consiguió otra obra mayor del género con la menos popular (por menos vista) La noche del demonio (Night of the demon, 1958).
Mientras se movía entre panteras y zombies, entre Wyatt Earp y halcones y flechas, va Tourneur y se saca de la manga Retorno al pasado (Out of the past, 1947), una de las obras capitales del cine negro, con un guión antológico firmado por Geoffrey Homes (seudónimo del escritor Daniel Mainwaring, autor también del guión de La invasión de los ladrones de cuerpos (The invasion of the body snatchers, 1956), dirigida por Don Siegel), adaptación de su novela Eleven mi horca (Build my gallows high, 1946).
La película contiene, cómo no, todos los elementos clásicos del cine negro, pero recreados esta vez dentro de ese clima de ensoñación, de irrealidad, tan característico del cine de Tourneur. En ese ambiente se mueve como pez en el agua Robert Mitchum, que encarna aquí al antihéroe descreído, socarrón, romántico y trágico tan querido por el género, que intenta iniciar una nueva vida, escapar del pasado, pero que vuelve a ser atrapado por él irremediablemente. En este sentido, Retorno al pasado compone, junto a Forajidos (The killers, 1946), de Robert Siodmak, y La jungla de asfalto (The asphalt jungle, 1950), de John Huston, un inconmensurable tríptico de luces y sombras.
Editada en DVD por Manga Films.