Archive for the ‘William Wyler’ Tag
En recuerdo de Olivia de Havilland
El sábado día 25 nos dejó, a los 104 años, Olivia de Havilland y con ella el Hollywood clásico. Aquí la recuerdo en mis cuatro películas preferidas de su filmografía: Si no amaneciera (Hold Back the Down, 1941) de Mitchell Leisen, Murieron con las botas puestas (They Died with their Boots On, 1941) de Raoul Walsh, La vida íntima de Julia Norris (To Each His Own, 1946), también de Leisen, y La heredera (The Heiress, 1949) de William Wyler.
Señora, ha sido un placer caminar a su lado por la vida.
LA POÉTICA DE LO COTIDIANO de Yasujiro Ozu
Cuando abría la puerta para entrar a una sala de cine me invadía aquel aire caliente y sofocante de la multitud. Hubo un tiempo en que las salas no se llamaban salas, sino algo así como «barracones de imágenes en movimiento» (katsudogoya), y a mí me entraba dolor de cabeza cuando no llevaba aún ni diez minutos respirando aquel aire viciado. A pesar de todo, con que de una sala cinematográfica me llegara solo el sonido de la reducida banda que acompañaba en vivo a la película, ya no era capaz de pasar por delante y no entrar. Aquella cosa extraña, llamada cine, ejercía sobre mí una especie de poder mágico.
Si exceptuamos el caso de Kurosawa, no es habitual que tengamos acceso a las opiniones sobre cine de los directores clásicos japoneses, por lo que la publicación del libro La poética de lo cotidiano, compuesto de textos escritos por el gran Yasujiro Ozu durante su vida, me parece un motivo de celebración para todos los cinéfilos admiradores de su obra.
A lo largo de sus doscientas páginas descubrimos lo que pensaba Ozu sobre el tránsito del cine mudo al sonoro, la industria cinematográfica japonesa, la interpretación -pone como ejemplo de sobriedad a Henry Fonda, a Setsuko Hara y a Chisu Ryu-, el cine estadounidense -palabras de elogio para William Wyler y John Ford, entre otros-, la colocación de la cámara y la planificación en sus películas o la gramática «establecida» del cine, que rechazaba. Y, por encima de todo, accedemos de primera mano a su concepción del arte cinematográfico, a aquello que quería comunicar con las imágenes que creaba, de lo cual nos da pistas el título: los pequeños gestos, en voz baja, entre líneas, que expresan los sentimientos de las personas; el drama cotidiano mostrado sin dramatismos.
Yo tengo unas preferencias muy marcadas, por lo que es inevitable que también mis películas tengan cierta continuidad. Una de esas preferencias es el hecho de colocar una cámara en bajo y hacer las tomas desde ahí. Empecé a rodar así La belleza del cuerpo, cuando solo hacía comedias. Cuando rodábamos la escena de un local nocturno, por ejemplo, a diferencia de hoy se hacía con pocas lámparas, y después de cada toma teníamos que ir cambiando las lámparas de un sitio a otro. Al cabo de dos o tres tomas los cables eléctricos estaban enredados por el suelo, por todas partes. Era una lata tener que volver a ordenarlos después de cada toma y antes de pasar a la siguiente, así que para evitarlo decidí colocar muy abajo la cámara con la que filmaba, mirando hacia arriba. El resultado que obteníamos con esto no estaba mal del todo, y se ahorraba tiempo. Fue así como me acostumbré a hacer las tomas desde una posición cada vez más baja.
Publicado por Gallo Nero Ediciones.
Traducción de Amelia Pérez de Villar.
EL BANQUETE DE LOS GENIOS de Manuel Hidalgo
En noviembre de 1972, el cineasta George Cukor organizó en su mansión de Hollywood una comida en homenaje a Luis Buñuel, cuya película El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972) ganaría el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en marzo de 1973. Buñuel acudió a la comida acompañado de su hijo Rafael, de su guionista Jean-Claude Carrière y del productor Serge Silberman. Cukor, a su vez, invitó a unos cuantos amigos y compañeros de profesión: Billy Wilder, George Stevens, William Wyler, Alfred Hitchcock, Rouben Mamoulian, Robert Wise, Robert Mulligan, John Ford y Fritz Lang, quien no pudo acudir debido a su delicado estado de salud.
De la reunión se conservan varias fotos de los invitados conversando y unas cuantas del grupo posando para la cámara. Estas últimas, a pesar de que en ellas no aparece Ford porque tuvo que retirarse, indispuesto, antes de tiempo, muestran la que todavía hoy está considerada como la mayor concentración de talento cinematográfico que se haya visto.
El novelista, guionista y crítico de cine Manuel Hidalgo ha querido recordar aquel momento histórico en su estupendo libro El banquete de los genios (2013). En él realiza un exhaustivo análisis de El discreto encanto de la burguesía, repasa las personalidades y las filmografías de los invitados y su posible relación con las de Buñuel y, por supuesto, se centra en recuperar las sabrosas anécdotas relacionadas con la reunión. Una invitación en toda regla, que se lee de una sentada, para cualquier buen amante del cine.
En esta foto aparecen conversando George Stevens y Billy Wilder mientras, fumando sentado, John Ford los escucha.
Y aquí la foto de familia. De pie, de izquierda a derecha: Robert Mulligan, William Wyler, George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière y Serge Silberman. Sentados, de izquierda a derecha: Billy Wilder, George Stevens, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian.
Publicado por Ediciones Península.
Hasta siempre, Eleanor Parker
El lunes día 9 se nos fue, a los 91 años, la gran Eleanor Parker, una de las mejores y más bellas actrices del cine norteamericano y uno de sus talentos más desaprovechados. A pesar de ser conocida como «la mujer de las mil caras» por su versatilidad interpretativa y de haber sido nominada al Oscar en tres ocasiones, por Sin remisión (Caged, 1950) de John Cromwell -donde brillaba a la misma altura, por lo menos, que Agnes Moorehead-, Brigada 21 (Detective Story, 1951) de William Wyler y La melodía interrumpida (Interrupted Melody, 1955) de Curtis Bernhardt, en su filmografía no abundan los grandes títulos y su estrella se apagó, incomprensiblemente, demasiado pronto. Aun así, quien esto escribe siempre tendrá reservado un rinconcito en sus altares para la maravillosa Lenore de Scaramouche. Por suerte para nosotros, André Moreau prefirió enamorarse de Aline de Gravillac, y así Lenore terminó por pertenecernos un poquito más a todos.
Aquí la recuerdo en sus tres películas que más me gustan: las citadas Sin remisión -en la que interpretaba a una inocente reclusa que se convertía en delincuente sin escrúpulos dentro de la cárcel- y Scaramouche (1952) de George Sidney, y Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle, 1954) de Byron Haskin.
Gracias por todo.
TRES CAMARADAS (1938) de Frank Borzage
En su última novela Aire de Dylan (2012), Enrique Vila-Matas cita la frase «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien», una de las incontables líneas de diálogo maravillosas de Tres camaradas (Three Comrades), dirigida por Frank Borzage, producida por Joseph Mankiewicz y escrita, a partir de la novela de Erich Maria Remarque, por Edward E. Paramore Jr. y Francis Scott Fitgerald, en la que, si no me equivoco, fue la única vez que el autor de El gran Gatsby apareció acreditado como guionista en una película.
Tres camaradas, ambientada en la Alemania de 1920, nos cuenta la amistad entre Erich, Otto y Gottfried (espléndidos Robert Taylor, Franchot Tone y Robert Young), tres compañeros del ejército que intentan salir adelante como pueden tras la guerra. Durante una tarde de juerga conocen a Patricia (Margaret Sullavan), quien reforzará aún más la amistad entre los tres y acabará casándose con Erich. A lo largo de su historia tendrán cabida la comedia y el drama, la venganza y la muerte, logrando el que para mí supone uno de los grandes homenajes del cine al amor y la lealtad, a las ganas de vivir. Quizá eche para atrás a los espectadores que no traguen con su ingenuidad, pero los que aún conserven ante el cine una mirada inocente pueden encontrarse ante una de las películas que más le haya emocionado. En mi opinión, es el mejor film del hoy tan olvidado Borzage y uno de los mejor escritos del cine nortemericano de los 30.
A pesar de ser una película no demasiado conocida, posiblemente haya que tomarla como referencia de otras más prestigiosas como Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946) de William Wyler y, sobre todo, Siempre hace buen tiempo (It´s Always Fair Weather, 1955) de Stanley Donen y Gene Kelly. Y quién sabe si Mankiewicz, productor del film, no tuvo en cuenta su inolvidable escena final a la hora de ponerle rúbrica a su obra maestra El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947).
Editada en DVD por Art House media.
EL COLECCIONISTA de John Fowles
Frederick es un tipo introvertido, solitario y sin cultura cuyas aficiones son cazar mariposas y hacer fotografías. Una quiniela millonaria le permite comprar una gran casa alejada de la ciudad y llevar a cabo el plan que tiene en mente desde hace tiempo: secuestrar a Miranda, una joven estudiante de arte a la que ama y admira, encerrarla en el sótano de la casa sin ningún contacto con el exterior y colmarla de favores hasta que, con el tiempo, consiga que se enamore de él.
A partir del parcial punto de vista de ambos, de la voz narrativa de Frederick y del diario que escribe Miranda durante su cautiverio -pleno de referencias pictóricas, musicales y literarias que enriquecen la caracterización de los dos personajes, sobre todo a partir de La tempestad de Shakespeare- iremos conociendo el pasado de ambos, los intentos de fuga de Miranda y su creciente desesperación, sus diferencias de clase y cómo evolucionan los sentimientos de ambos, hasta llegar a un terrible y abierto final que justifica por sí solo la lectura de la novela, y su título, y que desnuda ante nuestros ojos al personaje de Frederick a través de sus propias palabras.
John Fowles interrumpió la redacción de su proyecto más ambicioso, la desigual pero apasionante El mago (The Magus, 1965) -llevada al cine, y se lo podía haber ahorrado, por Guy Green en 1968- para escribir El coleccionista (The Collector, 1963), su debut como novelista. William Wyler realizó una magistral adaptación, estrenada en 1965, con Terence Stamp y Samantha Eggar como protagonistas, y su influencia se ha dejado notar en multitud de películas hasta la fecha, incluidas la particular lectura que hizo de la historia Pedro Almodóvar en Átame (1990), que me parece tan mala como la mayoría de sus películas (qué le voy a hacer, no sé apreciar la genialidad del cineasta manchego), y esa fabulosa vuelta de tuerca que es, o a mí me lo parece, Hard Candy (2005) de David Slade.
«Solía verla cuando regresaba a casa desde el colegio en que estaba internada, a veces hasta varios días seguidos, porque sus padres vivían frente al Anexo del Ayuntamiento. Ella y su hermana menor iban y venían muy a menudo, acompañadas con frecuencia por muchachos, lo cual, evidentemente, no me gustaba. Cada vez que los archivos y las carpetas me dejaban un momento libre, me acercaba a la ventana para mirar hacia la calle cubierta de escarcha y, aunque no siempre, algunas veces conseguía verla. Todas las noches consignaba el hecho en mi diario de observaciones. Al principio, en aquellas anotaciones, ella era X; pero después, es decir, desde que supe cómo se llamaba, se convirtió en M. También la vi varias veces en la calle. Un día estuve un buen rato detrás de ella, en una cola de la biblioteca pública de la calle Crossfield. No me miró ni una sola vez, pero yo no aparté ni un instante la mirada de su nuca y de su pelo, que peinaba en una larga trenza. Sus cabellos eran de un rubio muy pálido, sedosos, como capullos de seda. Los llevaba recogidos en una larga y gruesa trenza que le llegaba a la cintura, algunas veces le caía por la espalda, y otras, a un costado del pecho. Pero de vez en cuando la trenza desaparecía, reemplazada por un moño alto. Sólo una vez, antes de que viniera a esta casa como mi huésped, tuve la suerte de verla con el pelo suelto, lo que me dejó casi sin aliento. ¡Estaba tan hermosa como una sirena!»
Traducción de Federico López.
Publicada por El Aleph Editores.
LA EMPERATRIZ YANG-KWEI-FEI (1955) de Kenji Mizoguchi
Decir que determinada película es una de las más hermosas de Kenji Mizoguchi para mí equivale a considerarla como una de las más hermosas de la historia del cine. Y eso me parece La emperatriz Yang-Kwei-Fei (Yôkihi), la historia de la muchacha plebeya que enamora al emperador y le devuelve las ganas de vivir perdidas tras la muerte de su esposa, algo similar al cuento de La Cenicienta pero en la China del siglo VIII, con hermanos malvados incluidos.
Mizoguchi narra este amor imposible entre intrigas cortesanas con planos más cortos y una cámara menos móvil de lo que suele ser habitual, pero el resultado alcanza una sensibilidad que poco tiene que envidiar a los mejores momentos de Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953) y El intendente Sansho (Sansho dayu, 1954), sus otras dos obras cumbre, sobre todo en escenas como la escapada de la pareja, que asiste de incógnito a una celebración entre el pueblo (que recuerda al momento en que la princesa Audrey Hepburn y el periodista Gregory Peck se mezclan con la gente en otra maravillosa película, Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953) de William Wyler), y el plano final -tras el flash-back que abarca casi todo el film-, con la muerte del emperador en su habitación, acompañado solamente por la estatua de su amada, y la reunión de las dos almas, que escapan del palacio sin que nadie pueda ya separarlas. En otro momento similar, las almas de Rex Harrison y Gene Tierney conseguían por fin estar juntas en la memorable El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir, 1947). Y es que el mejor cine, nos llegue de Japón o de un estudio de Hollywood, no entiende mucho de nacionalidades.
Cuando se busca algún cineasta con el que comparar a John Ford se suele recurrir a Hawks y a Walsh, creo que más que nada porque los tres eran norteamericanos, de la misma generación, y los tres filmaron westerns. Para mí el más cercano a Ford siempre ha sido Mizoguchi, si no en la manera de filmar, en la planificación, sí en el fondo de sus historias. El momento cumbre de este film (y uno de los más serenos y bellos del cine japonés), en el que vemos a la amada del emperador dirigirse a su ejecución, es buena prueba de ello. Mizoguchi cierra el plano sin mostrarnos su muerte, igual que Ford no nos muestra la de la doctora Cartwright al final de Siete mujeres (Seven Women, 1965), la película que puso punto y final a su filmografía. El mismo cariño, el mismo respeto por sus personajes, consigue unir las miradas de dos de los mayores artistas del siglo xx.
Editada en DVD por DeAPlaneta.
ANATOMÍA DE UN ASESINATO (1959) de Otto Preminger
La película que suele llevarse todos los honores en la filmografía de Preminger, y la única que asoma de vez en cuando por las listas de las mejores de la historia, es esa maravilla del cine negro titulada Laura (1944). Aunque me parece una de las cimas de su género, el consenso me resulta excesivo y aburrido. Preminger realizó otras magníficas películas que no tienen mucho que envidiarle, como Cara de ángel (Angel Face, 1952), otro film negrísimo con un Robert Mitchum perdido por los encantos de una fatal Jean Simmons; Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), posiblemente la mejor muestra que ha dado el cine sobre los entresijos de la política norteamericana, y, sobre todo, Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder), para mi gusto el mayor film del género judicial junto a Testigo de cargo (Witness for the prosecution, 1957) de Billy Wilder.
Con un guion portentoso escrito por Robert Traver, autor de la novela, y Wendell Mayes, colaborador asiduo de Preminger y que ese mismo año escribiría para Delmer Daves El árbol del ahorcado (The Hanging Tree); con un extraordinario, como siempre, James Stewart como abogado defensor (el duelo que mantiene en el juicio con el fiscal interpretado por George C. Scott es antológico); con la banda sonora a ritmo de jazz de Duke Ellington (quien también aparece en la película) y los títulos de crédito del gran Saul Bass (su trono es, posiblemente, el único que no se discute en la historia del cine), Preminguer consigue el que para mí es su mejor film, una obra maestra ejemplo de narrativa y ritmo cinematográficos que tuvo la mala suerte de coincidir en la entrega de Oscars con Ben-Hur, de William Wyler. Al menos el póster de la película ha sido reconocido como el mejor de la historia por la revista Premiere. Algo es algo.
Editada en DVD por Columbia.