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AS BESTAS (2022) de Rodrigo Sorogoyen
As bestas arranca con dos escenas magistrales. La primera, que podría formar parte de un documental si no fuera por cómo está rodada, nos muestra a dos hombres luchando por someter a un caballo tan solo con su fuerza física mientras un tercero agarra la cola del animal, en un enfrentamiento que forma parte de la fiesta llamada A rapa das bestas. Argumentalmente, la escena es ajena a lo que se nos va a contar, pero simbólicamente le sirve a Sorogoyen, por un lado, para introducir la historia, la relación entre los protagonistas y el tono repleto de tensión y fisicidad que va a dominar la película y, por otro, para anunciar una escena posterior y crucial, ligada a esta en forma y fondo, que pone la carne de gallina.
La segunda -primera propiamente del film- nos sitúa en el bar de la aldea gallea en que se desarrolla la acción. Cuatro hombres juegan al dominó. Dos de ellos son los hermanos Anta, Xan (Luis Zahera) y Loren (Diego Anido). El resto de la parroquia mira la partida o participa de la tensa discusión entre Xan y otro de los jugadores. Xan es el objetivo principal de la cámara, el que domina el cotarro, el eje sobre el que gravita absolutamente una escena que busca ya de entrada definir al personaje y el entorno. Lección de montaje, de atmósfera, de diálogo, de cómo filmar la violencia contenida y el miedo. Un fragmento de gran cine que culmina con Xan interrumpiendo su acalorado discurso para dirigirse de manera despectiva a Antoine (Denis Ménochet), al que hasta entonces no habíamos visto, y echarle en cara que se vaya sin despedirse, en lo que supone una forma tan brillante como sutil de introducir al adversario, de situarnos in medias res, de decirnos que el conflicto al que vamos a asistir comenzó ya hace tiempo.
Si con este inicio Sorogoyen quería clavar al espectador en la butaca y engancharlo a un film que nos llevará a territorio wéstern y que en su primera parte puede recordarnos, con mucha menos violencia explícita, a Perros de paja (Straw Dogs, 1971), de Peckinpah, o a la también hispana Bosque de sombras (2006), de Koldo Serra, prueba conseguida. El problema de la película -o, más bien, el mío- es que eso se le vuelve en contra, ya que también y por encima de todo nos engancha a un personaje, Xan, y a un actor, Luis Zahera, que desde que aparecen en pantalla provocan que los momentos en que no están presentes parezcan, acaso injustamente, menores. Defecto, creo, de un guion irregular que no encuentra el equilibrio, que no consigue dotar de la misma fuerza a todo el conjunto. Es el riesgo que conlleva empezar con el listón arriba del todo. Zahera es, en todos los sentidos, la gran bestia. Su sombra es demasiado alargada.
Esa posible cojera en el guion no implica en absoluto que, más allá del personaje de Xan Anta, el film no tenga sus aciertos. Los demás intérpretes principales (Ménochet, Anido, Marie Colomb y una maravillosa Marina Foïs) están todos sobresalientes; la fotografía de Álex de Pablo y la música de Olivier Arson, que en algunos momentos me recuerda a la de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, son estupendas, y Sorogoyen vuelve a demostrar que filma como pocos. Que no me parezca la obra redonda que esperaba no significa que en As bestas no encontremos mucho más que en la mayor parte del cine actual.
TULIPUNAINEN KYYHKYNEN (1961) de Matti Kassila
Si alguien se interesa por el cine del director finlandés Matti Kassila, es lógico que de entrada se dirija a la parte más conocida de su filmografía, es decir, a la serie de películas que realizó en torno a las andanzas del inspector Palmu, personaje creado por el escritor Mika Waltari. Así lo hice. Pero como Komisario Palmun erehdys (1960) -en el mercado anglosajón, Inspector Palmu’s Error-, la primera de la serie, me pareció un espanto, decidí tirar por otro lado y ver Tulipunainen kyyhkynen -cuyo título en inglés es The Scarlet Dove-, que resultó ser un estupendo thriller de efecto balsámico tras la mala experiencia junto al señor Palmu.
La historia nos sitúa en el último día de vacaciones del doctor Aitamaa (un estupendo Tauno Palo) y su familia. Mientras toma el sol, el maduro doctor charla con su esposa, Helena, sobre lo atractiva y joven que se conserva ella y, en tono de broma, sobre la posibilidad de que tenga una aventura con alguien más joven. Al rato, encuentra en el correo una carta, casualmente con el sobre abierto, dirigida a su mujer en la que su amante la invita a reunirse con él ese mismo día en un lugar de Helsinki. Tras darle la carta cerrada y observar la nerviosa reacción de Helena, pretexta tener un par de reuniones en la capital para esperar allí a la pareja y seguirla. Para el doctor Aitamaa, comenzará aquí una extraña aventura, un particular viaje al miedo que se extenderá hasta la mañana siguiente.
En poco más de 80 minutos, asistimos a una intriga vertiginosa en la que nuestro pobre protagonista ve alterada su tranquila y monótona vida por una serie de sucesos y de personajes -entre ellos, la chica, la paloma escarlata, a que hace referencia el título- absolutamente desconcertantes y en la que la dirección de Kassila, bajo la más que posible influencia de Hitchcock, nos ofrece un buen puñado de secuencias brillantes al ritmo de la magnífica partitura de Osmo Lindeman, como la que transcurre en el quiosco de refrescos o las dos que se desarrollan en las gradas del estadio. Ni siquiera el hecho de que la resolución del misterio nos pueda parecer, después de tantas películas, muy manida consigue empañar esta notable y entretenidísima película que podría resultar todo un descubrimiento finlandés para el cinéfilo curioso.
EL PERRO RABIOSO (1949) de Akira Kurosawa
Murakami (Toshiro Mifune, en una de sus interpretaciones más comedidas) es un joven que al volver de la guerra encuentra trabajo en la policía de Tokio. Una mañana, al volver en el autobús de unas prácticas de tiro, se da cuenta de que le han robado la pistola y aunque persigue al ladrón no es capaz de atraparlo. Aconsejado por un colega de la policía y por una conocida delincuente, se pasea durante unos días por el centro de la ciudad, vestido de soldado, a la espera de que le ofrezcan comprar una pistola. Cuando consigue un contacto, su inexperiencia provoca que el hombre al que busca se escape y que poco después cometa un atraco en el que una persona resulta herida. Del caso se encargará el experto detective Sato (siempre grande Takashi Shimura), al que asignarán a Murakami como ayudante.
Aunque Kurosawa ya nos había dejado momentos de estupendo cine, sobre todo en la segunda parte de No añoro mi juventud (Waga seishun ni kuinashi, 1946), creo que su noveno trabajo, El perro rabioso (Nora inu, título que más bien significa «perro callejero»), es su primera gran película, la que anuncia ya a las claras las posteriores obras maestras del cineasta, además de un antecedente, con varios puntos en común, de El infierno del odio (Tengoku to jigoku, 1963), el film más perfecto de Kurosawa dentro del género policiaco.
La primera mitad de El perro rabioso, con Murakami como guía involuntario en busca de su pistola, supone sobre todo un recorrido por la ciudad de Tokio en pleno verano y en plena posguerra, por su situación de pobreza, por la falta de oportunidades para muchos de los que vuelven del frente, por su vida nocturna en las calles y en los tugurios en que proliferan la prostitución y la delincuencia. Y todo ello envuelto en un calor y una humedad como pocas veces se han visto y sentido en el cine. Al ver este casi documento de la época, uno tiene la sensación, aumentada gracias a la música de Fumio Hayasaka, de estar ante una película neorrealista, ante una suerte de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) filmada en Japón y sin nuestra complicidad sentimental.
Tras el primer delito violento del ladrón, entramos ya definitivamente en terreno policiaco y el film gana ritmo y altura, desde la escena de presentación de Sato, realizando un interrogatorio mientras se come un helado, pasando por la brillantísima secuencia en un estadio abarrotado durante un partido de béisbol, hasta unos deslumbrantes veinte minutos finales protagonizados por el definitivo cerco al criminal -identificado ya como otro exsoldado, al igual que Murakami, llamado Yusa-, bajo uno de esos aguaceros que tan bien filmaba Kurosawa, y que desembocan en ese plano para las antologías que iguala, en medio del barro, al cazador y a la presa y en un terrible grito de desesperación que significa tantas cosas, similar al que lanza el personaje del secuestrador al final de El infierno del odio.
GINREI NO HATE (1947) de Senkichi Taniguchi
El crítico e historiador de cine Stuart Galbraith IV publicó en 2002 un mastodóntico libro titulado El emperador y el lobo (The Emperor and the Wolf), en el que nos ponía al día de manera exhaustiva sobre la relación a lo largo de sus vidas entre Akira Kurosawa y Toshiro Mifune y sobre sus filmografías, tanto en colaboración como por separado. En una de sus muchas páginas, Galbraith habla del film Ginrei no hate -conocido en el mercado anglosajón por el título Snow Trail-, dirigido por un cineasta de breve filmografía y muy olvidado de nombre Senkichi Taniguchi. Su aparición en el libro responde a que Kurosawa colaboró con Taniguchi en el guion y en el montaje y a que supuso el debut de Mifune ante las cámaras; su presencia aquí, a que es estupendo.
La historia que nos cuenta es la de tres atracadores de bancos que, al ser descubiertos por la policía en un balneario, han de huir a través de las montañas nevadas. Tras una avalancha en la que muere uno de los delincuentes, los otros dos, Nojiri (impresionante, como siempre, Takashi Shimura) y Eijima (un Mifune ya perfectamente reconocible en su manera de interpretar), consiguen escapar con su parte del botín y se refugian en una cabaña donde son acogidos sin preguntas por su anciano dueño, su pequeña nieta y un joven alpinista amigo de ellos. Pero, pasados unos días, el impaciente y violento Eijima acaba amenazando al montañero para que los guíe en su peligrosa ascensión hacia la libertad.
Tras un inicio no excesivamente destacable, la película va paulatinamente cogiendo altura desde la llegada de los dos fugitivos a la cabaña. A partir de ese instante, Taniguchi comienza a distanciarlos y a mostrarnos las diferencias entre ambos personajes, a la vez que insinúa, de manera sabiamente velada, lo poco que sabremos de su pasado: mientras Eijima se irrita cada vez más ante una amabilidad que no comprende porque probablemente nunca la ha conocido, Nojiri abandona su habitual y siniestra indumentaria, se muestra profundamente conmovido, sobre todo porque la cariñosa nieta de su anfitrión le recuerda a su hija fallecida, y comienza su particular camino hacia la redención.
En esta segunda parte del film abundan los momentos magistrales, coronados por la extensa secuencia, repleta de tensión, de la escalada de nuestros dos protagonistas junto al joven guía y por el bellísimo final. Pero si hay una escena, por encima de todas, que marca la película y la mantiene en nuestra memoria, es aquella en que la tristeza y la nostalgia invaden a Nojiri al escuchar en un tocadiscos de la niña la música de My Old Kentucky Home, la clásica canción sureña que John Ford incluyó en Judge Priest (1934) y en The Sun Shines Bright (1953). «Los sentimientos de las personas son iguales en todas partes», dice Nojiri. Un fragmento de cine absolutamente mágico que se me antoja, y no solo por la música, fordiano por los cuatro costados y que entronca, por medio del rostro y la interpretación de Shimura, con algunos de los más recordados de Vivir (Ikiru, 1952), la obra maestra de Kurosawa.
El cine negro de Édouard Molinaro (y 2): UN TÉMOIN DANS LA VILLE (1959)
Ya antes de los créditos entramos en materia: un hombre asesina a una mujer tirándola de un tren. En la siguiente secuencia, un juez informa al asesino, en presencia de su abogado, de que queda libre por falta de pruebas. Nos enteramos de que el sospechoso era el amante de la víctima. En la tercera secuencia, magistral, el marido de la muerta espera al criminal en su casa y, tras comunicarle su propio veredicto, lo ahorca; pero, cosas del negro destino, el amante había pedido por teléfono un taxi. Al salir el marido de la casa, el taxista lo aborda creyendo que es su cliente.
Como vemos, Un témoin dans le ville -conocida también por los títulos en castellano Un testigo en la ciudad y Sólo un testigo– tiene en común con su antecesora, Le dos au mur, que tampoco se anda por las ramas a la hora de presentar el drama a los espectadores. Nada de preámbulos innecesarios. Pero mientras la primera película de Molinaro nos llevaba más hacia el terreno del misterio por medio de un guion laberíntico, la que nos ocupa discurrirá por los terrenos del thriller. Poco tiempo y ritmo frenético: el gran Lino Ventura ha de encontrar y eliminar al taxista Franco Fabrizi, único testigo de su venganza, ante la posibilidad de que este hable con la policía.
Estupendo guion coral en el que participaron, entre otros, el propio Molinaro, el polifacético Gérard Oury y la ínclita pareja literaria formada por Pierre Boileau y Thomas Narcejac; fotografía del no menos ilustre Henri Decaë; dirección sobresaliente con momentos para recordar como el citado de la ejecución del amante o el encuentro en el taxi de los dos protagonistas; la siempre estimulante participación, interpretando a la novia y compañera de trabajo del taxista, de Sandra Milo, y, por encima de todo, la omnipresencia de un gigante como Lino Ventura dando vida a un personaje misterioso y extraordinario del que apenas recibimos información y a quien, como al marido engañado protagonista de Le dos au mur, su plan aparentemente perfecto se le irá de las manos por culpa, cómo no, del incontrolable azar. Un cóctel infalible que hace de Un témoin dans le ville otra joya del género negro a descubrir, realizada a la manera clásica en tiempos en que el cine francés comenzaba a cambiar a lomos de la Nouvelle vague.
CANOA (1976) de Felipe Cazals
La noche del 14 de septiembre de 1968, en plena época de manifestaciones estudiantiles y persecución de todo lo que oliera a comunismo en Méjico, cinco trabajadores de la Universidad de Puebla llegaron bajo un fuerte aguacero al pueblo de San Miguel Canoa, dispuestos a escalar el volcán La Malinche. La tormenta los obligó a posponer sus planes para el día siguiente y a pedir cobijo a los lugareños para pasar la noche, pero se encontraron con una negativa general, incluido el cura; solo uno de los habitantes, enfrentado a la mayoría de sus vecinos y, especialmente, al párroco, consintió en recibirlos en su casa. Lo que siguió fue una noche infernal en la que la mayor parte de la población, convencida por el cura de que los cinco jóvenes eran estudiantes comunistas que venían a colgar su bandera y a repartir propaganda, invadió la casa de su vecino, que resultó asesinado junto con su hermano, y linchó a los cinco excursionistas. Dos murieron y los otros tres, muy malheridos, consiguieron sobrevivir gracias a la tardía intervención de la policía.
Ocho años después de este suceso, cuyos principales instigadores nunca fueron juzgados, se estrenaba Canoa, galardonada con el Oso de Plata del Festival de Berlín. Escrita por el crítico de cine Tomás Pérez Turrent -su debut como guionista- y dirigida con mano maestra por Felipe Cazals, una película angustiosa y terrible que es tanto una crónica y una denuncia de los hechos ocurridos aquella noche como un thriller y hasta un ejercicio de terror absoluto, apoyándose en una estructura y un montaje que alternan ambos aspectos.
Así, mientras la narración de los sucesos nos lleva de la mano a través de una noche fantasmal repleta de violencia y sinsentidos; con una secuencia, la de los chicos charlando en la casa sin sospechar -el espectador sí lo sabe- lo que está a punto de ocurrir, que es una lección de suspense puro, las intervenciones de uno de los lugareños -una especie de maestro de ceremonias, casi a la manera de Henry Hill (Ray Liotta) en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) de Martin Scorsese- mirando a la cámara, a nosotros, para ir explicándonos el contexto en el que se desarrolló el linchamiento, o la entrevista con el cura, auténtico controlador de la vida social y económica del pueblo y del fanatismo de sus feligreses, interrumpen drásticamente el terror para recordarnos que no estamos ante una ficción de género y recuperemos la perspectiva.
Crítica feroz pero objetiva, sin caer nunca en sentimentalismos panfletarios, de la (in)justicia, la manipulación y el fanatismo, Canoa es un film incomodísimo que, por un lado, nos tira a la cara un capítulo de la historia negra de la humanidad y, por otro más cinéfilo, nos puede recordar películas como La jauría humana (The Chase, 1966) de Arthur Penn o Perros de paja (Straw Dogs, 1971) de Sam Peckinpah, por no hablar de todo el cine de terror que sigue el modelo ya tan trillado según el cual un grupo de inocentes jóvenes se va de excursión y, sin comerlo ni beberlo, se topa con el infierno. La diferencia es que en este caso el infierno fue real.
LA CRIADA (1960) de Kim Ki-young
Actualmente es fácil estar al día de lo que se cuece en la, a menudo, excelente cinematografía surcoreana, presente de manera habitual tanto en festivales como en nuestras carteleras. Lo que ya no resulta tan sencillo es acceder a sus clásicos, mucho menos conocidos en occidente, desde luego, que los japoneses. Uno de los que gozan de mayor prestigio es La criada (Hanyo), objeto de dos nuevas versiones, en 1971 y 1982, por parte del propio Kim Ki-Young y de otra de 2010 dirigida por Im Sang-soo.
La malsana historia que nos cuenta La criada está ambientada casi exclusivamente en el apartamento en que viven un profesor de música, su embarazada esposa y sus dos hijos. El marido decide contratar a una criada para que ayude a su mujer en las tareas del hogar y acepta a una amiga de dos de sus alumnas, una de las cuales se suicidó tras declararle su amor al profesor. La recién llegada comenzará un juego de seducción y dominio que acabará trágicamente.
Más allá de las posibilidades que ofrece el guion, lo verdaderamente sobresaliente del film son la puesta en escena y el punto vista por el que opta su director. La cámara de Kim Ki-Young sigue y observa a los personajes como si fueran animales de laboratorio enjaulados, como ratas -precisamente- cuyos comportamientos, cuyas debilidades -el deseo, la envidia, la ambición- consiguen degradarlas por completo hasta acabar devorándose entre ellas. Como ejemplo mayúsculo del trabajo del cineasta en este sentido, valga la deslumbrante escena en que, durante una simbólica noche de tormenta, la criada seduce definitivamente al profesor. Difícil superarla.
Claustrofóbica y desasosegante, con momentos cercanos al terror y al suspense -con homenaje incluido a la secuencia del vaso de Sospecha (Suspicion, 1941), de Hitchcock-, La criada supone también un brillante estudio, formulado según las normas del cine de género, de la lucha de clases, emparentado con el que realizarían pocos años después Joseph Losey y su guionista Harold Pinter en El sirviente (The servant,1963). Lástima que al final nos ofrezca, a modo de epílogo, ese discurso de parvulario, postizo y repleto de moralina, que nos deja tan mal sabor de boca tras una espléndida película.
QUE DIOS NOS PERDONE (2016) / EL REINO (2018) de Rodrigo Sorogoyen
Hace un par de años nos llegó de la mano de Rodrigo Sorogoyen el que para mí es uno de los mejores thrillers de lo que va de siglo, y quizá me quede corto. Es cierto que posiblemente sea demasiado deudora de Seven (1995), pero si tuviéramos que enumerar la cantidad de pastiches con asesino en serie a bordo influidos solo por el envoltorio de la obra maestra de Fincher no acabaríamos nunca. Que dios nos perdone, en cambio, es la obra de un gran director que, como casi todos, sigue los pasos de otro.
El film de Sorogoyen podría haberse quedado en una buena muestra de género si solo estuviera primorosamente filmado, fuera trepidante y enganchara al espectador para proporcionarle un par de horas de entretenimiento; pero, además de todo eso, deja poso y ganas de volver a él, lo que consiguen únicamente las obras excepcionales. Y lo logra ante todo cuidando a sus personajes, lo que son, lo que hacen y lo que dicen, por encima de la resolución del misterio que rodea a unos crímenes: las secuencias de la vida privada de los dos policías (enormes Antonio de la Torre y Roberto Álamo), lejos de parecer de relleno, nos muestran a dos protagonistas en las antípodas de ser admirables pero necesitados del afecto que los proteja momentáneamente de la mierda en que viven; los diálogos (guion del propio Sorogoyen y de Isabel Peña) no solo son memorables sino que además suenan a realidad, aspectos que no siempre coinciden; los secundarios, a la manera del mejor cine clásico, no son meros figurantes y cada uno tiene su momento importante en la historia (mención especial para Luis Zahera)…
Y como guinda del pastel, un final a la altura, original, tenso, de los que se recuerdan; el colofón a una película que respira admiración por el mejor cine de acción norteamericano, que nos recuerda que los personajes no han de ser un mero instrumento para contar una historia y que, en fin, si no es una obra maestra se le parece mucho.
Lógicamente, tras un film tan redondo como Que Dios nos perdone, la expectación ante el nuevo trabajo de Sorogoyen era máxima, y El reino, aunque para mi gusto no llega a la altura de su predecesora, no defrauda en absoluto. Si anteriormente fue Fincher la influencia más clara para contarnos las andanzas de un asesino, ahora toma como modelos a Tarantino -especialmente, la secuencia inicial recuerda a la que abría Reservoir Dogs (1992)- y al inevitable Scorsese de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) para mostrarnos la corrupción, la ambición y la asombrosa falta de escrúpulos para sentirse como reyes por encima del bien y del mal de unos políticos que en poco o nada se diferencian de los gánsteres: los desmanes de la clase dirigente que leemos cada día en los diarios al servicio del cine de género. Si esto es una película, no sé si podemos imaginarnos hasta dónde llegará la realidad.
En El reino volvemos a encontrarnos todos los aciertos del anterior film de su director: el talento narrativo, el ritmo vertiginoso, los personajes perfectamente construidos y servidos por grandes interpretaciones (protagonismo para el ubicuo Antonio de la Torre), la preocupación por los secundarios (de nuevo el gran Luis Zahera, un terrorífico Francisco Reyes, un Josep Maria Pou más allá, a estas alturas, de cualquier elogio…) y la capacidad para componer diálogos impresionantes de la que hacen gala Sorogoyen y Peña. Pero la sensación que me deja, probablemente muy subjetiva, es de que todo está demasiado comprimido, de que a la historia le faltan momentos de reposo para dejarla respirar, de que los personajes, todos, son tan potentes que piden a gritos un mayor desarrollo, como si hubiesen sido creados más para una miniserie de televisión que para una película. Detalles, como digo, que surgen de la percepción muy personal de un estupendo film que no hace sino confirmar a Rodrigo Sorogoyen como uno de los narradores cinematográficos más importantes de la actualidad.
EL INCIDENTE (1967) de Larry Peerce
Una de las mayores satisfacciones que puede llevarse un aficionado al cine es toparse, por pura casualidad, con una película de la que no había oído hablar, de un director al que no conocía, y descubrir que no solo es entretenida, como cabía esperar por su argumento, sino que se trata de un peliculón en toda regla. Este es el caso de El incidente (The Incident), de un tal Larry Peerce, una gran sorpresa ya desde su primera secuencia, en la que brillan especialmente la fantástica fotografía en blanco y negro de Gerald Hirschfeld y la planificación de Peerce y en la que se nos muestra a un par de jóvenes de juerga etílica (estupendos Martin Sheen y Tony Musante), aburridos y hastiados, que no encuentran nada mejor que hacer para huir de sus frustraciones que asaltar violentamente al primer incauto que se cruza en su camino. Dos estereotipos que Peerce y el guionista Nicholas E. Baehr utilizarán para tratar la violencia sin sentido presente en la sociedad y cómo reaccionamos ante ella.
Tras este magistral inicio, la cinta nos presenta al resto de personajes que completarán el drama, cada uno con su carácter, sus prejuicios y sus neuras, solitarios o en pareja, personas anónimas que, como cada noche, se dirigen al metro. En un mismo vagón, coincidirán con los dos delincuentes, dispuestos a continuar su particular noche de violencia, convertidos en un mero vehículo para que el resto de pasajeros muestren realmente su verdadera personalidad, para que las máscaras caigan ante una situación inesperada y extrema. Cobardía, egoísmo, hipocresía, racismo… Los personajes se ven reflejados en un espejo que les devuelve su imagen deformada y en el que también nos vemos nosotros, los espectadores, transformados en protagonistas a los que la cámara subjetiva sitúa en primera persona ante la amenaza, preguntándonos qué haríamos en esa situación.
Con una Thelma Ritter desaprovechada, pero cuya presencia siempre se agradece, y un estupendo Beau Bridges como rostros más conocidos, El incidente nos regala un fascinante estudio sobre la sociedad y la violencia, servido mediante una sorprendente lección de ritmo narrativo y de puesta en escena en un espacio reducido y cerrado, que me recuerda a dos obras maestras como Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, 1957), de Sidney Lumet, y Funny Games (1997), de Michael Haneke. No anda muy lejos de ellas.
LOS ASESINOS DE LA LUNA DE MIEL (1969) de Leonard Kastle
Entre 1947 y 1949, Raymond Fernández y Martha Beck, conocidos en la historia criminal estadounidense como «Los asesinos de los Corazones Solitarios», asesinaron a varias mujeres para quedarse con su dinero utilizando el siguiente método: Ray respondía a los anuncios del diario que publicaban mujeres solas en busca de pareja y Martha se hacía pasar por su hermana, lo que daba mayor confianza a sus futuras víctimas. Tras ser declarados culpables de tres de los crímenes, fueron ejecutados en la silla eléctrica en 1951.
Su historia ha sido llevada al cine al menos en cuatro ocasiones: Alleluia (2014), del director belga Fabrice Du Welz; Corazones solitarios (Lonely Hearts, 2006), de Todd Robinson; la estupenda Profundo carmesí (1996), de Arturo Ripstein, y Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers), la única película dirigida por Leonard Kastle y film de culto donde los haya, en parte porque al exagerado de François Truffaut le dio por decir que era su favorito de todo el cine norteamericano.
Dejando a un lado la boutade de Truffaut, lo cierto es que la película de Kastle, como otros grandes ejemplos del mejor cine independiente americano de los 60 y de la nouvelle vague, no ha perdido nada de su frescura y de esa sensación que transmite de cinéma vérité, como si el director hubiera acompañado a la pareja de asesinos en sus andanzas y las hubiera filmado in situ, a lo que contribuyen definitivamente las interpretaciones tanto de protagonistas como de secundarios, ajenas a cualquier artificio actoral. Este aspecto estilístico, que le confiere al film un aire casi documental, brilla especialmente en las escenas de los asesinatos, filmados de manera tan natural, tan real, y sin un atisbo de remordimiento por parte de sus autores, que resultan mucho más impresionantes que las que solemos ver en producciones con más medios.
Y como guinda para este estupendo film, Kastle nos regala un último plano magistral en el que vemos a Martha (Shirley Stoler), en la cárcel de mujeres, leyendo una carta que le ha enviado Ray (Tony Lo Bianco) en la que le confiesa que ha sido el único amor de su vida. Mientras oímos la voz en off de Ray, la cámara se va alejando lentamente de Martha para dejarla a solas con su amor. Un momento final que ofrece unos segundos de compasión a esta pareja de monstruos humanos que han protagonizado una crónica del horror, pero también, y sobre todo, una trágica historia de amor.